CAPÍTULO DOS
Dos moscardones

Con el objeto de que las hormigas encuentren el camino más seguro hasta la comida, una de ellas sale sola. Cuando esa hormiga solitaria ha encontrado el camino, deja un rastro químico para que el resto lo siga. Cuando uno pisa una hilera de hormigas o, algo menos psicótico, si uno interfiere en ese rastro químico de la manera que sea, ellas se vuelven locas. Las que se quedan atrás dan vueltas desesperadamente, aterradas, intentando recuperar el rastro. Me gusta verlas, al principio completamente desorientadas, correteando como locas, chocándose mientras tratan de averiguar por dónde ir; luego se reagrupan, se reorganizan y al final retoman el sendero en línea recta como si no hubiera pasado nada.

Su pánico me recuerda a mi madre y a mí. Alguien rompió nuestra hilera, se llevó a nuestro líder, destrozó nuestro rastro y nuestras vidas se sumieron en el caos más absoluto. Creo —espero— que con el tiempo encontraremos el sendero. Hace falta alguien que guíe al resto. Creo que, en vista de que mi madre se va a desentender esta vez, seré yo quien deba marchar al frente en solitario.

Ayer estuve observando un moscardón. Quería escapar del salón y no paraba de volar hacia la ventana, estrellándose contra el cristal una y otra vez. Luego dejó de lanzarse contra él como si fuera un misil y se centró en una pequeña zona y empezó a zumbar y a dar vueltas como si estuviera sufriendo un ataque de pánico. Fue un espectáculo frustrante, sobre todo porque si el moscardón hubiese subido un poco más, hacia la parte superior de la ventana, se habría liberado. Pero siguió haciendo lo mismo una y otra vez. Me imaginé cuál sería su frustración al ver los árboles, las flores, el cielo y, sin embargo, no poder llegar hasta ellos. Traté de ayudarlo unas cuantas veces, guiarlo hacia la ventana abierta, pero se apartaba de mí y salía volando por la habitación. Al cabo volvía a la misma ventana, y yo casi podía oírlo: «A ver, yo he entrado por aquí…»

Me pregunto si observarlo desde el sillón será como ser Dios, si es que existe. Se retrepa y ve todo el conjunto, igual que yo veía que si el moscardón subía hasta la parte superior de la ventana sería libre. En realidad no estaba atrapado, sólo miraba donde no era. Me pregunto si Dios verá una salida para mi madre y para mí. Si yo puedo ver la ventana abierta para la mosca, Dios puede ver los mañanas para mi madre y para mí. Esa idea me consuela. O, mejor dicho, me consolaba, hasta que salí de la habitación y al volver unas horas después me encontré un moscardón muerto en la repisa de la ventana. Puede que no fuese el mismo, pero así y todo… Después, para que veáis cómo ando en este momento, me eché a llorar… Luego me puse furiosa con Dios porque en mi cabeza la muerte de ese moscardón significaba que tal vez mi madre y yo no pudiéramos salir nunca de este lío. ¿De qué sirve hallarse en una posición desde la que se puede ver todo si no se hace nada para ayudar?

Entonces caí en la cuenta de que en esa ocasión yo era el dios. Intenté ayudar al moscardón, pero no me dejó. Y luego lo sentí por Dios, ya que comprendí su frustración. A veces, cuando la gente tiende una mano, ésta es apartada. Al principio la gente nunca quiere ayuda.

Antes no acostumbraba a pensar en esas cosas: Dios, moscardones, hormigas. Habría preferido que me pillaran muerta a que me viesen sentada en un sillón con un libro en la mano observando cómo una sucia mosca se estrellaba contra una ventana un sábado. Puede que eso fuera lo que pensó mi padre en sus últimos instantes: prefiero que me pillen muerto aquí, en el despacho, a sufrir la humillación de que me lo quiten todo.

Solía pasar los sábados en Topshop con mis amigas, probándonoslo todo y riendo con nerviosismo mientras Zoey se metía en las bragas todos los accesorios que podía antes de salir de la tienda. Si no íbamos a Topshop, nos pasábamos el día sentadas en algún Starbucks con un batido de jengibre grande y un muffin de plátano y miel. Estoy segura de que eso es lo que estarán haciendo ellas ahora.

No sé nada de nadie desde la primera semana que llegué aquí, tan sólo recibí un mensaje de Laura antes de que me cortaran el teléfono. Me contaba los cotilleos, el mayor de todos que Zoey y Fiachrá habían vuelto y lo habían hecho en casa de Zoey cuando sus padres fueron a Montecarlo a pasar un fin de semana. Su padre tiene problemas con el juego, cosa que a Zoey y al resto de nosotros nos venía de perlas, ya que significaba que cuando nos quedábamos en su casa sus padres volvían mucho más tarde que los del resto. En fin, por lo visto Zoey dijo que hacerlo con Fiachrá le había dolido más que cuando la lesbiana del equipo de hockey de Sutton le dio entre las piernas con el stick, y eso que le dolió de lo lindo, creedme —yo lo vi—, y no tiene muchas ganas de repetir. Laura me dijo que no se lo contara a nadie, pero entretanto había quedado con Fiachrá el fin de semana para hacerlo. Espera que no me importe y que, por favor, no se lo cuente a Zoey. Como si pudiera hacerlo, aunque quisiera, estando donde estoy.

Estando donde estoy. Eso aún no os lo he contado, ¿verdad? Ya he mencionado a la cuñada de mi madre, Rosaleen, a la que mi madre solía dar todas las compras impulsivas que no se ponía, que enviaba en bolsas negras con las etiquetas y todo. Rosaleen está casada con mi tío Arthur, que es el hermano de mi madre. Viven en una casa en el campo en un lugar llamado Meath, en el quinto pino, sin apenas gente alrededor. Sólo habíamos ido a verlos un par de veces en mi vida y me aburrí como una ostra. Tardábamos una hora y cuarto en llegar hasta allí y siempre me llevaba un chasco. Para mí eran unos paletos en las quimbambas. Yo los llamaba el Dúo Deliverance. Es la única vez que recuerdo a mi padre reír con una de mis bromas. Él nunca venía con nosotras cuando íbamos a ver a Rosaleen y a Arthur. No creo que se pelearan ni nada, pero al igual que pingüinos y osos polares, sencillamente entre ellos mediaba demasiada distancia para poder pasar tiempo juntos. En cualquier caso, ahí es donde vivimos ahora: en la casa del guarda con el Dúo Deliverance.

La casa es agradable, una cuarta parte de la nuestra, lo que no está nada mal, y me recuerda a la de Hansel y Gretel. Es de piedra caliza, y la madera de las ventanas y el tejado está pintada de un verde oliva. Arriba hay tres habitaciones, y abajo una cocina y un salón. El dormitorio de mamá tiene su propio baño, pero Rosaleen, Arthur y yo compartimos aseo en la segunda planta. Acostumbrada a tener mi propio cuarto de baño, esto me resulta asqueroso, sobre todo cuando tengo que entrar después de mi tío Arthur y su sesión de lectura de periódico. Rosaleen es una obsesa de la limpieza y el orden, no para un minuto sentada. Siempre anda moviendo cosas, limpiando cosas, rociando el aire con productos químicos y hablando de Dios y su voluntad. Una vez le dije que esperaba que la voluntad de Dios fuese mejor que la que papá nos había dejado a nosotros, y ella me miró horrorizada y se fue corriendo a limpiar el polvo en otra parte.

Rosaleen tiene un cerebro de mosquito. Sus temas de conversación son absolutamente irrelevantes, innecesarios. El tiempo. La triste noticia sobre una persona pobre que vive en el otro lado del mundo. Una amiga que vive cerca y se ha roto el brazo o a cuyo padre le quedan dos meses de vida o la hija de alguien que se casó con un capullo que la va a abandonar cuando está embarazada de su segundo hijo. Todo es catastrofismo y va seguido de alguna expresión que mete a Dios por medio, como «Dios los asista» o «Dios es misericordioso» o «Que Dios se apiade de ellos». No es que yo hable de cosas importantes, pero si alguna vez intento tratar esas cosas con mayor profundidad, llegar a la raíz del problema, Rosaleen no es capaz de ir más allá. Ella sólo quiere hablar del triste problema, no le interesa centrarse en por qué ha pasado ni en la solución. Me calla mentándome a Dios, me hace sentir como si mis comentarios estuviesen fuera de lugar o como si fuera tan joven que no pudiera comprender la realidad. Yo creo que es más bien al revés. Creo que saca a relucir cosas para no tener la sensación de que las está evitando, y una vez están fuera ya no vuelve a abordarlas.

Creo que a mi tío Arthur le he oído decir unas cinco palabras en toda mi vida. Es como si mi madre se hubiera pasado la vida hablando por los dos, aunque desde luego él no habría compartido ninguno de sus puntos de vista. Últimamente Arthur habla más que mi madre. Tiene un lenguaje propio, que he aprendido a descifrar de forma lenta pero segura. Gruñe, asiente y se sorbe; una especie de aspiración mucosa, que es algo que hace cuando no está de acuerdo con algo. Un simple «ah» y echar la cabeza hacia atrás significa que algo le da lo mismo. Por ejemplo, así es como transcurriría un desayuno típico:

Arthur y yo estamos sentados a la mesa de la cocina y Rosaleen, como de costumbre, anda dando vueltas con platos rebosantes de tostadas y platitos con mermelada, miel y confitura caseras. La radio, también como de costumbre, está a todo volumen, tanto que desde mi dormitorio podría oír perfectamente cada palabra que dice el locutor, un hombre triste e irritante que cuenta con voz monótona todas las cosas terribles que están ocurriendo en el mundo. Al poco Rosaleen se acerca a la mesa con la tetera.

—¿Té, Arthur?

Él echa atrás la cabeza como el caballo que intenta espantar una mosca de la crin. Quiere té.

El de la radio relata que ha cerrado otra fábrica en Irlanda y un centenar de personas van a quedarse sin empleo.

Arthur aspira y una buena cantidad de mocos van a parar de la nariz a la garganta. Eso no le gusta.

Rosaleen llega a la mesa con un montón de tostadas en un plato.

—Es una calamidad, Dios asista a esas familias. A ver qué hacen los niños ahora, pobrecitos, con sus padres sin trabajo.

—Y las madres, ¿no? —comento yo mientras cojo una tostada.

Rosaleen me ve morder el pan y sus ojos verdes se abren mucho mientras mastico. Siempre me mira cuando como, y a mí me da yuyu. Es como si fuese la bruja de Hansel y Gretel y me vigilase para ver si engordo lo bastante para poder meterme en el horno con las manos atadas a la espalda y una manzana en la boca. Lo de la manzana no me importaría: sería el alimento con menos calorías que me ha dado jamás.

Trago lo que tengo en la boca y dejo el resto de la tostada en el plato.

Ella vuelve a marcharse, decepcionada.

En las noticias hablan de una nueva subida de impuestos, y Arthur aspira más mocos. Si escucha más malas noticias no le entrará el desayuno, con tanto moco. Sólo tiene cuarenta y tantos años pero parece mucho mayor, y actúa como si lo fuera. De hombros para arriba me recuerda a un gambón, siempre inclinado sobre algo, ya sea comida o trabajo.

Rosaleen vuelve con un desayuno irlandés que bastaría para alimentar a todos los hijos del centenar de obreros que acaban de perder su trabajo.

Arthur echa atrás la cabeza de nuevo. Eso le gusta.

Rosaleen se sitúa a mi lado y me sirve té. Yo mataría por un batido de jengibre, pero le echo leche al fuerte té y me lo bebo a sorbos. Sus ojos me vigilan y no se apartan hasta que trago.

No sé cuántos años tiene exactamente Rosaleen, yo diría que unos cuarenta o cuarenta y tantos, y, si eso es así, estoy segura de que sea cual sea su edad, aparenta diez años más. Parece salida de la década de los cuarenta, con sus vestiditos de flores abotonados en el medio y la combinación debajo; mi madre nunca llevaba combinación, apenas ropa interior. Rosaleen tiene el pelo color castaño ratonil, siempre lacio, la raya al medio bien marcada, dejando a la vista unas raíces grises, y lo luce corto, por la barbilla. Siempre se lo mete detrás de las orejas, unas orejillas rosadas que sobresalen. Nunca usa pendientes. Ni maquillaje. Al cuello siempre lleva un crucifijo colgado de una fina cadena de oro. Es la clase de mujer de la que mi amiga Zoey diría que da la impresión de no haber tenido un orgasmo en su vida, y yo me pregunto, mientras retiro la grasa del beicon y los ojos de Rosaleen se abren como platos al verme hacer tal cosa, si Zoey tuvo un orgasmo cuando lo hizo con Fiachrá. Al recordar el daño que le hizo el stick de hockey lo dudé en el acto.

Al otro lado de la carretera, frente a la casa del guarda, hay una casita de una planta. No sé quién vive en ella, pero Rosaleen va y viene a diario con comida. A poco más de tres kilómetros más abajo hay una oficina de correos que funciona desde una vivienda particular y enfrente se encuentra el instituto más pequeño que he visto en mi vida, el cual, a diferencia del mío, que organiza actividades a todas las horas durante todo el año, se queda desierto en verano. Pregunté si allí había clases de yoga o alguna cosa, y Rosaleen me dijo que ella misma me enseñaría a hacer yogur. La vi tan contenta que no me atreví a corregirla. Durante la primera semana la vi hacer yogur de fresa. Durante la segunda aún me lo estaba comiendo.

La casa del guarda, que es la casa de Arthur y Rosaleen, en el siglo XVIII protegía la entrada lateral del castillo de Kilsaney. El acceso principal del castillo tiene una entrada gótica en desuso que da miedo, y cada vez que pasamos por ella me imagino cabezas cortadas colgando. El castillo fue construido como una fortificación con torres de la Empalizada normanda —la zona del este de Irlanda que se hallaba bajo el control normando e inglés, creada tras la invasión de Strongbow— entre 1100 y 1200, lo que, si uno se para a pensarlo, resulta un tanto vago. Es la diferencia entre que fuese yo quien construyera algo o mis bis-bis-bis-bis-bisnietos, mitad humanos, mitad robots. En cualquier caso, fue construido para un caudillo normando, y por eso me hace pensar en las cabezas cortadas, porque hacían eso, ¿no?

La zona en la que se encuentra se llama condado de Meath. Antes era East Meath y, junto con Westmeath, constituía la quinta provincia independiente irlandesa, territorio del Gran Rey. La antigua sede de los Grandes Reyes, la colina de Tara, se halla a escasos kilómetros de distancia. Ahora siempre aparece en las noticias porque están construyendo una autopista no muy lejos. Hace unos meses tuvimos que debatir el tema en el instituto. Yo estaba a favor de la construcción de la autopista, ya que pensaba que al rey le habría gustado contar con una en su época, puesto que le habría facilitado el desplazamiento hasta su despacho en lugar de tener que atravesar unos campos de mierda. Imaginaos cómo se le pondrían las sandalias. También dije que el lugar resultaría más accesible a los turistas, que podrían acercarse en coche o sacar fotos desde autobuses descubiertos a ciento veinte kilómetros por hora por la autopista. Sólo estaba de coña, pero la profesora sustituta se puso como una energúmena al creer que iba en serio, ya que formaba parte de un comité que intentaba impedir dicha construcción. Es tan fácil poner de los nervios a los sustitutos. Sobre todo a los que piensan que pueden hacerles algún bien a los alumnos. Ya os lo he dicho, yo no era buena.

Después del psicópata normando, en el castillo vivieron varios lores y ladies, que levantaron caballerizas y edificaciones anexas alrededor del lugar. Un controvertido lord incluso se convirtió al catolicismo tras casarse con una católica y erigió una capilla como regalo para la familia. A mi madre y a mí nos regalaron una piscina, pero a cada cual lo suyo. La heredad está rodeada de una famine wall, una tapia que formó parte de un proyecto destinado a dar trabajo a quienes pasaban penurias durante la hambruna de la patata. Discurre en paralelo al jardín y la casa de Arthur y Rosaleen, y cada vez que la veo me dan escalofríos. Si Rosaleen hubiera ido a cenar a nuestra casa alguna vez probablemente habría empezado a levantar un muro a nuestro alrededor, ya que ninguno de nosotros comemos hidratos de carbono. O no los comíamos, porque ahora estoy comiendo tanto que podría alimentar a todas las fábricas que están cerrando.

Los descendientes de Kilsaney continuaron viviendo en el castillo hasta los años veinte, cuando a algunos pirómanos no les hizo gracia el detalle de que los habitantes fueran católicos y le prendieron fuego para obligarlos a salir. En adelante sólo pudieron habitar una pequeña sección del castillo, ya que no podían permitirse repararlo ni calentarlo y, al final, en la década de los noventa, acabaron marchándose. No sé quién es el propietario actual, pero el edificio se está desmoronando: no tiene tejado, los muros se están derrumbando, no hay escaleras; ya os hacéis una idea. Dentro crecen un montón de cosas y otras tantas corretean por ahí. Me enteré de todo esto cuando hacía un trabajo para el instituto. Mi madre sugirió que pasara el fin de semana con Rosaleen y Arthur para documentarme. Ese día ella y mi padre se enzarzaron en la mayor pelea que yo había visto u oído nunca, y mi padre se cabreó más aún cuando ella sugirió que yo me fuera. Había tan mal ambiente que me alegré de dejarlos. Además, el hecho de que mi madre intentase que me marchara de casa le hinchó las narices a mi padre, de manera que yo, considerando que mi deber como hija era hacerle la vida imposible a mi padre, me limité a complacerla. Sin embargo, nada más llegar allí me di cuenta de que no me interesaba lo más mínimo andar fisgando para enterarme de la historia del lugar. Conseguí aguantar hasta el almuerzo con Rosaleen y Arthur y después fui al cuarto de baño a llamar a mi niñera filipina, Mae —a la que después tuvimos que mandar de vuelta a su país—, para que viniera a buscarme y me llevara a casa. Le dije a Rosaleen que tenía retortijones, y procuré no reírme cuando ella me preguntó si no sería la tarta de manzana.

Terminé sacando un trabajo sobre el castillo de Internet. Me llamaron al despacho de la directora, que me suspendió por plagio, algo ridículo, ya que Zoey hizo el trabajo sobre el castillo de Malahide, lo sacó todo de Internet, cambió algunas palabras y fechas, metió la pata con las palabras y las fechas para dar la impresión de que no había copiado el trabajo y así y todo sacó más nota que yo. ¿Qué hay de justo en eso?

El castillo está enclavado en unas cuarenta hectáreas de terreno. Arthur es quien se encarga del mantenimiento y, con cuarenta hectáreas a su cuidado, sale a primera hora de la mañana y no vuelve hasta las cinco y media en punto, sucio como si trabajara en una mina de carbón. Nunca se queja, nunca refunfuña por el tiempo, simplemente se levanta, desayuna mientras la radio lo ensordece y se va a trabajar. Rosaleen le da un termo con té y unos sándwiches para que se le haga más llevadero, y él rara vez vuelve, salvo para coger del garaje algo que se le ha olvidado o para ir al servicio. Parece un hombre simple, pero en realidad yo creo que no lo es. Nadie que habla tan poco como él es tan simple como uno piensa. Cuesta mucho no decir mucho, ya que cuando no se está hablando se está pensando, y él piensa mucho. Mi madre y mi padre siempre estaban hablando. Los habladores no piensan mucho, sus palabras ahogan toda posibilidad de escuchar las preguntas de su subconsciente: ¿por qué has dicho eso? ¿Qué es lo que piensas en realidad?

Yo solía quedarme en la cama todo lo posible las mañanas que había instituto y los fines de semana, hasta que Mae me sacaba a rastras, pataleando y chillando. Sin embargo, aquí me levanto temprano. Al encontrarse rodeado de tantos árboles enormes, este sitio está lleno de pájaros. Los pájaros son muy ruidosos y me despierto sin sentirme cansada. Siempre estoy en pie antes de las siete, algo que en mi caso es un verdadero milagro. Mae estaría muy orgullosa. Aquí las tardes también son largas, así que me cuesta mantenerme ocupada cuando aún hay luz. Hay un montón de horas para un montón de nada que hacer.

Mi padre decidió que no podía más en mayo, justo antes de los exámenes del primer ciclo de secundaria, lo cual fue un tanto injusto, dado que hasta ese momento creía que era yo quien supuestamente quería acabar con todo. Probablemente los suspendiera, pero la verdad es que me da lo mismo, y creo que a los demás también. Sabré los resultados en septiembre. Toda mi clase fue al funeral de mi padre, algo que sin duda les encantó, porque así se libraron de un día de instituto. Con todo el jaleo, ¿os podéis creer que me sentí abochornada por llorar delante de ellos? Así y todo lloré, y después se animó Zoey y luego Laura. Una chica de mi clase llamada Fiona, con la que nadie hablaba nunca, me dio un fuerte abrazo y una tarjeta de su familia en la que ponía que se acordaban de mí. Fiona me dio su número de móvil y su libro preferido y dijo que podía contar con ella si alguna vez necesitaba a alguien con quien hablar. En el momento me pareció patético que intentara quedar bien conmigo en el funeral de mi padre, pero al pensar en ello después —algo que hago ahora—, fue lo más amable que alguien hizo o me dijo ese día.

Empecé a leer el libro cuando me mudé a Meath, la primera semana. Era una especie de historia de fantasmas que iba sobre una chica que era invisible a todo el mundo, incluida su familia y sus amigos, aunque éstos sabían que existía. Simplemente había nacido invisible. No desvelaré el resto, pero al final se hace amiga de alguien que sí que la ve. La idea me gustó, y pensé que Fiona intentaba decirme algo, pero cuando me quedé a dormir en casa de Zoey y se lo conté a ella y a Laura, pensaron que era la cosa más rara que habían oído en su vida y que Fiona era un bicho más raro todavía. ¿Sabéis qué? Cada vez me cuesta más entenderlas.

Durante la primera semana que pasamos aquí, Arthur me llevó a Dublín para que pudiera pasar la noche con Zoey. El viaje duró más de una hora, y no hablamos una sola palabra. Lo único que dijo fue: «¿Radio?» Y cuando asentí, sintonizó una de esas cadenas en las que sólo hablan de los problemas del país y no ponen música y se pasó todo el tiempo sorbiéndose. Pero al menos fue mejor que el silencio. Tras dormir con Zoey y Laura —y pasarnos la noche entera poniéndolo verde—, me sentía segura. Volvía a ser yo misma. Convinimos en que él y Rosaleen sin duda hacían honor al nombre que yo les había puesto, Dúo Deliverance, y en que no debía permitir que acabara convirtiéndome en un bicho raro como ellos. Eso significaba que debía poder escuchar lo que me diera la real gana en el coche. Sin embargo, al día siguiente, cuando Arthur me recogió en su mugriento Land Rover, del que obviamente Zoey y Laura no pudieron parar de reírse, lo sentí por él. Lo sentí mucho.

Tener que volver a una casa que no era la mía, en un coche que no era el mío, dormir en una habitación que no era la mía, intentar hablar con una madre que no me parecía la mía hizo que quisiera aterrarme al menos a una cosa que me resultase familiar. A mi antiguo yo. No es que fuera lo mejor a lo que aferrarse, pero era algo. Armé una buena en el coche y le dije a Arthur que quería escuchar otra cosa. Me puso mi emisora preferida durante una canción y después le resultó tan frustrante escuchar a las Pussycat Dolls cantando que querían tetas que rezongó algo y volvió a la otra emisora. Yo me puse a mirar por la ventanilla de morros, odiándolo y odiándome a mí misma a la vez. Durante media hora escuchamos a una mujer que lloraba mientras le contaba al locutor por teléfono que su marido había perdido el empleo en una fábrica de ordenadores, no encontraba trabajo y tenían cuatro hijos. Yo tenía el pelo echado sobre la cara y sólo podía rezar para que Arthur no me viera llorando. Ahora las desgracias me afectan. Antes sabía que existían, pero estaba como anestesiada. Sencillamente no me pasaba a mí.

No sé cuánto tiempo vamos a vivir aquí. Nadie quiere responderme a esa pregunta. Arthur no habla, mi madre no se comunica y Rosaleen no es capaz de enfrentarse a una pregunta de semejante envergadura.

Mi vida no va según lo previsto. Tengo dieciséis años y a estas alturas ya debería haberme acostado con Fiachrá, debería estar en nuestra villa de Marbella nadando todos los días, cenando barbacoas, yendo cada noche a bailar a Angels & Demons y encontrando a otro chico del que encapricharme y con el que acostarme. Si la primera persona con la que me acuesto acaba siendo el hombre con el que me case, creo que me dará algo. En lugar de todo eso estoy viviendo entre paletos, en la casa de un guarda, con tres locos, lo más cercano a nosotros es una casa en la que vive gente a la que no he visto nunca, una oficina de correos que prácticamente está en el salón de alguien, un instituto vacío y un castillo en ruinas. No tengo absolutamente nada que hacer con mi vida.

O eso pensaba.

He decidido empezar la historia por el momento que llegué aquí.