CAPÍTULO DIECISIETE
Poseída

Dejé de interrogar a la hermana Ignatius, que había palidecido, no tenía ni rastro de color.

—Siéntese, hermana. Venga a sentarse en el taburete. No pasa nada, es sólo que hoy hace calor. —Procuré mantener la calma mientras la ayudaba a tomar asiento en el taburete de madera, que acerqué más al tronco del árbol para que le diera por completo la sombra—. Descansaremos aquí un minuto y luego iremos a la casa.

Ella no dijo nada, sólo se dejó llevar con una de mis manos rodeándole la cintura, la otra agarrándole la suya. Cuando se hubo sentado, le aparté unos mechones de pelo de la cara. La toqué y no parecía tener fiebre.

Oí que alguien me llamaba a lo lejos y vi a Weseley, que se acercaba corriendo. Agité los brazos como una loca para que él supiera que lo veía. Cuando llegó, jadeaba, y tuvo que inclinarse y poner las manos en las rodillas para coger aliento.

—Hola, hermana —saludó él al tiempo que movía la mano tontamente, aunque estaba a su lado—. Tamara —me dijo, alerta—, ya me he enterado de todo.

—¿De qué? —pregunté con impaciencia mientras él trataba de recuperar el resuello.

—Rosaleen. —Jadeo—. En la cocina. —Jadeo—. Con mi padre. —Jadeo—. Tenías razón. En todo. En lo del azúcar y la sal y… —Jadeo—. Y que ella ha vuelto antes de tiempo. ¿Cómo lo supiste?

—Ya te lo dije. —Miré de prisa a la hermana Ignatius, pero ella tenía la mirada perdida, con pinta de ir a desmayarse de un momento a otro—. Lo ponía en el diario.

Él sacudió la cabeza con incredulidad y yo me enfadé.

—Mira, me da lo mismo que no me creas, sólo dime qué…

—Te creo, Tamara, pero no me lo creo, ¿sabes?

—Ya, lo sé. A mí me pasa lo mismo.

—Vale, he dejado a Arthur esta mañana a las diez. Nos hemos separado para que yo me ocupara de los nogales que hay al sur de la finca. Tienen una plaga que nos está dando problemas. —Miró a la hermana Ignatius—. Así que debemos intentar mantener el pH del suelo por encima de 6, cortar los brotes afectados…

—Weseley, cierra el pico —lo interrumpí.

—Ya, lo siento. No podía dejar de pensar en lo que me habías dicho, así que he ido hasta la casa del guarda y me he escondido detrás de la ventana de la cocina, en el jardín trasero. Lo he oído todo. Rosaleen ha empezado hablando de su madre, ha dicho que su salud había empeorado. Tiene EM. Le ha hecho a mi padre unas preguntas sobre ella, le ha pedido consejo y demás. Creo que sólo lo estaba entreteniendo.

Asentí. Eso encajaba con la historia de la hermana Ignatius, así que al menos Rosaleen no me había mentido en lo tocante a su madre.

—Mi padre me ha sacado de quicio. Me han entrado ganas de gritarle y decirle que fuera arriba, pero justo cuando ha dicho que iba a ver a tu madre, Rosaleen se ha puesto a hablar de ella. Mi padre quería subir a verla, pero Rosaleen ha vuelto a la carga. Ha dicho que… —Hizo una pausa.

—Vamos, Weseley, dímelo.

—Pero prométeme que no harás nada cuando te lo diga, hasta que se nos ocurra algo.

—Vale, vale —le metí prisa.

—Bueno. —Habló más despacio, estudiándome mientras lo hacía—. Ha dicho que eso ya había pasado antes, que tu madre tiende a deprimirse y a menudo se pone así y se aparta de todo el mundo…

—¡Y una mierda!

—Tamara, escucha. Y ha dicho que tu padre y tu madre te lo habían ocultado desde siempre, así que no debías saberlo. Ha dicho que tu madre tomaba antidepresivos y que lo mejor sería dejarla sola en su cuarto hasta que se le pasara la depresión. Que eso era lo que siempre hacían.

—¡Y una mierda! —Lo corté de nuevo—. ¡Eso es mentira! ¡Una puta mentira! Mi madre nunca había estado así antes. Es, es…, ahhh, ¡es una zorra mentirosa! ¿Cómo se atreve a decir que mi padre no me lo dijo? Yo lo sabría. Estaba en casa con ellos todos los días. Y nunca la vi así. ¡Nunca!

Caminaba arriba y abajo, gritaba, la sangre me hervía. Estaba tan enfadada que me habría comido vivo a alguien. Me sentía tan fuera de control, como si no hubiera nada que pudiese hacer para que todo volviera a la normalidad. Me pregunté: ¿había alguna posibilidad de que se me hubiera pasado por alto el comportamiento de mi madre? ¿Había estado así antes y yo no lo recordaba? ¿Tan mala hija era que se me podía confundir así de fácilmente? Pensé en los fines de semana de viaje: ¿estaban en otra parte? Pensé en las leves sonrisas que mi madre le dedicaba a mi padre, en el hecho de que nunca se mostrara muy entusiasmada, como las otras madres, en que siempre parecía tan circunspecta. No, eso no quería decir nada. Simplemente no mostraba sus emociones, nunca lloraba, no era sentimental, pero eso no la convertía en depresiva. No, no y no, ¿cómo se atrevía a decir Rosaleen que mi padre había mentido cuando no podía hacer nada para defenderse? Aquello estaba mal. Estaba muy mal.

Weseley intentó cogerme para tranquilizarme, pero yo estaba chillando, eso sí lo recuerdo. Y luego recuerdo que la hermana Ignatius finalmente volvió en sí, se puso en pie y se acercó a mí con los brazos abiertos y ese rostro dulce, triste, pero mayor, mucho mayor que hacía unos minutos, que ahora era tan triste y compasivo que yo apenas podía mirarla.

—Tamara, tienes que escucharme… —me decía, pero yo no quería oírla. Me revolví y me zafé de ellos. Y después recuerdo que eché a correr, muy de prisa, y mientras oía que me llamaban. Me caí un par de veces, noté que Weseley venía detrás, que me cogía. Chillé y seguí corriendo, más y más a prisa, creyendo que él venía detrás. No sé cuándo dejó de correr, cuándo decidió dejarme, pero yo continué a pesar de que me dolía el pecho y me costaba respirar. Unas lágrimas calientes me resbalaban del rabillo de los ojos a las orejas, la velocidad que llevaba no les daba ocasión de rodar como era debido. Dejé atrás el bosque y salí a la carretera, y entonces percibí el rugido de un motor y un chirriar de ruedas y un bocinazo prolongado y me quedé paralizada. Por completo. Pensé que me atropellarían, que el parachoques me golpearía en el costado y me lanzaría contra el limpiaparabrisas, pero eso no sucedió. En su lugar sentí el calor del motor en la pierna, muy cerca, demasiado cerca, y esa parte oscura de mí que se agazapaba en las sombras sintió que no estaba lo bastante cerca. Luego se abrió la puerta del vehículo y alguien se puso a gritar. Un hombre. Yo me había tapado los oídos con las manos, no paraba de llorar, era incapaz de tomar aliento, y oía que alguien pronunciaba mi nombre una y otra vez. Enfadado, agresivo, acusador. Como si fuese culpa mía.

Al cabo la cosa se suavizó, y noté que unos brazos me rodeaban y me mecían con suavidad, los ruidos cesaron, y me di cuenta de que estaba en brazos de Marcus, al lado de la biblioteca ambulante, y de que sollozaba de manera incontrolable contra su camisa.

Finalmente levanté la cabeza: su cara era de preocupación, de miedo.

—Venga, ¿adónde quieres que vayamos? ¿París? ¿Australia? —me preguntó en voz baja, sonriendo.

—No —negué entre sollozos—. Quiero ir a casa. Sólo quiero ir a casa.

En el autobús, camino de Killiney, no dije ni palabra. Marcus probó a hacerme preguntas pero se dio por vencido al cabo de un rato. Al final dejé de llorar y los espasmos cesaron, ya sólo temblaba un tanto. Me sentía debilitada por la emoción, exhausta. Me enjugué los ojos por última vez con un pañuelo de papel lleno de mocos, inspiré profundamente y expulsé el aire.

—Así está mejor —aprobó Marcus, que me miró cuando nos detuvimos ante el semáforo en rojo—. ¿Qué?, ¿vas a hablarme ahora?

Me aclaré la garganta y le sonreí.

—Hola, Marcus. Quiero cogerme una buena borrachera.

—¿Sabes qué? Eso es precisamente lo que yo estaba pensando. —Esbozó una sonrisa traviesa y aparcó el autobús junto a la licorería en cuanto el semáforo se puso en verde—. Eres una mujer de las que me gustan —observó antes de cerrar la puerta para ir a la tienda.

Debería habérselo dicho entonces. Nuevamente. La edad que tenía, me refiero. Y podría haber evitado un montón de sufrimiento. Faltaban menos de tres semanas para que cumpliera diecisiete años, y así y todo probablemente fuese demasiado joven para él. No estoy muy segura de en qué pensaba, eso si es que podía pensar. Estaba como adormecida, y quería estarlo aún más. No quería sentir, no quería tener que pensar. Mi vida se hallaba tan fuera de control que también quería perder el control de mí misma. Al menos durante un rato.

Nos encontrábamos a tan sólo una hora de Killiney. Una hora no era nada, pero para mí esa distancia equivalía a todo un mundo. Me habían arrancado de mi hogar, de mi sitio, y me daba la sensación de que con ello me habían arrebatado mi identidad. No creo que todo el mundo sepa lo que se siente cuando a uno lo apartan de su hogar. Sí, uno puede echar de menos su casa o marcharse a otro lugar y extrañar una zona, pero a nosotros nos obligaron a irnos. Un banco, un lugar que no tenía nada que ver con la cordialidad, con los recuerdos, con las familias, persiguió a mi padre, lo atormentó de tal modo que él se quitó la vida. Luego, después de hacer eso, nos quitaron la construcción que albergaba nuestras memorias, el sitio que considerábamos nuestro, los cimientos de nuestra familia. Y mientras éramos expulsados, obligados a vivir con unos familiares a los que apenas conocíamos, la casa seguía allí, enorme y vacía, con un letrero de «Se vende» clavado al muro que era como un insulto, mientras nosotros nos veíamos obligados a mirarla desde fuera como si fuésemos unos extraños, sin poder volver.

—¿Aún tienes las llaves de ese sitio? —preguntó Marcus mientras zigzagueábamos por las carreteras expuestas al viento de la zona.

Asentí. Otra mentira.

—Oye, echa el freno, Tamara. —Vio que me bebía de un trago la tercera lata de cerveza—. Déjame algo a mí —rió.

Me terminé la lata y eructé ruidosamente.

—Muy sexi —observó él entre risas sin perder de vista la carretera.

Si queréis saber la verdad, os diré que ése fue el primer momento en que decidí conscientemente lo que quería hacer. Claro que puedo echarle la culpa a él por metérmelo en la cabeza, pero lo cierto es que fue cosa mía. Tal vez supiera desde el segundo en que salí corriendo a la carretera y él me rodeó con sus brazos que acabaríamos en la casa y yo acabaría en el suelo con él en mi dormitorio. Tal vez lo decidiera el día que lo conocí. Tal vez sí que lo tuviera todo planeado. Tal vez controlase más la situación de lo que pensaba. O tal vez la tercera cerveza estaba haciendo estragos en mí, teniendo en cuenta mi estado emocional. Le fui señalando lugares a Marcus mientras conducíamos, contando historias, diciendo el nombre de personas que vivían allí. No esperaba que me respondiera. Lo cierto es que carecía de relevancia que respondiera o no. Hablaba para mí. Era como si la voz me saliera de otra parte, como si no fuese mía. Lo cierto es ya no me importaba lo más mínimo quién era yo. Había dejado de fingir ser la persona que siempre había intentado ser, igual que Zoey y Laura, igual que todos los que nos rodeaban, como si siendo así nos fuera a ir mucho mejor en la vida. Pero no funcionaba. No le funcionaba a Laura, no le había funcionado a Zoey y, desde luego, no me había funcionado a mí.

Aparcamos a la puerta de la casa. Le dije a Marcus que dejara el autobús en un callejón cercano para que no se viera desde la carretera. Sólo nos faltaba que se acercaran los vecinos en busca de libros. La casa quedaba oculta desde la carretera. Las grandes puertas negras, provistas de cámaras y embutidas en los muros de tres metros, bastaban para disuadir a posibles ladrones. Mi padre había invertido mucho tiempo y esfuerzos en esas puertas: trazó planos una y otra vez, nos preguntó a mi madre y a mí qué pensábamos, me llevó orgullosamente a la entrada para pedir mi opinión y yo no le respondí; le dije que me traía sin cuidado. Siempre le estaba haciendo daño.

Creo que eso era lo que le estaba contando a Marcus mientras caminábamos, pero no estoy segura.

—No tengo el mando de la puerta en las llaves —me oí decir—. Tendré que saltar y abrir desde dentro.

Tenía un método. Había hecho aquello un montón de veces. Mi madre y mi padre me quitaban las llaves la mayoría de las tardes cuando volvía del instituto para que no me escapara, pero a pesar de la altura de las puertas, las había salvado sin problemas en más de una ocasión. Oí que Marcus me daba consejos, me indicaba por dónde ir, pero no le hice caso. Puse el piloto automático, me encaramé a las puertas y aterricé al otro lado sin contratiempos. Lo oí aplaudir mientras enfilaba el largo camino que conducía a nuestra casa. Puede que él pensara que estaba allí conmigo, pero yo estaba a años luz de él.

Nuestra casa: cristal, piedra, madera; clara, luminosa, moderna, diáfana. Como salida de una revista. Piedra para camuflar partes de la casa de forma que igualaran la roca en la que se hallaba enclavada; madera para que se fundiera con los bosques que la rodeaban; cristal para que pudiéramos ver un mar que parecía no tener fin. Mi padre había intentado crear el lugar más perfecto para que ninguno de nosotros quisiera dejarlo nunca. Y lo había conseguido. Yo sabía que la puerta principal estaría cerrada y, aún con el automático, me dirigí a la parte de atrás.

Vi la pelota de tenis que siempre estaba en el jardín trasero, completamente empapada. Había ido a parar allí desde la cancha, que se encontraba al lado, y la vagancia me había impedido recogerla. Ese día jugaba con mi padre. Con la llegada de la primavera habíamos vuelto a utilizar la pista exterior, pero yo estaba jugando fatal. Tras un invierno sin coger la raqueta, me faltaba práctica. No le daba a la bola, la lanzaba al otro lado de la valla y ya estaba harta de la cantidad de veces que había tenido que ir a buscarla al jardín. Mi padre se había mostrado paciente, no me había gritado, no había dicho nada. Incluso había ido por la pelota cuando no era culpa suya. Incluso había fallado algunos golpes a propósito, lo que me había cabreado todavía más. Lo recuerdo con sus pantaloncitos cortos blancos, el polo blanco, los calcetines de deporte, que se subía demasiado, algo que me daba vergüenza ajena, aunque yo era la única que lo veía. Mi papaíto…

En la parte de atrás seguían las mismas estatuas —una pareja de ancianos regordetes con herramientas de jardinería en las manos, el hombre dejando a la vista la raja del trasero—, ésas a las que mi abuelo, el padre de mi padre, solía hablar antes de morir. Llamaba a la mujer Mildred y al hombre Tristan, por ningún motivo concreto, pero a mí me hacía reír desde pequeña, y Mildred y Tristan habían llegado a ser parte de la familia. Sin embargo, estaba claro que mi madre no había dispuesto su marcha, así que Mildred y Tristan ahora eran los únicos moradores de la casa. Cerca del tendedero, en la hierba, había una pinza de plástico que llevaba allí desde la última colada.

Me subí al tejado de la piscina, donde seguía la vieja escalera de madera deteriorada. La había dejado allí para mis escapadas a medianoche. La última incorporación a la casa la constituía una lona azul que cubría la piscina, las seis tumbonas situadas en diagonal junto a la ventana, todavía con sus colchonetas rosas esperando a que me diera mi baño matutino. En una de las tumbonas había un flotador deshinchado que me traje de Marbella, un flamenco rosa. Me lo regaló Manuel, un chico al que había besado el año anterior, y me empeñé en llevármelo a casa. Ahora estaba allí tirado, sin nadie que lo utilizara. Un beso desechado.

Una vez en el tejado, subí hasta el balcón de mi cuarto por la escalera. Nadie echaba nunca la llave de la puerta del balcón. Se suponía que estaba demasiado alto, que resultaba demasiado inaccesible a un posible caco. La cabeza me daba vueltas cuando por fin me encaramé al balcón. Había refrescado, ya que nos habíamos acercado a la costa. El aire marino era frío, el viento se llevaba el calor de julio y traía consigo un aroma a algas y a sal. Miré hacia la playa y disfruté de las vistas, recordé dieciséis años de veranos con mi madre y mi padre y noches pasadas allí con mis amigos. No sé cuánto llevaba allí, viendo cómo la familia imaginaria escribía su nombre en la arena y la niñita jugaba a enterrar a su papi, cuando me acordé de Marcus, que seguía esperando fuera.

Nada más abrir la puerta del balcón se disparó la alarma. Entré corriendo en el acto, rezando para que no hubieran cambiado el código. No, no lo habían cambiado. ¿Qué propietarios en su sano juicio querrían allanar la casa que les había sido embargada?

Tras fracasar en el primer intento, debido a que me temblaban las manos, recordé lo que había que hacer y la alarma finalmente paró. Respiré profundamente unas cuantas veces y esperé a que el pitido cesara en mis oídos. Luego pulsé el botón de la puerta de fuera y bajé a abrir la principal. Mientras esperaba a que llegara Marcus me di una vuelta por la casa. Pasé los dedos por las superficies; en algunas había algo de polvo. Oí a mis espaldas a Marcus, su voz resonaba en el recibidor. Lo oí lanzar un silbido, impresionado.

Entré en la cocina, vi comidas en familia a la mesa, desayunos a mata caballo en la barra de desayunos, cenas de Navidad en el cercano comedor, fiestas ruidosas, cumpleaños, Nocheviejas. Recordé peleas: mi madre y mi padre, mi padre y yo. Recordé bailes. Un baile con mi padre delante de todo el mundo en una fiesta. Recordé el momento estelar de mi padre en las fiestas, una larga historia que yo nunca entendí del todo, pero escuchaba entusiasmada. Él cobraba vida, le encantaba ser el centro de atención cuando estaba en compañía de aquellos en quienes confiaba. El alcohol teñía de rubor sus mejillas, los ojos azules se le ponían vidriosos, pero él relataba la historia a la perfección, con seguridad, muriéndose de ganas de llegar al final para ver a todo el mundo reír a carcajadas. Vi la zona a la que mi madre acostumbraba a retirarse con sus amigas durante la velada, todas apiñadas, mujeres elegantes con zapatos caros, tobillos finos, piel bronceada y reflejos en el cabello.

Cuando me apartaba, vi a mi padre por los pasillos guiñándome un ojo, puro en mano, camino de la única habitación en la que mi madre le dejaba fumar. Lo seguí hasta allí. Lo vi entrar y saludar a sus amigos, que prorrumpieron en vítores cuando él abrió el mejor coñac, cuando se pusieron cómodos para charlar o jugar al billar. Eché un vistazo a las paredes y recordé las fotos. Los éxitos de mi padre, los títulos, los trofeos deportivos, las fotografías familiares: yo llorosa el primer día de colegio, yo en sus hombros en Disney World, con una camiseta de Mickey Mouse, dos coletas y una sonrisa tonta a la que faltaban algunos dientes. Mi padre y sus amigos antes de bajar una pista de esquí en Aspen. Mi padre jugando al golf con el golfista profesional Padraig Harrington en un torneo benéfico con famosos.

Pasé a la salita y lo vi sentado en su sillón preferido viendo la tele, mi madre en el otro rincón, abrazando sus piernas dobladas con aire protector, los dos riéndose con algún programa de humor. Entonces alzó la cabeza y volvió a guiñarme un ojo. Luego se levantó y yo fui detrás. Cruzamos el recibidor, dejando atrás a Marcus, que me observaba, y a continuación mi padre se metió en el despacho, cuya puerta estaba cerrada. Desapareció. Yo no podía entrar ahí.

La pelea. La espantosa pelea que tuvimos. Le di con esa puerta en las narices y me fui arriba. Tendría que haberle dicho que lo quería. Tendría que haberle pedido perdón y haberle dado un abrazo.

—No quiero volver a verte. ¡Te odio!

—¡Tamara, ven aquí!

«Su voz, esa bonita voz que quiero volver a oír. Ay, papá, estoy aquí, he vuelto. Por favor, sal del despacho.»

Y a la mañana siguiente lo vi, a mi padre querido. Mi atractivo padre en el suelo. No como se suponía que debía estar. Se suponía que debía vivir siempre. Se suponía que tenía que cuidar de mí siempre. Se suponía que debía interrogar a mis novios y llevarme al altar. Se suponía que tenía que convencer con tino a mi madre cuando yo no pudiera salirme con la mía, se suponía que debía guiñarme un ojo cuando captara mi atención. Se suponía que debía mirarme con orgullo el resto de mi vida. Y después, cuando se hiciera mayor, se suponía que yo debía protegerlo, se suponía que yo tenía que estar a su lado, devolviéndole todo lo que había hecho por mí.

Había sido culpa mía. Todo había sido culpa mía. Había intentado salvarlo, pero ni siquiera sabía hacerlo como era debido. Si hubiera aprendido a hacerlo, si hubiera atendido en el instituto, si hubiera intentado mostrar interés, ser mejor persona que la niña egoísta que había sido, quizá así podría haber ayudado. Dijeron que había llegado demasiado tarde, que ya no había nada que hacer, pero así y todo nunca se sabe. Soy su hija, quizá eso habría servido de ayuda.

Esa habitación, su habitación, el olor a él. A su loción para después del afeitado, a puros, a vino y a coñac, a libros y a madera. La habitación en la que se quitó la vida, con la alfombra manchada de vómito allí donde devolví el vino tinto la noche siguiente al funeral. No podía entrar ahí.

Oí un entrechocar de latas y el ruido de una bolsa de plástico y me volví. Marcus me observaba.

—Bonita casa.

—Gracias.

—¿Te encuentras bien?

Asentí.

—Debe de ser raro volver aquí.

Asentí de nuevo.

—Hoy no estás muy habladora.

—La verdad es que no te he traído para hablar.

Entonces me miró. Lo vi en su cara, él también lo quería.

«Díselo. Díselo.»

—Vamos, te enseñaré la mejor habitación de la casa.

Sonreí, lo agarré de la mano y lo llevé arriba.

De nuevo en mi cuarto, me tumbé en el suelo, en la suave y lujosa moqueta color crema, allí donde estaba mi gran cama con el cabecero de piel blanca. La cabeza me daba vueltas por el alcohol y por todo lo que había estado pasando. Quería olvidar todo cuanto había ocurrido ese día: la hermana Ignatius, Weseley, Rosaleen, el doctor Gedad, la misteriosa mujer que había en la casa de la madre de Rosaleen. Quería olvidar a mi madre cuando traté de sacar de la cama su cuerpo frágil, laxo. Quería olvidar Kilsaney y a todos sus habitantes. Quería olvidar que habíamos tenido que irnos de esa casa y que mi padre había hecho lo que había hecho. Quería volver a la noche en que me escapé y después me peleé con él. Quería que todo cambiara.

Y todo cambió.

Todo.

Y si en algún momento conseguí poner de pie las fichas de dominó, éstas comenzaron a caer de nuevo.