CAPÍTULO DIECIOCHO
RIP
Aunque dos años antes la casa que teníamos en Killiney podría haber alcanzado la nada desdeñable cifra de ocho millones de euros, ahora se hallaba a la venta por la mitad. Sé cuánto valía porque mi padre la hacía tasar con regularidad. Cada vez que llegaban las nuevas tasaciones, él subía de la bodega de su casa de ocho millones de euros con una botella de Château Latour de seiscientos euros para compartirla con su perfecta esposa modelo y su hija adolescente con su perfecto desequilibrio hormonal.
A mi padre no le envidio el éxito. Yo no soy así, y no sólo porque su éxito por fuerza era el nuestro —irónicamente sus fracasos también pasaron a ser nuestros—, sino porque trabajaba con ahínco, se levantaba temprano, se acostaba tarde, no descansaba los fines de semana. Se tomaba en serio lo que hacía, colaboraba con regularidad con organizaciones benéficas. Que lo hiciera de esmoquin, delante de los flashes de una cámara o con la mano en alto en una subasta benéfica carecía de relevancia por completo. Se prodigaba, y eso era lo importante. No había nada malo en tener una casa cara, nada en absoluto. Constituye un motivo de orgullo levantar algo, trabajar duro para conseguir algo. Pero no debería haber sido su hombría lo que aumentara con cada nuevo éxito, sino su corazón. Ese éxito era como la bruja del cuento de Hansel y Gretel: lo alimentaba por los motivos equivocados, lo cebaba allí donde no debía. Mi padre se merecía el éxito, tan sólo necesitaba una cura de humildad. Y a mí tampoco me habría venido mal una. Qué especial me creía en el Aston Martin gris plata en el que me llevaba al instituto mi padre algunas mañanas… ¿Cuán especial soy ahora? ¿Ahora que alguien lo ha comprado en una subasta por una mínima parte de lo que costó? Especialísima.
La razón por la que he mencionado el precio de la casa es porque, aunque dicho precio se había visto reducido a la mitad y, a juzgar por el polvo que se había ido acumulando dentro, se reduciría más aún, la casa seguía siendo cara, de manera que era una venta prioritaria para los agentes inmobiliarios. ¿Cómo iba a saber yo que cuando abrí la puerta del balcón de mi dormitorio y se disparó la alarma, ésta activó automáticamente una llamada de teléfono a la agente inmobiliaria, la cual, en unas oficinas preocupantemente tranquilas, se subió a su coche en el acto y fue a echar un vistazo a la propiedad? Mientras yo me encontraba en la tercera planta, mirando hacia donde no debía, naturalmente no oí que a menos de un kilómetro se abrían las puertas eléctricas. Mientras estaba en plena faena, tampoco oí que la mujer abría la puerta principal y entraba al recibidor.
Pero ella sí que nos oyó a nosotros.
De manera que la siguiente visita que recibimos fue la de la policía. Tres plantas subidas a la carrera al menos nos permitieron dejar de hacer lo que habíamos estado haciendo en el suelo de mi habitación, pero no nos dieron suficiente tiempo para vestirnos, y así fue cómo, acurrucada detrás de Marcus, con la ropa esparcida a mi alrededor, me vi frente al agente Fitzgibbon, un hombre oriundo de Connemara con sobrepeso y el rostro más rojo que el mío, al que veía con regularidad en la playa cuando estaba con mis amigos. Ése no era momento para reencuentros.
—Le daré un minuto para que se vista, señorita Goodwin —dijo, y desvió la mirada en el acto.
A Marcus, un muchacho de veintidós años que había sido invitado a la casa que aún no se había vendido de una chica de dieciocho, todo aquello le resultó ligeramente bochornoso, pero, sobre todo, le hizo gracia. No sabía que a la chica con la que acababa de acostarse le faltaban unas semanas para cumplir los diecisiete, de forma que no sólo las latas de cerveza eran ilegales, sino también la mitad de lo que habían hecho en la moqueta. No paró de mirarme y bufar mientras nos vestíamos de prisa y corriendo. A mí, presa del pánico y con el corazón latiéndome con tanta furia que apenas podía pensar, se me revolvió de tal modo el estómago que temí vomitar allí mismo, delante de todos.
—Tamara, tranquila —dijo él, envalentonado—. No pueden hacer nada. Es tu casa.
Entonces lo miré, y me odié más de lo que nunca me odiaría él.
—No es mi casa, Marcus —musité; mi voz se negaba a salir.
—Pues la de tus padres, qué más da… —Sonrió y se puso una pernera del vaquero.
—El banco se la quedó —expliqué allí sentada, vestida, sintiéndome completamente atontada—. Ya no es nuestra.
—¿Qué?
Un dominó gigantesco cayó. Noté que el suelo vibraba cuando se estrelló contra el suelo, como si se desplomara un gran rascacielos.
—Lo siento —me disculpé, y acto seguido rompí a llorar. Después salieron finalmente las palabras que tanto tiempo llevaba queriendo pronunciar, pero de mala manera y en el momento más inoportuno—. Tengo dieciséis años —confesé aterrorizada.
Por suerte el agente Fitzgibbon, que no se había movido de la puerta, se puso en guardia al oír la primera subida de tono y escuchó el resto de la conversación. Al menos él creería que Marcus no lo sabía, pero éste tendría que demostrarlo ante un tribunal. También hubo de intervenir cuando Marcus se abalanzó hacia mí enfurecido, no para pegarme, sino chillándome con tal ferocidad que me entraron ganas de que me pusiera verde, me llamara de todo, pero él simplemente chillaba, y yo supe que le había arruinado la vida. Fuera cual fuese el acuerdo al que había llegado con su padre en esa biblioteca ambulante, probablemente supusiera su última oportunidad. Nunca lo habíamos hablado, pero sé reconocer a alguien que se enfrenta a su última oportunidad. Lo veía a diario en el espejo.
Nos llevaron a comisaría y pasamos por la humillación de declarar todo cuanto había sucedido. Yo albergaba la esperanza de que la primera vez que lo hiciera pudiese contar todos los detalles picantes y bochornosos en un diario, no en una comisaría. Tamara Goodwin. Tamara Metepatas, siempre estropeándolo todo.
Rosaleen y Arthur tuvieron que ir a Dublín a buscarme a comisaría. Nada más enterarse, el padre de Marcus le envió un coche. Yo le pedí perdón una y otra vez, desesperadamente, llorando e intentando agarrarlo para que me escuchara, pero se negó a hacerlo. Ni siquiera me miró.
Arthur permaneció en el coche mientras Rosaleen hablaba con el policía, la siguiente cosa más embarazosa que me pasó ese día. Rosaleen parecía más preocupada por Marcus, por lo que sería de él. Le dijeron que la pena máxima por acostarse con una «niña» menor de diecisiete años era de dos años. Al oírlo, me eché a llorar. Rosaleen parecía tan afligida como yo, no sé si por haber mancillado su nombre, más incluso de lo que lo había hecho el suicidio de mi padre, o porque le tenía verdadero cariño a Marcus. Hizo una pregunta tras otra sobre Marcus hasta que el agente Fitzgibbon pareció calmarla diciéndole que el muchacho daba la impresión de no saber la edad que tenía yo y que si podía alegarlo en su defensa ante el tribunal no le pasaría nada. Por lo visto a Rosaleen le bastó, pero no a mí. ¿Cuánto tiempo le robaría aquello? ¿Cuántas sesiones en el juzgado? ¿Cuánta humillación? Le había arruinado la vida.
Rosaleen ni siquiera trató de hablar conmigo, casi ni me miró. Me informó con sequedad de que Arthur estaba esperando y salió de comisaría. Yo la seguí al cabo. Cuando me subí al coche, la tensión que se respiraba era espantosa, como si ellos se hubieran peleado. Supongo que lo que me había pasado a mí bastaba por sí solo para que hubiese tensión. Me daba vergüenza, me moría de vergüenza. No pude ni mirar a Arthur, que no dijo nada cuando me senté. A continuación arrancamos y volvimos a Kilsaney. A decir verdad, me sentí aliviada al ir tan lejos, al apartarme tanto de lo que había ocurrido. Por fin había cortado el cordón umbilical que me unía a ese sitio. Puede que ésa fuera mi intención.
Me pasé el viaje entero llorando, profundamente abochornada, desilusionada, cabreada. Todas esas emociones iban dirigidas a mí misma. La cabeza me estallaba a medida que la voz del locutor de la radio iba colándose por mis oídos y acercándose más y más al cerebro, y a medida que el alcohol me dejaba su tarjeta de visita. A la media hora aproximadamente Arthur aparcó el coche frente a una tienda.
—¿Qué haces? —inquirió Rosaleen.
—¿Te importaría comprar unas botellas de agua y pastillas para el dolor de cabeza? —preguntó en voz baja.
—¿Cómo? ¿Yo?
Se hizo un largo silencio.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó ella.
—Rose —se limitó a responder él.
Nunca lo había oído llamarla así. Se me antojó familiar —lo había visto en alguna parte, lo había oído en alguna parte—, pero era incapaz de pensar. Rosaleen volvió la cabeza para mirarme y luego miró a Arthur; su peor miedo era tener que dejarnos a solas. Me puse a pensar de prisa. Al final ella se bajó y prácticamente entró corriendo en la tienda.
—¿Estás bien? —preguntó Arthur mirándome por el espejo.
—Sí, gracias. —Los ojos se me humedecieron de nuevo—. Lo siento mucho, Arthur. No sabes la vergüenza que me da.
—Pues que no te la dé, hija —me contestó en voz queda—. Todos hacemos cosas cuando somos jóvenes. Se te pasará. —Me dedicó una pequeña sonrisa—. Lo que importa es que estés bien. —Entonces me miró inquieto, me dirigió una mirada de preocupación paternal por lo que había hecho.
—Sí, estoy bien, gracias. —Me puse a buscar los pañuelos de papel otra vez—. No fue…, él no…, yo sabía lo que hacía. —Carraspeé torpemente. Vi a Rosaleen al final de una larga cola, mirándonos con nerviosismo—. Arthur, lo de la depresión de mamá, ¿es cosa de familia?
—¿Qué depresión? —inquirió él al tiempo que se volvía en el asiento.
—Pues la depresión de mamá de la que Rosaleen le ha hablado al doctor Gedad esta mañana.
—Tamara. —Arthur me miró y supo adónde pretendía llegar yo. Miró a ver dónde estaba Rosaleen: tenía a tres personas delante—. Dime lo que tengas que decirme sin más.
—Concerté una cita con el doctor Gedad para que fuese a ver a mamá esta mañana. Necesita ayuda, Arthur. Le pasa algo.
A él pareció preocuparle extraordinariamente aquello.
—Pero al menos pasea a diario, le da el aire.
—¿Qué? —sacudí la cabeza—. Arthur, no ha salido de la casa desde que llegamos.
Su mandíbula se tensó, y él echó una ojeada rápida —buen triunfo, bien muerto— a la tienda.
—¿Qué ha dicho el doctor Gedad cuando la ha visto?
—Ni siquiera ha podido subir. Rosaleen le ha dicho que mamá llevaba años padeciendo depresión y que papá lo sabía, pero que había decidido no contármelo y… —Rompí a llorar, incapaz de terminar la frase—. Todo son mentiras. Él ni siquiera está aquí para defenderse o poder contarme…, todo son mentiras. Aunque sé que yo no soy quién para hablar —afirmé, sorbiéndome la nariz.
—Bueno, Tamara, ahora calla. Rosaleen sólo intenta cuidarla lo mejor que puede —respondió Arthur en voz baja, casi en un susurro, por si ella lo oía desde la tienda. Ahora ya sólo tenía a una persona delante en la cola.
—Lo sé, Arthur, pero ¿y si se equivoca? Eso es lo único que digo. No sé qué pasó entre ellas hace años, pero si hay algo, lo que sea, que mamá le hizo a Rosaleen para herirla o molestarla, ¿crees que ésta podría ser…?
—Que ésta podría ser, ¿qué?
—Que ésta podría ser la forma de, no sé, ¿desquitarse? Si mamá le hizo algo, le mintió…
La puerta se abrió y ambos dimos un respingo.
—Caramba, cualquiera diría que habéis visto al coco —dijo Rosaleen, ofendida y preocupada, mientras se sentaba—. Aquí tienes. —Dejó una bolsa en el regazo de Arthur.
Entonces él la miró, le dirigió una mirada larga y fría que me heló la sangre e hizo que quisiera desviar la mirada. A continuación me pasó la bolsa, y Rosaleen pareció sorprendida.
—Toma, puede que esto te ayude —aseveró él, y acto seguido arrancó.
Durante la hora siguiente ninguno dijo esta boca es mía. Cuando llegamos a la casa del guarda, el cielo se había nublado y había oscurecido un día radiante. El aire era frío y las nubes anunciaban lluvia. Tal y como yo tenía la cabeza, la brisa me resultó grata. Respiré profundamente unas cuantas veces antes de entrar en la casa e ir arriba.
—Has de saber que no vas a ir a ninguna parte durante un tiempo —me advirtió Rosaleen. Asentí.
—Y deberás hacer algunas cosas en casa —añadió.
—Claro —contesté en voz baja.
Arthur, manteniéndose al margen, escuchaba.
—No salgas de la finca —apuntó, y pareció costarle una barbaridad decirlo.
Rosaleen lo miró, primero sorprendida y luego molesta porque hubiera intervenido, y él la rehuyó. A todas luces el plan de Rosaleen era tenerme encerrada en la casa, donde no pudiera causar problemas. Arthur no era tan estricto.
—Gracias —repliqué, y me fui a ver a mi madre.
Estaba en la cama, dormida. Me acurruqué a su lado y la abracé, apretándola con fuerza contra mí. Aspiré el aroma de su pelo recién lavado.
Abajo estalló la tormenta, ya que oí a Rosaleen y a Arthur dar voces en el salón. Primero sólo hablaban, luego el volumen fue subiendo. Rosaleen intentó callarlo unas cuantas veces, pero él se impuso y ella se dio por vencida. No pude oír lo que decían, ni siquiera lo intenté: había renunciado a meterme donde no me llamaban. Lo único que quería era que mi madre se pusiera mejor, y si las voces de Arthur me ayudaban a lograrlo, estupendo. Cerré los ojos con fuerza y deseé que ese día no hubiera existido. ¿Por qué no me había advertido el diario?
La pelea entre Rosaleen y Arthur empeoró. Incapaz de seguir escuchando, decidí salir para darles y darme el espacio que necesitábamos. Sentía muchísimo haber provocado también aquello. Antes de que llegáramos nosotras, ellos vivían felices y contentos con sus pequeñas rutinas, los dos solos. Mi llegada había abierto una brecha en su relación, una brecha que se iba ensanchando poco a poco cada día. En cuanto oí que paraban un instante, llamé, y Arthur me dio permiso para entrar.
—Siento molestar —dije en voz baja—. Es que voy a dar un paseo para despejarme. Por aquí. ¿Puedo?
Arthur asintió. Rosaleen estaba de espaldas a mí, y vi que tenía los puños apretados junto a los costados. Cerré la puerta de prisa y me fui. Aún quedaba alrededor de una hora de luz, con lo que tenía bastante tiempo para dar un paseo corto y despejarme. Quería ir al castillo, pero oí que estaban Weseley y sus amigos. No me apetecía verlos, sólo quería estar sola. Eché a andar en dirección contraria, hacia la hermana Ignatius, pese a saber que no me pasaría a verla. A esa hora no quería atajar por el bosque. Enfilé el camino y crucé cabizbaja la oscura entrada gótica, aún encadenada y a merced de la podredumbre.
Nada más ver la capilla caí en la cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Desde donde me encontraba se veía la casa de la hermana Ignatius, de manera que me sentí lo bastante segura para entrar. Dentro podían caber a lo sumo diez personas. La mitad del tejado se había derrumbado, pero los robles doblaban sus ramas por encima para protegerla. No era de extrañar que a la hermana Ignatius le gustara tanto. No había bancos. Supuse que la habrían vestido para las ceremonias más recientes. Sobre el altar, afianzado al muro de piedra, destacaba un crucifijo de madera sencillo pero grande. Me figuré que la hermana Ignatius tenía algo que ver con que estuviese colgado allí. La otra cosa que había en la capilla era una pila de mármol inmensamente grande —buen triunfo, bien muerto—, desconchada y agrietada en algunos puntos del borde, y sin embargo aún sólida, que estaba firmemente anclada al piso de hormigón. Ahora era pasto de las arañas y el polvo, pero me imaginé a generaciones tras generaciones de Kilsaney reunidos en torno a ella para bautizar a sus hijos. Una puerta de madera daba al pequeño cementerio adyacente. Decidí no salir por ahí, sino por la puerta por la que había entrado. Tras la puerta del cementerio hice un esfuerzo para leer las lápidas, aunque muchas estaban cubiertas de musgo, deterioradas por el tiempo. En una cripta enorme descansaba una familia entera: Edward Kilsaney; su mujer, Victoria; sus hijos, Peter, William y Arthur; y su hija, algo que empezaba por B. La erosión había borrado el resto de la pobre criatura cuyo nombre empezaba por B, tal vez Beatrice o Beryl, Bianca o Barbara. Intenté darle un nombre. Para Florie Kilsaney: «Adiós, madre, lloraremos tu pérdida.» Robert Kilsaney, que murió al año de nacer, 26 de septiembre de 1832, y su madre, Rosemary, que lo siguió a los diez días. Para Helen Fitzpatrick, en 1882: «Tu esposo y tus hijos no te olvidan.» En otras no había más que nombres y fechas, y resultaban tanto más misteriosas por ello: Grace y Charles Kilsaney, 1850-1862. Sólo doce años, ambos nacieron y murieron el mismo día. Tantas preguntas.
Cada una de las tumbas que se hallaban lo bastante despejadas para poder descifrarlas tenía distintos símbolos: unas, arcos; otras, palomas, flechas, aves; otras, animales espeluznantes, un simbolismo que no entendía pero deseaba conocer. Ya le preguntaría a la hermana Ignatius cuando me atreviera a mirarla a la cara. Escruté las lápidas de nuevo, sin sentirme tan asustada como lo estaba la primera vez que pasé por delante. Tal vez hubiera madurado un poco al menos. Una cruz de gran tamaño se alzaba hacia el cielo con distintos nombres añadidos a medida que se iban uniendo familias, los nombres y las inscripciones más legibles conforme transcurrían los años. La inscripción más nueva y reciente era la del fondo, y nada más verla no me pude creer que no hubiese reparado antes en ella. En la parte inferior de la cruz había un gran bloque de piedra con los últimos nombres. Delante, en el suelo, un ramo de flores —frescas— atadas con briznas de hierba larga. Me subí a la verja para ver lo que ponía: «Laurence Kilsaney. 1967-1992. RIP.»
Hacía sólo diecisiete años. Debía de haber muerto en el incendio del castillo, con lo que únicamente tenía veinticinco años. Qué triste. Aunque yo no conocía a Laurence, ni a ningún miembro de su familia, me eché a llorar. Cogí unas flores silvestres, las até con la goma del pelo y, aun a sabiendas de que era un error, salté la verja. Dejé las flores en la tumba y extendí el brazo para tocar la lápida, pero cuando mis dedos rozaron la fría piedra, oí un ruido a mis espaldas: un clic. El vello de la nuca se me erizó. Me volví en redondo, esperando ver a un extraño, tan cerca que sentía su aliento en la nuca. Miré hacia todas partes, casi mareada por el esfuerzo de intentar fijar la mirada: árboles, árboles y más árboles hasta donde alcanzaba la vista. Traté de decirme que estaba asustada por hallarme en un cementerio antiguo, rodeada de generaciones de una familia que había desaparecido debido a la plaga, la guerra, el sufrimiento, el fuego y, más humanamente, la vejez. Traté de decirme todo eso, pero allí había alguien, estaba segura. Oí que se tronchaba una rama y volví la cabeza hacia el sitio de donde procedía el sonido.
—Hermana Ignatius, ¿es usted? —pregunté.
Por toda respuesta obtuve el eco de mi voz temblorosa. Luego vi que se movían los árboles y oí que los chasquidos se alejaban a medida que alguien se abría paso entre la vegetación en dirección contraria.
—¿Weseley? —dije, y de nuevo resonó el temblor de mi voz.
Quienquiera que fuese se había ido de prisa y corriendo. Tragué saliva y me aparté de la tumba, salté la verja y me alejé a la carrera, sacudiéndome como si hubiera atravesado una telaraña gigante.
Regresé a la casa del guarda volviendo la cabeza una y otra vez para asegurarme de que no me seguían. Cuando llegué ya había anochecido. Rosaleen se encontraba en el salón haciendo punto, con la televisión puesta de fondo con el volumen bajo. Estaba ojerosa, la pelea la había dejado exhausta. Arthur se hallaba en el jardín trasero, en el garaje, armando un jaleo de mil demonios. Yo ya no sentía curiosidad, ya no me importaba lo que había allí. Me daba la sensación de que perseguía un secreto y ahora el secreto me perseguía a mí. Tenía miedo. Sólo quería que pasara el tiempo para que mi madre se sobrepusiera, mejorara y pudiésemos seguir adelante en otra parte y dejar un lugar que parecía habitado por los fantasmas de un pasado que, aunque nada tenía que ver conmigo, me arrastraba cada vez más a él.