2. Empieza el viaje
—¿HAS conseguido las linternas? —preguntó Pirela.
El refugio de la playa estaba repleto de cosas. Cuando Ustrum se volvió para contestarle, seis o siete latas cayeron al suelo. El ruido sobresaltó a las niñas.
—Perdón —dijo Ustrum— traigo cinco linternas. Y también unas botellas de leche.
—No necesitamos más botellas —objetó la mayor—. Pesan demasiado. Es mejor llevar leche en polvo.
Su amigo se molestó un poco.
—Eres muy exigente, ¿no crees? Hago lo que puedo, pero mi madre está pendiente de mi todo el día. Debe de sospechar algo.
—Claro, porque tú no te mueves si no es para Ir a esas excursiones botánicas tan pesadas —dijo Mela, obteniendo un pellizco como respuesta.
Los nervios empezaban a notarse. Durante los dos últimos días habían ido recogiendo a escondidas los materiales necesarios para el viaje. Lo más difícil era ocultar sus planes. En estos casos, las personas mayores se volvían muy observadoras.
—¿Queréis estaros quietos? —ordenó Pirela—. Mañana comienzan los Vientos y es preciso inventar algo para escurrirnos del grupo.
Ustrum frunció las cejas.
—No sé cómo, la verdad. Ya sabes que nuestros padres no nos pierden de vista cuando cambiamos de Valle. Además, ¿no crees que vamos a hacer una tontería, Pirela? A ratos lo pienso más en serlo y me parece que nos vamos a meter en un lío.
—Es verdad —dijo Mela—. Estás un poco chiflada, Pirela.
La muchacha los miró fijamente.
—Ni soñéis con volveros atrás. ¡No nos pasará nada malo, os lo aseguro! En el peor de los casos, nos quedaríamos un año aquí, hasta que nuestro grupo diera la vuelta. Nos reñirían, pero merece la pena arriesgarse, ¿verdad?
Mela no contestó. ¿Para qué? Y Ustrum, aunque imaginaba peligros mucho mayores que una reprimenda, tampoco dijo nada.
Recogieron cuerdas, un machete, una palita, clavos y otras herramientas. La comida era el principal problema de los chicos. No querían cargarse en exceso, pero necesitaban alimentos para varios días. Ignoraban qué encontrarían en la Arista, si lograban entrar en ella. Por si acaso, cogieron muchos paquetes de sopa, leche y latas de comida. Ustrum, más experimentado, añadió frutos secos en grandes cantidades.
Pirela, por su parte, buscó todos los libros y mapas que se referían a las Aristas. La mayoría de ellos no servían para nada; sólo hablaban del territorio comprendido entre el último pueblo del Valle y las Grandes Montañas. En el fondo, el libro más digno de confianza eran las Crónicas de Porion. Pirela no se separaba de él.
Discutieron un buen rato sobre el camino a seguir. Ustrum conocía esa zona mejor que las niñas, y se Impuso su decisión: irían siguiendo la orilla del mar. Cuando avistaran las montañas, marcharían hacia el interior.
—Es preferible andar cerca del mar —dijo—. Así no nos perderemos y estaremos frescos. En el norte hace mucho calor y uno no puede fiarse de los escorpiones. Los hay a montones.
Mela se estremeció.
—¡Sí, por favor! Vayamos por la playa.
—Está bien —accedió su hermana—. Ustrum se encargará de guiarnos hasta las montañas.
—Después te ocuparás tú de los demás —dijo el niño—. No conozco la cordillera. Los profesores nunca nos llevan tan lejos.
—Ya me las arreglaré con el Porion, no te preocupes. Y ahora, dejadme pensar tranquila. Debo discurrir algo para despistar a nuestros padres.
Cuando los pequeños salieron, Pirela se tumbó en la arena y suspiró.
«No va a ser fácil —se dijo—, pero lo haremos».
EL DÍA DE LA PARTIDA se reunieron en un parque de juegos. Apenas había niños. Casi todos estaban ayudando a limpiar las casas y a empacar las pocas cosas que necesitaban para el Valle Amarillo, cada familia del grupo de Ni tenía asignada una vivienda y podía dejar las ropas de verano en un baúl hasta su regreso. Las familias de los restantes grupos hacían lo mismo, en la seguridad de que sus pertenencias serían respetadas.
Los tres aventureros también debían ayudar a sus padres. Les quedaba muy poco tiempo libre para preparar el viaje.
—Tengo una idea estupenda —declaró Pirela—. Los despistaremos de un modo sencillísimo, veréis: mis padres salen antes que los tuyos, Us. Mela y yo nos esconderemos, y tú dirás a mi familia que ya hemos salido con los Clu. Hemos volado a menudo con las niñas de los Clu, no se extrañarán.
—Pero yo nunca he volado con ellos —dijo Mela—. Mamá no me deja ir sola.
—Para eso está Ustrum. Él los convencerá.
—¿Yo? Bueno, lo intentaré, pero ya sabes lo colorado que me pongo cuando digo mentiras.
—¿Y él? —preguntó Mela—. ¿Cómo se las arreglará?
—¡Eso! ¿Qué voy a hacer yo? No pienso quedarme fuera de la diversión a última hora.
Pirela tenía respuesta para todo.
—No te preocupes. Tus hermanas tardan una barbaridad en recoger sus vestidos, como todas las mayorzotas. Les diré que te he visto marchar con Mela.
La pequeña no daba crédito a sus oídos. Verdaderamente, su hermana se comportaba como si careciera de sentimientos.
—¿No te da vergüenza hablar así? —le dijo—. Papá y mamá van a estar muy preocupados. ¿Es que no te importa, persona malvada y sin corazón?
Mela, pese a ser poco inclinada a los estudios, adoraba las obras de los poetas clásicos. Se sabía de memoria muchos poemas y sacaba de ellos expresiones bastante melodramáticas. Esta costumbre solía divertir a Pirela. Sin embargo, aquella vez no se rió.
—Claro que me da pena que se preocupen —dijo—. Por eso voy a meter una nota en el equipaje explicándoles lo que hemos hecho. Tú también escribirás a los tuyos, Ustrum.
—Si conocen nuestras intenciones se preocuparán mucho más —contestó el chaval—. Será mejor decirles que nos hemos escapado para no ir al colegio, y para bañarnos y divertirnos. Se enfadarán, pero no se asustarán tanto.
Así lo hicieron. Faltaban unas horas para la partida y las calles rebosaban de gente cargada de bultos. Todos vestían los trajes de viento, de color amarillo, muy anchos y provistos de una gran capucha. Los miembros de la Comunidad subían a la Colina del Aire, una construcción de tiempos remotos, con forma de cono truncado y tan alta que se veía desde cualquier parte del Valle. Trenes de un raíl ascendían hasta la cumbre dando mil vueltas en espiral.
Cerca de la cima, el viento era fortísimo y el tren subía protegido por un túnel. Al final del trayecto los lumbanicenses bajaban y se colocaban en fila. Entonces, los Responsables les ataban a la cintura unos resistentes cordones. De esta forma se aseguraban los niños pequeños, que viajaban unidos a sus padres.
Por desgracia, a veces se producían accidentes y más de un lumbanicense había caído sobre las montañas. Nadie podía imaginar el destino que los esperaba, pues las Aristas estaban cubiertas de nubes durante los días de viento. ¿Y el resto del año? Algunos aseguraban que las nieblas cubrían eternamente los bordes del planeta, y esta creencia favoreció la aparición de leyendas terroríficas sobre las Aristas.
Pirela, Ustrum y Mela contemplaban en silencio la subida del último vagón. Los familiares del niño acababan de montarse en él.
Ya estaban seguros en la playa. Se habían escondido detrás de una palmera gordísima que desentonaba entre sus esbeltas compañeras. El grupo de Ni volaba hacia el este. Vistos desde abajo, los trajes de viento parecían campanillas silvestres.
Mela no pudo contenerse. Se olvidó de su muñeca «Lula» y la dejó tirada sobre la arena. Ustrum la alcanzó.
—No llores, Mela —le dijo—. Si no quieres ir a las montañas, nos quedaremos aquí. Esperaremos el regreso de nuestra gente y, mientras, los de la Comunidad de Ba nos cuidarán.
Pirela se acercó a ellos.
—Sí, hermanita. Los de Ba siempre han atendido bien a los nuestros cuando alguno no ha podido viajar por cualquier causa. Y ahora veo que esta aventura puede resultar peligrosa para ti.
Estaban totalmente solos. Los pueblos, con sus calles bien trazadas y sus casas blancas, tenían un aire siniestro. Un impresionante silencio reinaba en el Valle.
Entonces, cuando los mayores se dejaban vencer por el desaliento, habló Mela.
—Traed a «Lula» y vámonos de aquí. Los de Ba están al llegar y no deben vernos.
Cogió ella misma a «Lula» y se secó las lágrimas con el borde de su vestido.
—¿Quieres ir? —le preguntó Ustrum—. ¿De verdad, Mela?
—¿No tienes miedo, hermana?
—Sí que tengo. Y tendré más aún, pero iré. Quiero ver cuanto antes a mis padres. No puedo esperar un año sabiendo que sufren por mí. ¡Pobrecillos míos! ¡Qué pesar ha caído sobre la familia!
Tras este discurso, algo plagiado del drama «El maleficio de los Hamup», Mela cogió la mochila y se la echó sobre los hombros.
Se apresuraron a alejarse de allí. Pocos minutos después comenzaba la lluvia de campanas amarillentas. Al llegar a la Planta Potabilizadora vieron los primeros racimos de gente planeando sobre el Valle. La mayor parte aterrizaban sin dificultad; otros lo hacían encima de las casas e incluso en el agua. Por suerte, el traje los mantenía a flote y eran rescatados en seguida.
Continuaron el viaje, y pronto distinguieron la silueta de la Central de treptano, que seguía funcionando día y noche, Ustrum arrojó al suelo el equipaje y se quitó la ropa. Llevaba puesto un alegre bañador rosa. Es de observar que en Lumbánico no existen prejuicios contra este color, usado habitualmente en la ropa de hombre.
Las niñas le Imitaron. Sin embargo, el baño no fue demasiado agradable. La playa era pedregosa y el viento del Este los molestaba.
Las palmeras se iban haciendo más escasas conforme se adentraban en aquella zona. Al mismo tiempo, surgían plantas desconocidas para las niñas, aunque no para Ustrum.
—Estas campanillas moradas son berzas marinas —explicaba—, y aquélla tan bonita de color amarillo es el glaucio. La pobre tiene una raíz muy larga para conseguir agua. Para conservarla le salen espinas en vez de hojas. Espinas o pelos.
—¿Pelos? —se extrañó Mela—. ¿Dónde?
—Sobre las hojas, tonta —respondió Pirela—. ¿Dónde iban a tenerlos?
—Entonces, nosotros tenemos pelos para protegernos del sol y guardar agua, ¿verdad? —dijo la niña. Y sin esperar la respuesta, sacó una libretita y un lápiz—. Voy a escribir una poesía sobre ese tema.
Su hermana asintió.
—Estupendo. Pero ahora vamos a comer.
Comieron con apetito. El sol quemaba y se protegieron del calor a la sombra de unas palmeras. Mela dedicó el descanso a su poema. Cuando emprendieron la marcha, ya lo había terminado.
Al anochecer se detuvieron junto a unas matas de sosa marina. Se sentían agotados. Encendieron una sola linterna para cenar, pues temían llamar la atención de los nuevos ocupantes del Valle.
Cuando iban a acostarse, Mela se empeñó en leer su poema.
—Lo titulo «Pelos y plantas» —anunció—, y dice así:
Igual que las personas, las plantas tienen pelo;
éstas en las hojitas para guardar el agua,
y nosotros más alto, cerca del cerebelo.
Es para protegerlo, y por eso yo pienso
que mujeres y niñas tenemos más cabello
porque somos más listas y más inteligentes:
tenemos más cerebro y, por eso, más pelo.
Pirela aplaudió, riendo. A Ustrum no le hizo ni pizca de gracia.
—¡No, Mela! ¡Qué barbaridades dices! Es completamente falso, porque el tamaño del cerebro no tiene nada que ver con la inteligencia.
—¡Cierra el pico, sabelotodo! —chilló la poetisa—. ¡No entiendes nada de literatura!
Pirela estaba demasiado cansada para intervenir. A los dos o tres minutos cesó la discusión. Se envolvieron en las mantas aislantes y se durmieron bajo las estrellas. Las últimas palabras del día las pronunció Ustrum, amodorrado:
—Y además, los hombres tenemos un cerebro más pesado que las mujeres…
Mela, afortunadamente, dormía ya.