CAPÍTULO DIECISEIS
Abstracción total

Esa noche no dormí mucho. Di vueltas y más vueltas, tenía demasiado calor y me quité las mantas, después tenía demasiado frío y me tapé, saqué afuera una pierna, un brazo, no estaba a gusto con nada. No encontraba un término medio. Me atreví a bajar a la cocina a llamar a Weseley para informarle de lo que ponía el diario. No utilicé la escalera, sino que hice que mi profesora de gimnasia se sintiera orgullosa de mí saltando la barandilla y aterrizando con suavidad en el suelo de piedra. En fin, me las ingenié para no meter ruido alguno al bajar y, sin embargo, justo cuando iba a coger el teléfono en la cocina, Rosaleen apareció en la puerta con un camisón del siglo XIX que le llegaba hasta el suelo y le tapaba los pies, con lo que parecía flotar como un fantasma.

—¡Rosaleen! —di un respingo.

—¿Qué haces? —me preguntó.

—Quería un vaso de agua, tengo sed.

—Yo te lo doy.

—No —espeté—. Puedo yo sola, gracias. Vuelve a la cama.

—Me quedaré contigo mientras…

—No, Rosaleen —dije levantando la voz—. Necesito espacio, por favor. Sólo quiero un vaso de agua, luego me iré a la cama.

—Vale, vale. —Alzó las manos en señal de rendición—. Buenas noches.

Esperé a oír crujir los peldaños. Luego oí que se cerraba la puerta de su dormitorio, los pasos de Rosaleen por la habitación y los muelles de la cama. Corrí al teléfono y marqué el número de Weseley, que lo cogió antes de que acabara de sonar la primera vez.

—Hola, Nancy Drew.

—Hola —susurré, y me quedé helada, de repente no me sentía segura de lo que estaba haciendo.

—¿Y bien?, ¿has leído el diario?

Busqué alguna señal que me indicase que no debía contárselo. Agucé el oído a la caza de algún tono extraño: ¿me hacía burla? ¿Me estaba tendiendo una trampa? ¿Me dirigía yo a una habitación llena de sus amigos palurdos por el altavoz? Ya sabéis, la clase de cosa que habría hecho yo si algún memo que se hubiera mudado a mi zona se colara en mi fiesta y empezara a decir chorradas de un diario profético.

—¿Tamara? —inquirió él, y no noté tonillo alguno, nada que me hiciera cambiar de opinión.

—Sí, sigo aquí —musité.

—¿Has leído el diario?

—Sí. —Me paré a pensar. Podía decirle que bromeaba, que todo había sido una broma, como lo de que mi padre había muerto. Nos partiríamos de risa.

—¿Y? Vamos, me has hecho esperar hasta las once —se rió—. He estado haciendo toda clase de conjeturas: ¿va a haber algún terremoto? ¿Sabremos los números de la lotería? ¿Algo de lo que podamos sacar dinero?

—No —esbocé una sonrisa—, sólo emociones y pensamientos aburridos.

—Ah —respondió él, pero lo oí sonreír—. Venga, suéltalo ya. La profecía…

Esa noche me desperté cada media hora, el resultado del día venidero me tenía con los nervios de punta. A las tres y media de la mañana ya no podía aguantar más y cogí el diario para ver cómo se había visto afectada la jornada y qué acontecimientos del día siguiente revelaría.

Agarré la linterna que tenía junto a la cama y, con el corazón a punto de estallar, abrí el libro. Hube de frotarme los ojos para asegurarme de que lo que veía era así. Palabras que aparecían y desaparecían, frases a medias, que no tenían sentido, se manifestaban para desvanecerse nada más surgir. Las letras parecían salirse de la página mientras todo se mezclaba sin orden ni concierto. Era como si el diario estuviera tan confuso como mi cabeza, incapaz de formular pensamientos. Cerré el libro y conté hasta diez. Luego, esperanzada, lo abrí de nuevo. Las palabras siguieron bailoteando por la hoja, sin arrojar ningún sentido ni significado.

Fueran cuales fuesen los planes que había puesto en ejecución con Weseley, era obvio que el día siguiente se había visto afectado. Sin embargo seguía sin estar claro de qué manera, ya que a todas luces eso dependía de cómo viviera yo el día cuando me despertara. El futuro aún no había sido escrito. Todavía estaba en mis manos.

En los momentos en que logré dormir, soñé con cristal que se hacía añicos, conmigo corriendo por el campo de cristal, pero ese día hacía viento y las piezas volaban y me arañaban el rostro, los brazos y el cuerpo, me atravesaban la piel. Sin embargo, no podía llegar al fondo del jardín, me perdía una y otra vez entre las hileras y junto a la ventana había alguien que me observaba; el pelo le tapaba la cara, y cada vez que caía un rayo le veía el rostro y se parecía a Rosaleen. Desperté empapada en sudor todas las veces, con el corazón aporreándome el pecho, temerosa de abrir los ojos. Luego volvía a dormirme para regresar al mismo sueño. A las seis y cuarto, incapaz de obligarme a dormirme otra vez, me levanté. Y aunque todo mi plan tenía por objeto ayudar a mi madre a que volviera a ser ella misma, fui a verla con la levísima esperanza de que siguiera mal. No sé por qué —desde luego que quería con toda mi alma que se pusiera bien—, pero siempre existe en uno esa parte, la parte que se oculta en las sombras protegiendo el botón de autodestrucción, que no quiere dejar atrás la oscuridad.

Por primera vez desde que entré a vivir allí fui la primera en bajar, a las siete menos cuarto de la mañana. Me senté en el salón con una taza de té e intenté obligarme a concentrarme en el libro sobre la chica invisible que me había dado Fiona. Leía por término medio un párrafo al día, pero debí de enfrascarme en la historia sin darme cuenta, porque ni vi ni oí que el cartero se acercaba a la casa, pero sí oí cómo caían los sobres en el felpudo del recibidor. Siempre encantada de hacer algo distinto en una casa donde todo marchaba como un reloj, salí a la entrada a cogerlos. Estaba a punto de hacerme con ellos cuando una mano se interpuso y me los arrebató, como si un buitre se hubiese abatido sobre su presa.

—No hace falta que hagas eso, Tamara —afirmó alegremente Rosaleen al tiempo que se metía los sobres en el bolsillo del delantal.

—No me importa. Sólo los estaba recogiendo, Rosaleen. No iba a leerlos.

—Ya sé que no —contestó ella como si la idea no se le hubiera pasado por la cabeza—. Tú relájate y disfruta —sonrió y me apretó el hombro.

—Gracias —sonreí—. ¿Sabes?, deberías dejar que la gente hiciera algo por ti para variar. —La seguí hasta la cocina.

—Me gusta hacerlo a mí —replicó mientras se disponía a preparar el desayuno—. Además, a Arthur se le dan bien muchas cosas pero, si lo dejaras, estaría cociendo un huevo hasta septiembre —rió.

—Hablando de septiembre, ¿qué ocurrirá entonces? —me atreví a preguntar—. Se supone que hemos venido a pasar el verano. Ya estamos en julio y, bueno, nadie ha hablado de septiembre.

—Sí, y casi es tu cumpleaños. —Sus ojos se iluminaron—. Y hemos de hablar de lo que te gustaría hacer. ¿Dar una fiesta? ¿Quedarte en Dublín con tus amigas?

—La verdad, me haría ilusión invitar aquí a algunas amigas —contesté—. Me gustaría que vieran dónde vivo ahora y lo que hago a diario.

Por lo visto la respuesta dejó traumatizada a Rosaleen.

—¿Aquí? Ah…

—Sólo era una idea. —Reculé de prisa—. Esto está demasiado lejos para que vengan Laura y Zoey, y probablemente fuera demasiado lío para ti…

Esperé que interviniera para decirme que de ninguna manera, pero no lo hizo.

—De todas formas preferiría hablar de mi futuro que de mi cumpleaños. —Cambié de tema—. Si seguimos aquí en septiembre, que me da que sí, ¿cómo voy a ir a St. Mary’s desde aquí? No hay autobuses, o por lo menos ninguno que pase por aquí. Dudo que Arthur quiera ir al instituto a llevarme y recogerme todos los días…

Esperé que me dijera que eso era exactamente lo que iba a pasar, pero de nuevo no fue así. Comenzó a hacer el desayuno, sacando los cazos y las sartenes que solían constituir mi toque de diana.

—Bueno, eso tendrás que hablarlo con tu madre, supongo. Yo no te puedo responder.

—Pero, Rosaleen, ¿cómo se supone que voy a hablar de nada con mi madre?

—¿Qué quieres decir?

Estrépito y más estrépito, pum, crac. Todo bien en la cocina.

—Sabes perfectamente lo que quiero decir. —Me levanté de un salto y me planté a su lado, pero ella siguió sin mirarme—. No habla. Está catatónica perdida. No entiendo por qué te niegas a admitirlo.

—No está catatónica, Tamara. —Al cabo paró y me miró—. Sólo está… triste. Tenemos que darle espacio y tiempo para que encuentre la respuesta por sí misma. Y ahora sé buena y tráeme los huevos de la nevera. Esta mañana te enseñaré a hacer una tortilla para chuparte los dedos —dijo risueña—. ¿Quieres que le ponga algo de pimiento?

—Pimiento —repetí, animada, y el rostro se le iluminó—. Unos buenos pimientos que lo arreglen todo —añadí alegremente, y fui a rastras al frigorífico a cogerlos mientras ella ponía cara larga. Saqué uno verde y uno rojo—. Anda, mira, hola, señor Pimiento Verde. ¿Y si me soluciona este problemilla? ¿A qué instituto voy a ir en septiembre? —Me lo pegué a la oreja y agucé el oído—. Uy, para mí que no funciona. —Lo sacudí—. Voy a probar con el rojo. Hola, señor Pimiento Rojo. Por lo visto Rosaleen cree que usted puede resolver el problema de mi vida. ¿Qué opina usted que va a pasar? ¿Metemos a mamá en un manicomio o la dejamos arriba para siempre? —Me puse a escuchar de nuevo—. No. Nada. —Lancé los pimientos contra la encimera—. Se ve que los pimientos no nos pueden echar una mano hoy. Quizá debamos probar con una cebolla —propuse fingiendo entusiasmo—. O con queso rallado.

—Tamara —oí decir a Arthur con tono admonitorio, y paré. Me fui enfurruñada al salón. Aunque estaba prohibido comer en el salón, Rosaleen me llevó allí la tortilla. Una buena persona se habría disculpado, yo preferí pedir sal.

A las diez vi que Rosaleen salía de la casa con la bandeja cargada con suficiente comida para alimentar a una familia entera, y una de mis preocupaciones de ese día era que su madre le contara la visita que yo le había hecho. Que no hubiese escrito al respecto no quería decir que no pudiera suceder. A las diez y cuarto aparcó el doctor Gedad a la puerta de la casa. Respiré profundamente y le abrí.

—Tú debes de ser Tamara —observó con una sonrisa radiante mientras enfilaba el camino.

Me hizo sonreír en el acto. Era alto y delgado y parecía en forma. El cabello, que empezaba a encanecer, lo llevaba pegado a la cabeza. Tenía los pómulos altos y la mirada dulce, lo que le confería un aire ligeramente femenino, pero así y todo era varonil y atractivo. Lo invité a pasar y le estreché la mano.

—Buenos días. Estamos teniendo un verano estupendo, ¿no crees? —Hablaba desde el fondo de la garganta, como si se le hubiera quedado atascado un trozo de pan, con un tono un tanto apagado pero gratamente cantarín. Su acento de Madagascar se entremezclaba con algunas palabras pronunciadas con auténtico dejo irlandés. Era un sonido melodioso, peculiar. Me gustaba pensar que alguien de fuera iba a traer un soplo de aire fresco, reestructurar las cosas, arreglarlas.

—¿Me da el maletín?

Me sentía nerviosa, inquieta, no sabía qué hacer. Miraba la puerta con recelo.

—No, gracias, Tamara. Lo voy a necesitar —respondió sonriente.

—Sí, claro.

—Tengo entendido que estoy aquí para ver a tu madre.

—Sí, está arriba. Lo acompañaré.

—Gracias, Tamara. Siento mucho lo de tu padre. Weseley me lo contó. Me figuro que lo estaréis pasando mal.

—Sí, gracias —sonreí e intenté tragar el grumo que aparecía siempre que alguien mencionaba a mi padre.

Empecé a subir para llevar arriba al doctor Gedad, y casi pensaba que me saldría con la mía, sintiéndome esperanzada de recuperar a mi madre, aunque desolada por perder a Weseley, cuando se abrió la puerta principal. Rosaleen entró con un plato tapado con papel de plata en las manos. Miró al doctor Gedad como si fuese la Parca y se puso blanca.

—Buenos días —saludó el médico amablemente.

—¿Quién…? —Miró al desconocido que se hallaba en su recibidor, luego a mí y de nuevo al hombre. Amusgó los ojos—. Es usted el nuevo médico.

—En efecto —repuso él con jovialidad al tiempo que bajaba la escalera.

«¡No!», le grité mentalmente.

—Encantada de conocerla, señora…

—Rosaleen —se apresuró a responder ella, y me miró y luego volvió a fijar la vista en él—. Con Rosaleen basta. Bienvenido a la comunidad.

Se dieron la mano.

—Muchas gracias. Y he de agradecerles a usted y a su esposo que le hayan dado un empleo a mi hijo Weseley.

Rosaleen me miró y la incomodidad se reflejaba en su rostro.

—Sí, bueno, es una gran ayuda —contestó quitándoselo de encima—. Doctor —añadió con cara de perplejidad—, ¿qué…? ¿Por qué…? Tamara, ¿te encuentras bien?

—Sí, gracias, Rosaleen. Sígame, por favor, doctor Gedad —dije de prisa al tiempo que subía la escalera.

—¿Adónde vas?

—A la habitación de mamá —dije lo más cortésmente que pude.

—Creo que será mejor no molestarla, Tamara —adujo ella sonriéndome y mirando un tanto ceñuda al doctor Gedad como para dar a entender que yo era algo rarita—. Ya sabes lo importante que es que duerma. —Miró al médico—. Apenas duerme, lo que es comprensible, claro está, dadas las circunstancias.

—Desde luego —asintió él con gravedad, y me miró—. Bueno, quizá sea mejor que la deje descansar. Puedo volver en otro momento.

—¡No! —exclamé—. Rosaleen, ha estado durmiendo sin parar la mayor parte de los días esta la última semana. —No pude controlar la voz, que sonó aguda como un violín chirriante.

—Porque por la noche no descansa bien, naturalmente —afirmó Rosaleen con firmeza—. ¿Le apetece tomar una taza de té, doctor? No se lo va a creer, pero por lo visto puse sal en una tarta en lugar de azúcar. A mi madre casi le da algo —rió—. Aunque no debería tomar tarta para desayunar, lo sé —agregó a modo de disculpa.

—¿Cómo está su madre? —se interesó el médico—. Tengo entendido que no muy bien.

—Se lo contaré mientras tomamos una taza de té —repuso con alegría, y él se rió y bajó de nuevo la escalera—. Me da que no es usted de las que aceptan un no por respuesta, Rosaleen.

Yo estaba en la escalera, boquiabierta al ver lo que estaba sucediendo. Lo había leído, pero no creía que el médico fuera a obedecerla sin rechistar cuando se suponía que arriba había alguien enfermo.

—Dejaré que tu madre descanse un poco más, Tamara, y después me pasaré a verla —explicó el doctor Gedad.

—Vale —musité, procurando contener las lágrimas, ya que sabía que fuera lo que fuese lo que Rosaleen iba a contarle, él no subiría esa escalera. Pese a saber cuál sería el resultado, intenté unirme a ellos en la cocina, pero Rosaleen me detuvo en la puerta.

—Si no te importa, Tamara, me gustaría hablar en privado de mi madre con el doctor. Sólo para asegurarme de que todo va bien. Estos últimos días ha estado algo pachucha.

Tragué saliva, en un principio sintiéndome culpable por si mi visita la había hecho empeorar, pero la culpa desapareció tan de prisa como había llegado, dando de nuevo paso a la rabia. La verdad es que su madre me importaba un bledo, estaba cabreada porque Rosaleen había impedido que el médico viese a la mía.

—Claro, lo entiendo, Rosaleen. Eso es precisamente lo que intentaba hacer yo con mi madre —contesté de mala leche.

Le di la espalda antes de que pudiera responderme y corrí arriba. Oí que se cerraba la puerta y entré en la habitación de mi madre, que seguía durmiendo, aovillada como si estuviera en el útero materno.

—Mamá —musité con suavidad al tiempo que me ponía de rodillas y le apartaba el cabello.

Ella gimió.

—Mamá, despierta.

Sus ojos se abrieron.

—Mamá, necesito que te levantes. He llamado a un médico. Está abajo, pero necesito que bajes a verlo o que lo llames. Por favor, hazlo por mí.

Ella gimió de nuevo y cerró los ojos.

—Mamá, escucha, es importante. El doctor te ayudará a que te pongas mejor.

Ella volvió a abrir los ojos.

—No —negó con voz ronca.

—Lo sé, mamá, sé que echas de menos a papá más que nada en el mundo. Sé que lo querías mucho y que probablemente pienses que nada te hará sentir mejor, pero las cosas pueden mejorar, y mejorarán.

Cerró los ojos nuevamente.

—Mamá, por favor —susurré con las lágrimas agolpándose a mis ojos—. Tienes que hacerlo por mí.

La respiración de mi madre volvía a ser lenta y profunda: se había vuelto a quedar dormida. A su lado, de rodillas, rompí a llorar.

Abajo escuchaba la conversación amortiguada que mantenían el doctor Gedad y Rosaleen. Luego la puerta de la cocina se abrió y yo me enjugué las lágrimas y sacudí otra vez a mi madre para despertarla.

—Vale, mamá, ya viene. Lo único que tienes que hacer es acercarte a la puerta. Sólo eso.

Ella puso cara de susto al ver que acababa de despertarla.

—Por favor, mamá.

Parecía confusa. Solté un taco y la dejé para ir abajo. Llegué justo cuando Rosaleen estaba abriendo la puerta.

—Ah, Tamara, he estado hablando con Rosaleen y creo que lo mejor será que deje a tu madre por el momento y vuelva si me necesita. Si quieres llamarme, ésta es mi tarjeta.

—Lo llamé para que la viera hoy.

—Lo sé, pero después de hablar con Rosaleen me he dado cuenta de que no es necesario. No hay motivo de preocupación. Ciertamente tu madre está pasando por un momento difícil, pero no tienes por qué inquietarte por su salud. Estoy seguro de que a ella le gustaría que te relajaras y mantuvieras la cabeza despejada —dijo en tono paternal.

—Pero si ni siquiera la ha visto —protesté yo, enfadada.

—Tamara… —terció Rosaleen con un tono de advertencia en su voz.

El doctor Gedad pareció incómodo y después inseguro con respecto a la decisión que había tomado. ¿Por qué no iba a confiar en Rosaleen?, vi que se preguntaba. Rosaleen también lo vio y se movió de prisa.

—Muchas gracias por venir, doctor —dijo amablemente—. Deles saludos a Maureen y a su hijo…

—Weseley —apuntó él—. Gracias. Y gracias por el té y los bollitos. A mí no me han sabido nada salados.

—Ah, no, lo de la sal fue en la tarta de manzana. —Se rió como una niña.

Y el médico se fue. Ella cerró y se volvió para enfrentarse a mí, pero yo me dirigí a la puerta, la abrí y me marché pegando un portazo. Enfilé la carretera. Fuera el aire era cálido y olía dulzón debido a la hierba cortada y al estiércol. Oí el cortacésped de Arthur a lo lejos, el ruido del motor ahogando la realidad para él mientras se concentraba en sus labores de saneamiento. A mi izquierda, en la distancia, al otro lado de la finca, divisé a la hermana Ignatius, un bulto azul marino y blanco en medio del verde. Fui hacia ella mientras la rabia me corría por la sangre como una descarga. La monja había instalado un caballete en mitad de la pradera que se extendía delante del castillo, que estaba a unos cuatrocientos metros, justo ante uno de los lagos con cisnes, a la sombra de un roble gigantesco. Aunque era por la mañana ya hacía calor, el cielo estaba de un índigo perfecto y sin una sola nube. Debía de estar muy concentrada, la cabeza pegada al papel, pasándose la lengua por los labios mientras movía el pincel.

—¡La odio! —grité rompiendo el silencio y haciendo que una bandada de pájaros de un árbol cercano levantara el vuelo hacia el cielo, donde intentó reagruparse y buscarse otro sitio donde posarse. Atravesé la seca hierba a pisotones con las chanclas.

La hermana Ignatius no levantó la vista cuando me aproximé.

—Buenos días, Tamara —saludó alegremente—. Qué mañana tan bonita.

—La odio —repetí mientras me acercaba a voz en grito.

Entonces ella me miró, los ojos muy abiertos y atemorizados. Sacudió la cabeza de prisa y agitó los brazos como si estuviese en mitad de las vías intentando parar un tren que se aproximaba.

—Que sí, que la odio —seguí chillando.

Ella se llevó un dedo a los labios y se puso a zangolotear como si quisiera ir al cuarto de baño.

—Es el mismísimo demonio —espeté.

—¡Vamos, Tamara! —estalló ella finalmente, alzó las manos al cielo y puso cara de consternación.

—¿Qué? Me da igual lo que piense él. Por mí como si me parte un rayo. Sácame de aquí, Dios, estoy harta y quiero irme a casa. —Me quejé, frustrada, y después me tumbé en la hierba, de espaldas, y miré el cielo—. Esa nube tiene forma de pene.

—Vamos, Tamara, ya basta —espetó ella.

—¿Por qué? ¿Acaso la ofendo? —inquirí con sarcasmo; sólo quería hacer daño a todo aquel con el que me topara, sin importar lo bueno y amable que fuese.

—¡No! Has espantado a la ardilla —respondió, y yo nunca la había visto tan frustrada. Me incorporé estupefacta y escuché su largo y vehemente discurso—. Llevo toda la semana intentando pillarla. Dejé unas chucherías en un plato y por fin lo conseguí; no quería nueces, así que hay que cambiar todos esos cuentos de las ardillas y las nueces. El queso ni lo tocó, pero le encantan las barritas Toffee Pops, quién lo iba a decir. Y ahora, mira, se ha ido y no volverá, y la hermana Conceptua me comerá viva por cogerle las Toffee Pops. Creo que tú y tu dramatismo le han provocado un ataque al corazón. —Profirió un suspiro, se calmó y me miró—. ¿Que odias a quién? A Rosaleen, supongo.

Le eché un vistazo a lo que pintaba.

—¿Se supone que eso es una ardilla? Parece un elefante con una cola peluda.

Al principio la hermana Ignatius se enfadó, pero tras examinar su obra con atención, se echó a reír.

—Ay, Tamara, eres la purga de Benito, ¿sabes?

—No —negué enojada al tiempo que me ponía en pie—. Por lo visto, no. De lo contrario no tendría que llamar a un médico para que viera a mi madre. Podría curarla yo sola. —Me puse a andar arriba y abajo ante ella.

La hermana se puso seria.

—¿Has llamado al doctor Gedad?

—Sí, y ha venido esta mañana. Lo arreglé para que llegara cuando Rosaleen estuviera en casa de su madre atiborrándola a comida; y, por cierto, he visto a su madre y es absolutamente imposible que se zampe toda esa comida a diario a menos que tenga lombrices. Pero Rosaleen ha vuelto antes de que al doctor Gedad le diera tiempo a subir la escalera porque (¡ojo al dato!) echó sal en la tarta de manzana en lugar de azúcar, y sí, tiene usted derecho a mirarme así, porque fue culpa mía y me da lo mismo y volvería a hacerlo mañana, y a decir verdad no tardaré en saber si lo hago o no. —Cogí aire—. Bueno, pues Rosaleen ha vuelto para llevarse la tarta de manzana que se suponía era para Arthur y para mí, que me da igual, porque toda su comida hace que me tire unos cincuenta pedos al día, y ha conseguido convencer al doctor de que no viera a mi madre. Así que él se ha ido y mi madre sigue en la habitación, probablemente ahora esté babeando y dibujando en las paredes.

—¿Cómo lo ha despachado?

—No lo sé. No sé qué le ha explicado, pero él ha dicho que lo que mi madre necesita en este momento es descansar, y que si había alguna emergencia o algo que lo llamara.

—Bueno, pues él sabrá —contestó la monja, vacilante.

—Hermana, ni siquiera la ha visto. Sólo ha escuchado lo que quiera que le contara Rosaleen.

—Y ¿por qué no iba a fiarse de Rosaleen? —inquirió ella.

—Y ¿por qué iba a hacerlo? Soy yo quien lo llamó, no ella. ¿Y si la hubiera visto intentando suicidarse y no se lo hubiera contado a Rosaleen?

—¿Lo ha intentado?

—No, pero ésa no es la cuestión.

—Hum. —La hermana Ignatius guardó silencio mientras mojaba el pincel en un marrón sucio y lo aplicaba al papel.

—Ahora parece un engendro que acaba de comerse una nuez en mal estado —aseguré.

Ella resopló y se rió de nuevo.

—¿Usted reza alguna vez? Porque siempre la veo haciendo miel o trabajando en el huerto o pintando.

—Disfruto creando cosas nuevas, Tamara. Siempre he creído que el proceso creativo es una experiencia espiritual de creación conjunta con el espíritu creador divino.

Miré a mi alrededor con los ojos bien abiertos.

—Y ese espíritu creador divino, ¿ha parado para comer?

La hermana Ignatius estaba sumida en sus pensamientos.

—Podría ir a verla, si quieres —propuso en voz queda.

—Gracias, pero le hace falta algo más que una monja, no se ofenda.

—Tamara, ¿sabes a qué me dedico?

—Eh…, a rezar.

—A rezar, sí, pero no sólo rezo. Hice votos de pobreza, castidad y obediencia, como todas las monjas católicas, pero también me comprometí a ayudar a los pobres, a los enfermos y a los analfabetos. Puedo hablar con tu madre, Tamara, puedo ayudarla.

—Bueno, supongo que es dos de esas tres cosas.

—Además, soy «algo más que una monja», como tú dices. También soy comadrona —afirmó al tiempo que volvía a pintar algo.

—Eso es ridículo, no está embarazada. —Entonces caí en lo que había dicho—. Un momento, que es ¿qué? ¿Desde cuándo?

—Bueno, no soy sólo una cara bonita —rió—. Ése fue mi primer trabajo. Pero siempre sentí la llamada de Dios, quería llevar una vida espiritual y dedicada al servicio a los demás, así que ingresé en la comunidad y recorrí el mundo con las hermanas como monja y comadrona, todo un regalo. Pasé la mayor parte de la treintena en África, viajando por todo el continente. Vi cosas duras, pero también otras maravillosas. Conocí a gente especial y extraordinaria. —El recuerdo la hizo sonreír.

—¿Fue allí donde conoció al que le dio eso? —sonreí y señalé con la cabeza el anillo de oro con la minúscula esmeralda verde—. Menos mal que hizo voto de pobreza. Si lo vendiera, podría construir un pozo en algún lugar de África. Lo he visto en los anuncios.

—Tamara —contestó ella, escandalizada—. Me lo dieron hace casi treinta años por llevar veinticinco de monja.

—Pero así parece que está casada, ¿por qué se lo dieron?

—Estoy casada con Dios —replicó, risueña.

Yo puse cara de asco.

—Venga ya. Bueno, si se hubiera casado con un hombre real, me refiero a uno al que viera, de los que no echan los calcetines en el cesto de la ropa sucia, tendría un diamante por veinticinco años de servicio.

—Estoy muy contenta con lo que tengo, muchas gracias. —Sonrió—. ¿Tus padres no te llevaban a misa?

Yo cabeceé e imité a mi padre.

—«En la religión no hay dinero.» Aunque mi padre se equivocaba de medio a medio: estuvimos en Roma y vimos el Vaticano. Esos tíos están forrados.

—Le pega, la verdad —aseguró la monja con una risita.

—¿Llegó a conocer a mi padre?

—Sí, claro.

—¿Cuándo? ¿Dónde?

—Cuando estuvo aquí.

—Pues no recuerdo que estuviera aquí nunca.

—Pues así fue. Ahí tiene usted, señorita Sabelotodo.

Esbocé una sonrisa.

—¿Le resultó odioso?

La hermana Ignatius negó con la cabeza.

—Vamos, puede decir que lo odia. La mayoría de la gente lo odiaba. Y a veces yo también. Nos peleábamos mucho. Yo no era como él, y creo que él me odiaba por eso.

—Tamara. —Tomó mis manos entre las suyas y me dio cierta vergüenza. La hermana era tan dulce y delicada que daba la impresión de que una pequeña dosis de realidad la derribaría, pero con todos sus viajes y su trabajo cotidiano probablemente conociera esa realidad mejor que yo—. Tu padre te quería mucho, con toda su alma. Era bueno contigo, te regaló una vida estupenda, siempre estaba ahí para ti. Has sido una niña muy afortunada. No hables así de él, era un gran hombre.

Me sentí culpable en el acto, y dado que las viejas costumbres no se pierden con facilidad, hice lo que siempre hacía.

—Pues haberse casado con él —solté—. Y habría tenido un anillo de oro en cada dedo.

Tras un largo silencio durante el cual se suponía que debía disculparme pero no lo hice, la hermana Ignatius se centró de nuevo en su cuadro de mierda. Mojó el pincel en la pintura verde y aplastó las cerdas contra el papel embarcándose en un viaje de extraños movimientos de muñeca convulsos, como un director de orquesta con un pincel, para convertir aquella mancha verde en hojas o lo que fuese.

—Delante no hay ningún árbol.

—Ni ninguna ardilla. Estoy usando la imaginación. Además, no es un árbol; lo que intento plasmar es el entorno en el que vive mi pobre ardilla. Considéralo arte abstracto, alejarse de la realidad para representar lo imaginado —explicó—. Bueno, es abstracto en parte, como se contempla el arte que se toma libertades, por ejemplo modificar el color y la forma de manera notoria.

—Como que su elefante marrón tenga una cola enorme en lugar de una trompa.

Ella pasó por alto mi comentario.

—La abstracción absoluta, por otro lado, no hace ninguna referencia a algo reconocible —continuó.

Examiné su trabajo con mayor atención.

—Ya, yo diría que esto se acerca más a la abstracción absoluta. Como mi vida.

La monja soltó una risita.

—Ay, el drama de tener diecisiete años.

—Dieciséis —la corregí—. Por cierto, ayer fui a ver a la madre de Rosaleen.

—¿Ah, sí? Y ¿cómo está?

—Pues me dio esto. —Me saqué la lágrima de cristal del bolsillo y la hice girar en la mano. Estaba fría y era suave, resultaba tranquilizadora—. En su casa hay montones. Es muy raro. En el jardín trasero hay un cobertizo que es como su fábrica y, detrás, un campo entero lleno de estas cosas de cristal. Algunas son muy raras y puntiagudas, pero la mayoría son bonitas. Cuelgan de cuerdas para tender la ropa, habrá unas diez, y están atadas con cordeles tiesos y atrapan la luz. Creo que las hace ella. Cultivarlas no las cultiva, desde luego. Pero es como una granja de cristal —reí.

La hermana Ignatius dejó de pintar y yo le puse la lágrima de cristal en la mano.

—¿Te dio esto?

—No, bueno, no me lo dio exactamente. La vi en el cobertizo, estaba trabajando en algo, toda encorvada, llevaba unas gafas puestas, hacía algo con cristal, y creo que la asusté. Así que le dejé la bandeja en el jardín. Le había preparado algo de comer.

—Qué amable.

—La verdad es que no. Debería haber visto la pinta que tenía. Y Rosaleen no sabía que yo había ido, así que tuve que volver por la bandeja. Esperaba que estuviera llena, pero me la encontré en la tapia de su casa, por fuera, con todos los platos limpios y sin rastro de comida. Y en un plato había esto. —Lo cogí y lo contemplé de nuevo—. Qué detalle por su parte, ¿no?

—Tamara… —La hermana Ignatius extendió un brazo y se agarró al caballete, tan ligero que no ofrecía sostén alguno.

—¿Se encuentra bien? Está un poco… —No terminé la frase, ya que la hermana parecía tan débil que la agarré inmediatamente y recordé que, pese a su aire juvenil y sus risas infantiles, tenía setenta años.

—Estoy bien, estoy bien —contestó ella, e intentó reírse—. No te preocupes. Tamara, necesito que hables más despacio y me repitas lo que has dicho. ¿Te encontraste eso en la bandeja cuando fuiste a buscarla?

—Sí, en la tapia del jardín delantero —dije lentamente.

—Pero es imposible. ¿La viste hacerlo?

—No, sólo vi la bandeja desde la ventana de mi cuarto.

Debió de dejarla cuando yo andaba en otra parte de la casa. ¿Por qué me hace tantas preguntas? ¿Está enfadada conmigo por haber ido? Sé que probablemente no debería haberlo hecho, pero Rosaleen era tan hermética…

—Tamara… —La monja cerró los ojos, y cuando los abrió parecía más cansada—. La madre de Rosaleen, Helen, tiene esclerosis múltiple, y por desgracia ha ido empeorando con los años. Está en silla de ruedas, por eso Rosaleen se ocupa de ella las veinticuatro horas del día. Así que es imposible que saliera al jardín en la silla con esa bandeja. —Cabeceó—. Imposible.

—No es imposible —objeté yo—. Si apoyó la bandeja en el regazo, tenía las manos libres para…

—No, Tamara, en el jardín delantero hay escalones.

Miré hacia la casa y, aunque no podía verla desde donde nos encontrábamos, recordé los escalones.

—Sí, es cierto. Qué extraño. Entonces, ¿quién más vive en la casa? —inquirí.

La hermana Ignatius no respondió, y sus ojos recorrieron el lugar mientras pensaba.

—Nadie, Tamara —musitó—. Nadie.

—Pero yo vi a alguien. Piense, hermana —vociferé, presa del pánico—. ¿A quién vi en el cobertizo? Una mujer inclinada sobre algo con unas gafas, unas gafas de trabajo, y el pelo largo. Y esas cosas de cristal por todas partes. ¿Quién podía ser?

La hermana Ignatius negó con la cabeza una y otra vez.

—Rosaleen tiene una hermana, me lo dijo ella. Vive en Cork, es profesora. Tal vez fue a verla. ¿Usted qué cree?

La monja siguió negando con la cabeza.

—No, no, imposible.

Un escalofrío me recorrió la espalda y se me puso la carne de gallina. La mirada de la hermana Ignatius, por lo común serena, no me tranquilizó precisamente. Era como si hubiese visto a un fantasma.