CAPÍTULO VEINTITRÉS
Migas de pan
En el preciso instante en que llegué al final del pasaje, Rosaleen dobló la esquina y me impidió el paso. Estaba claro que había salido por la puerta de delante. Extendió la mano para cogerme el brazo, pero yo me moví justo entonces, y sus uñas se clavaron en mi carne al pellizcarme, tratando de agarrarme. Grité.
—Sigúeme —dijo Weseley, y se volvió y echó a correr.
Yo corría, pero noté un brusco tirón y un dolor en el cuello cuando Rosaleen me enganchó por el pelo e intentó hacerme retroceder. Le di un fuerte codazo en el estómago y me soltó. A pesar de lo mal que se había portado conmigo la última hora, me sentí mal y me paré a ver si estaba bien. La vi doblada por la mitad, sin aliento.
—Tamara, ¡ven! —me gritó Weseley.
Pero no fui capaz. Aquello era ridículo. No entendía por qué nos peleábamos, por qué se había vuelto Rosaleen contra mí. Tenía que comprobar si estaba bien. Al acercarme a ella, levantó la cabeza, echó el brazo derecho hacia atrás y me dio un bofetón. Sentí el escozor mucho después de que su mano dejara mi cara. Entonces Weseley me dio un tirón y no tuve más remedio que echar a correr.
Enfilamos el jardín trasero y dejamos atrás el cobertizo, que separaba la vida doméstica del campo de cristal secreto. Una vez en el campo fui consciente de lo mucho que había arreciado el viento. Ahora era tempestuoso, y el pelo se me alborotaba por el rostro, impidiéndome ver unas veces, metiéndoseme en la boca otras. Weseley me apretaba una mano con tanta fuerza que yo necesitaba la otra para equilibrarme mientras corríamos por la hierba aterronada, así que no podía apartarme el pelo de la cara. El cristal se mecía con el viento, a un lado y a otro pero sin ritmo, de manera que era difícil saber si nos iba a dar en la cara al pasar. Costaba esquivarlo y suponía un esfuerzo evitar que nos arañaran las puntas dentadas.
Me asía con fuerza a la mano de Weseley, y sólo recuerdo que pensaba: «No te sueltes, no vayas a soltarte.» De vez en cuando él volvía la cabeza para asegurarse de que yo seguía allí, aunque su mano apretaba de tal modo la mía que me estaba aplastando los dedos. Vi la preocupación reflejada en su rostro, el pánico en sus ojos. Estábamos en aquello juntos, y yo nunca me había sentido más agradecida por tener un amigo así. Nos agachamos al pasar por debajo de las hileras de móviles de cristal y nos dirigimos al extremo del jardín. Weseley empezó a rumiar la forma de saltar la tapia. Yo montaba guardia sintiendo que los brazos me escocían, ya que los arañazos me sangraban —posiblemente los de la cara también— y eran azotados por el frío aire. Vigilaba por si aparecía Rosaleen, que no tardó en asomar por el cobertizo y escrutaba el jardín. Nuestras miradas se cruzaron, y ella echó a correr.
Weseley se movió de prisa y comenzó a reunir cajas y bloques de hormigón y apilarlos para que pudiéramos salvar el muro. La altura fue aumentando hasta que finalmente él consiguió llegar arriba.
—Vale, Tamara. Ahora te auparé.
Dejé el diario y él me levantó por la cintura. Yo me encaramé a duras penas, y el hormigón me raspó los codos, las rodillas golpeaban el muro, pero lo conseguí. Weseley me dio el diario y yo salté al campo que se extendía al otro lado. Cuando toqué el suelo, una oleada de dolor me sacudió los tobillos y me recorrió las piernas. Weseley no tardó en unirse a mí. Volvió a cogerme de la mano y arrancamos a correr.
Cruzamos la carretera y entramos en la casa del guarda, donde llamé a gritos a Arthur y a mi madre, con la respiración entrecortada. No obtuve respuesta, la casa nos miraba en silencio, con sus habitaciones desiertas; el tictac del reloj de péndola del pasillo era el único sonido. Subimos y bajamos corriendo la escalera, abriendo puertas, sin parar de gritar. Si primero estaba preocupada, después empecé a sentir pánico. Me senté en la cama de mi cuarto con el diario entre mis brazos, sin saber qué hacer. A continuación, mientras abrazaba con fuerza el diario y rompía a llorar, lo tuve claro.
Abrí el diario. Las páginas quemadas empezaron a estirarse sin prisa ante mis ojos, abriéndose y alargándose, y aparecieron unas palabras que ya no eran pulcras líneas, sino garabatos picudos y descuidados que parecían haber sido escritos con un miedo cerval.
—¡Weseley! —exclamé.
—¡Sí! —gritó él desde abajo.
—Tenemos que irnos —le dije.
—¿Adónde? —inquirió él a voz en grito—. Deberíamos llamar a la policía. ¿Tú qué opinas? ¿Quién era ese tío? Dios mío, ¿le viste la cara?
Yo notaba la adrenalina en sus palabras.
Me levanté de prisa. Demasiado de prisa. Toda la sangre afluyó a mi cabeza y me mareé. Vi puntitos negros e intenté seguir andando con la esperanza de que acabaran desapareciendo. Salí al pasillo, sujetándome a la pared y tratando de respirar profundamente. Las sienes me latían a un ritmo malsano, y notaba la piel caliente y pegajosa.
—Tamara, ¿qué pasa? —fue todo cuanto oí.
Noté que el libro se me escurría de la mano e iba a parar al suelo estruendosamente. Después… nada.
Cuando me desperté me topé con un cuadro de la Virgen María, que me sonreía envuelta en un velo azul celeste. Sus finos labios esbozaban una sonrisa y me decían que todo iba a ir bien, tenía las manos extendidas y abiertas, como si me diera un regalo invisible. Entonces recordé lo que había sucedido en la casa de enfrente y me incorporé sobresaltada. Fue como si me aplastaran la cabeza, como si la atmósfera me oprimiera.
—¡Ay! —me quejé.
—Tranquila, Tamara, túmbate y relájate —advirtió la hermana Ignatius con serenidad al tiempo que me cogía una mano y apoyaba la otra en mi hombro para obligarme a acostarme con suavidad.
—Mi cabeza —respondí con voz ronca mientras me tendía y la miraba.
—Tienes un buen porrazo —informó ella, y cogió un paño, lo humedeció en un recipiente y me lo aplicó con delicadeza por encima del ojo.
Escocía, y mi cuerpo se tensó.
—Weseley —dije, presa del pánico, y miré alrededor y le aparté la mano—. ¿Dónde está?
—Con la hermana Conceptua. Se encuentra bien. Es quien te ha traído hasta aquí —explicó risueña.
—Tamara —dijo otra voz, y mi madre se acercó corriendo y se arrodilló. Parecía distinta. Para empezar, iba vestida. Llevaba el cabello recogido en una coleta y tenía la cara más delgada, pero eran sus ojos… A pesar de estar enrojecidos e hinchados, como si hubiese estado llorando, a ellos había vuelto la vida—. ¿Estás bien?
No me podía creer que hubiera salido de la cama, no podía dejar de mirarla, escrutarla, temiendo que volviera a entrar en trance. Ella se inclinó hacia delante y me besó con fuerza en la frente, tanta que casi me hizo daño. Luego me pasó las manos por el cabello, me besó de nuevo y me dijo que lo sentía.
—¡Ay! —Hice una mueca de dolor cuando me tocó la herida.
—Uy, cariño, lo siento. —Retiró la mano en el acto y se apartó para examinarme. Parecía preocupada—. Weseley dice que te ha encontrado en un dormitorio. Había un hombre con cicatrices…
—No es él quien me ha pegado —me apresuré a defenderlo, aunque no sabía muy bien por qué—. Rosaleen ha aparecido. Estaba muy enfadada. Ha empezado a contar un montón de mentiras sobre ti y papá. He ido hacia ella para decirle que parara y me ha empujado… —Me llevé la mano al corte—. ¿Tiene mala pinta?
—No te quedará cicatriz. Háblame de ese hombre —pidió mi madre con voz temblorosa.
—Se han peleado. Ella lo ha llamado Laurie —recordé yo de pronto.
La hermana Ignatius se agarró con fuerza al sofá, como si el suelo girara bajo sus pies. Mi madre la miró, con la mandíbula tensa, y luego me miró a mí.
—Así que es verdad. Arthur decía la verdad.
—Pero no es posible —musitó la monja—. Le dimos sepultura, Jennifer. Murió en el incendio.
—No murió, hermana. Yo lo vi. Vi su habitación. Tenía fotografías. Cientos y cientos de fotografías en las paredes.
—Le encantaba sacar fotos —afirmó ella en voz baja, como si estuviera pensando en alto.
—Todas eran mías —añadí mirando ora a la una, ora a la otra—. Habladme de él. ¿Quién es?
—¿Fotografías? Weseley no lo ha mencionado —terció la hermana Ignatius, que temblaba y estaba pálida.
—Él no las ha visto, pero yo lo he visto todo. En las paredes estaba toda mi vida. —Hablar me resultaba difícil, pero continué—. El día que nací, el bautizo. —La miré y me asaltó la ira—. La he visto a usted.
—Ah. —Se llevó a la boca los arrugados dedos huesudos—. Ay, Tamara.
—¿Por qué no me lo dijo? ¿Por qué me habéis mentido las dos?
—Quería decírtelo, de veras —aseguró la hermana Ignatius—. Te dije que nunca te mentiría, que podías preguntarme lo que quisieras, pero no me preguntaste nada. Esperé y esperé. No creía que fuese cosa mía, pero debería haberlo hecho. Ahora me doy cuenta.
—No deberíamos haber dejado que te enterases así —intervino mi madre, temblorosa.
—Pues se ve que ninguna de las dos tuvisteis el valor de hacer lo que ha hecho Rosaleen: ella me lo ha contado. —Aparté la mano de mi madre y volví la cabeza—. Me ha contado una historia ridícula de que papá llegó aquí con el abuelo y quería comprar esto para convertirlo en un spa. Ha dicho que nos conoció a mamá y a mí. —Llegados a ese punto miré a mi madre y esperé que me dijera que todo era mentira.
Ella guardó silencio.
—Dime que no es verdad. —Mis ojos se anegaron en lágrimas y la voz me temblaba. Estaba intentando ser valiente, pero no podía. Todo aquello era demasiado. La hermana Ignatius se santiguó. Vi que estaba conmocionada—. Dime que es mi padre.
Mi madre se echó a llorar y poco después paró, respiró profundamente y sacó fuerzas de flaqueza. Cuando habló, su voz era firme y más grave.
—De acuerdo, escúchame, Tamara. Tienes que creer que si no te contamos esto es porque durante todos estos años creímos que era lo adecuado, y George… —vaciló—, George te quería tanto…, te quería con toda su alma, como si fueras suya…
Al oír eso grité, no me lo podía creer.
—No quería que te lo contara, siempre estábamos discutiendo por eso. Pero es culpa mía. Todo es culpa mía. Lo siento mucho. —Las lágrimas le corrían por las mejillas, y aunque yo quería no sentir nada, mirarla fijamente y demostrarle que me había hecho daño, no fui capaz. Era incapaz de no sentir nada. Mi mundo se había visto sacudido de tal modo que me estaba saliendo de la órbita.
La hermana Ignatius se levantó y apoyó una mano en la cabeza de mi madre, que estaba haciendo lo imposible por dejar de llorar, enjugarse las mejillas y consolarme. Yo no era capaz de mirarla, de manera que mis ojos siguieron a la hermana Ignatius cuando fue al otro lado de la habitación. Abrió un armario y sacó algo.
—Toma. Llevo algún tiempo queriendo dártelo —aseveró, y los ojos se le humedecieron. Era algo envuelto en papel de regalo.
—Hermana, ahora mismo no estoy de humor para regalos de cumpleaños, mi madre acaba de confesar que me ha estado mintiendo toda la vida —escupí con malicia, y mi madre frunció la boca y arrugó la frente. Luego asintió despacio, aceptando lo que quiera que yo fuese a echarle en cara, y a mí me entraron ganas de gritarle más. Quería aprovechar la oportunidad para soltar todo lo que siempre había querido reprocharle, como solía hacer cuando me peleaba con mi padre, pero me contuve. Consecuencias. Repercusiones. Me lo había enseñado el diario.
—Ábrelo —pidió la hermana Ignatius con gravedad.
Rasgué el papel: era una caja. Dentro había un rollo. Miré a la monja en busca de respuestas, pero ella estaba arrodillada a mi lado con las manos unidas y la cabeza baja, como si rezara.
Desenrollé el pergamino. Era una partida de nacimiento.
La presente partida de nacimiento certifica que
Tamara Kilsaney
nació el 24 de julio de 1991
en el castillo de Kilsaney,
condado de Meath,
y es hija
de
Jennifer Byrne
y
Laurence Kilsaney. A 1 de enero de 1992
Clavé la vista en la página, leyéndola una y otra vez con la esperanza de que mis ojos me engañaran. No sabía por dónde empezar.
—A ver, para empezar: la fecha está mal. —Intenté parecer segura, pero soné patética, y lo sabía. Se trataba de algo que no podía superar con sarcasmo.
—Lo siento, Tamara —repitió la hermana Ignatius.
—Así que por eso siempre estaba diciendo usted que yo tenía diecisiete años. —Repasé todas las conversaciones que habíamos mantenido—. Pero, si eso es así, hoy cumplo dieciocho años… Marcus. —La miré—. ¿Iba a dejar que fuera a la cárcel?
—¿Qué? —Mi madre nos miró primero a la una y luego a la otra—. ¿Quién es Marcus?
—No es asunto tuyo —solté—. Tal vez te lo cuente dentro de veinte años.
—Tamara, por favor —suplicó ella.
—Podría haber ido a la cárcel —le dije enfadada a la hermana Ignatius.
Ella sacudió la cabeza con vehemencia.
—No. Le pedí a Rosaleen una y otra vez que te lo contara. O, si no a ti, a la policía. Y ella insistió en que al chico no le pasaría nada. Pero yo me adelanté, se lo conté a la policía, Tamara. Fui a Dublín a ver al agente Fitzgibbon y yo misma le di este certificado. También estaba el cargo de allanamiento, pero teniendo en cuenta las circunstancias, lo han retirado.
—¿Qué han retirado? ¿Qué ha pasado? —inquirió mi madre mirando a la hermana Ignatius con cara de preocupación. «Dios, Tamara, si todavía no lo sabes, es que tienes muchos más problemas de los que yo pensaba. Mira, te deseo buena suerte con todo, pero… no vuelvas a llamarme.»
Ésa fue nuestra última conversación, y él ya sabía por qué habían retirado los cargos. ¿Cómo estaba yo de mal para no saber tan siquiera los años que tenía? Me sentí tan aliviada por Marcus que el enfado se me pasó momentáneamente. Luego la sensación cesó y volví a estar furiosa. La cabeza me estallaba, me llevé la mano a la herida. Me habían estado alimentando con mentiras, me habían dejado un rastro de migas de pan en su sendero que yo me había visto obligada a seguir para averiguar la verdad por mí misma.
—A ver si lo he entendido: Rosaleen no mentía, Laurie es mi padre. ¿Ese tío raro… de las fotos? —grité—. ¿Por qué no me lo dijo nadie? ¿Por qué ha mentido todo el mundo? ¿Por qué me hicisteis creer que había perdido a mi padre?
—Tamara, por Dios, George era tu padre. Te quería más que a nada en el mundo. Te crió como si fueras hija suya. Te…
—¡ESTÁ MUERTO! —chillé—. Y todo el mundo me hizo creer que había perdido a mi padre. Me mintió. Tú me mentiste. No me lo puedo creer.
Me había incorporado, la cabeza me daba vueltas.
—Tu madre creía que Laurie había muerto, Tamara. Tú sólo tenías un año, y a ella se le presentó la oportunidad de empezar una vida nueva. George la quería, te quería. Ella quería empezar de nuevo. Pretendía evitarte este dolor.
—Y ¿con eso se arregla todo? —le pregunté a mi madre, aunque la hermana Ignatius la hubiera defendido.
—No, no, yo no estaba conforme, pero ella merecía ser feliz. Estaba tan destrozada cuando Laurie murió…
—¡Pero no ha muerto! —bramé—. Vive en la casa de enfrente, come sándwiches y tarta de manzana todos los puñeteros días. Rosaleen sabía que estaba vivo.
Al oír eso mi madre se derrumbó, y la hermana Ignatius la abrazó con fuerza; su rostro reflejaba su sufrimiento. Entonces paré, me di cuenta de que no sólo me habían mentido a mí: mi madre acababa de averiguar que en realidad el hombre al que amaba no había muerto. ¿Qué clase de broma pesada nos habían estado gastando?
—Mamá, lo siento —me disculpé con suavidad.
—Ay, cariño —dijo ella sorbiéndose la nariz—, puede que me lo merezca. Por haberte hecho esto.
—No. No, no te mereces esto. Pero él tampoco te merece. ¿Qué clase de psicópata finge que ha muerto?
—Intentaba protegerla, supongo —aventuró la hermana Ignatius—. Intentaba daros a las dos una vida mejor, una vida que él no podía ofreceros.
—Arthur dijo que estaba desfigurado. —Mi madre me miró—. ¿Qué… qué aspecto tiene? ¿Ha sido bueno contigo?
—¿Arthur? —volví a ponerme firme—. ¿Arthur Kilsaney? ¿Es hermano de Laurie?
Mi madre asintió y le cayó otra lágrima.
—Esto es el cuento de nunca acabar —dije, si bien no tan furiosa esta vez. No tenía energía.
—Él no aprobaba esto —respondió ella, también exhausta—. Ahora comprendo por qué se oponía de tal forma. Decía que siempre había querido ser tu tío. Nosotros nunca dijimos que fuese mi hermano. No hasta que tú lo diste por sentado y luego… —Movió la mano, cayendo en la cuenta de lo ridículo que era todo.
Entonces Weseley entró en la habitación.
—La policía está en camino. ¿Te encuentras bien? —Me miró—. ¿Te ha hecho daño?
—No, qué va. —Me froté los ojos—. Me ha salvado de Rosaleen.
—Pero yo pensaba que…
—No. —Sacudí la cabeza.
—Lo he encerrado en su habitación —afirmó Weseley con aire de culpabilidad mientras se sacaba la llave del bolsillo—. Creí que quería hacerte daño.
—No.
Parte del enfado se me pasó. Lo sentí por él, me había defendido, se había acercado a mí dándome regalos. Se había acordado de mi cumpleaños. Mi decimoctavo cumpleaños. Normal. Y ¿cómo se lo había agradecido yo? Encerrándolo.
—¿Dónde está Arthur? —quiso saber la hermana Ignatius.
—Ha ido a la casa de enfrente, a buscar a Rosaleen.
Entonces lo recordé. El diario.
—¡No! —Me incorporé a duras penas de nuevo.
—Cielo, deberías relajarte —dijo mi madre al tiempo que trataba de acostarme. Pero me levanté de un salto.
—¡Tiene que alejarse de allí! —aseguré, aterrorizada—. ¿Qué he estado haciendo aquí todo este tiempo? Weseley, llama a los bomberos, de prisa.
—¿Por qué?
—Cielo, tú relájate —insistió mi madre, preocupada—. Túmbate y…
—No, escuchadme. Weseley, lo pone en el diario. Tengo que impedirlo. Llama a los bomberos.
—Tamara, no es más que un libro, sólo…
—Ha acertado en todo hasta el día de hoy —contesté.
Él asintió.
—¿Qué es eso? —preguntó de repente mi madre mientras se acercaba a la ventana.
Por encima de las copas de los árboles, a lo lejos, se alzaban columnas de humo.
—Rosaleen —dijo entonces la hermana con tal veneno en la voz que me dejó helada—. Llama a los bomberos —le ordenó a Weseley.
—Dame la llave —pedí. Se la arrebaté a Weseley y salí corriendo de la habitación—. Tengo que ir con él. No voy a perderlo otra vez.
Oí que todos gritaban mi nombre mientras corría, pero no me detuve, no los escuché. Atajé por los árboles y seguí el olor, fui directa a la casa. Acababa de perder al padre que me había criado. No estaba dispuesta a perder a otro.