4. Una poesía muy veraz

SE levantaron muy temprano. Después de bañarse bajo el chorro del manantial, Pirela repartió queso y leche. La comida les duraría dos días, acaso tres. La situación era clara: o llegaban pronto a la Arista, o empezarían a pasar hambre, Ustrum buscó por los alrededores, pero no había nada comestible.

—Vamos a rastrear la zona —dijo Pirela—. Es necesario encontrar la entrada cuanto antes. Examinaremos los agujeros, las cuevas y las grietas de la montaña…, en fin, cualquier lugar donde pueda empezar el pasadizo.

Organizaron un plan de búsqueda de acuerdo con el libro de Porion. Rastrear toda la cordillera era imposible, pero, según la información de las Crónicas, el acceso a la Arista se hallaba en esa zona.

Ustrum y Mela se marcharon juntos, y la mayor salió en solitario. Abandonaron los bultos en el campamento y colocaron un círculo de piedras alrededor.

—Así no nos perderemos —dijo Ustrum—. Con subir a una colina y mirar hacia abajo, ya nos orientaremos. Además, el Pico del Huevo se ve desde muy lejos.

Echaron a andar provistos de una cantimplora y bocadillos de pan duro. El día era bochornoso y nublado. El sol Irradiaba una luz blanca que hacía daño a los ojos. Aquella luz no producía sombras, lo cual dificultaba la búsqueda.

—Todas las rocas parecen iguales —gruñó Ustrum, secándose el sudor del flequillo—. El sol molesta muchísimo.

Mela se sentó a su lado.

—¡Qué calor tan apobrioso! —exclamó.

—Se dice «oprobioso», en vez de eso tan raro que has dicho. De todos modos, Mela, es mejor que afines la vista y te olvides de ese lenguaje repelente, ¿vale?

Pirela, por su parte, había seguido el cauce seco de un río. Ascendió durante horas por un camino paralelo al lecho vacío. A ambos lados crecían matas de adelfas en flor. En dos ocasiones creyó haber encontrado el pasadizo; se metió en una cueva semioculta por ramas de aulaga, con las que se pinchó la cara y los brazos. La segunda vez trepó a una grieta, pero ésta se fue estrechando hasta cortarle el paso. La muchacha tuvo que retroceder, polvorienta y arañada.

Los pequeños tampoco tuvieron suerte. Regresaron antes del anochecer, se bañaron y se tumbaron, bien fresquitos, dentro del círculo de piedras. Pirela volvió más tarde. Cenaron sin apetito. Hasta «Lula» tenía un aire abatido, con su ojo bailándole sobre el pecho. Normalmente, Mela se apresuraba a arreglarlo, pero ahora ni siquiera se había dado cuenta.

—¡Menudo día! —exclamó—. Andar y andar para nada. Cuenta, Ustrum, cuenta. Pirela no sabe lo mal que lo hemos pasado.

—Nos hemos arrastrado por docenas de agujeros apestosos. ¡Puaj! Bueno, la mayoría de las veces era Mela quien se metía en ellos. Como es más pequeña…

—Como soy más valiente, querrás decir. Tú tenías miedo de quedar encerrado.

—No lo puedo evitar —se defendió el niño—. Prefiero el aire libre.

Pirela intervino para contar sus aventuras.

—Yo he seguido el curso de un río que debió ser caudaloso en otros tiempos. Entré en una cueva que vi desde el camino. Al asomarme, se me ocurrió pensar en los osos de las montañas y salí pitando. Mirad mi vestido: está sucísimo y lleno de desgarrones.

Mela había sacado un libro de poesías y se empeñó en leer alguna antes de acostarse.

—Ayer no quisisteis, pero hoy os la leeré —declaró con mucha firmeza—. Trata de estas montañas precisa mente. Su autor se llama Ilio.

—Déjalo para luego —dijo Pirela—. Fíjate, hermana: se ha levantado viento y el cielo está oscuro. Va a haber tormenta.

Buscaron refugio bajo una cornisa y montaron la tienda apresuradamente. Caían unas gotas tan gruesas como garbanzos. Los truenos retumbaban en la cordillera. Dentro de la tienda, el ruido era horrible. Los chicos no conseguían dormir.

—Enciende el farol, Ustrum —pidió Mela—. Tengo miedo. ¿Y tú?

—No demasiado —contestó su amigo, maniobrando en el farol—. Me gustan las tormentas. Si no te dejas asustar, resultan interesantes. En los Valles apenas hay dos o tres al año, y no suelen ser tan fuertes como ésta.

Llovió durante toda la noche. El amanecer reveló a los niños un paisaje diferente, limpio y brillante. Las montañas resplandecían como si alguien las hubiera barnizado. Con el calor del sol, las piedras desprendían un vapor blanco.

Ustrum abrió la tienda y miró afuera.

—¡Eh, perezosas! —gritó—. Hace un día estupendo. Ya no llueve.

Ellas se asomaron con precaución.

—¡Pues es verdad! —exclamó Mela sorprendida.

Con la manta encima de los hombros, salió al exterior y trepó a lo alto de una roca.

—¡Escuchad! Es el poema de Ilio titulado «Las piedras de las Grandes Montañas». Dice así:

Largas lunas lloré la partida del Valle

donde dejé mi casa y mi tierra vacías,

esperando la Nube que todo lo barre;

pero muchas más lágrimas penden de mis ojos

al dejar el refugio de la Arista Encantada,

pensando si algún día pasaré la cascada

que baila entre los árboles gigantes del camino.

Las montañas se alejan con mis pasos cansinos;

dejo atrás el verdor de los bosques y prados

y avanzo hacia la sombra que cubre mi destino

Pirela y Ustrum habían escuchado atentamente. El poema no era tan espantoso como suponían, después de todo.

—Me ha gustado —dijo la mayor—. Pero ¿por qué se llama «Las piedras de las Grandes Montañas», si no dice nada de ellas?

—¡Vaya pregunta! El título de un poema no tiene que repetirse en los versos, pero en éste sí se habla de las piedras. Lo que pasa es que no me lo sé entero. Tendré que leerlo.

—Repásatelo y nos lo recitas completo esta noche, ¿vale? —dijo Ustrum.

Salieron en dos grupos, igual que la mañana anterior. Pirela decidió continuar subiendo por el cauce, que con la lluvia había vuelto a llenarse de agua. Corría ahora un verdadero torrente.

«La tormenta ha derretido la nieve de las cumbres, —se dijo la chica— y, el río, ha vuelto a aparecer».

Ascendió por la orilla derecha, a veces el cauce se estrechaba y el río entraba en una especie de pasillo rocoso, que obligada a Pirela a dar un rodeo. La muchacha se preguntó cuál sería el nombre de aquel río. En un descanso sacó los mapas y el viejo libro. Se señalaban allí varios arroyos y dos o tres ríos importantes, pero todos ellos alejados del Pico del Huevo.

«Es una vergüenza que nadie se haya interesado por explorar estos lugares —pensó—. A estas alturas, sabemos menos de historia y de geografía que hace siete siglos. ¡Es increíble!».

Entretanto, Mela y Ustrum llegaron a un bosquecillo de álamos que sobrevivían en aquella tierra hostil. El niño se emocionó al verlos.

—Son preciosos, ¿no crees, Mela? Oye, Mela, ¿dónde te has metido?

La pequeña se había desviado a un lado. Chocó contra algo duro y dio un traspiés. Estuvo a punto de caer de narices.

—¿Qué es esto? —chilló—. ¡Ven, Us! Apartaron algunas ramas espinosas y se toparon con una escultura extrañísima. Representaba a un ser parecido a un hombre, de ojos saltones y anchas narizotas, Aquel personaje sacaba la lengua en señal de burla, lo que les pareció de muy mal gusto. Mela se alejó a toda prisa.

—Es feísima —declaró—. Y parece que está rota por la mitad.

—No creo. Debían esculpir así, de cintura para arriba. ¿De dónde sacarían los modelos? En cuanto a belleza, no eran muy exigentes que digamos.

Colocaron las ramas cortadas sobre la estatua y volvieron al campamento. Habían acordado reunirse a la hora de comer.

Pirela no se acordaba de su cita. Acababa de alcanzar un desnivel donde el río descendía a trompicones. Penosamente, subió el escalón de roca y se encontró frente a una catarata que caía desde unos seis metros. El sonido del agua al estrellarse contra el fondo, asustó a la muchacha, pero estaba cansada y quería descansar. Se sentó en una piedra plana y lisa. Había otras muchas alrededor.

—¡No son rocas! —observó—. Este material es madera. Debe tratarse de troncos de árboles cortados hace muchísimos años.

Se levantó y se asomó al río. El sol formaba un espléndido arco iris al refractarse en el agua de la cascada.

«Traeré a los pequeños —se dijo—. Les gustará ver el arco iris».

El hambre la hizo apresurarse. Los niños la recibieron con gritos de alegría.

—¿Sabes qué hemos descubierto? —gritó Mela—. ¡Cuéntale, Ustrum!

Pero, sin dejar hablar al niño, contó ella misma el hallazgo de la escultura. Pirela decidió ir a investigar después de comer.

Pasaron de nuevo ante los álamos y levantaron los matojos. La estatua seguía allí, contemplando el vacío con sus ojos salientes. Pirela se entusiasmó.

—Seguramente es obra de los aristanos —dijo—. En nuestro arte antiguo no existe nada igual… Hemos descubierto la primera huella de otra civilización, amigos. Mela sacó su libro de poemas.

—Para celebrarlo, voy a recitar el último trozo del poema de Ilio. A ver dónde está la página… Ya. Leo:

¿Qué me espera a la vuelta sino barro y cenizas?

Volvería contento si supiera que un día

yo podré remontar los torrentes del Okes

y adentrarme en las luces de sus siete colores.

Regresaré al camino que penetra en la Arista

a través de las piedras de las Grandes Montañas,

hacia el lugar remoto donde viven las flores.

Pirela había escuchado los versos con expresión concentrada y atenta. De repente, se levantó y empezó a correr.

—¡Seguidme! —dijo—. ¡Vamos, rápido!

Llegaron al campamento. La muchacha les mandó recoger las cosas y los condujo hasta la cascada. Al llegar a los troncos petrificados, se volvió con la mirada encendida.

—A partir de ahora me aficionaré a la poesía, hermanita. Tus poetas son más exactos que todos mis historiadores juntos. Ese poema de las Grandes Montañas se refiere a la Arista: dice que hay una cascada, la del río Okes, envuelta en los colores del arco iris… Pues bien, ¡aquí está! Estos troncos son los árboles gigantes del poema: los árboles del camino que conduce a la Arista. Mela y Ustrum la miraban sin comprender.

—Si no me equivoco, éste es el río Okes —continuó Pirela—, y bajo la catarata se halla el pasadizo de entrada. ¿No os dais cuenta? Adentrarme en las luces de sus siete colores. Es así, ¿verdad, Mela?

—Ésas son las palabras, vamos a comprobarlo.

Bajaron una cuerda, Ustrum se ató un extremo a la cintura y descendió los ocho metros de desnivel. Las niñas le siguieron. No quisieron bajar los bultos; si Pirela se había equivocado, tendrían que subirlos de nuevo.

Una estrecha faja de tierra se interponía entre los chicos y el agua. Avanzaron con cuidado hacia la catarata. Había un hueco a la derecha, pero el chorro levantaba tanta espuma que no podían verlo bien.

—Voy a acercarme —dijo Ustrum—. He cogido una linterna.

Antes de que las niñas se lo impidieran, atravesó la cortina de agua y desapareció, los minutos transcurrían con una lentitud angustiosa. Mela comenzó a gritar.

—¡Sal, Ustrum! ¡Sal de ahí!

El estruendo de la cascada ahogaba su voz. Pirela estaba preparándose para ir en busca de su amigo cuando éste salió, se había empapado de arriba abalo.

—Hay un túnel, Pirela —dijo sonriendo—. Has dado en el clavo.

La muchacha le devolvió la sonrisa, contempló en silencio la cascada y luego el cielo.

—Está oscureciendo, vamos a bajar las mochilas, Mela. Ustrum, mientras, se cambiará de ropa.

Se pusieron los impermeables para atravesar el salto de agua y, uno tras otro, se introdujeron en el pasadizo.

Al principio andaban agachados, casi a gatas. Ustrum marchaba delante, seguido de Mela y Pirela.

—El pelo se me pega al techo —se quejó la pequeña—. Ojalá se agrande el túnel antes de que me quede calva.

Su deseo se cumplió. Poco después el pasillo rocoso se convirtió en una gruta bastante amplia.

—Podríamos parar aquí —propuso Ustrum—. Al menos, hay aire y se respira más a gusto.

Pirela consultó el reloj.

—De acuerdo. Es una buena hora para cenar. En adelante nos orientaremos por el reloj.

—Mejor será orientarse por el estómago —dijo su amigo—, y comer en cuanto nos entre hambre. Lástima que en esta cueva no haya nada comestible.

Tomaron una sopa caliente a la luz de las linternas, intentaron acomodarse para dormir, pero tardaron mucho hasta que encontraron una postura cómoda.

—Buenas noches —dijo Ustrum, apagando las linternas—. Que durmáis bien.

—No me atrevo a esperar tanto —gruñó Pirela—. Me conformo con poder dormir.

Sus voces resonaron en las paredes rocosas y, al alejarse, fueron despertando ecos dormidos desde hacía muchos, muchos años.