CAPÍTULO OCHO
El jardín secreto

Siempre que me iba de casa por un período de tiempo más largo de lo habitual, como por ejemplo de viaje al extranjero con el instituto, o cuando me escapaba a Londres de compras con las amigas, solía llevarme algo que me recordara a mi casa, algún detalle. Unas Navidades, en el bufet de un hotel, mi padre robó un pequeño pingüino de plástico que coronaba un pudin y me lo puso en el postre. Intentaba hacerse el gracioso, pero yo tenía uno de esos días, que eran la mayoría, en los que nada de lo que él dijera o hiciera me parecía gracioso, y no sé cómo el pingüino acabó en mi bolsillo ese día. Luego, meses después, cuando estaba fuera, me metí la mano en el bolsillo y, al encontrar el pingüino, me eché a reír. Al final la broma de mi padre, aunque con meses de retraso y sin que él estuviera delante, me resultó divertida. En ese viaje, no sé cómo, el pingüino terminó en mi neceser y recorrió el mundo conmigo.

¿Sabéis una de esas cosas que con sólo mirarlas te remiten en el acto a otra? No soy nada sentimental, nunca me he sentido especialmente unida a nada o a nadie de casa. A diferencia de otras personas, que no tienen más que mirar algo, aunque sea una pelusa, y los ojos se les humedecen porque les recuerda vagamente a algo que alguien dijo una vez en casa; en esos momentos la perspectiva, susurrándoles al oído como si fuera el demonio, les dice que eran felices. No, llevar algo conmigo en realidad era como cargar con algo de munición, tenía por objeto hacerme sentir que no estaba completamente sola, que tenía conmigo un pedacito de mi casa. No era sentimentalismo, sino lisa y llanamente inseguridad.

Desde luego no me sentía unida en modo alguno a la casa del guarda. Sólo llevaba allí un par de días, pero durante la gran escapada a casa de Zoey me llevé el libro que encontré en la biblioteca ambulante. Aún no había logrado abrirlo, y sin duda no tenía la menor intención de leerlo mientras estuviera allí, no cuando mis amigas estaban emocionadas contándome su nueva forma de entretenimiento —agarraos—: salir sin ropa interior. La verdad es que no pude por menos que reírme. Había una foto de Cindy Monroe, 41 kilos, 1,52 metros, estrella de un reality americano, bajándose de un coche para ir a un club el día que salió de la cárcel tras cumplir cuarenta y ocho horas de condena por conducir borracha, en la que no llevaba bragas. Al parecer, Zoey y Laura pensaban que aquello era un gran avance para las mujeres. En mi opinión, cuando las mujeres del movimiento de liberación se quitaron el sujetador y lo quemaron no era eso exactamente lo que esperaban. Así se lo dije a Zoey, que me escudriñó con detenimiento, los ojos casi cerrados, como si fuera la Reina de Corazones y se estuviera planteando si dictar o no la orden: «¡Que le corten la cabeza!» Pero entonces abrió mucho los ojos y dijo: «Ah, genial, llevaba un top con la espalda completamente desnuda, así que tampoco podía llevar sujetador.»

Con la espalda completamente desnuda. Bien muerto. Otra de esas locuciones. O iba desnuda o no. No me cabe la menor duda de que iba desnuda.

En cualquier caso, cuando me enviaron a casa de Zoey —«me enviaron» son las palabras clave—, me sentí como si me hubiesen mandado al rincón para reflexionar sobre lo que había hecho. A pesar de que debería haber sentido que volvía a casa, que iba encaminada a sentirme de nuevo más entera, no sentía nada de eso. De manera que me llevé un pedazo del nuevo mundo. Me llevé el libro. Sabía que estaba en mi bolsa cuando dormía en la cama nido de la habitación de Zoey, y cuando nos quedamos despiertas toda la noche hablando de todo, sabía que el libro me escuchaba, aquella cosa ajena de mi odiada vida nueva, que asomaba a la vida que yo tenía antes. Tenía un testigo. Me dieron ganas de decirle que se fuera a casa y les contara cómo era mi vida a todas las demás cosas de allí que detestaba. Era como si el libro fuese el pequeño secreto que les ocultaba a Zoey y a Laura, inútil y aburrido, pero un secreto al fin y al cabo, a mi lado en la bolsa de viaje.

Así que cuando el Land Rover de Arthur tomó la entrada lateral a Kilsaney Demesne y me vi engullida de nuevo por mi nueva y desesperada no vida, decidí coger el libro e irme a pasear con él. Sabía que a Rosaleen le daría algo si no volvía para contarle la moda de no llevar bragas y, como castigar era siempre mi deber, me fui. También sabía que mi madre seguiría en el mismo sitio, sentada en la mecedora, sin mecerse, pero dejé que mi cerebro fingiera que estaba haciendo justo lo contrario, como en el jardín, haciendo piruetas desnuda o algo por el estilo.

Antes nunca había andado por los alrededores. Había ido al castillo, sí, pero no había recorrido las cuarenta hectáreas de terreno. Mis visitas anteriores habían consistido en té y sándwiches de jamón en una tranquila cocina mientras mi madre hablaba de cosas que no me importaban lo más mínimo con mis extraños tíos. Yo hacía lo que fuera —comerme veinte sándwiches babosos de huevo y dos trozos del pastel que fuese— para salir de esa cocina y pasear por el jardín delantero, que enlazaba con el trasero. No me interesaba ninguna otra parte. No tenía mucho espíritu aventurero, todo cuanto implicara moverme me aburría. Nunca me había intrigado nada lo bastante como para dar ese paso. Ese día en concreto la situación seguía siendo la misma, pero estaba aburrida, así que dejé la bolsa de viaje, que Arthur miró sorbiéndose y metió en la casa por mí, y me fui.

Me alejé de la casa y del castillo y enfilé una calzada estrecha. El camino estaba profusamente sombreado por los robles autóctonos, que medían treinta metros, los fresnos y los tejos que lo flanqueaban. Había un olor dulzón. El suelo era mullido, miles de años de hojas y corteza tapizaban la tierra proporcionándome una elasticidad en el paso que me causaba la impresión de poder correr de un sitio a otro vestida con licra y dando volteretas. Ese día hacía calor, pero se estaba fresco bajo los vetustos árboles. Los pájaros eran como monos hiperactivos que no paraban de llamarse animadamente y desplazarse a lo Tarzán de un árbol a otro. Cansada por haber estado despierta hasta la madrugada con mis amigas, seguía caminando sin más, tenía la cabeza como un bombo con sus conversaciones, las cosas de las que me había enterado —Laura había tenido que tomar la píldora del día después—, pero nada tan ruidoso como las conversaciones que estaba manteniendo mentalmente conmigo misma. Esas de las que nunca podía desconectar. No creo que haya pensado tanto, y hablado tan poco, en toda mi vida.

Ocasionalmente, cuando los árboles interrumpían su barrera de seguridad, veía el castillo a lo lejos, de cara al jardín, a los lagos que salpicaban la propiedad, a los majestuosos árboles que se alzaban solitarios tachonando el paisaje. Álamos aislados, altos y elegantes, se erguían como plumas para hacerle cosquillas al cielo, anchos robles con densas copas proliferaban cual setas silvestres. Luego el castillo volvía a desaparecer, jugando a esconderse de mí, y el sendero empezaba a describir una curva hacia la izquierda, de forma que no tardaría en poder girar y tener de frente la torre del homenaje. Otros veinte minutos y vería la puerta principal más arriba, a la derecha. Reduje la marcha en el acto. La sombría entrada gótica no me seducía, encadenada como un prisionero de guerra abandonado para que se pudriese junto al camino. Hierbas altas y demás maleza decrépita trepaban por la puerta relativamente nueva y asomaban por los herrumbrosos barrotes como brazos larguiruchos y flacos que llamaban la atención a los coches que pasaban para que les diesen de comer o los liberaran. La calzada —un día magnífica— que conducía directamente al castillo había quedado relegada al olvido, inutilizada y desatendida. Estaba abandonada y oculta por los hierbajos, igual que el camino de baldosas amarillas de Oz, un mundo fantástico. Me estremecí. Pese a haber perdido su esplendor, no me encariñé con ella como me sucedió con el castillo. Sus cicatrices eran grotescas. A diferencia de las del castillo, que me incitaron a levantar la mano y recorrerlas con el dedo, esas cicatrices eran feas y me incitaron a mirar hacia el otro lado.

Decidí buscar otro camino, cualquier alternativa que me evitara tener que cruzar esa funesta puerta gótica, así que me abrí paso entre los árboles y eché a andar a campo traviesa. Así me sentí más segura, arropada por los árboles en lugar de caminar por ese trillado sendero que en su día hollaron los normandos y sus caballos, blandiendo frenéticamente en las espadas las cabezas cercenadas de los campesinos.

Los troncos de los árboles me resultaban fascinantes, envejecidos y arrugados como patas de elefante. Se enroscaban como amantes. Algunos nacían del suelo arqueados, como si sufrieran de dolor y extendieran la mano, y luego seguían creciendo, se enderezaban y adoptaban una posición distinta. Las raíces serpenteaban bajo la superficie, aflorando por el suelo para volver a él elegantemente, como si fuesen anguilas resbaladizas en las aguas. Tropecé más de una vez con una raíz que sobresalía, y cada una de esas veces me impidió caer un tronco situado estratégicamente. Los árboles hacían eso: ponerme la zancadilla y agarrarme, hacerme cosquillas con las hojas y las telarañas y darme en la cara con las ramas. Apartaba ramas para abrirme paso y notaba que volvían a su sitio inmediatamente, como catapultas, para propinarme descarados azotes en el trasero.

Fui de una ciudad de árboles a otra. El aire olía dulzón, las abejas inundaban los árboles en flor, saltando con voracidad de un racimo de pétalos a otro, queriendo abarcarlo todo, demasiado impacientes para elegir sólo uno. A mi alrededor, en el suelo, se veían frutos, de otras estaciones, algunos en descomposición y podridos, otros secos como ciruelas pasas. Me detuve a coger uno e intenté descifrar qué habría sido en su día. Lo olí: era repugnante. Al tirarlo y limpiarme las manos, me di cuenta de que el tronco que tenía al lado estaba lleno de marcas. El pobre árbol había sido herido una y otra vez, como una calabaza vaciada para tallarle los dientes. Estaba claro que las marcas no eran todas del mismo día ni del mismo año, ni siquiera del mismo siglo. Sus más de dos metros estaban completamente llenos de nombres grabados en la corteza, unos dentro de corazones, otros en recuadros, pero todos ellos eran declaraciones de amistad y amor eternos.

Pasé un dedo por los nombres: «Frank y Ellie», «Fiona y Stephen», «Siobhan y Michael», «Laurie y Rose», «Michelle y Tommy». Todos proclamaban amor eterno. «Juntos para siempre.» Me pregunté si habría sido así en algún caso. Ninguno de los otros árboles lucía esas cicatrices. Retrocedí para examinar la zona y descubrí por qué: alrededor de ese árbol había un claro más amplio. Me imaginé mantas extendidas en el suelo, meriendas y fiestas, reuniones de amigos y amantes escabullándose para estar juntos bajo el frutal.

Dejé el huerto y me encaminé hacia la siguiente ciudad de árboles. De frente vi una tapia, y de pronto mi juego con los árboles finalizó.

Traté de caminar sin hacer ruido, pero el bosque anunciaba mi presencia. Sonidos y ecos amplificados de ramas que se quebraban y crujían bajo mis pies y de hojas que susurraban al abrirme paso entre ellas alertaban a los muros de mi llegada. No sabía cuál era la construcción que se erguía más adelante, pero no se trataba del castillo, pues éste se hallaba demasiado lejos. No sabía que hubiera otros edificios en la propiedad aparte de las casitas ruinosas que lindaban con las otras tres entradas, cerradas a cal y canto hacía tiempo, como si hubiera habido un día, un día tácito, en que todo el mundo se había levantado y se había ido. La piedra de la tapia no era la misma que la del castillo, pero para mi ojo inexperto no había mucha diferencia: era vieja y se estaba viniendo abajo. La parte superior, desigual, ya no alcanzaba aquello hacia lo que en su día tendiera. No había tejado, tan sólo un muro. No vi puerta ni ventana en toda su longitud y, en su mayor parte, a diferencia del castillo, había sobrevivido a los bocados que gustaba de dar la vida para cargarse de la energía necesaria para poder seguir adelante. Me dirigí a los linderos del bosque, sintiéndome como el erizo que acaba de abandonar su habitat para enfrentarse a una carretera principal y vacila al verse expuesto por los faros. Dejé atrás a mis altos amigos y, bajo sus ojos vigilantes, recorrí la pared cuan larga era.

Cuando finalizó, doblé en la esquina y continué por el otro lado. De repente oí canturrear a una mujer al otro lado de la tapia. Me asusté. Aparte de mi tío Arthur, no esperaba toparme con ningún otro ser humano. Abracé el libro con fuerza y escuché el canturreo. Era tenue, dulce, feliz, demasiado liberado para ser Rosaleen, demasiado alegre para ser mi madre. Era la clase de tarareo que tiene por objeto pasar el tiempo, un sonido distraído, una melodía que no me resultaba familiar, si es que existía de verdad. Soplaba una brisa estival que traía consigo un olor dulce, además de la canción. Cerré los ojos, apoyé la cabeza en la pared, justo al otro lado de donde estaba la mujer, y agucé el oído.

Cuando mi cabeza rozó el muro, ella dejó de canturrear y yo abrí los ojos de prisa y me erguí.

Eché un vistazo: a la mujer no se la veía, así que era imposible que me hubiera descubierto. Cuando mi corazón recobró su ritmo natural, ella reanudó el canturreo. Avancé a lo largo de la tapia, rozando con los dedos la roca gris, recorriendo la pared, telarañas, piedrecillas, la suavidad de algunas partes, los bordes ásperos de otras bajo mis dedos calientes. El sol caía a plomo, los árboles ya no eran mi sombrilla personal. El muro terminó bruscamente y, cuando levanté la vista, vi un gran arco de piedra ornamental que marcaba la entrada. Asomé la cabeza para que no me viera la misteriosa mujer que tarareaba y descubrí un jardín tapiado y cuidado a la perfección. Desde donde me encontraba, al otro lado del arco, divisé una rosaleda, amplios arriates simétricos cuyo telón de fondo eran rosas trepadoras, en plena flor, que festoneaban ambos lados del sendero desde otra entrada. Me atreví a adentrarme un poco más para ver el resto del jardín. En el centro había más flores: geranios, crisantemos, claveles y otras cuyo nombre desconocía. Flores que colgaban de cestos suspendidos e inmensas macetas decorativas de piedra que flanqueaban el sendero que partía en dos el jardín. No me podía creer que existiese aquel pequeño oasis en medio de todo el verde, como si alguien hubiera cogido una bebida con gas, la hubiera agitado y, al abrirla entre aquellos muros ruinosos, hubiese estallado el color, salpicando cada centímetro de diferentes tonalidades. Las abejas revoloteaban de flor en flor, las enredaderas trepaban por las paredes enroscándose alrededor de hermosas flores. Olí el romero, el espliego y la menta de un jardín de finas hierbas cercano. En un rincón se alzaba un pequeño invernadero y, junto a él, una docena aproximadamente de cajas de madera elevadas, y ahí fue cuando caí en la cuenta de que, dejándome llevar por la curiosidad, había estado vagando por el jardín sin saberlo y el canturreo había cesado.

No sabía a ciencia cierta qué esperar, pero sin lugar a dudas no me esperaba lo que vi. Al fondo del jardín, la fuente del tarareo, y la persona que clavaba la vista en mí como si yo hubiese llegado de otro planeta llevaba puesto lo que parecía un traje espacial blanco, la cabeza oculta por un velo negro, las manos enfundadas en unos guantes de goma, en los pies un par de botas de goma que le cubrían la pantorrilla. Daba la impresión de haberse bajado de una astronave para enfrentarse a un desastre nuclear.

Sonreí con nerviosismo y agité la mano libre.

—Hola, vengo en son de paz.

Ella siguió mirándome un rato más, aún paralizada como una estatua. Me sentía un tanto inquieta, un tanto rara, e hice lo que suelo hacer cuando me pasa eso.

—¿Qué coño miras?

No sé cómo se lo tomó, dado que llevaba puesto el casco a lo Darth Vader. Me miró un poco más, yo a la espera de que me dijese que yo era Luke y ella mi padre.

—Vaya —respondió alegremente, como si saliese de un trance—, sabía que tenía una pequeña visitante.

Se quitó la careta, poniendo de manifiesto que era mucho mayor de lo que yo esperaba. Debía de tener setenta años.

A continuación se acercó a mí, y no me habría extrañado mucho que avanzara dando saltos, como si no hubiese gravedad. Tenía arrugas, muchas, y la piel descolgada, como si el tiempo la hubiera derretido. Sus ojos azules brillaban como el mar Egeo, recordándome un día que salí a navegar en el yate de mi padre a un lugar donde, cuando miraba al mar, el agua era tan cristalina que se veía la arena y cientos de peces multicolores debajo. Sin embargo, debajo de sus ojos no había nada, tan traslúcidos que prácticamente reflejaban la luz. A continuación se desprendió de los guantes y me tendió ambas manos.

—Soy la hermana Ignatius —dijo risueña, y no estrechó mi mano, sino que la sostuvo entre las suyas. A pesar del calor y de los gruesos guantes, eran tan suaves y frías como el mármol.

—Es usted una monja —espeté.

—Sí —rió ella—. Soy una monja.

Esta vez fui yo quien sonrió, y se rió, ya que todo cobraba sentido: el armario repleto de tarros de miel, las docenas de cajas alrededor del jardín tapiado, el ridículo traje espacial de la anciana.

—Conoce a mi tía.

—Ah.

No supe interpretar la respuesta. Ella no se mostró sorprendida, pero tampoco me preguntó nada. No me había soltado la mano, y yo no quería zafarme, dado que era una monja, pero me estaba dando yuyu. Seguí hablando.

—Mi tía es Rosaleen, y mi tío, Arthur. Es el encargado de mantener esto. Viven en la casa del guarda. Nosotras nos vamos a quedar con ellos… un tiempo.

—¿Nosotras?

—Mi madre y yo.

—Oh. —Sus cejas se enarcaron de tal modo que pensé que eran orugas a punto de convertirse en mariposas y salir volando.

—¿Es que no se lo ha dicho Rosaleen? —Me sentía ligeramente ofendida, aunque bastante agradecida con el respeto a nuestra intimidad que había mostrado Rosaleen. Al menos el pueblucho entero no estaría hablando de los forasteros.

—No —contestó ella. Y acto seguido, sin sonreír y de modo terminante, repitió—: No.

Parecía un tanto molesta, así que me apresuré a salir en defensa de Rosaleen para salvar la amistad que tal vez tuvieran.

—Estoy segura de que quería salvaguardar nuestra intimidad y darnos algo de tiempo para hacernos… a la idea… antes de contárselo a los demás.

—A la idea de…

—Mudarnos aquí —repliqué despacio.

¿Era malo mentirle a una monja? Bueno, no era exactamente mentir… Entonces me entró el pánico. Noté que me acaloraba y empezaba a sudar. La hermana Ignatius estaba diciendo algo, su boca se abría y se cerraba, pero yo no oía ni media palabra. Seguía pensando en lo de haberle mentido y en los diez mandamientos y el infierno y todo lo demás, pero no sólo en eso, pensaba en lo bueno que sería decir esas palabras en alto. Era una monja, probablemente pudiera confiar en ella.

—Mi padre ha muerto —solté de sopetón, interrumpiendo lo que estuviera diciéndome. Percibí el terrible temblor en mi voz cuando pronuncié la frase y luego, de repente, salidas de la nada más absoluta, igual que me sucedió con Cabáiste, las lágrimas me rodaron por las mejillas.

—Ay, hija —dijo ella, y abrió los brazos de inmediato y me abrazó.

El libro nos separaba, pues seguía aferrada a él, pero aunque la mujer era una completa desconocida, era una monja, y recosté la cabeza en su hombro y no me contuve, haciendo toda clase de ruiditos mientras ella me acunaba un tanto y me frotaba la espalda. Me hallaba en medio de un bochornoso lamento del tipo: «¿Por qué lo hizo? ¿Por quéeeeeee…?», cuando una abeja vino directa a mi cara y rebotó en mi labio. Dejé escapar un grito y me separé de los brazos de la hermana Ignatius.

—¡Una abeja! —chillé al tiempo que daba saltitos e intentaba esquivarla mientras me seguía—. Dios mío, quítemela.

Ella me observaba con los ojos llenos de luz.

—Dios mío, hermana, por favor, quítemela. ¡Fuera, fuera! —Agitaba los brazos—. Seguro que a usted la escuchan. Son sus puñeteras abejas.

La hermana Ignatius apuntó con un dedo y gritó con voz grave:

—¡Sebastian, no!

Yo paré de moverme para mirarla, ya no lloraba.

—No lo dirá en serio. ¿Les pone nombres a las abejas?

—Esa de ahí, la que está en la rosa, es Jemima, y Benjamin, el del geranio —respondió alegremente, con los ojos brillantes.

—Venga ya —espeté yo enjugándome el rostro, muerta de vergüenza por la crisis que acababa de sufrir—. Y yo que pensaba que andaba mal de la cabeza.

—Pues claro que no lo digo en serio. —Rompió a reír, una risa infantil maravillosa, gutural y cristalina, que me hizo sonreír en el acto.

Creo que ahí fue cuando supe que quería a la hermana Ignatius.

—Me llamo Tamara.

—Ya —contestó ella, y me miró y me escudriñó como si ya lo supiera.

Sonreí de nuevo. Su cara era la culpable.

—¿Se le permite hacerlo?, ¿hablar? ¿No debería guardar silencio? —Eché un vistazo a mi alrededor—. No se preocupe, no se lo diré a nadie.

—Creo que muchas de las hermanas estarían de acuerdo contigo. —Soltó una risita—. Pero sí, se me permite hablar. No hice voto de silencio.

—Ah. ¿La miran por encima del hombro las otras monjas por ello?

Rió de nuevo, una risa dulce, clara y cantarína.

—Y ¿lleva siglos sin ver a nadie? ¿Va esto contra las normas? No se preocupe, no se lo diré a nadie. Aunque ahora Obama es el presidente de Estados Unidos —bromeé, y al ver que ella no respondía, mi sonrisa se esfumó—. Mierda. ¿Se supone que no ha de saber esa clase de cosas? ¿Cosas del mundo exterior? Ser monja debe de parecerse un poco a estar en «Gran Hermano».

Ella salió del trance y rió de nuevo, poniendo rostro de niño, a lo Benjamin Button, al hacerlo.

—Eres muy peculiar. —Lo dijo con una sonrisa, de manera que intenté no sentirme insultada—. ¿Qué llevas ahí? —preguntó al tiempo que miraba el libro al que seguía abrazada.

—Ah, esto. —Dejé de estrujarlo—. Lo encontré ayer en la… Uy, a decir verdad le debo un libro.

—No seas tonta.

—No, en serio. Marcus…, bueno, la biblioteca ambulante se pasó por la casa anteayer buscándola, y yo no sabía quién era usted.

—Entonces me debes un libro —respondió ella con los ojos brillantes—. A ver, ¿de quién es?

—No sé ni de quién es ni qué es. No es la Biblia ni nada por el estilo, puede que no le guste —repuse, reacia a entregárselo—. Podría contener escenas de sexo, tacos, gays, divorciados y cosas así.

Ella me miró y frunció los labios, procurando no sonreír.

—No puedo abrirlo —confesé finalmente mientras se lo daba—. Tiene un candado.

—Ya me encargo yo, sígueme.

Echó a andar en el acto y salió por la otra entrada del recinto con el libro en la mano.

—¿Adónde va? —le pregunté.

—Adónde vamos —me corrigió—. Vamos a ver a las hermanas, estarán encantadas de conocerte. Y mientras abriré el libro.

—Eh… No, está bien. —Corrí para alcanzarla y recuperar el libro.

—Sólo somos cuatro. No mordemos. Sobre todo cuando comemos la tarta de manzana de la hermana Mary, pero no le digas que te lo he contado —añadió entre dientes, y soltó otra risita.

—Pero, hermana, no se me dan muy bien los religiosos. Nunca sé qué decir.

Ella volvió a reírse y siguió andando como un pato con su curioso traje en dirección al huerto.

—¿Qué hay del árbol que tiene todas esas marcas? —inquirí dando saltos a su lado para seguirle el ritmo.

—Ah, ¿has visto nuestro manzanar? ¿Sabes qué? Hay quien dice que el manzano es el árbol del amor —contó con los ojos más abiertos, y al sonreír se le dibujaron unos hoyuelos en las mejillas—. Muchos jóvenes de por aquí se han declarado su amor en ese árbol. —Continuó andando con brío, y el rostro se le alegraba con la historia de amor mágica—. Además, es bueno para las abejas. Y las abejas son buenas para los árboles —soltó una risita—. Arthur hace un trabajo estupendo. Las Granny Smith son deliciosas.

—Así que por eso Rosaleen hace tres mil tartas de manzana al día. He comido tantas manzanas que me salen literalmente por…

Ella me miró.

—Las orejas.

La hermana Ignatius se rió y fue como una canción.

—Y ¿cómo es que sólo son cuatro? —pregunté jadeante mientras intentaba seguir sus rápidas zancadas.

—Hoy en día no hay mucha gente que quiera ser monja. No…, ¿cómo lo dirías tú?…, no mola.

—Bueno, no es sólo que no mole, y eso es así, por cierto, pero, y no pretendo ofender a Dios ni nada, probablemente tenga que ver con el sexo. Si se les permitiera practicarlo, yo diría que un montón de chicas querrían ser monjas. Aunque al paso que voy yo, me veo ingresando. —Revolví los ojos.

Ella se rió.

—Todo a su tiempo, hija mía, todo a su tiempo. Sólo tienes diecisiete años. Casi dieciocho, santo cielo.

—Dieciséis.

La hermana dejó de andar y me escudriñó con una expresión curiosa en el rostro.

—Diecisiete.

—Cumpliré diecisiete dentro de unas semanas. —Recobré el aliento.

—Cumplirás dieciocho dentro de unas semanas —porfió ella, ceñuda.

—Ojalá, pero no, tengo dieciséis, aunque la gente siempre cree que soy mayor.

Ella me miró como si yo fuese un bicho raro, calentándose los sesos con tanta intensidad que casi vi el humo que le salía de la cabeza. Luego reanudó la marcha. Cinco briosos minutos después —yo andaba sin resuello, pero la hermana Ignatius apenas había roto a sudar— nos topamos con más edificios, más bien construcciones anexas, y antiguas caballerizas. Primero vimos una iglesia.

—Esa de ahí es la capilla —me explicó la hermana—. La construyeron los Kilsaney a finales del siglo XVIII.

Me acordé de esa parte del trabajo del instituto y no pude apartar los ojos de ella, incapaz de creer que lo que yo había plagiado de Internet no fuera únicamente un proyecto, sino algo real. Era una capilla pequeña, de piedra gris, con dos pilares en la fachada tan agrietados como un desierto que llevara décadas sin ver el agua. En la parte superior estaba rematada por un campanario. Al lado había un viejo cementerio protegido por tres finas verjas de hierro oxidado; no estaba claro si ello tenía por objeto salvaguardar a quienes estaban allí enterrados o impedir que entrara la gente, pero sólo verlo me hizo estremecer. Caí en la cuenta de que me había detenido y lo miraba con fijeza…, y la hermana Ignatius me miraba con fijeza a mí.

—Genial. Vivo al lado de un cementerio. Es lo más.

—Ahí están enterradas todas las generaciones de los Kilsaney —explicó ella en voz baja—. O la mayor parte. Por los cuerpos que no pudieron encontrar colocaron lápidas.

—¿Cómo que «por los cuerpos que no pudieron encontrar»? —pregunté, horrorizada.

—Las guerras, Tamara. Algunos Kilsaney fueron a parar a las mazmorras del castillo de Dublín; otros murieron en viajes o en la revolución.

Se hizo el silencio mientras yo contemplaba las antiguas lápidas, algunas verdes y cubiertas de musgo; otras negras y torcidas, con inscripciones tan desdibujadas que no se leían las letras.

—Se me ponen los pelos de punta. ¿Tiene que vivir junto a eso?

—Yo aún rezo ahí.

—¿Rezar para qué? ¿Para que no se le caigan las paredes en la cabeza? Da la impresión de ir a desplomarse de un momento a otro.

Ella se rió.

—Así y todo, es una iglesia consagrada.

—Venga ya. ¿Se celebran misas semanales?

—No. —La hermana Ignatius sonrió de nuevo—. La última vez que se utilizó fue en… —Se llevó dos dedos a las comisuras de los ojos y sus labios se abrieron y se cerraron como si rezara el rosario. Luego sus ojos se abrieron—. ¿Sabes qué, Tamara? Deberías echarles un vistazo a los archivos para saber la fecha exacta. En ellos también figuran todos los nombres. Están en casa. ¿Por qué no pasas a echar a una ojeada?

—Eh… No. Mejor no, gracias.

—Lo harás cuando estés lista, supongo —contestó ella, y siguió andando. Yo eché a correr para no quedarme atrás.

—Y ¿cuánto hace que vive aquí? —pregunté mientras la seguía hasta un cobertizo que se utilizaba para guardar herramientas.

—Treinta años.

—¿Treinta años aquí? Supongo que antes esto debía de ser muy solitario.

—Ah, no, estaba mucho más concurrido cuando llegué, aunque parezca mentira. Por aquel entonces las tres hermanas tenían mucha más movilidad. Yo soy la más joven, la niña —contó, y volvió a prorrumpir en esa risa infantil—. Estaba el castillo y la casa del guarda… Había más actividad, sí, pero también me gusta esta calma. La paz, la naturaleza, la sencillez. Los momentos de quietud.

—Pero yo creía que el castillo había ardido en los años veinte.

—Ha ardido muchas veces a lo largo de su historia, pero en esa ocasión sólo se quemó en parte. La familia hizo un esfuerzo ímprobo para restaurarlo. Y un magnífico trabajo. Era muy bonito.

—¿Ha estado dentro?

—Sí, claro. —Pareció sorprenderle mi pregunta—. Muchas veces.

—Entonces, ¿qué fue lo que pasó?

—Un incendio —repuso, y desvió la mirada, dejó la caja de herramientas en la abarrotada mesa de trabajo y la abrió. Se deslizaron cinco cajones, todos llenos de tuercas y tornillos. La hermana era como una pequeña urraca del bricolaje.

—¿Otro? —Revolví los ojos—. En serio, es ridículo. Las alarmas contra incendios de nuestra casa estaban conectadas con el parque de bomberos. ¿Quiere saber cómo lo supe? Estaba fumando en mi habitación y no abrí la ventana porque fuera hacía un frío que pelaba y siempre que abría las puertas se cerraban de un portazo y me pegaba unos sustos de muerte. Así que puse la música a todo volumen y lo siguiente que recuerdo es que alguien echó la puerta abajo, concretamente un bombero calentorro (perdón por el juego de palabras) que creía que mi cuarto estaba en llamas.

Se hizo el silencio mientras la hermana Ignatius escuchaba y rebuscaba en la caja de herramientas.

—Por cierto, él también pensó que yo tenía diecisiete años —me reí—. Llamó a casa después preguntando por mí, pero lo cogió mi padre y amenazó con meterlo en la cárcel. Hablando de cosas dramáticas.

Silencio.

—Y ¿se libró todo el mundo?

—No —contestó ella, y al mirarme fugazmente advertí que tenía los ojos anegados en lágrimas—. Por desgracia no.

La monja pestañeó con furia para deshacerse de las lágrimas mientras revolvía ruidosamente en los cajones, con sus manos, arrugadas pero de aspecto fuerte, hurgando entre clavos y destornilladores. En la derecha llevaba un anillo de oro similar a una alianza, tan encajado, con la carne rebosando alrededor, que dudo que pudiera quitárselo alguna vez aunque quisiera. Me habría gustado preguntar más cosas del castillo, pero no quería disgustarla más, y ella estaba causando tal estrépito mientras buscaba en la caja el destornillador adecuado que tampoco me habría oído.

Probó unos cuantos, y yo me aburrí y me puse a pasear despacio por el sitio. Las paredes estaban llenas de estantes y más estantes de cachivaches. En una mesa que recorría las tres paredes también había un sinfín de chismes y artilugios cuya utilidad yo desconocía. Era la cueva de Aladino para un obseso del bricolaje.

Eché un vistazo pero me asaltaban nuevas preguntas sobre el castillo. De manera que tras el incendio que sufrió en la década de 1920 volvió a ser habitado. La hermana Ignatius había dicho que llevaba treinta años en el lugar y había entrado en el edificio tras la restauración, lo que nos situaba a finales de la década de los setenta. A mí me daba la impresión de que el castillo llevaba desierto mucho más.

—¿Dónde está todo el mundo?

—Dentro. Es la hora del recreo. Ponen «Se ha escrito un crimen». Les encanta.

—No, me refiero a la familia Kilsaney. ¿Dónde están?

La hermana profirió un suspiro.

—Los padres se mudaron a Bath, a casa de unos primos. No soportaban ver el castillo así, y no tenían ni el tiempo ni la energía, ni el dinero, claro, para reconstruirlo.

—¿Vienen alguna vez?

Ella me miró con tristeza.

—Murieron, Tamara. Lo siento.

Me encogí de hombros.

—No pasa nada, me da lo mismo.

Mi voz era demasiado alegre, sonó demasiado a la defensiva. ¿Por qué? Lo cierto es que me daba lo mismo. No los conocía de nada, ¿por qué iba a importarme? Pero me importaba. Tal vez fuera porque, como mi padre había muerto, sentía que cualquier historia triste era la mía, no lo sé. A Mae, mi niñera, le encantaba ver programas de casos reales que se resolvían. Cuando mis padres no estaban, Mae solía tomar el televisor del salón para ver «Los archivos del FBI», que a mí me daba auténtico yuyu, no por los detalles morbosos —había visto cosas peores—, sino por el hecho de que a ella le fascinara de tal modo lo de ocultar crímenes. Pensaba que nos mataría a todos mientras dormíamos. Pero también preparaba los mejores batidos del mundo, así que no la tanteaba mucho, por si se ofendía y dejaba de hacerlos. Viendo uno de esos programas aprendí que la palabra inglesa clue, «pista», venía de clew, que significaba «ovillo», «madeja», ya que en la mitología griega un griego usa una madeja para poder salir del laberinto del minotauro. Es algo que ayuda a llegar al final de algo, o quizá al principio. Como el navegador de Barbara y mis migajas desde la casa del guarda hasta Killiney: a veces no tenemos la más remota idea de dónde estamos, necesitamos una pista, por pequeña que sea, que nos indique por dónde empezar.

Al final el candado en que se había estado afanando la monja cedió y se abrió.

—Hermana Ignatius, es usted un enigma —le tomé el pelo.

Ella soltó una carcajada. Mientras abría la pesada tapa, a mí estaba a punto de darme un vuelco el corazón. La voz de Zoey y Laura me decía que debería sentirme abochornada, y así fue momentáneamente, hasta que la Tamara del nuevo mundo las apartó con un palo. Sin embargo, cuando la hermana Ignatius abrió el libro, el bochorno regresó intensificado, trayendo consigo ira, ya que allí no había nada. Nada en absoluto en las páginas.

—Mmm…, vaya —observó ella mientras pasaba las gruesas hojas de papel de barba color crema, que parecían salidas directamente de otra época—. Hojas en blanco a la espera de que alguien las llene —continuó con su voz de asombro.

—Qué emocionante —revolví los ojos.

—Más que uno ya escrito: en ese caso no podrías usarlo.

—En ese caso podría leerlo. Por eso se le llama libro —espeté, sintiendo nuevamente que ese sitio me había fallado.

—Entonces, ¿también preferirías que te dieran una vida ya vivida, Tamara? Así podrías sentarte a observarla. ¿O preferirías vivirla por ti misma? —inquirió con los ojos risueños.

—Bah, quédeselo —dije mientras me alejaba, pues había dejado de interesarme el objeto que había estado abrazando, sentía que me había defraudado.

—No, hija, es tuyo. Úsalo.

—No sé escribir. Lo odio. Me deforma los dedos. Y me da dolor de cabeza. Prefiero el correo electrónico. Además, no puedo: es de la biblioteca ambulante. Marcus querrá que se lo devuelva. Tengo que volver a verlo para dárselo. —Me percaté de que mi voz se suavizaba al pronunciar la última frase. De manera muy poco madura, intenté no sonreír.

La hermana Ignatius, a la que no se le escapaba nada, esbozó una sonrisa y enarcó las cejas.

—Bueno, siempre puedes quedar con Marcus para hablar del libro —bromeó—. Él comprenderá, al igual que yo, que alguien debió de donar este diario a la biblioteca por error, pensando que era un libro.

—Si me lo quedo, ¿no estoy incumpliendo un mandamiento o algo?

La hermana Ignatius revolvió los ojos como había estado haciendo yo y, a pesar de mi mal humor, no pude por menos que sonreír.

—Pero no tengo nada que contar —aduje, esta vez sin tanta aspereza.

—Siempre hay algo que contar. Escribe algún pensamiento. Estoy segura de que tienes un montón.

Cogí el libro, haciendo aspavientos para demostrar lo poco que me interesaba y despotricando, diciendo que llevar un diario era de memos. Sin embargo, a pesar de todo me sorprendió comprobar el alivio que me produjo volver a tenerlo entre mis brazos, donde debía estar.

—Escribe lo que hay ahí —la monja se llevó un dedo a una sien— y lo que hay ahí —se señaló el corazón—. El «jardín secreto», como lo llamó un gran hombre una vez. Todos tenemos uno.

—¿Jesús?

—No, Bruce Springsteen.

—Hoy he encontrado el suyo —sonreí—. Ya no es secreto, hermana.

—¿Ves? Ahí lo tienes. Siempre es bueno compartirlo con alguien. —Señaló el libro—. O con algo.