CAPÍTULO DOCE
Estaba escrito
Supongo que en realidad era inevitable que soñara lo que soñé esa noche.
Mientras estaba en la cama atrapada en la ironía de obligarme a dejarme llevar, mi cerebro no paraba de darle vueltas a lo que leí en el castillo antes de que desapareciera para hacer sitio a la siguiente narración. Por suerte lo había leído tantas veces antes de que desaparecieran las palabras y fueran sustituidas por un nuevo texto que casi me lo sabía todo de memoria. Todo cuanto había leído se había convertido en realidad ese día. Me pregunté si el siguiente arrojaría los mismos resultados sobrenaturales, si no acabaría siendo todo la idea cruel que alguien tenía de una broma, o si la hermana Ignatius no se equivocaba y los garabatos nocturnos de una sonámbula no serían más que palabrería intrascendente.
Había oído hablar de cosas que la gente hacía dormida: sufrir epilepsias nocturnas, realizar actos sexuales raros, limpiar o incluso cometer un homicidio. Había algunos casos famosos de gente que había perpetrado asesinatos y afirmaba ser sonámbula. Dos de los asesinos fueron absueltos y sentenciados a dormir solos con la puerta cerrada. No sé si me enteré por uno de los documentales que Mae veía o por un episodio de «Perry Mason» titulado «El caso de la sobrina del sonámbulo». Sea como fuere, si todas esas cosas eran posibles, supuse que también lo era que yo hubiese escrito el diario en sueños y, al hacerlo, predijera el futuro.
Creía más en la defensa del sonambulismo homicida.
Como sabía cuál era el sueño que iba a tener —bueno, según la Tamara del Mañana—, mi cerebro trató de idear maneras de cambiarlo, maneras de impedir que mi padre se convirtiera en mi profesor de inglés y conseguir que se quedara para poder hablar. Intenté idear un código especial que sólo entendiera él, que yo pudiera revelarle para, de algún modo, hacerlo venir del mundo de los muertos y que se comunicara conmigo. Me obsesioné de tal modo con ello que, como no podía ser de otra manera, soñé exactamente lo que había escrito: el rostro de mi padre se tornaba el de mi profesor de inglés y luego mi instituto se trasladaba a América, pero yo no hablaba el idioma, y después vivíamos en un barco. La única diferencia fue que los alumnos, parte de los cuales pertenecían al reparto de High School Musical, me pedían una y otra vez que cantara, y cuando intenté abrir la boca, de ella no salió sonido alguno debido a la laringitis. Nadie me creyó, pues ya había contado esa mentira.
La otra diferencia, que se me antojó mucho más inquietante, fue que el barco en el que vivía, uno de madera al estilo del Arca de Noé, estaba abarrotado de gente, como millones de abejas en una colmena. Por los pasillos no paraba de entrar humo pero nadie se daba cuenta salvo yo, y la gente seguía comiendo, atiborrándose de comida sentada a largas mesas de banquete, como en una película de Harry Potter, y mientras tanto el humo iba inundando las estancias. Yo era la única que lo veía, pero nadie podía oírme porque la laringitis me había dejado sin voz. Me vienen a la cabeza Pedro y el lobo.
Se podría decir que el diario estaba en lo cierto, o alguien más cínico sugeriría que, como permití que mi mente se obsesionara con los detalles del sueño ya documentado, me obligué forzosamente a tener ese sueño. Sin embargo desperté, tal y como estaba previsto, cuando a Rosaleen se le cayó una cacerola y pegó un grito.
Aparté las mantas y me arrodillé en el suelo. La noche anterior había seguido el consejo de mi propia voz pronosticadora y había escondido el diario bajo la tabla. Si la Tamara del Mañana tenía la sensación de que era importante, yo le haría caso. A saber por qué ella —o yo— se tomaba tantas molestias para ocultar unos estúpidos pensamientos hormonales. Tal vez Rosaleen hubiese estado fisgando y ella, o yo, no hubiera escrito al respecto. Las últimas noches me había dado por bloquear la puerta de mi dormitorio con la silla de madera. Eso no impediría que Rosaleen entrara, pero al menos me advertiría de su presencia. No me había estado observando mientras yo dormía desde la primera noche. Que yo supiera.
Estaba sentada en el suelo, junto a la puerta de mi habitación, releyendo el capítulo de la noche anterior cuando oí pasos en la escalera. Miré por el ojo de la cerradura y vi que Rosaleen subía con mi madre. Casi pegué un salto y me puse a hacer aspavientos cuando, después de cerrar la puerta del cuarto de mi madre, Rosaleen llamó a la mía.
—Buenos días, Tamara. ¿Va todo bien? —preguntó desde fuera.
—Eh…, sí, gracias, Rosaleen. ¿Ha pasado algo abajo?
—No, nada. Se me ha caído una cazuela.
El pomo comenzó a girar.
—Espera, no entres. Estoy desnuda. —Me lancé contra la puerta para cerrarla.
—Ah, vale… —Hablar del cuerpo, sobre todo si estaba desnudo, le daba vergüenza—. El desayuno estará listo dentro de diez minutos.
—Perfecto —contesté en voz baja, preguntándome por qué demonios había mentido Rosaleen: que mi madre bajara era una grandísima novedad. No para una familia normal, pero sí para la mía en ese momento.
Fue entonces cuando caí en la importancia que revestía cada una de las líneas del diario. Cada una de ellas representaba ese rastro de migas de pan que deseaba dejar desde mi antigua casa hasta allí. Cada palabra era una pista, una revelación de algo que estaba sucediendo justo delante de mis narices. Cuando escribí que me había despertado porque a Rosaleen se le cayó una cacerola y pegó un grito, tendría que haber leído más cosas entre líneas. Tendría que haberme percatado de que por regla general ella no haría algo así, de que debía de haberle pasado algo para que se le cayera la cacerola. ¿Por qué habría mentido con lo de la bajada de mi madre? ¿Para protegerme? ¿Para protegerse?
Volví a acomodarme en el suelo, contra la puerta, y leí el texto que había descubierto la noche anterior.
Domingo, 5 de julio
No debería haberle contado a Weseley lo de papá. Odio la forma en que me miró, con tanta lástima. Si yo no le caía bien, no le caía bien y listo. Un padre que se había suicidado no me convertiría en una persona mejor —aunque por lo visto ése era el caso—, pero ¿cómo iba a saber él eso? Probablemente sea una hipocresía de tomo y lomo que sea yo quien diga esto, pero no quiero que la gente cambie su opinión de mí sólo por lo que hizo mi padre. Siempre creí que querría justo lo contrario, granjearme simpatías, ¿sabéis? Captaría la atención de todo el mundo, podría ser todo lo que quisiera ser.
Creí que me encantaría. Aparte de ese primer mes, inmediatamente después de que muriera mi padre —fui yo quien lo encontró, así que hubo un montón de preguntas, tazas de té y palmaditas en la espalda, todo ello mientras yo lloriqueaba al prestar declaración en la gardaí, la policía; y, naturalmente, en casa de Barbara, donde nos fue asignada Lulu para que satisficiera todos nuestros caprichos, que en mi caso solían ser chocolate caliente con dosis extra de malvaviscos a cada hora—, no he recibido ninguna atención especial. A menos que esto sea una atención especial de Arthur y Rosaleen y el mes que viene me convierta en Cenicienta.
La verdad es que no podía soportar a la chica nueva de mi clase, Susie, pero entonces me enteré de que su hermano jugaba al rugby en el equipo de Leinster, y de repente me senté a su lado en clase de matemáticas y me quedé en su casa todos los fines de semana durante un mes, hasta que su hermano se quedó fuera del equipo cuando lo detuvieron por subirse a un coche y destrozarlo, después de haberse tomado demasiados vodkas con Red Bull. La prensa amarilla lo hizo pedazos, y la empresa de lentes de contacto rescindió el contrato que tenía con él. Nadie quiso saber nada del chico en una semana más o menos. Yo me esfumé.
No me puedo creer que yo escribiera eso. Qué vergüenza.
En fin, que Weseley cambió por completo cuando le conté que mi padre se había suicidado. Debería haber dicho otra cosa, como que había muerto en la guerra o, no sé, sencillamente otra cosa, una muerte más normal. ¿Quedaría demasiado raro que dijese: «Por cierto, lo del suicidio era una broma. La verdad es que mi padre murió de un ataque al corazón. ¡Ja, ja, ja!»?
No, puede que no.
¿Quién coño era Weseley? Miré la fecha. Otra vez el día siguiente. Así que ahora y mañana por la tarde conocería al tal Weseley. Totalmente imposible. ¿Iba a trepar por el muro de Fuerte Rosaleen para saludarme?
Después de tener unos sueños de lo más extraños la otra noche, me desperté sintiéndome más cansada que antes de acostarme. Al no haber dormido nada, lo único que me apetecía era quedarme la mañana entera en la cama, mejor, el día entero. Pero no pudo ser. El reloj parlanchín llamó a la puerta una vez antes de entrar.
«Tamara, son las nueve y media. Vamos a misa de diez y después al mercado a dar una vuelta.»
Tardé un rato en descifrar lo que me decía, pero al final farfullé que yo nunca iba a misa y esperé a que me cayera encima un chaparrón de agua bendita. Pero esa reacción no se produjo. Rosaleen le echó un vistazo a mi habitación para asegurarse de que yo no había esparcido heces por las paredes por la noche y luego dijo que si quería quedarme en casa a cuidar de mi madre le parecía bien.
Aleluya.
Oí que el coche salía y me imaginé a Rosaleen con un jersey y una chaqueta de punto con un broche y un sombrero con flores, aunque había visto que no lo llevaba. Me imaginé a Arthur con un sombrero de copa al volante de un Cadillac descapotable y el mundo exterior teñido de sepia mientras iban a misa el domingo. Estaba tan contenta de que me hubiesen dejado quedarme que no se me ocurrió que quizá ella no quisiera que la vieran conmigo en misa o en el mercado hasta más tarde, cuando sentí, aunque mínima, la punzada de dolor. Volví a dormirme, pero me desperté, no sé cuánto después, con un claxon. Lo pasé por alto e intenté dormirme de nuevo, pero los bocinazos eran cada vez más fuertes y prolongados. Me levanté a duras penas y abrí la ventana dispuesta a lanzar una sarta de improperios, pero no pude evitar echarme a reír cuando vi a la hermana Ignatius apretujada en un Fiat Cinquecento amarillo con otras tres monjas. La ventanilla estaba bajada y la hermana, que ocupaba el asiento trasero, había asomado medio cuerpo por ella, como si de repente buscara el sol.
—Romeo —dije yo abriendo más la ventana.
—Tienes cara de haber sido arrastrada por un seto a contrapelo.
Después intentó convencerme de que fuera a misa con ella, en vano. Acto seguido una de las otras monjas trató de meterla en el coche. La hermana Ignatius se replegó en el coche, que reanudó la marcha en el acto, sin frenar ni poner el intermitente al doblar la esquina. Vi un agitar de manos mientras se alejaban estruendosamente y oí un «Gracias por el librooooo» cuando desaparecieron.
Dormité unas horas más, disfrutando del espacio y la libertad de abandonarme a la pereza sin oír ruidos de cacerolas en la cocina a modo de indirecta o un aspirador golpeando la puerta de mi cuarto cuando Rosaleen limpiaba la moqueta del descansillo. Los momentos que estaba despierta me paré a reflexionar lo que había dicho Rosaleen la noche anterior. Lo de llamar mentirosa a mi madre. ¿Se habrían peleado? ¿Habrían discutido Arthur y mamá? Aunque ella parecía feliz y contenta al saludarlo cuando llegamos. ¿Qué había cambiado, si es que había cambiado algo? Necesitaba estar a solas con Arthur como fuera para hablar con él.
Fui a ver cómo estaba mamá, que a las once de la mañana seguía durmiendo, algo poco habitual en ella, sin embargo le puse la mano bajo la nariz y comprobé que aún estaba viva, y junto a la cama se veía la bandeja de desayuno, picoteada, que Rosaleen le había dejado. Comí algo de fruta en la cocina y me paseé por la casa cogiendo cosas y estudiando las escasas fotografías que salpicaban el salón. Arthur con un pez enorme, Rosaleen vestida con colores pastel y agarrándose el sombrero entre risas un día ventoso. Rosaleen y Arthur, siempre uno al lado del otro, sin tocarse, como si fuesen niños obligados a colocarse juntos y posar para una fotografía el día de su Comunión, con las manos pegadas a los costados o entrelazadas delante, como mosquitas muertas.
Me senté en el salón y seguí leyendo el libro que me había dado Fiona. A la una en punto, cuando volvió a la casa el coche de Arthur y Rosaleen, me asaltó una sensación de pesadez. Adiós a mi espacio, las estancias serían compartidas de nuevo, comenzarían los jueguecitos, los misterios continuarían.
¿En qué demonios había estado pensando?
Debería haber investigado. Debería haber entrado en el garaje para ver qué espacio tenían en realidad. Creo que Rosaleen miente a ese respecto. Debería haber llamado a un médico para que examinara a mi madre. Debería haber cruzado la carretera para echar un vistazo a la casita, o al menos al jardín trasero. Debería haber hecho un montón de cosas, pero preferí quedarme en la casa a deprimirme. Y no volvería a disponer de ese tiempo hasta dentro de una semana.
Había desperdiciado un día.
Nota para mí misma: en el futuro no seas tan idiota y deja la ventana abierta.
Volveré a escribir mañana.
Devolví el diario al suelo y lo tapé con la madera. Luego saqué una toalla limpia del armario y el champú bueno, que se me estaba acabando y era irreemplazable debido, por primera vez en mi vida, a su precio y a que no era fácil de conseguir. Estaba a punto de meterme en la ducha cuando recordé la mención de la visita de la hermana Ignatius esa mañana. Sería la oportunidad perfecta para poner a prueba el diario. Dejé correr el agua y esperé en el descansillo.
Sonó el timbre, y algo tan tonto me sobresaltó.
Rosaleen abrió y, antes de que pudiera decir nada, yo supe por el ambiente que quien estaba en la puerta era la hermana Ignatius.
—Hermana, buenos días.
Asomé la cabeza y únicamente vi la espalda y el trasero de Rosaleen. El vestidito del día lo patrocinaba la empresa distribuidora de fruta Fyffes: estaba adornado con plátanos. El resto de su persona asomaba por la puerta, encajado en la pequeña abertura que quedaba, casi como si Rosaleen no quisiera que la hermana Ignatius viera más allá de ella. Y de no haber empezado a llover en ese mismo instante, no creo que la hermana hubiera podido pasar del porche. A continuación se plantaron las dos en la entrada, y la hermana Ignatius echó un vistazo a su alrededor. Nuestras miradas se cruzaron, sonreí y me escondí.
—Pase, entre en la cocina —invitó Rosaleen con premura, como si el techo de la entrada estuviese a punto de desplomarse.
—No, estoy bien aquí, no me quedaré mucho. —La hermana Ignatius permaneció donde estaba—. Sólo venía a ver cómo estabas. Durante las últimas semanas no te he visto ni he sabido nada de ti.
—Ya, sí, bueno, lo siento. Arthur ha estado muy ocupado trabajando en el lago y yo he estado… ocupándome de esto. Pero pase a la cocina, por favor. —Hablaba en voz baja, como si hubiese un niño durmiendo.
«Has estado escondiendo a una madre y a su hija, Rosaleen, escúpelo de una vez.»
Oí arrastrar una silla por el suelo en la habitación de mi madre.
La hermana Ignatius alzó la cabeza.
—¿Qué ha sido eso?
—Nada. Supongo que se estará preparando para la temporada de la miel. Entre en la cocina, vamos, vamos.
Intentó coger a la hermana Ignatius por el brazo y apartarla de la entrada.
—Sacaré la miel el miércoles si hace buen tiempo.
—Roguemos a Dios que así sea.
—¿Cuántos tarros quieres que te traiga?
Algo cayó al suelo en la habitación de mi madre.
La hermana Ignatius se detuvo, y Rosaleen tiró de ella y siguió hablando, un charloteo aburrido. Blablablá. Éste y aquél murieron. Éste y aquél cayeron enfermos. A Mavis, la del pueblo, la atropelló un coche en Dublín cuando fue a comprarse una blusa para celebrar el trigésimo cumpleaños de su sobrino John. Murió. Se compró la blusa y todo. Muy triste, porque su hermano había muerto el año anterior de cáncer de intestino y ahora ya no queda nadie en la familia. Su padre está solo y tuvo que ingresar en un asilo de ancianos. Las últimas semanas ha estado enfermo. Cada vez ve peor, y ¿no era un excelente jugador de dardos? Y la fiesta de cumpleaños fue muy triste, porque todos estaban destrozados por lo de Mavis. Y más y más chorradas. No mencionó ni una sola vez a mi madre ni a mí. De nuevo el elefante en la habitación.
Después de que se fuera la hermana Ignatius, Rosaleen apoyó un instante la frente en la puerta y profirió un suspiro. Luego se irguió, dio media vuelta y levantó la vista para echar una ojeada al descansillo. Me aparté de prisa. Cuando asomé la cabeza, vi que la puerta del dormitorio de Rosaleen estaba entornada. Por delante se deslizó una sombra.
No podía soportar la idea de desayunar con Rosaleen y Arthur. Habría preferido estar en cualquier parte antes que en esa cocina, con ese olor a fritanga que me daba ganas de vomitar. Claro que sabía qué hacer. Fui a la habitación de mi madre.
—Mamá, sal conmigo afuera, por favor. —Le agarré la mano y tiré de ella con suavidad. No se movió un milímetro—. Mamá, por favor. Sal a tomar el aire. Podemos pasear entre los árboles y ver los lagos y los cisnes. Apuesto a que nunca has dado un paseo por aquí. Vamos. Hay un castillo muy bonito y un montón de caminos chulos. Incluso un jardín tapiado.
Entonces ella me miró, y vi que sus pupilas se dilataban al fijarse en mí.
—Un jardín secreto —repuso, y sonrió.
—Sí, mamá. ¿Lo has visto?
—Rosas.
—Sí, hay muchas rosas.
—Mmm. Precioso —repuso en voz baja y después, como si no rigiera del todo y le costara hablar, añadió—: Más bonita que rosa. —Lo dijo mirando por la ventana, y acto seguido me miró a mí y dibujó con el índice el contorno de mi cara—. Más bonita que rosa.
Sonreí.
—Gracias, mamá.
—Ha estado por aquí antes, ¿no? —estallé en la cocina en un torbellino de energía, sobresaltando a Rosaleen.
Ella se llevó un dedo a los labios. Arthur estaba hablando por teléfono, un aparato anticuado que colgaba de la pared.
—Rosaleen —susurré—, mi madre ha hablado.
Ella dejó de extender masa y se volvió hacia mí.
—¿Qué ha dicho?
—Que el jardín tapiado era un jardín secreto y que yo era bonita como una rosa —repliqué radiante—. No, más bonita.
El rostro de Rosaleen se endureció.
—Qué bien, hija.
—¿Que qué bien? ¿Que qué puto bien? —exploté.
Rosaleen y Arthur me hicieron callar.
—Sí, es Tamara —afirmó Arthur.
—¿Quién ha llamado?
—Barbara —contestó Rosaleen. Algunos mechones de cabello, que llevaba recogido, le cayeron por la cara y empezó a sudar cuando comenzó a darle con más fuerza a la masa.
—¿Puedo hablar con ella? —pregunté.
Arthur asintió.
—Bien, bien. Ya lo organizaremos como sea. Sí. Bien. Claro. Bien. Adiós.
Colgó.
—He dicho que quería hablar con ella.
—Ya, pero es que ella ha dicho que tenía que irse.
—Probablemente se esté acostando con el que limpia la piscina. Ocupadísima —apunté con malicia. No sé de dónde me salió—. Y ¿para qué llamaba?
Arthur miró a Rosaleen.
—Bueno, por desgracia van a tener que vender el lugar donde están guardadas vuestras cosas, así que ya no pueden hacerse cargo de ellas.
—Pues aquí no hay sitio —se apresuró a decir Rosaleen al tiempo que se centraba en la encimera y espolvoreaba harina.
Eso me sonaba.
—¿Qué hay del garaje? —inquirí, el diario empezaba a tener sentido.
—No hay sitio.
—Lo buscaremos —me dijo Arthur en tono agradable.
—No lo buscaremos porque no lo hay. —Rosaleen cogió la siguiente bola de masa, la lanzó contra la encimera y empezó a aplastarla, estrujarla, golpearla, dándole forma.
—En el garaje hay sitio —observó Arthur.
Rosaleen se detuvo pero no se volvió.
—No lo hay.
Los miré a los dos, en un principio intrigada al ver que, por una vez, se mostraban en desacuerdo en público.
—¿Por qué? ¿Qué hay ahí? —quise saber.
Rosaleen siguió con el rodillo.
—Tendremos que hacer sitio, Rosaleen —decía Arthur, ahora con firmeza, y justo cuando ella iba a decir algo, él levantó la voz—: No lo hay en ninguna otra parte.
Y sanseacabó.
Tuve la desagradable sensación de que la conversación acerca de que mi madre y yo fuésemos a vivir con ellos no debía de haber sido muy distinta.
No pusieron ninguna objeción cuando saqué la manta al jardín con un plato de fruta y me senté bajo el árbol. El chaparrón había humedecido la hierba, pero yo no tenía intención de moverme. El aire era fresco y el sol pugnaba por salir de nuevo. Desde donde me encontraba veía a mi madre, sentada junto a la ventana, mirando. Deseé que saliera, tanto por mi propia cordura como por la suya. Como no era de extrañar, no lo hizo.
Rosaleen se puso a trajinar por la cocina. Arthur estaba sentado a la mesa escuchando la radio a todo volumen y hojeando el periódico. Vi que Rosaleen salía de la cocina con la bandeja y un minuto después aparecía en la habitación de mi madre. La vi hacer lo que solía: ventana, mesa, cama, cubiertos.
Después de dejar la bandeja en la mesa, se puso recta y miró a mi madre. Yo me incorporé. Era raro, con independencia de lo que estuviera haciendo. Luego su boca se abrió y se cerró, como si dijera algo.
Mi madre la miró, dijo algo y luego apartó la mirada.
Yo me levanté automáticamente, observándolas a ambas.
Corrí adentro, estuve a punto de derribar a Arthur y enfilé la escalera. Abrí la puerta del cuarto de mi madre y oí un grito y un estruendo, ya que le di a Rosaleen y su bandeja. Todo cayó al suelo.
—¡Vaya por Dios! —Rosaleen se agachó y lo recogió todo presa del pánico. El vestido se le subió por el muslo: tenía unas piernas muy juveniles.
Mi madre se volvió en la silla para ver qué pasaba, me miró, sonrió y centró su atención de nuevo en la ventana. Yo intenté ayudar a Rosaleen, pero no me dejó, me apartaba y se apresuraba a coger todo lo que yo iba a agarrar una y otra vez. La seguí escaleras abajo, como un perrillo, casi mordisqueándole los talones.
—¿Qué ha dicho? —Procuré hablar en voz baja para que mi madre no nos oyera hablar de ella.
Rosaleen, aún impresionada por mi ataque, temblaba y estaba un tanto pálida. Entró tambaleándose a la cocina con la gran bandeja.
—¿Y bien? —pregunté, siguiéndola.
—¿Y bien, qué?
—¿Qué ha sido ese ruido? —quiso saber Arthur.
—¿Qué ha dicho? —repetí.
Rosaleen miró a Arthur y luego a mí con los ojos muy abiertos y de un verde vivo, y las pupilas tan diminutas que el verde del iris resplandecía.
—Se cayó la bandeja —le explicó a Arthur, y a continuación me dijo a mí—: Nada.
—¿Por qué mientes?
Su rostro se transformó, reflejó tal enfado que me entraron ganas de retirar la pregunta en el acto: todo eran imaginaciones mías, me lo había inventado, quería llamar la atención… No lo sé. Estaba confusa.
—Lo siento —balbucí—. No quería tacharte de mentirosa, es sólo que me dio la impresión de que mi madre había dicho algo. Es todo.
—Ha dicho «Gracias». Y yo, «De nada».
Me obligué a recordar los labios de mi madre.
—Ha dicho «Lo siento» —espeté.
Rosaleen se quedó de piedra, y Arthur alzó la cabeza del periódico.
—Ha dicho «Lo siento», ¿a que sí? —pregunté mirando ora a uno, ora a otro—. ¿Por qué lo ha dicho?
—No lo sé —contestó ella en voz queda.
—Tú debes de saberlo, Arthur. —Lo miré—. ¿Te dice eso algo? ¿Por qué iba a decir «Lo siento»?
—Supongo que siente que es un estorbo —saltó Rosaleen respondiendo por él—. Pero no lo es. No me importa cocinar para ella, no es ninguna molestia.
—Ah.
Era evidente que Arthur tenía unas ganas locas de marcharse y, en cuanto se hubo ido, el día volvió a ser como siempre.
Yo quería echar un vistazo al garaje cuando Rosaleen no estuviera, y había aprendido que lo mejor que podía hacer era fingir que uno no quería que se fuese. De esa forma ella nunca recelaba.
—¿Te ayudo a llevar algo enfrente?
—No —negó ella, nerviosa, aún enfadada conmigo.
—Ah, no es preciso, pero muchas gracias por ofrecerte, Tamara. —Revolví los ojos.
Ella sacó el pan integral recién horneado y la tarta de manzana recién hecha, una cazuela con algo y unos Tupperware. Lo bastante para cenar una semana.
—Dime, ¿quién vive ahí?
Nada.
—Vamos, Rosaleen. No sé qué te pasó en tu otra vida, pero no soy la Gestapo. Tengo dieciséis años y sólo quiero saberlo porque no tengo nada que hacer. Puede que ahí enfrente haya alguien con quien pueda hablar que no esté a punto de palmarla.
—Mi madre —contestó ella al cabo.
Yo esperé a que terminara la frase: mi madre me dijo que no me metiera en lo que no me importaba. Mi madre me dijo que llevara siempre vestiditos. Mi madre me dijo que no diera nunca su receta de la tarta de manzana. Mi madre me dijo que no disfrutara nunca del sexo. Pero no dijo más. Su madre. Su madre vivía al otro lado de la carretera.
—¿Por qué nunca lo habías mencionado?
Ella pareció un tanto abochornada.
—Bueno, ya sabes…
—No. ¿Te avergüenzas de ella? Yo a veces me avergonzaba de mis padres.
—No, es…, es mayor.
—La gente mayor mola. ¿Puedo conocerla?
—No, Tamara. O no aún —se ablandó—. No goza de muy buena salud, no puede moverse. No sabe tratar a la gente que no conoce. Se pone nerviosa.
—¿Por eso siempre andas arriba y abajo? Pobre, siempre cuidando de los demás.
Al parecer el comentario le tocó la fibra sensible.
—Soy todo lo que tiene, tengo que ocuparme de ella.
—¿Estás segura de que no puedo ayudarte? No le hablaré ni nada.
—No, gracias, Tamara. Gracias por preguntar.
—Y ¿se vino a vivir cerca de ti para que pudieras cuidarla?
—No. —Añadió pollo con salsa de tomate a una cazuela.
—¿Te viniste a vivir cerca de ella para poder cuidarla?
—No. —Echó dos bolsitas de arroz de las de cocer en la propia bolsa a otro Tupperware—. Siempre ha vivido ahí.
Me paré a pensar en la respuesta un minuto mientras la observaba.
—Entonces, ¿ahí es donde creciste tú?
—Sí —se limitó a responder ella al tiempo que lo ponía todo en una bandeja—. Ésa es la casa en la que crecí.
—Pues no te fuiste muy lejos, ¿eh? Y Arthur y tú os vinisteis aquí después de casaros, ¿no?
—Sí, Tamara. Y ahora basta de preguntas. Ya sabes que la curiosidad no es buena. —Esbozó una sonrisa breve antes de salir de la cocina.
—¡Lo que no es bueno es el puto aburrimiento! —grité a la puerta cerrada.
Me fui al salón, como hacía cada mañana, y la vi cruzar la carretera corriendo, como un pequeño hámster paranoico temeroso de que un halcón se lanzara en picado sobre ella.
Se le cayó un paño de cocina, y yo supuse que se pararía a recogerlo, pero no lo hizo. Por lo visto no se dio cuenta. Salí de prisa, enfilé el sendero del jardín y me detuve en la cancela como una niña obediente mientras esperaba a que ella saliese a la carrera.
Salvé la cancela con valentía y, una vez hecho eso, me dirigí a la entrada de la propiedad, imaginando que a esas alturas ella ya se habría dado cuenta de que le faltaba un paño. Alerta roja: en algún lugar había una tarta de manzana enfriándose. La casa de enfrente era una construcción de una planta de ladrillo rojo, nada del otro mundo, con dos ventanas con visillos blancos, como dos ojos con glaucoma, separadas por una puerta color verde moco. La casa parecía estar a oscuras y, aunque no fuera así, el cristal de las ventanas parecía tintado y sólo reflejaba la luz del exterior, no mostraba señales de vida dentro. Cogí el paño de cuadros azules de la carretera, que prácticamente siempre —prácticamente siempre, bien muerto— estaba desierta. La cancela del jardín delantero era tan baja que podía salvarla pasando la pierna por encima. Pensé que sería lo mejor, de lo contrario cincuenta años de herrumbre me delatarían. Subí despacio por el camino y miré por la ventana de la derecha. Pegué la cara al cristal e intenté ver a través de los espantosos visillos. Con tanto misterio, no sé exactamente qué esperaba ver. Un gran secreto, una secta de lunáticos, cadáveres, una comuna hippy, un encuentro sexual raro con un montón de llaves en un cenicero… No lo sé. Cualquier cosa, cualquiera, salvo una chimenea eléctrica en lugar de un hogar auténtico, rodeada de azulejos marrones cochambrosos y una repisa azulejada, una moqueta verde y sillas gastadas con los brazos de madera y cojines de terciopelo verde chafado. Todo un poco triste, la verdad. Todo un poco como la sala de espera de un dentista. Y me sentí algo mal. Rosaleen no escondía nada. Bueno, no exactamente: había estado escondiendo el mayor desastre del siglo en materia de interiorismo.
En lugar de llamar al timbre me dirigí a un lateral de la casa. Nada más volver la esquina vi que había un jardincito con un gran garaje, igual que el de la trasera de la casa del guarda, al fondo de la parcela. En la ventana del cobertizo algo lanzó un destello. Al principio pensé que era el flash de una cámara, pero después me di cuenta de que lo que me había deslumhrado y cegado momentáneamente sólo lo hacía cuando le daba el sol. Mientras me acercaba al extremo del pasillo lateral me moría de ganas de ver lo que había al doblar la esquina.
Entonces Rosaleen se plantó en medio y yo pegué un respingo; el grito que di resonó en el estrecho callejón. Luego rompí a reír.
Ella me mandó callar en el acto, parecía inquieta.
—Lo siento —sonreí—. Espero no haber asustado a tu madre. Se te cayó esto en la carretera. Sólo he venido a dártelo. ¿Qué es esa luz?
—¿Qué luz? —Se hizo un tanto a la derecha, y mis ojos quedaron protegidos, pero mi campo visual se redujo.
—Gracias. —Me froté los ojos.
—Será mejor que vuelvas a casa —me susurró.
—Bah, venga, ¿no puedo entrar aunque sólo sea para saludar? Todo esto es demasiado Scooby-Doo para mí. Ya sabes, misterioso.
—No hay ningún misterio. A mi madre no le gusta tratar con desconocidos. Puede que algún día vaya a cenar a casa si está en condiciones.
—Guay. —Otra persona de más de cincuenta años que añadir a mi lista de conocidos.
Iba a insistir por última vez, al ver que ella se había ablandado, pero oí que venía un coche por la carretera y, con la esperanza de que fuese Marcus, me despedí de Rosaleen, di media vuelta y eché a correr.
De no haber sido Marcus, esos cinco minutos de esperanza habrían constituido lo más emocionante del día, pero resultó que sí era él. Cuando quise cruzar la carretera, él ya estaba en el porche de la casa del guarda, pasándose la mano por el cabello y mirando de reojo su reflejo en el cristal.
—Tienes un pelo descolocado, justo por encima de la oreja —dije desde la cancela.
Él se volvió sonriendo.
—Goodwin. Me alegro de verte.
—¿Has venido a por el libro?
Él sonrió.
—Eh…, sí, el libro, claro. No podía quitarme de la cabeza… el puñetero libro.
—Lo cierto es que hay un problema.
—¿Qué te pasa?
—No, me refiero al libro, al de verdad.
—Lo has perdido.
—No, no lo he perdido…
—No te creo. ¿Sabes cuál es el castigo por perder libros de la biblioteca?
—¿Pasar un día contigo?
—No, Goodwin. El que la hace, la paga. Te voy a quitar el carnet de la biblioteca.
—Nooo, todo menos el carnet de la biblioteca.
—Sí. Vamos, dámelo. —Se acercó y empezó a darme golpecitos con un dedo—. ¿Dónde está? ¿Está aquí? —Tenía sus manos por todas partes, en los bolsillos de los vaqueros, palpándome el estómago.
—Me niego a entregarlo —reí—. En serio, Marcus, no lo he perdido, pero no te lo voy a devolver.
—Creo que no entiendes las normas de la biblioteca ambulante. Verás: sacas prestado un libro, lo lees, o bailoteas con él si eso te hace feliz, y luego lo devuelves al atractivo bibliotecario.
—No, verás: lo que ha pasado es que alguien forzó el candado y descubrió que el libro no era un libro, sino un diario. Todas las páginas estaban completamente blancas.
Completamente blancas. Bien muerto.
—Pero luego alguien escribió en él.
—Eh…, alguien. Y ese alguien no serás tú por casualidad, ¿no?
—Pues la verdad es que no. No sé quién ha escrito en él. —Sonreí, pero lo decía en serio—. Sólo en las primeras páginas. Podría arrancarlas y devolverte el libro, pero…
—Podrías decir sin más que lo has perdido. Sería más fácil.
—Espera un minuto.
Entré y subí la escalera corriendo, levanté la tabla y saqué el diario. Lo llevé afuera, bien abrazado contra el pecho.
—No puedes leerlo, pero ésta es la prueba de que no lo he perdido. Lo pagaré o haré lo que sea… pero no puedo devolverlo.
Él cayó en la cuenta de que yo no bromeaba.
—No, está bien. Por un libro no va a pasar nada. ¿Lo puedo leer? ¿Pone algo de mí?
Me eché a reír y lo levanté para ponerlo fuera de su alcance, pero él era demasiado bueno, mucho más alto, y lo cogió. Me entró el pánico. Lo abrió por la primera página y yo me dispuse a esperar a que leyera la bochornosa frase de que mi padre se había suicidado.
—«No debería haberle contado a Weseley lo de papá» —leyó—. ¿Quién es Weseley? —preguntó al tiempo que me miraba.
—No tengo ni idea. —Traté de quitarle el diario, ya no me reía—. Dámelo, Marcus.
Él me lo devolvió.
—Lo siento, no debería haberlo leído. Pero la fecha está mal. El día 5 es mañana.
Me limité a sacudir la cabeza. Al menos no eran imaginaciones mías. Lo del diario era real.
—Siento haberlo leído.
—No, no pasa nada. No lo he escrito yo.
—Puede que fuera uno de los Kilsaney. Me estremecí y cerré el diario. Tenía muchísimas ganas de leerlo de nuevo.
—Ah, por cierto, encontré a la hermana Ignatius.
—Viva, espero.
—Vive al otro lado de la propiedad, te indicaré dónde.
—No, Goodwin, no me fío de ti. El último sitio al que me llevaste era un castillo en ruinas.
—Te acompañaré. Vamos, Bookman, ¡al Bookmóvil! —Bajé por el sendero y me subí al autobús. Él rompió a reír y me siguió. Aparcamos a la puerta de la casa de las monjas y yo toqué el claxon.
—Tamara, no puedes hacer eso, es un convento.
—Créeme, éste no es un convento como los demás. —Volví a darle a la bocina.
Una mujer vestida con una falda negra, un jersey negro, una camisa blanca con un crucifijo dorado y una toca blanca y negra abrió la puerta con cara de pocos amigos. Era mayor que la hermana Ignatius. Yo me bajé de un salto del autobús.
—¿A qué viene todo este jaleo?
—Venimos a ver a la hermana Ignatius. Quería sacar un libro.
—Está rezando, no se la puede interrumpir.
—Ah. Bueno, espere un minuto. —Me puse a revolver en la parte trasera del autobús—. ¿Le importaría darle esto de parte de Tamara? Una entrega especial. Lo pidió la otra semana.
—Muy bien. —La monja cogió el libro y cerró la puerta en el acto.
—Tamara, ¿qué libro le has dado? —inquirió Marcus con gravedad.
—La seducción del multimillonario turco, uno de los bombazos de Mills and Boon.
—¡Tamara! Vas a conseguir que me despidan.
—Como si te importara. Conduce, Bookman. Sácame de aquí.
Fuimos al pueblo, donde paramos para que la gente pudiera subir. Pero en realidad fuimos a Marruecos. Y él incluso me besó junto a las pirámides de Guiza.
—Bueno, ¿qué has estado haciendo estos últimos días? —preguntó alegremente Rosaleen mientras me servía tres mil calorías en el plato. El diario no se equivocaba: pastel de carne.
Me había cogido por banda nada más había entrado en la casa. Me dio el tiempo justo de esconder el diario arriba y bajar. No quería mencionar que había pasado el día con Marcus, por si ella intentaba impedir que volviera a hacerlo, pero difícilmente podía poner peros a que anduviera con una monja, ¿no?
—He estado casi todo el tiempo con la hermana Ignatius.
A Rosaleen se le cayeron en el cuenco los cucharones, y los sacó con torpeza acto seguido.
—¿Con la hermana Ignatius? —repitió.
—Sí.
—Pero… ¿cuándo la conociste?
—Hace unos días. Y ¿qué tal estaba hoy tu madre? ¿Va a venir algún día a cenar?
—Hace unos días no me hablaste de la hermana Ignatius.
Me limité a mirarla: su reacción era idéntica a la que recogía el diario. ¿Se suponía que debía disculparme? ¿Se suponía que debería haber intentado evitar la situación? No sabía qué hacer, cómo manejar la información de que disponía. ¿Cuál era su finalidad?
—Tampoco te conté que el martes me bajó la regla, y así fue —respondí sin más.
Arthur exhaló un suspiro, y el rostro de Rosaleen se endureció.
—Dices que la conociste hace unos días. ¿Estás segura?
—Pues claro que estoy segura.
—Puede que la conocieras hoy.
—No.
—Y ¿sabe dónde vives?
—Sí, claro. Sabe que estoy aquí.
—Ya —contestó ella, sin aliento—. Pero… estuvo aquí esta mañana y no te mencionó.
—¿De veras? ¿Y qué le dijiste tú de mí?
A veces el tono que uno emplea puede cambiar las cosas, lo sé. A veces en los mensajes de texto la gente no capta el tono o capta uno equivocado y tergiversa por completo mensajes inocentes. Me he peleado un montón de veces con Zoey por lo que ella creía que yo quería decir en un mensaje de cinco palabras. Sin embargo, esa afirmación la hice con retintín, deliberadamente. Y Rosaleen lo pilló. Y, siendo como era lista, supo que yo debía de haber oído su conversación. Supo que mientras hablaba con la hermana Ignatius había oído la ducha, y supo que yo la había estado espiando.
—¿Hay algún problema con que sea su amiga? ¿Crees que es una mala influencia? ¿Voy a unirme a una secta religiosa rara y vestirme de negro a diario? Ah, no, espera, quizá lo haga. ¡Es una monja! —Rompí a reír y miré a Arthur, que miraba furibundo a Rosaleen.
—¿De qué habláis?
Percibí pánico.
—¿Acaso importa de lo que hablemos?
—Quiero decir que eres una muchacha, ¿de qué puedes hablar con una monja? —Rosaleen sonrió para ocultar el miedo.
Ahí fue cuando iba a hablar del castillo, del incendio y del hecho de que hubiese estado habitado hasta mucho después de lo que yo pensaba. Iba a preguntarle a Rosaleen quién había muerto y dónde estaba todo el mundo cuando recordé lo que decía el diario. «Ojalá no le hubiese contado lo que averigüé del castillo.» ¿Era eso lo que no debería haber mencionado? Rosaleen me estuvo mirando fijamente durante todo lo que tardé en rumiar una respuesta. Comí un poco de carne picada para disponer de más tiempo para pensar.
—Bueno…, hablamos de muchas cosas…
—¿De qué cosas?
—Rosaleen —terció Arthur en voz queda.
Ella volvió la cabeza para mirarlo como el ciervo que ha oído un disparo a lo lejos.
—Se te va a enfriar la cena. —Arthur miró su plato, que seguía intacto.
—Ah, sí. —Ella cogió el tenedor y pinchó una zanahoria, pero no se la llevó a la boca—. Sigue, hija. ¿Decías?
—Rosaleen —suspiré yo.
—Déjala cenar —pidió Arthur en voz queda.
Yo lo miré para darle las gracias pero él no levantó la vista, sino que continuó metiéndose comida en la boca. Se hizo un silencio incómodo mientras comíamos, y los ruidos que hacíamos al masticar y el arañar de los cubiertos en los platos llenaron la estancia.
—Perdonadme, por favor. Tengo que ir al cuarto de baño —dije al cabo, incapaz de soportarlo más.
Sólo que me quedé a la puerta para escuchar.
—¿A qué ha venido eso? —gruñó Arthur.
—¡Chsss! Baja la voz.
—No me da la gana —silbó él, aunque bajó la voz.
—La hermana Ignatius vino esta mañana y no dijo nada de Tamara —explicó ella.
—¿Y?
—Y se comportó como si no supiera nada de ella. Si Tamara la hubiese conocido, seguro que la hermana lo habría mencionado. La hermana no es de las que se callan las cosas. ¿Por qué no lo mencionó?
—¿Qué estás sugiriendo? ¿Que Tamara miente?
Me quedé boquiabierta, y estuve a punto de irrumpir allí y soltar una fresca, pero la siguiente frase que pronunció Rosaleen, con amargura, me lo impidió.
—Pues claro que miente. Es como su madre.
Se produjo un largo silencio. Arthur no dijo nada.