CAPÍTULO TRES
Empezó el principio

La mejor amiga de mi madre, Barbara, nos llevó hasta nuestra nueva vida en Meath. Mi madre no dijo palabra en todo el viaje. Ni una sola palabra. Ni siquiera cuando le preguntamos algo. Y eso es duro. Llegó a frustrarme tanto que le grité en el coche; eso fue cuando aún intentaba que mi madre reaccionara.

Todo pasó porque Barbara se perdió. El navegador de su BMW X5 no reconoció la dirección, de manera que nos dirigimos a la localidad más próxima que pudo localizar. Cuando llegamos allí, un lugar llamado Ratoath, Barbara se vio obligada a confiar en su cerebro en vez de en el equipamiento del todoterreno. Y se ve que a Barbara no se le da bien pensar. Al cabo de diez minutos de dar vueltas por caminos vecinales con pocas casas y ningún indicador, me di cuenta de que Barbara empezaba a ponerse nerviosa. Íbamos por caminos que, según el navegador, no existían. Debería haberlo considerado una señal. Acostumbrada a ir a alguna parte, y no por carreteras invisibles, Barbara comenzó a cometer errores, se saltaba cruces, invadía peligrosamente el otro carril. Yo sólo había ido allí un puñado de veces en toda mi vida, así que no era de gran ayuda, pero el plan era el siguiente: que yo mirara a la izquierda en busca de casas de guardas y que Barbara mirara a la derecha. En un momento dado me regañó por no concentrarme, pero es que veía que no había edificación alguna en por lo menos un kilómetro y medio, así que no tenía ningún sentido mirar, y así se lo dije. Estando como estaba al límite, Barbara me soltó que, según eso, «que le dieran a todo», en vista de que ya íbamos por «puñeteras carreteras que no existen», así que, decía ella, a ver por qué no podía haber «una puñetera casa de un puñetero guarda». Oír la palabra «puñetera» de boca de Barbara fue algo gordo, teniendo en cuenta que solía expresar fastidio diciendo «bobadas».

Mamá podría habernos echado una mano, pero iba sentada delante, limitándose a sonreír mientras miraba por la ventanilla. De manera que, con la intención de ayudar, me eché hacia adelante y —vale, no estuvo bien ni fue buena idea, pero eso fue lo que hice a pesar de todo— le chillé al oído con toda la fuerza de mis pulmones. Mi madre se asustó y pegó un respingo, se tapó los oídos y, cuando se le pasó la impresión, se puso a darme manotazos en la cabeza como si yo fuera un enjambre de abejas. La verdad es que me hizo daño. Me tiró del pelo, me arañó, me abofeteó, y yo no era capaz de zafarme. Barbara se alteró de tal modo que paró y tuvo que agarrarle las manos a mi madre. Luego se bajó del coche y comenzó a andar carretera arriba, carretera abajo, llorando. Yo también lloraba, y me dolía la cabeza allí donde mi madre me había tirado del pelo y me había arañado. Allí de donde soy está de moda llevar el pelo encrespado, pero mi madre se cargó el peinado; parecía recién salida de un manicomio. La dejamos las dos en el coche, sentada bien tiesa, mirando enfurruñada al frente.

—Ven aquí, cariño —dijo Barbara entre lágrimas, y me tendió los brazos.

No hizo falta que me lo pidiera dos veces: necesitaba un abrazo. Mi madre no solía dar abrazos, ni siquiera cuando se encontraba en forma. Era flaca, siempre estaba a dieta, tenía la misma relación con la comida que con mi padre: le encantaba, pero la mayor parte del tiempo no la quería, ya que le daba la sensación de que no le venía bien. Lo sé porque oí una conversación que mantuvo con una amiga a las dos de la madrugada cuando volvió de una comida de chicas. Sin embargo, en lo tocante a los abrazos, creo que simplemente se le antojaba raro tener a alguien físicamente tan cerca. No era una persona consoladora, así que no tenía ningún consuelo que dar. Es como los consejos: no se pueden dar a menos que se tengan. No creo que ello significara que no se preocupaba; a mí nunca me dio la sensación de que no se preocupaba. Bueno, vale, tal vez sí, algunas veces.

Barbara y yo permanecimos en el arcén abrazadas y llorando mientras ella se disculpaba una y otra vez por lo injusto que era todo eso para mí. Cuando paró, dejó el culo del coche en mitad de la carretera, así que todos los coches que pasaban nos daban bocinazos, pero nosotras hicimos oídos sordos.

Después de eso la tensión se liberó un tanto. Es como cuando aparecen nubarrones cuando va a llover: eso era lo que había estado pasando con nosotras desde que salimos de Killiney. La tensión había ido en aumento y finalmente estalló. De ese modo, con la sensación de que todas habíamos tenido la oportunidad de soltar al menos una parte de nuestras penas, nos preparamos para lo que se avecinaba. Sólo que no tuvimos tiempo, ya que nada más dar la siguiente vuelta llegamos. Hogar, dulce hogar. A mano derecha había una cancela, y nada más salvarla, a la izquierda, se alzaba una casa. Rosaleen y Arthur se hallaban junto a la pequeña cancela verde de su casita a lo Hansel y Gretel, y sabe Dios cuánto llevarían esperando. Llegábamos casi una hora tarde. Si procuraban dar la impresión de que nada de aquello les preocupaba, debió de resultarles prácticamente imposible al vernos la cara. Como no sabíamos que la casa estaba tan cerca, no tuvimos tiempo de serenarnos. Yo tenía los ojos completamente rojos de tanto llorar, al igual que Barbara, y mi madre, en el asiento delantero, parecía enfurruñada. Además, yo llevaba el pelo todo alborotado; bueno, más de lo habitual.

En ningún momento me paré a pensar lo difícil que debió de ser ese momento para Arthur y Rosaleen. Estaba tan ocupaba pensando en mí misma y en las pocas ganas que tenía de estar allí que ni me planteé que ellos estaban abriendo su casa a dos personas con las que no mantenían ninguna relación. Debió de ser de lo más angustioso para ellos, y yo ni siquiera les di las gracias.

Barbara y yo nos bajamos del coche. Ella se dirigió al maletero para sacar el equipaje y, supongo, para que los demás pudiéramos saludarnos, cosa que no sucedió. Yo me quedé pasmada mirando a Arthur y a Rosaleen, que seguían junto a la pequeña cancela verde bamboleante, y deseé en el acto haber ido dejando migas de pan desde Killiney para poder volver a casa.

Rosaleen nos miró a una y a otra como una suricata, procurando abarcar el todoterreno, a mi madre, a mí y a Barbara a la vez. Entrelazó las manos delante, pero no paraba de soltarlas para alisarse el vestido, como si se encontrara en un concurso de belleza en un festival tradicional irlandés. Al cabo, mi madre abrió la portezuela y se bajó del coche. Pisó la gravilla y miró la casa. Entonces su enfado desapareció y esbozó una sonrisa, dejando a la vista unos dientes manchados de lápiz de labios rojizo.

—Arthur. —Extendió los brazos como si acabase de abrir la puerta de su casa y le diese la bienvenida a una cena.

Él se sorbió, tragando la mucosidad —la primera vez que lo oía yo—, y fruncí la boca asqueada. Luego avanzó hacia mi madre, que le agarró las manos y lo miró, la cabeza ladeada, esa extraña sonrisa torciéndole aún los labios como un lifting mal hecho. En un momento embarazoso, ella se echó hacia adelante y apoyó su frente en la de él. Arthur permaneció así una milésima de segundo más de lo que yo creí que haría y a continuación le dio unos pescozones cariñosos y se separó de ella. Acto seguido me propinó a mí unos golpes en la cabeza, como si yo fuera su collie fiel, lo que no hizo sino despeinarme más aún, y después fue hasta el maletero a ayudar a Barbara con el equipaje. De modo que mi madre y yo nos quedamos mirando a Rosaleen, sólo que mi madre no la miraba. Respiraba profundamente el aire fresco, con los ojos cerrados, sonriendo. A pesar de la deprimente situación, me dio que aquello podría irle bien a mi madre.

Por aquel entonces no estaba tan preocupada por ella como lo estoy ahora. Sólo había pasado un mes desde el funeral de mi padre, y las dos estábamos insensibles y no éramos capaces de decirnos gran cosa la una a la otra ni a nadie, la verdad. La gente se esforzaba tanto en hablar con nosotras, decirnos cosas agradables, cosas faltas de tacto, cualquier cosa que se les viniera a la cabeza —casi con la idea de que fuésemos nosotras las que los consoláramos a ellos y no al revés—, que el comportamiento de mi madre no llamaba mucho la atención. Se limitaba a suspirar con los demás de vez en cuando y decir algunas palabras aquí y allá. En realidad, un funeral es como un pequeño juego: no hay más que seguir las reglas y decir lo que hay que decir y comportarse como hay que comportarse hasta que termina. Ser agradable pero no sonreír demasiado; estar triste pero sin pasarse, pues de lo contrario la familia se sentirá peor de lo que ya se siente; mostrarse esperanzado pero sin dejar que el optimismo se confunda con una falta de empatía o la incapacidad de asumir la realidad. Porque si todo el mundo fuera totalmente sincero, habría numerosas peleas, acusaciones, lágrimas, mocos y gritos.

Creo que deberían existir los Oscars de la Vida Real. Y el Oscar a la Mejor Actriz es para ¡Alison Flanagan! Por recorrer el pasillo principal del supermercado el lunes anterior, perfectamente maquillada, recién salida de la peluquería, pese a querer morirse, sonreír alegremente a Sarah y a Deirdre, de la Asociación de Padres, y comportarse como si su marido no acabara de abandonarlos a ella y a sus tres hijos. Ven a recoger el premio, Alison. El Oscar a la Mejor Actriz de Reparto es para la mujer por la que aquél la dejó, que se encontraba dos pasillos más allá y salió a la carrera del supermercado, olvidando comprar dos ingredientes para preparar la lasaña preferida de su nuevo novio. El Oscar al Mejor Actor es para Gregory Thomas por su papel en el funeral de su padre, al que no hablaba desde hacía dos años. El Oscar al Mejor Actor de Reparto es para Leo Mulcahy por desempeñar el papel de padrino en la boda de su mejor amigo, Simon, con la única mujer a la que Leo ha amado y amará de verdad en su vida. Ven a recoger el premio, Leo.

Eso es lo que pensé que estaba haciendo mi madre, seguir el juego, ser la viuda buena, pero después, cuando su comportamiento no cambió, cuando empecé a tener la sensación de que en realidad mi madre no sabía lo que estaba pasando y empleaba esas mismas pocas palabras y suspiros en todas las conversaciones, entonces me pregunté si realmente disimulaba. Aún me pregunto qué parte de ella está con nosotros y hasta qué punto finge para no tener que enfrentarse a la realidad. En ella se abrió una grieta, cosa bastante comprensible, justo después de que muriera mi padre, pero cuando la gente dejó de mirarla y siguió con su vida, la grieta continuó abriéndose, y daba la impresión de que yo era la única persona que lo veía.

No fue que el banco se mostró excepcionalmente poco razonable al ponernos de patitas en la calle. Ya le habían notificado a mi padre la fecha del embargo, pero, además de un adiós, ése fue otro mensaje que a él se le pasó transmitirnos. De modo que, aunque nos dejarían seguir allí mucho más de lo que amenazaban, en algún momento tendríamos que irnos. Mi madre y yo nos quedamos una semana en la parte de atrás de la casa de Barbara, en las dependencias de su niñera filipina. Al final también tuvimos que irnos de allí, porque Barbara se iba a pasar el verano a su casa de Saint-Tropez y al parecer temía que le robáramos la plata.

Aunque he dicho que no me preocupaba tanto mi madre como cuando llegamos a la casa del guarda, eso no significa que me diera lo mismo. Antes de llegar aquí sugerí que mi madre fuera a ver a un médico, mientras que ahora pienso que debería ingresar en uno de esos sitios donde la gente lleva una bata blanca con el culo al aire todo el día y se mece adelante y atrás en los pasillos. Fue a Barbara a quien le sugerí que mi madre tenía que ir al médico, y ella me sentó con condescendencia en su cocina y me contestó que lo que pasaba era que mi madre «estaba de luto». Con dieciséis años ya os podéis imaginar la gracia que me hizo aprender esa expresión. Así que me puse cómoda y me lancé a hablar del magreo, pero ella no entró al trapo, sino que me preguntó si me importaba sentarme en su maleta para que ella pudiera cerrarla, porque Lulu, el pegamento que mantiene unida su vida, había llevado a los niños a su clase de equitación. Mientras me sentaba en aquella maleta de Louis Vuitton a reventar y ella metía sus biquinis con estampado de cebra, sus sandalias doradas y sus ridículos sombreros, deseé que estallara en la cinta transportadora del aeropuerto de Saint-Tropez y que se le saliera el vibrador y se pusiera en marcha para que todo el mundo lo viera.

Así que allí estábamos, el primer día del resto de mi vida, a la puerta de la casa del guarda, mi madre con los ojos cerrados, Rosaleen mirándome nerviosamente con sus ojos verdes abiertos de par en par y su pequeña lengua rosada lamiendo los labios de vez en cuando, Arthur sorbiéndose en dirección a Barbara, lo que significaba que no quería que ella cargara con el equipaje, y Barbara mirándolo perpleja y probablemente procurando reprimir las arcadas con tanto sorberse, con su chándal suelto, sus chanclas y su cara anaranjada como la de los Umpa Lumpa.

—Jennifer. —Rosaleen finalmente rompió el silencio por nuestra parte.

Mi madre abrió los ojos y esbozó una alegre sonrisa, y a mí me dio la impresión de que reconocía a Rosaleen y sabía perfectamente lo que hacía. De no haber pasado con ella cada segundo del último mes, como era mi caso, uno habría pensado que estaba bien. No disimulaba mal.

—Bienvenida —añadió una risueña Rosaleen.

—Sí, gracias.

Mi madre escogió una respuesta correcta de su archivo de pocas palabras.

—Pasad, pasad a tomar un té —dijo Rosaleen con la voz teñida de urgencia, como si nos fuera la vida en tomar un té.

Yo no quería seguirlos. No quería entrar, porque eso implicaría el principio de todo. De la realidad, me refiero. Se acabaron los intermedios de los preparativos del funeral o la casa de Barbara. Ése era el nuevo plan de vida y tenía que dar comienzo.

Arthur, el gambón, pasó por delante de mí a toda velocidad y enfiló el sendero del jardín cargado de bolsas. Era más fuerte de lo que parecía.

El maletero del coche se cerró de golpe y yo me volví. Barbara jugueteaba con las llaves del coche y descansaba el peso ora en una chancla de Louis Vuitton, ora en la otra. Sólo entonces reparé en que llevaba algodones entre los dedos de los pies. Me miró con cara rara, en medio de un silencio denso, mientras daba con la forma de decirme que se iba.

—No había visto que te habías hecho la pedicura —comenté para llenar el silencio.

—Sí. —Bajó la vista y movió los dedos como para confirmarlo. En los gordos brillaban joyas—. Danielle nos ha invitado a una fiesta en el yate mañana por la noche.

La mayoría de la gente pensaría que esas dos frases eran inconexas, pero yo las entendí: no se pueden llevar zapatos en el yate de Danielle, por tanto, la competencia de joyas y manicuras francesas sería feroz. Esas mujeres darían con la manera de adornarse las rótulas si ésas fuesen las únicas partes visibles.

Nos miramos sin decir nada. Ella se moría de ganas de irse; yo quería irme con ella. También quería estar descalza en la costa mediterránea mientras Danielle se paseaba entre los invitados con una copa de Martini sujeta con delicadeza entre unos dedos de uñas cuadradas con manicura francesa, el escotado vestido de Cavalli dejando a la vista unas tetas tan tiesas como la aceituna rellena de pimiento que flotaba en su copa, en la cabeza una gorra de capitán ladeada, lo que la hacía parecer el capitán Pescanova travestido. Yo quería formar parte de ello.

—Estarás bien aquí, cielo —afirmó Barbara, y me pareció sincera—. Con la familia.

Volví la cabeza con aire vacilante hacia la casa de Hansel y Gretel y me entraron ganas de echarme a llorar otra vez.

—Vamos, cielo —añadió ella al presentirlo, y se acercó a mí de nuevo con los brazos abiertos. Lo de abrazar se le daba muy bien, era evidente que se sentía cómoda haciéndolo. Eso o los implantes ayudaban debidamente en lo de acoger mi cabeza. La abracé con fuerza de nuevo y cerré los ojos, pero ella me soltó algo antes de lo que a mí me habría gustado, y eso me devolvió de golpe y porrazo a la realidad—. Bueno. —Fue avanzando hacia el coche y apoyó la mano en la manija de la puerta—. No quiero molestar ahí dentro, así que diles…

—Vamos, venid —se oyó la voz de Rosaleen desde la negrura de la entrada, impidiendo que Barbara subiera al todoterreno—. Pero bueno. —Rosaleen apareció en la puerta—. ¿No va a entrar a tomar una taza de té? Lo siento, no sé cómo se llama, Jennifer no me lo ha dicho.

Tendría que acostumbrarse. Había muchas cosas que Jennifer no iba a decir.

—Barbara —repuse yo, y vi que la aludida agarraba con más fuerza la manija.

—Barbara. —Los verdes ojos de Rosaleen brillaban como los de un gato—. ¿Le apetece una taza de té antes de ponerse en marcha, Barbara? Tengo bollitos recién hechos y mermelada de fresa casera.

El rostro de Barbara se congeló en una sonrisa mientras ella se devanaba los sesos en busca de una excusa.

—No puede —respondí por ella. Barbara me miró agradecida y después con cara de sentirse culpable.

—Ah… —Rosaleen puso cara larga, como si yo acabara de estropearle la reunión.

—Tiene que volver a casa a quitarse el bronceado de pega —añadí. Os lo he dicho, soy mala, malísima, y a mi juicio, aunque yo no era asunto de Barbara y ella tenía su propia vida, a la que necesitaba volver, yo sentía que me estaba abandonando—. Además, todavía no se le han secado las uñas. —Me encogí de hombros.

—Ah. —Rosaleen parecía confusa, como si yo acabara de hablar en la extraña lengua del Tigre Celta—. ¿Mejor café?

Rompí a reír, y Rosaleen pareció ofenderse. Luego oí detrás un chancleteo, y Barbara pasó por delante de mí sin mirarme. Le había puesto fácil que se fuera. Al lado de Rosaleen, Barbara —hasta con el chándal de velvetón, las chanclas y el sucio cuello bronceado de pega— parecía una especie de diosa exótica. Y acabó en la casa, como si un atrapamoscas hubiera apresado una mariposa.

A pesar de que Rosaleen me miró esperanzada, no fui capaz de entrar.

—Voy a dar una vuelta —le dije.

Ella pareció decepcionada, como si le hubiera negado algo muy valioso. Esperé a que entrara en la casa y desapareciera en la negrura del recibidor, que era como otra dimensión, pero no se movió. Permaneció en el porche, observándome, y comprendí que tendría que ser yo quien se moviera. Con sus ojos abrasándome, eché una ojeada. ¿Hacia dónde ir? A mi izquierda quedaba la casa; detrás, la cancela abierta que daba a la carretera principal; delante, árboles, y a la derecha, un pequeño sendero que se adentraba en la oscuridad de los árboles. Eché a andar por la carretera principal. No volví la cabeza ni una sola vez, no quería saber si ella seguía allí plantada. Pero, cuanto más me alejaba, me dio la sensación de que la que me observaba no era sólo Rosaleen. Me sentía expuesta, como si más allá de los majestuosos árboles hubiera alguien más. Es esa sensación que se tiene cuando uno se entromete en el mundo de la naturaleza, de que se supone que uno no tendría que estar ahí, no sin haber sido invitado. Los árboles que festoneaban la carretera volvían la cabeza para observarme.

Si hacia mí hubiesen venido al galope hombres con armadura blandiendo espadas, no habrían parecido fuera de lugar. La zona estaba imbuida de historia, atestada de fantasmas del pasado, y allí me encontraba yo, una persona más dispuesta a empezar mi propia historia. Los árboles lo habían visto todo, y sin embargo yo despertaba su interés, y cuando se levantaba la ligera brisa veraniega, las hojas susurraban entre sí como si fuesen labios chismosos, sin aburrirse nunca con el viaje de otra generación.

Seguí la carretera principal y finalmente los árboles, cuya cuidada disposición tenía por objeto ocultar el castillo, desaparecieron. Aunque era yo la que avanzaba hacia él, el castillo cayó de pronto sobre mí como si se me hubiera estado acercando con sigilo sin que me diera cuenta, un montón de piedras y argamasa al acecho y con un dedo en los labios, como si no hubiera disfrutado de ninguna diversión durante los últimos centenares de años. Me detuve al verlo. Mi pequeñez frente a la grandeza del castillo. Se me antojó más dominante, más imponente en ruinas que como castillo, ya que se alzaba delante de mí con las cicatrices al aire, herido y ensangrentado debido a la batalla. Y yo me hallaba delante de él sintiéndome la sombra de quien había sido, con mis cicatrices al aire. La conexión fue instantánea.

Nos estudiamos mutuamente y después eché a andar hacia él, que no pestañeó una sola vez.

Aunque podría haber entrado en el castillo por una brecha que se abría en un lateral, intuí que sería más respetuoso hacerlo por el otro pedazo que la vida le había arrebatado, lo que solía ser la entrada principal. Respetuoso con quien es algo que no sé a ciencia cierta, pero creo que intentaba ganarme el lado más amable del castillo. Me detuve en la puerta, una pausa considerada, y después entré. Había mucho verde, muchos escombros. Al otro lado de los muros el silencio era inquietante, y me dio la sensación de que me colaba en la casa de alguien. Los hierbajos, los dientes de león, las ortigas, todos dejaron de hacer lo que estaban haciendo para mirarme. No sé por qué, pero me eché a llorar.

Igual que lo sentí por el moscardón, lo sentí por el castillo, pero, siendo realista, creo que era de ese modo porque sobre todo lo sentía por mí. Era como si pudiera oír los gemidos y los gimoteos del castillo por haber sido abandonado allí, desmoronándose, mientras a su alrededor los árboles seguían creciendo. Me acerqué a una de las paredes, las piedras toscas eran tan grandes que me imaginé la fuerza de las manos que las acarrearon o fueron obligadas a hacerlo. Me agaché en un rincón, pegué la oreja a la piedra y cerré los ojos. No sé qué escuchaba, la verdad es que no sé lo que hacía, intentando consolar a un muro, pero en cualquier caso es lo que hice.

Si les hubiera contado a Zoey y a Laura lo que hice, me habrían llevado directamente a la casa de modas de las batas con el culo al aire, pero de algún modo sentí que estaba unida a la construcción. No lo sé, puede que como perdí mi casa y me daba la sensación de que no tenía nada que fuese mío de verdad, al toparme con ese edificio que no pertenecía a nadie quisiera hacerlo mío. O puede que sólo fuera que cuando la gente está sola se aferra a lo que sea para dejar de sentirse así. En mi caso, ese lo que sea era el castillo.

No sé cuánto tiempo me quedé allí, pero al final el sol se hundía tras los árboles, salpicando las ruinas de una luz brillante cada vez que éstos se mecían de un lado a otro. Estuve un rato sumida en la contemplación y después me di cuenta de que pronto anochecería en los alrededores. Debían de ser más o menos las diez de la noche.

Cuando me levanté, despacio, tenía las piernas entumecidas por haber estado tanto tiempo en la misma postura. Por el rabillo del ojo creí percibir un movimiento. Una sombra. Un bulto. No un animal, aunque salió corriendo. No estaba segura. Como no quería que lo que quiera o quienquiera que fuese se me acercara por detrás, me situé de espaldas a la entrada del castillo y avancé hacia atrás de prisa. Oí otro ruido, un búho o algo graznó, y me llevé un susto tremendo y me dispuse a salir pitando. Incapaz de ver el suelo bajo la maleza, tropecé con una piedra y caí boca arriba. Me golpeé la cabeza, gimoteé y oí el pánico en mi voz al desplomarme sobre la asquerosa vegetación con Dios sabe los bichos que habría. La vista se me nubló un tanto, aparecieron puntos negros en lugar de la silueta del derruido tejado recortándose contra el cielo índigo. Me puse de pie, apoyándome en las manos, me arañé con los guijarros y los pedruscos, que me rasparon la piel, y no volví la cabeza mientras corría todo lo de prisa que me permitían mis Uggs. Tardé lo que me pareció una eternidad en ver la casa, como si la carretera y los árboles conspiraran para que siguiera corriendo en una rueda.

Al final apareció la casa. El todoterreno de Barbara ya no estaba, y entonces supe que me había quedado aislada por completo. Habían izado el puente levadizo. Casi al mismo tiempo que aparecía la casa, la puerta principal se abrió y vi a Rosaleen, que me observaba, como si hubiera estado esperando allí desde que me fui.

—Pasa, pasa —pidió con urgencia.

Finalmente crucé el umbral y entré en mi nueva vida, y empezó el principio. Cuando pisé las losas del recibidor reparé en que mis Uggs rosas, antes limpias, estaban sucias debido al paseo por el castillo. En la casa reinaba un silencio sepulcral.

—Deja que te vea —pidió Rosaleen al tiempo que me agarraba con fuerza las muñecas y retrocedía un paso para echarme un vistazo. Pero en lugar de uno fueron dos, tres vistazos… Pegué un tirón y ella, instintivamente, me apretó más, pero luego, como si se diera cuenta de lo que había hecho, o al verme la cara, me soltó. Su voz era más dulce cuando dijo—: Te los zurciré. Déjalos en el cesto que hay junto al sillón de la salita.

—Zurcirme, ¿qué?

—Los pantalones.

—Son vaqueros, y se supone que son así. —Me miré los vaqueros rotos, tanto que apenas había tela vaquera. Debajo se veían los pantis de leopardo, como pretendía—. Aunque se supone que no deben estar sucios.

—Ah. Bueno, puedes dejarlos en el cesto de la cocina.

—Tienes muchos cestos.

—Sólo dos.

No estoy segura de si lo que dije era una broma o un comentario insolente, en cualquier caso ella no lo pilló.

—Vale. Bueno, me voy a mi habitación… —Esperé a que Rosaleen me guiara, pero se me quedó mirando fijamente, sin más—. ¿Dónde está?

—¿Te apetece una taza de té? He hecho una tarta de manzana. —Su tono era casi de súplica.

—Eh…, no, gracias, no tengo mucha hambre. —Las tripas me sonaron a modo de respuesta, y confié en que ella no lo oyera.

—Claro. Claro, no —se regañó calladamente.

—¿Por dónde se va a mi habitación?

—Arriba, la segunda puerta a la izquierda. Tu madre está en la última de la derecha.

—Vale, iré a verla.

Empecé a subir la escalera.

—No, hija —se apresuró a decir Rosaleen—. Déjala, está descansando.

—Sólo quiero darle las buenas noches. —Esbocé una sonrisa forzada.

—No, no, es mejor que la dejes —repuso ella con firmeza.

Tragué saliva.

—Vale.

Deseché la idea y subí, haciendo crujir los escalones con mi peso. Desde el rellano se veía la entrada: Rosaleen seguía allí, observándome. Sonreí con afectación y me fui a mi cuarto; cerré bien la puerta al entrar y me apoyé en ella, tenía el corazón acelerado.

Permanecí así cinco minutos, apenas asimilando la habitación; sabía que tendría tiempo más que de sobra para acostumbrarme a mi nuevo espacio, pero primero quería ver a mi madre. Cuando abrí la puerta, despacio, asomé la cabeza y miré a la entrada desde el rellano: Rosaleen se había ido. Abrí más la puerta y salí. Pegué un respingo: allí estaba, a la puerta del cuarto de mi madre, como un perro guardián.

—Acabo de entrar a verla —musitó, los ojos verdes brillantes—. Está durmiendo. Será mejor que descanses.

Odio que me digan lo que tengo que hacer. Yo nunca hacía lo que me pedían, pero algo en la voz de Rosaleen, en su forma de mirarme, en la casa y en la postura de Rosaleen me dijo que la que mandaba no era yo. Volví a mi habitación y cerré la puerta sin decir más.

Esa misma noche, cuando tanto el interior como el exterior de la casa eran como medias de lana opacas —la oscuridad era tan densa que no se distinguía forma alguna—, me desperté pensando que en el cuarto había alguien. Oí respirar sobre mi cama y percibí un familiar olor jabonoso a lavanda, así que cerré con fuerza los ojos y fingí que dormía. No sé cuánto tiempo estuvo allí Rosaleen, observándome, pero me pareció una eternidad. Después incluso de que la oyera salir de la habitación y cerrar la puerta con suavidad seguí con los ojos bien apretados, y el corazón me latía de tal forma que tuve miedo de que ella lo oyera, hasta que acabé quedándome dormida.