CAPÍTULO QUINCE
Cosas que uno se encuentra
en una despensa

Rosaleen parecía otra hoy, había hecho un esfuerzo para ir a misa de domingo y al mercado. Se engalanó con una falda beis por la rodilla que tenía una pequeña raja en la parte de atrás, una blusa color crema ligeramente transparente con hombreras que se anudaba en el cuello con un lazo y, debajo, un sujetador como de encaje, aunque yo albergaba mis dudas de que ella fuese consciente de las transparencias. Lo cierto es que resultaba bastante elegante. Encima se había puesto una chaqueta beis a juego con un broche con una pluma de pavo en la solapa, y en los pies lucía unos zapatos de charol color carne abiertos en la puntera y con el talón al aire. El tacón sólo medía cuatro o cinco centímetros, pero Rosaleen estaba guapa. Así se lo dije, y su rostro se iluminó y el rubor tiñó sus mejillas.

—Gracias.

—¿Dónde te lo has comprado?

—Uy —le daba vergüenza hablar de sí misma—. En Dunshaughlin. A eso de media hora hay un sitio que me gusta. Mary es muy buena, Dios la bendiga…

Aguardé a oír la tragedia de Mary conteniendo la respiración. Entrañó un marido muerto y montones de «Dios la bendiga».

Probé de nuevo con otra conversación.

—¿Tienes hermanos?

—Una hermana en Cork, Helen. Es profesora. Y un hermano, Brian, en Boston.

—¿Vienen a verte?

—De vez en cuando. Ahora hace tiempo que no. Mi madre solía ir a verlos, al menos a Helen, a Cork, para cambiar de aires, pero ya no puede. Tiene EM. —Me miró, se estaba abriendo—. Esclerosis múltiple, ¿sabes lo que es?

—Más o menos. Algo así como que los músculos ya no funcionan.

—Algo así. Ha ido empeorando con los años, le da muchos problemas. Por eso ando siempre arriba y abajo. No puedo irme de viaje, no me gusta dejarla, ¿sabes? Me necesita.

Por lo visto un montón de gente necesitaba a Rosaleen, pero me llamó la atención que con tanta gente necesitando a una persona, tal vez la cosa fuera más bien que ella necesitaba que la necesitasen. Yo no quería necesitar a Rosaleen.

Su madre no me señaló con un dedo acusador, pero las dos de la tarde sí. Me escabullí de la casa sin que me vieran mientras Rosaleen preparaba los ingredientes de sus tartas. Me percaté de que los tres mil pasteles distintos que había cocinado a lo largo de la semana no tenían por objeto únicamente alimentarnos a nosotros y a su madre, sino que los había llevado al mercado dominical para venderlos junto con su mermelada casera y sus hortalizas orgánicas. Tras ir a la mesa con un monedero lleno de billetes y monedas, se dio la vuelta para sacar algo de él y me puso en la mano veinte euros. El gesto me conmovió de tal modo que me negué a cogerlos, pero ella no lo consintió.

Cuando llegué al castillo, Weseley estaba sentado en la escalera, mi escalera. Llevaba unos vaqueros, una camiseta negra con una calavera azul y unas zapatillas de deporte también azules. Molaba incluso de día.

Alzó la vista y se quitó los auriculares.

—Puede pasarse mañana a las diez.

No hubo ni un hola ni nada. Me sentó algo mal.

—Ah, genial, gracias. —Me temí que fuera a levantarse y alejarse volando, como si fuera una pequeña paloma que hubiese transmitido su mensaje, pero no lo hizo—. Mejor, ¿podría venir a las diez y cuarto? No sea que Rosaleen salga más tarde.

—Sí, claro, se lo diré.

—Vale, genial, gracias —repetí.

Él siguió sin moverse, así que yo me acerqué y me apoyé en la pared, frente a él.

—¿Conoces a la mujer que vive en la casita de enfrente?

—¿La madre de Rosaleen? La vi cuando llegamos aquí, la primera semana, pero no he vuelto a verla desde entonces. No sale mucho. Es mayor. Creo que tiene alzheimer o algo.

—¿Has ido a su casa alguna vez?

—He ido a dejar algunas cosas que me ha pedido Arthur. Leña, carbón, unos muebles, cosas así. Pero siempre con Rosaleen pegada a mí. —Sonrió—. No creo que allí haya nada que robar, si es eso lo que le preocupa.

—Pues desde luego hay algo que le preocupa. Así que Arthur nunca va a la casa… —pensé en voz alta—. Seguro que no se llevan bien. Me pregunto por qué.

—Mírate, Nancy Drew[3]. A ver qué te parece esto: ahora que soy el burro de carga de Arthur, para qué va a mover el culo llevándole mecedoras desvencijadas a su suegra cuando lo puedo hacer yo prácticamente gratis.

—Pero él nunca va a verla.

—Andas buscando algo, ¿eh?

Eso me recordó a lo que había dicho la hermana Ignatius de que la mente hacía cosas extrañas cuando buscamos cosas. La hermana había sabido antes que yo que andaba buscando algo.

—Es sólo que… —me paré a pensar—, si quieres que te diga la verdad, me aburro tanto aquí. —Rompí a reír—. Si tuviera algún tipo de vida o amigos o alguien con quien hablar no estaría sacando las cosas de quicio, me darían lo mismo Rosaleen y sus secretos.

—¿Qué secretos? —rió él—. Rosaleen no tiene secretos. Simplemente no domina el arte de conversar. Está tan acostumbrada a andar sola que no creo que sepa dar información de sí misma.

—Lo sé, y ya se me había ocurrido, pero…

—Pero ¿qué?

No sé cómo ni por qué, pero de pronto me puse a contarle todo lo que había pasado los últimos días. Todas las conversaciones raras, el álbum de fotos que había desaparecido, el extraño comentario que hizo Arthur acerca de que creía que mi madre no quería verlo, el hecho de que Rosaleen no soportara que yo estuviera en una habitación con alguien a solas, sin ella delante, de que no me mencionara en la conversación que mantuvo con la hermana Ignatius, de que la hermana Ignatius quisiera que le hiciese preguntas a Rosaleen, la afirmación de que mi madre mentía, el hecho de que Rosaleen quisiera que mi madre estuviese todo el tiempo en su habitación, su secretismo a la hora de ir a la casa de enfrente y negarse a que la acompañara yo, lo que había visto en el jardín trasero, la bandeja que dejaron junto a la cancela, la pelea por no querer guardar nuestras cosas en el garaje.

Él escuchó con atención, respondiendo lo suficiente para alentarme a continuar y no dejarme nada en el tintero.

—Vale… —contestó en cuanto hube terminado—. Sí que suena un poco extraño, y entiendo que desconfíes de esa manera, pero probablemente todo tenga una explicación. Como que Rosaleen es un poco rara. No te ofendas —se apresuró a añadir—. Sé que es tu tía.

—No importa.

—La verdad es que no llevo aquí lo bastante para conocer bien a nadie, pero lo cierto es que Rosaleen no habla con nadie del pueblo. Siempre que mi madre se la cruza, ella baja la cabeza y sigue andando. No sé si es que es tímida o qué. Y en cuanto a su forma de comportarse contigo, ¿qué sabe ella de ser madre? Aunque eso no quita que tengas razón, Tamara. Puede que te oculten algo. No sé qué rayos podría ser, pero si pasa alguna otra cosa rara, dímelo.

—Está pasando otra cosa muy rara —aseguré.

El corazón me latía con fuerza. No me podía creer que fuese a hablarle del diario. Sólo quería que me creyera a toda costa.

—Dime.

—Vas a pensar que soy una psicótica.

—Seguro que no.

—Por favor, créeme, no te miento.

—Vale. Di —respondió, impacientándose.

Le hablé del diario.

Weseley —y era comprensible— se echó hacia atrás y cruzó los brazos, su lenguaje corporal equivalente a la desconexión de un ordenador. ¡Ay! Me miró de forma distinta. Nada que ver con la cara que puso cuando le conté que mi padre había muerto, aquello era otra cosa. El chico creía que yo estaba como una cabra.

—Weseley —empecé, pero no supe qué decir.

—¡Yuujuu! —exclamó de pronto una voz, y Weseley salió del trance y miró hacia la puerta.

Entró una guapa rubia que lo miró directamente a él y no se dio cuenta de que contra la pared estaba yo.

—Ashley —saludó Weseley, sorprendido—. Llegas pronto.

—Lo sé, lo siento, es por las ganas que tenía de verte. He traído una manta.

La chica movió la cesta que llevaba en la mano. Acto seguido se acercó a él y dejó la cesta a los pies, le echó los brazos al cuello y lo besó, y no precisamente de un modo fraternal. Sentí una extraña punzada de celos, que me sacudí. Como si la chica presintiera que se estaban librando de ella, abrió los ojos y me vio, cruzada de brazos, aburrida con su efusividad.

—Precioso, el despliegue de cariño, pero me aburre. ¿Puedo irme?

Weseley se soltó y me miró sonriendo.

—¿Quién eres tú? —La chica clavó la vista en mí como si yo apestara—. ¿Quién es? —le preguntó a él.

—Su amante secreta. Nos encanta hacerlo en castillos viejos completamente vestidos mientras me apoyo en la pared y él está sentado en la escalera al otro lado. No es fácil, pero nos encantan los retos. Somos unos salidos. Hasta luego, amante. —Le guiñé un ojo mientras me dirigía a la puerta.

—Es Tamara —lo oí decir cuando me iba—. Sólo es una amiga.

«Sólo es una amiga», cuatro palabras que posiblemente pudieran matar a una mujer, pero a mí me hicieron sonreír. No sólo mi extravagante relato de la historia más rara que pudieran contarle a uno en su vida no lo había impulsado a cargar contra mí con una tea para quemarme en la hoguera, sino que allí, en aquel lugar, había hecho un amigo.

Y el castillo era mi testigo.

—Tamara —lo oí decir justo cuando alcancé a ver la casa.

Retrocedí unos pasos y me acerqué a los árboles para que Rosaleen no nos viera hablando si se asomaba.

Cuando me dio alcance, Weseley estaba sin aliento.

—Lo del diario…

—Ya, lo siento, olvídalo…

—Quiero creerte, pero no puedo.

Me sentí halagada y ofendida a un tiempo.

—Pero si me dices lo que va a pasar mañana y pasa, te creeré. Tiene sentido, ¿no?

Asentí.

—Si estás en lo cierto, te ayudaré a hacer lo que se suponga que andas haciendo.

Sonreí.

—Pero si te lo has inventado —cabeceó y me miró con cara rara otra vez—, en ese caso ya sabes…

—Lo sé. En ese caso te gustaría ser mi novio. Lo entiendo.

Él se rió.

—A ver, ¿qué va a pasar?

—Todavía no lo he leído.

La noche anterior había salido de la casa antes de que apareciera el relato en el diario, y esa mañana había estado tan ocupada con mis misiones que no había tenido tiempo de leerlo.

Weseley no parecía convencido. Lógico, yo apenas me creía a mí misma, y eso que sabía que no mentía.

—Lo leeré cuando vuelva a la casa y te llamaré. Si es que estás en casa. No quiero molestaros a ti y a Yuujuu.

Weseley se rió.

—De acuerdo, llámame luego. —Se dispuso a marcharse—. Y, por cierto, no es mi novia.

—Claro —repuse.

Una vez en la casa me pareció importante sentarme con Arthur en la sala de estar, fingiendo leer el libro que me había dado Fiona, pero al poco me pudo la impaciencia. Bostecé, me desperecé, me excusé y fui arriba. Saqué el diario del suelo, coloqué la silla contra la puerta y me senté. Abrí el libro esperanzada, más que expectante, deseando que el nuevo texto hubiese aparecido de madrugada.

Nada más abrirlo vi que desaparecían las palabras del día anterior, como si el nuevo se hubiera llevado la tinta y, en su lugar, comenzaba a aparecer la caligrafía más pulcra —mi caligrafía más pulcra—, con sus curvas y sus líneas, palabra tras palabra, tan a prisa que yo apenas podía seguir el ritmo. El primer renglón me puso nerviosa.

Lunes, 6 de julio

¡Menudo desastre! Esta mañana el doctor Gedad se presentó cuando habíamos acordado. Rosaleen se fue a las diez para llegar al zoo a la hora de comer, tal y como yo había previsto. La estuve observando para asegurarme de que no se le caía nada, lo que la obligaría a volver antes. El doctor Gedad apareció a las diez y cuarto en punto. Recé para que ella no mirara por la ventana y viera el coche del médico aparcado, pero a ese respecto yo no podía hacer nada. Tan sólo tenía que lograr que el doctor entrara y saliera de la casa cuanto antes. Lo estaba esperando a la puerta, y me pareció un hombre afectuoso y encantador. A decir verdad, no debería haberme sorprendido, siendo su hijo Weseley. Nos encontrábamos en la entrada cuando la puerta se abrió y entró Rosaleen, y al verlo se le puso la misma cara que si la hubiera pillado la policía, la verdad. El doctor Gedad no pareció darse cuenta. Tras mostrarse de lo más cordial, se presentó, ya que no se conocían. Rosaleen clavó la vista en él como si algo de otro planeta se hubiera materializado en su querida casa. Se puso a hablar con bastante nerviosismo de una tarta de manzana; la había probado y vio que le había echado sal en lugar de azúcar, y era la primera vez que le pasaba algo así. Parecía muy alterada, como si fuera lo peor que alguien pudiera hacer. Había vuelto a casa a coger la tarta que había preparado para la cena. Estaba segura de que Arthur y yo lo entenderíamos y no nos importaría que se la llevara a su madre. A ver, no era más que una tarta de manzana, pero ella prácticamente estaba temblando. No sé si era porque había cometido un error o porque yo había buscado un médico para mamá a sus espaldas. El doctor Gedad le preguntó por su madre, ya que le habían dicho que no se encontraba bien, y el más extraño de los giros hizo que terminara hablando con Rosaleen en la cocina sin que me dejaran sentarme con ellos y, cuando hubieron acabado, el doctor Gedad me dijo que estaba seguro de que no se le necesitaba. Sentía mucho mi pérdida, me dio un folleto sobre no sé qué terapia y se marchó.

Ahora las cosas están peor de lo que estaban antes de empezar esto. No puedo soportarlo más. No soporto más estar aquí. La próxima vez que venga Marcus con el autobús, lo secuestraré y lo obligaré a llevarme a casa. No sé dónde estará, pero desde luego aquí no. Mañana no pienso escribir.

Con manos temblorosas metí el libro bajo la tabla y supe que tenía que arreglar aquello. Bajé y vi que Rosaleen estaba en la cocina haciendo las tartas del día siguiente.

Me senté a observarla mientras me mordía las uñas nerviosamente y trataba de decidir qué hacer. Si impedía que le añadiera sal a la tarta, evitaría que volviera antes de tiempo a la casa, pero si lo cambiaba todo, Weseley no me creería. ¿Qué me hacía más falta?, ¿un médico para mi madre o un aliado que me echase una mano?

—Tamara, ¿te importaría traerme el azúcar de la despensa, por favor? —irrumpió Rosaleen en mis pensamientos.

Me quedé helada.

Ella se volvió.

—¿Tamara?

—Sí —reaccioné yo—. Ya voy.

—¿Me puedes llenar esto hasta aquí? Así será más fácil —me sonrió con simpatía, disfrutando del vínculo afectivo.

Le cogí la jarra medidora y me sentí como fuera de mí mientras me dirigía a la despensa. En el cuartito de la cocina miré los estantes de suelo a techo, que ofrecían todo cuanto podría necesitar una persona durante diez años. Condimentos separados en tarros de conservas con la tapa de rosca y su correspondiente etiqueta, cuya pulcra caligrafía especificaba el contenido y la fecha de caducidad. Una balda de tubérculos: cebollas, patatas, boniatos, zanahorias. Otra de alimentos enlatados: sopas y caldos, alubias, tomates. Debajo, los granos, en botes de cristal: arroz, pasta con toda clase de formas y colores, alubias, harina de avena, lentejas, cereales y frutos secos (uvas, pasas de Corinto, orejones…). A continuación todo lo necesario para hornear: harina, azúcar, sal y levadura, así como numerosos frascos de aceites de oliva y de sésamo, vinagre balsámico, salsa de ostras, especias en distintos soportes. Había más botes incluso de miel y mermelada: fresa, frambuesa, mora e incluso ciruela. Aquello no tenía fin. El azúcar y la sal no se encontraban en sus envases originales, sino en tarros, que estaban etiquetados con esa letra perfecta. La mano me tembló cuando fui a coger el de la sal. Recordé la lección que había aprendido la noche anterior: podía cambiar el diario, no tenía por qué seguir su guión. De no haberlo encontrado, la vida seguiría sin que yo supiera nada de antemano.

Pero entonces se me pasó por la cabeza Weseley. Si le daba el azúcar a Rosaleen, ella no volvería a casa mañana, no pillaría al médico antes de que subiera y no lo convencería de que no viera a mi madre. Si cambiaba el diario, no tendría ni la menor idea de lo que ocurriría, así que no podría decírselo a Weseley y él no me creería con lo del diario. Perdería a un nuevo amigo y quedaría como el bicho más raro del mundo.

Pero si le contaba lo que iba a pasar al día siguiente, mi madre no vería al médico. ¿Cuánto más podía esperar de brazos cruzados mientras ella permanecía arriba durmiendo y despertando como si no hubiese diferencia alguna entre ambas cosas?

Tomé una decisión y eché mano de uno de los tarros.