16. Hipnotismo
PIRRENO Zyr se levantó tarde y tomó el desayuno en la terraza. Abajo, en un banco, una chiquilla jugaba sola: era la hija del jardinero mayor. Pirreno la reconoció con un escalofrío. Aún recordaba su última visita a Croca, hacía un año. Al entrar en la casa del parque, Vinca le había ofrecido un ramo de flores amarillas. Él las olió y, poco después, la nariz se le puso encarnada como un pimiento morrón. Pirreno sentía picores sólo de recordarlo.
—¡Oh, no! —se dijo—. Espero que no me haya preparado un ramo de los suyos.
Como estaba de muy buen humor, rechazó esos desagradables pensamientos y bajó a reunirse con el Gran Guardián. La sesión de hipnosis iba a tener lugar inmediatamente.
Pasó a recoger a los chicos, pero el cuarto estaba vacío. El Cuestor imaginó que habrían ido al jardín, o tal vez a la biblioteca. Sin embargo, cuando hubo recorrido casi todo el parque, sin dar con ellos, experimentó cierta sensación de inquietud. Armándose de valor se acercó a Vinca.
—Oye, nena —le dijo dulcemente—, ¿has visto a unos rosados que suelen pasear por aquí?
—No soy ninguna nena —le espetó Vinca ofendida—. Y no quiero hablar contigo. El año pasado fuiste malo y me reñiste.
—Te equivocas, mi apreciada amiga. Yo no pretendía, hacerte daño. Y si me enfadé, reconoce que no me faltó motivo. Al notar esos terribles picores me ofusqué…
—¡Yo no te ofusqué! —protestó la niña, que no comprendía el rebuscado lenguaje del Cuestor—. Tu nariz te ofuscó por oler tan fuerte. Las flores picaban pero yo no lo sabía.
El hombre perdió los estribos.
—Sí lo sabías, pequeño monstruo. Cuando me ofreciste las flores te pregunté si olían bien y tú lanzaste una risita. Lo recuerdo perfectamente.
Furioso, regresó a la sala y confesó no haber podido hallar a los niños.
—¿Siguen las mochilas en el cuarto? —le preguntó el Gran Guardián, arrugando la frente.
—Pues… no me fijé.
—Iremos a comprobarlo personalmente. Si se han fugado, no perderemos tiempo registrando la casa.
Una rápida inspección puso de manifiesto que los chicos habían escapado. El jefe no se inmutó. Convocó a sus ayudantes, dio órdenes y envió a sus jinetes más expertos en pos de los rosados. Media hora después, la casa había recobrado parte de su calma. Junto al arriate de madreselvas, Vinca entonaba una canción. Sus estridentes notas se elevaban hasta el dormitorio donde Pirreno intentaba, en vano, tranquilizarse.
—¡Esa niña es una plaga! —gimió, tapándose los oídos—. ¡Una verdadera plaga!
Mientras Vinca torturaba al Cuestor con sus cantos, Rispérim se dedicaba a imprimir huellas falsas. Cuando, por fin, alcanzó el roble de Aralia, durmió un rato y aguardó pacientemente a los rastreadores.
Eran cinco y llegaron al atardecer. Se los veía satisfechos porque su trabajo les estaba resultando muy fácil. Pero la sonrisa se borró de sus caras al comprobar que no había más huellas.
—Mirad por aquí —dijo el que parecía el jefe—. Los niños han debido esconderse en esta zona.
Rispérim se rió de lo lindo. Los emisarios anduvieron de un lado a otro hasta que se hizo noche cerrada.
—Volvamos —ordenó el jefe—. Aquí pasa algo raro Salgamos para Croca sin más dilaciones.
El Guardián abandonó su escondite y caminó tras ellos toda la noche. Con los primeros rayos del sol, los emisarios entraron en el gran parque de la capital. El Gran Guardián, avisado de su llegada, los esperaba en el jardín.
—Recibe nuestro saludo —le dijo el primer jinete—. Deseamos que te encuentres…
—Gracias, gracias —le interrumpió el hombre—. Pasad al informe sin rodeos.
—Seguimos las huellas de los exteriores. Eran muy claras y conducían al oeste. Pero, cerca del roble donde vivía la chica mayor, el rastro desapareció por completo. Buscamos por los alrededores y no encontramos a nadie.
El Gran Guardián hizo un gesto impaciente.
—Seguramente borraron sus huellas y se escondieron.
—Imposible —dijo el rastreador—. Son niños, no especialistas en rastreo. No lograrían despistarnos aunque quisieran… Lo cierto es que han desaparecido como si se hubieran evaporado en el aire.
El Gran Guardián despidió a los expedicionarios y se encaminó hacia la casita del jardinero. Un presentimiento le empujaba junto a Vinca. Tal vez la niña supiera algo.
Vinca charlaba con una muñeca, de espaldas al hombre que la estaba observando.
—Oye, jovenzuela —decía con voz afectada—: debes respetarme por mi posición. Soy un Guardián, ¿te enteras? Y muy ofuscado, además. Pero los jóvenes ya no respetan las calvas. Y se burlan de los Guardianes y les dan flores ofuscadas. Y les pican las narizotas…
La voz del Guardián le hizo dar un respingo.
—Hola, pequeña. Paseaba por aquí y te oí hablar con esa muñeca tan traviesa. Por lo visto, la tiene tomada con Pirreno Zyr, ¿verdad?
El Gran Guardián comenzó a interrogarla disimuladamente. Pero, a pesar de su habilidad, no sacó nada en limpio. La niña daba rodeos y mezclaba los temas de tal forma que el hombre empezó a sentir dolor de cabeza.
—Ven conmigo, Vinca —le dijo—. Quiero hablar con tu padre.
El jardinero jefe se quedó pasmado cuando el Gran Guardián le pidió autorización para hipnotizar a su hija.
—Bueno —cedió al fin—. Si es por el bien de la Arista… Y si la pequeña no sufre ningún daño…
—En absoluto. Es cuestión de cinco minutos.
Vinca entró en la casa lanzando miradas recelosas a los muebles. Antes de sentarse pasó la mano por la superficie de la silla.
—No hay pinchos —le aseguró el hombre—. He oído decir que tú colocas espinos en los sillones de tu casa, pero yo no soy tan bromista.
—Es un juego. Hay tres sillones sin pincho y uno con pincho… Y me voy a ir. Tengo sueño.
—En seguida podrás irte. Te he traído para enseñarte una piedra maravillosa. Mira.
Sobre la palma de su mano centelleaba el trozo de astrolita. Lentamente hizo oscilar la piedra ante la cara de Vinca, la balanceó a derecha e izquierda.
—Tienes sueño, mucho sueño… —murmuró con voz monótona—. Te duermes…
Los ojos de la niña seguían el balanceo de la astrolita. Había caído en un sueño hipnótico.
—¿Conoces a los exteriores? —le preguntó el Guardián.
—Sí. Son amigos. Se han ido.
—¿Adónde? ¡Dímelo!
—Van a ver a sus papás —susurró Vinca—. «Lula» está allí. En la Cresta.
El vaivén de la piedra se detuvo.
—Atiende —ordenó el hipnotizador—: al despertar no recordarás nada.
Poco después, la niña se entretenía construyendo flanes de tierra. Mientras, una partida de jinetes abandonó el parque. El Gran Guardián cabalgaba a la cabeza del grupo.
—Ése está chiflado —dijo Vinca a uno de los flanes—. Por su culpa me duele la cabeza. Cuando vuelva le regalaré un ramo de mis flores.
El jardinero se encontraba a su lado. Esa hija suya le causaba tantos problemas…
—Te traeré unos polvos de sauce —dijo solícito—. El dolor se te pasará en seguida, nena.
Rispérim apareció en aquel instante.
—¡Oh…! Vaya, usted por aquí —tartamudeó el jardinero—. Éste es el día de las sorpresas. ¿Quiere tomar algo en casa?
—No, gracias. Ya he desayunado. Y tú, pequeña, ¿no me saludas?
Vinca levantó su cara churretosa.
—Con el corazón te saludo —dijo—. Con la mano no. La tengo muy puerca de andar con el barro.
—¡Qué lenguaje! —se escandalizó su padre—. Anda, corre a lavarte… y procura ser más educada, hija.
Cuando desapareció rumbo al cuarto de baño, el jardinero suspiró profundamente.
—Esta cría me matará a disgustos. Hoy la ha hipnotizado el Gran Guardián. Al parecer, ha estado secreteando con los extranjeros. Estoy tan nervioso que no sé dónde tengo la cabeza. Perdone, Guardián. Voy a tomar unos polvos de sauce…
Rispérim no esperó a Vinca. Cogió un caballo y salió de la ciudad al galope. Debía encontrar a los chicos antes de que lo hiciera el Gran Guardián.
FIMO, ARALIA Y LOS NIÑOS habían cabalgado durante toda la noche. Se adentraban en la región más desconocida de la Arista, situada entre Yedrina y las montañas de la Cresta. Más allá de la ciudad de Fimo sólo había bosques seculares y llanuras despobladas. Según les explicó Aralia, a los aristanos no les agradaba vivir allí.
—Estas zonas fueron devastadas por la Nube Negra. Se produjeron muchos terremotos, la gente huyó y, desde entonces, nadie ha querido instalarse en estas tierras.
—Mejor que mejor —dijo Ustrum—. Así viajaremos tranquilos.
El viaje iba desarrollándose a la velocidad prevista. Pero, por desgracia, el tiempo comenzaba a estropearse. A mediodía, mientras los viajeros dormían, cayó una fuerte tormenta. Despertaron y seguía lloviendo.
—Esperaremos a que escampe —dijo Aralia—. Andar bajo la lluvia es muy molesto.
—¿Y si nos persiguen? —objetó Fimo—. Creo que es preferible continuar, aunque nos empapemos.
Mela dijo que nadie podía saber dónde estaban, porque Rispérim se habría ocupado de despistar a los emisarios.
—Seguro que nos buscan por el otro lado, por las Grandes Montañas —aseguró—. Ris es listísimo y los engañará a todos.
Aunque el aristano deseaba seguir, descansaron durante varias horas. Cuando la tormenta cedió montaron de nuevo y cabalgaron hasta el anochecer. Pensaban alcanzar la falda de la cordillera, pero les salió al paso una tormenta más densa que la anterior. La lluvia batía el suelo incansablemente, levantando un barro pegajoso y duro. El propio Fimo dio orden de suspender la marcha.
—Los caballos no pueden avanzar en el fango —gritó—. Vamos allá, a la izquierda. Aquel bosque nos protegerá del agua.
Antes de dormir, los chicos pidieron a Fimo que tocara la narelina. El joven dudó un poco, pues el sonido de la doble flauta se oía desde muy lejos.
«No sé qué me ocurre —pensó—. Me preocupo sin razón. Por ahora, todo marcha estupendamente».
El poder tranquilizante de la narelina le hizo mucho bien. Conforme tocaba, sus temores iban esfumándose y se sentía mejor.
—Calla, Fimo —dijo de pronto Pirela—. Me ha parecido oír voces.
El aristano guardó la narelina y salió. Alrededor de la tienda, ocho jinetes les cerraban el paso. Su padre estaba allí, contemplándole con expresión de tristeza. A su lado, inmóvil, montaba el Gran Guardián.
—Ya los tenemos —dijo, y bajó del caballo.