CAPÍTULO DIECINUEVE
Purgatorio
Durante las dos semanas siguientes no salí de la casa, subía y bajaba la escalera para desayunar, comer, tomar el té y hacer las tareas que Rosaleen estimó que constituían el castigo adecuado, como pasar el aspirador por el salón, abrillantar el latón, sacar todos los libros de las estanterías y limpiar el polvo o ver cómo se ocupaba ella del huerto y las hierbas aromáticas mientras me explicaba lo que estaba haciendo. Creo que disfrutó de lo lindo, parloteando alegremente como si yo fuese una niña pequeña y oyera por primera vez todo cuanto me decía. Creo que le daba vida tener a su alrededor a tantos seres deshechos, como un vampiro. Cuanto más exhaustos estábamos nosotros, mayor fuerza cobraba ella. Ni siquiera fui capaz de leer el diario; era como si hubiera renunciado a todo. Con cada día que pasaba me daba la impresión de que había más vida en la habitación de mi madre que en la mía. Cuanta más energía perdía yo, tanta más ganaba ella. La oía caminar arriba y abajo como una leona enjaulada.
Yo me estaba rebelando contra el diario. Para empezar lo consideraba responsable de la situación en la que me encontraba. Era como si todas las decisiones que yo había tomado hasta ese punto se hubiesen basado en lo que ponía en el diario, y ya no quería esa vida. Quería tener el control. Quería quedarme en la cama y que el mundo me pasara por delante, igual que antes.
Todos los días esperaba que llamara Marcus. Pero no llamó.
Todos los días se pasaba la hermana Ignatius. Yo me sentía tan avergonzada que me negaba a verla. Estoy segura de que ella sabía lo que había sucedido; estoy segura de que el pueblo entero lo sabía. Mi nueva vida no podría haber empezado mejor. No quería un sermón; no quería una mirada severa. Me perdí la extracción de la miel, en la que había prometido ayudar, me perdí el mercado. Y, sin embargo, ella venía todos los días. Tendría que haberle echado una mano pero preferí quedarme en mi habitación, escondida bajo las sábanas, avergonzada sólo de pensar lo que había pasado. Arthur hizo algunos intentos de ver a mi madre. Esperaba a que Rosaleen saliera al jardín trasero para llamar suavemente a la puerta de su habitación. Si creía que ella iba a darle permiso para entrar, era evidente que no se enteraba de nada. Al cabo de un minuto o dos, él se marchaba sin más.
Una noche Rosaleen y Arthur se pelearon de nuevo. Oí que él decía: «No puedo seguir haciendo esto.» Y subió como una exhalación al cuarto de mi madre y estuvo allí quince minutos. Rosaleen se pasó todo ese tiempo con la oreja pegada a la puerta. Yo no lo oí hablar.
Los domingos me quedaba el día entero en la cama. Oía que las monjas tocaban el claxon para hacerme salir, pero yo no me movía. Ni siquiera miraba por la ventana. Sólo quería esconderme de todo el mundo. Me pregunté si sería buena idea ponerme en contacto con Marcus, escribirle. Pero no sabía qué demonios decir. Lo único que se me ocurría era «Lo siento», y eso no bastaba.
Un buen día llegó el camión de mudanzas con todas nuestras cosas del almacén del marido de Barbara. Vi cómo las bajaban del camión y las llevaban al garaje, pero no sentí emoción alguna. Esas cosas ya no eran mías: eran de la chica que antes vivía en aquella casa. Y ésa ya no era yo. Ya no sabía quién era yo. Me dormí de nuevo, y desperté al oír el timbre. Otra vez la hermana Ignatius. Era de lo más perseverante. Al principio sólo pensé que estaba siendo amable, luego que estaba preocupada, pero ese día la noté algo nerviosa. La oía desde mi cuarto. Hablaban entre dientes, pero después la monja subió la voz.
—¿Vas a dejar que —farfulla, farfulla— en la cama pensando que ha hecho algo malo? ¿Que ese pobre muchacho —farfulla, farfulla— todo eso?
Palabras farfulladas.
—Dile que vaya a verme sin falta.
Farfulla, farfulla.
Luego la puerta se cerró. Miré por la ventana, asomé únicamente la cabeza por el alféizar, y vi a la hermana Ignatius, que llevaba una falda y una camisa de flores y se alejaba cabizbaja. Lo sentí mucho por ella, pero al mismo tiempo, cosa extraña, experimenté alivio. La hermana le había dicho a Rosaleen que se asegurara de que yo no me sentía culpable. Quizá me hubiera perdonado, después de todo. El mero hecho de pensar en esa posibilidad me animó. Me dio esperanza, me hizo pensar que mi reacción había sido exagerada y que lo que debía hacer era aprender la lección y superarlo.
Esa noche no fui capaz de calmarme, no pegué ojo. Saqué el diario del suelo y esperé y esperé a que aparecieran las palabras, rezando para que no hubiesen desaparecido por haberlas pasado por alto. Cuando por fin llegaron, me incorporé para prestar la debida atención.
Miércoles, 22 de julio
Hoy he llamado a Marcus. He encontrado su apellido en la guía; no hay muchos Sandhurst en Meath. Por lo visto su padre es un abogado importante y tiene un famoso bufete en Dublín. ¿Cuánto más podría haber avergonzado a Marcus? Me aterrorizaba tener que hablar con sus padres primero, pero lo ha cogido una mujer, que parecía muy formal y me ha puesto directamente con él En cuanto Marcus ha oído mi voz he tenido que suplicarle para que no me colgara. Luego, cuando lo he convencido, no sabía qué decir. Le he pedido disculpas una y otra y otra vez, tantas que al final me ha pedido que parara. Ha dicho que habían retirado todos los cargos, ¿es que no me lo habían dicho?
No.
Le he preguntado si había sido cosa de su padre. Él no podía creer que le hiciera esa pregunta. Ha dicho que yo tenía más problemas de los que él pensaba si no lo sabía. Me ha deseado que todo me fuera bien y ha colgado.
¿De qué demonios me estaba hablando? ¿Si yo no sabía qué?
Llamé a Marcus al día siguiente, sintiéndome menos nerviosa al saber que no lo cogería su padre. Todo fue exactamente como yo lo había escrito, salvo que en lugar de preguntar si había sido cosa de su padre que hubiesen retirado los cargos pregunté cómo era que habían retirado los cargos. Toda una noche pensando en ello y fue lo mejor que se me ocurrió. Y no conseguí ninguna respuesta. De hecho, tal vez él me colgara antes.
Jueves, 23 de julio
Estuve con mamá en su habitación antes de irme a la cama. Tarareaba una canción. No sé qué era, pero la hacía sonreír. Le dije que tenía una cosa para ella y me saqué la lágrima de cristal del bolsillo y la dejé junto a la mesilla de noche. Ella dejó de cantar en cuanto la vio. Se tumbó en la cama con los ojos vueltos lo justo para verla. No paraba de mirarla.
—Es bonita, ¿no? —observé.
Ella me miró, una mirada aguda que me dejó un tanto desconcertada; luego clavó la vista de nuevo en la lágrima de cristal. Al parecer su mera presencia le molestaba, así que extendí el brazo para cogerla, pero su mano cayó de prisa sobre la mía. No me hizo daño, pero me asusté, así que dejé allí el cristal.
Esta misma noche dormía profundamente, soñando con ir a ver a Marcus a la cárcel, cuando he notado una mano en el hombro. En el sueño era un celador, pero he despertado de prisa y he visto muy cerca el rostro de mi madre, su nariz casi tocando la mía. He tenido que hacer un esfuerzo para no gritar. Ella me ha susurrado al oído:
—¿De dónde ha salido?
Yo todavía estaba medio dormida, no sabía de qué me hablaba. No sabía si se refería al diario o al paquete de tabaco que había escondido en el armario.
—La lágrima —ha musitado con un tono de urgencia.
Me ha entrado el pánico, la verdad. He pensado que me metería en un lío por haber ido a casa de la madre de Rosaleen cuando se suponía que no debía. Estaba medio dormida, como ya he dicho, y asustada por el hecho de que mi madre estuviese en mi habitación, hablándome, en mitad de la noche. De vez en cuando oía los muelles de la cama de Arthur y Rosaleen y una especie de miedo extraño me paralizaba. Así que, bueno, he mentido. Le he dicho que la había encontrado en la casa, que me había parecido bonita y me la había quedado.
Nada más decírselo, he sabido en el acto qué era lo que notaba distinto en ella, aparte de que estuviera hablando. Era la luz que había asomado de pronto a sus ojos, dotándolos de vida de nuevo. No me había fijado. Sin embargo, sólo he reparado en esa luz porque nada más pronunciar esas palabras, nada más mentir, la luz se ha desvanecido. Sus ojos estaban apagados, vacíos, sin vida. Yo he matado la emoción que la embargaba, he arrojado agua al fuego. Mi madre ha salido de la habitación sin hacer ruido y se ha ido a su dormitorio.
La puerta de Rosaleen se ha abierto. Pasos por el pasillo. La puerta de mi habitación se ha habierto, el largo camisón blanco iluminado por la luz de la luna. Me ha interrogado unos minutos, había oído cerrarse una puerta, pero yo lo he negado. Ella ha clavado la vista en mí en un largo silencio, como si intentara decidir si yo decía la verdad o no, he asentido y ha cerrado la puerta. He oído los muelles de su cama y luego silencio.
Después no he podido dormir. No paraba de pensar en si había hecho bien mintiéndole a mi madre o no. Cuando la luz de la mañana ha inundado mi habitación, me he dado cuenta de que había cometido un error. Debería haberle dicho la verdad.
Volveré a escribir mañana.
Después de leer eso, tenía todo el día por delante para pensar en lo que le diría a mi madre. Estuve nerviosa el día entero, observando el silente vivir de mi madre y sabiendo que pronto ese hechizo se rompería. Traté de recordar palabra por palabra lo que ponía en el diario, no quería meter la pata. Quería hacer y decir exactamente lo que había escrito para obtener las mismas respuestas. Quería que mi madre entrara en mi habitación en mitad de la noche y quería contarle la verdad sobre la lágrima de cristal. Esperé todo el día.
Por fin, después de cenar, subí a su cuarto. Mi madre estaba tumbada en la cama, mirando al techo, tarareando suavemente.
—Tengo una cosa para ti —le dije, con la voz tan bronca que las palabras apenas resultaron audibles. Lo repetí—: Tengo una cosa para ti.
Ella siguió canturreando cuando me metí la mano en el bolsillo en busca del cristal, que estaba caliente de haberlo llevado conmigo. Lo dejé en la mesilla. El delicado tintineo le hizo volver los ojos, pero no la cabeza. Al ver la lágrima, mi madre dejó de cantar en el acto y su dedo dejó de enredarse en el pelo.
—Es bonita, ¿no? —pregunté.
Entonces ella me miró y yo vi el instante en que el brillo asomó a sus ojos. Luego miró la lágrima de cristal. Sin querer hacerlo, pero a sabiendas de que debía seguir el protocolo, alargué el brazo y, tal y como había escrito, su mano aterrizó sobre la mía para impedir que la cogiera.
—No —negó con firmeza.
—Vale —respondí yo, sonriendo—. Vale.
Me incorporé en la cama, incapaz de dormir, sabedora de que ella me despertaría. Leí en el diario los acontecimientos del día siguiente, sin saber si sería acertado, ya que lo que estaba a punto de suceder probablemente modificase el día que le esperaba a la Tamara del mañana.
Viernes, 24 de julio
Felicidades, Tamara. Diecisiete años. Esta mañana he decidido levantarme de la cama, y a Rosaleen le ha sorprendido verme. Creo que casi le he provocado un ataque al corazón en la despensa cuando he entrado en la cocina. Pensaba que tramaba algo, ya que tenía cara de culpa y se estaba metiendo algo en el bolsillo del delantal. Podría haber sido algo para la tarta, pero no lo sé…
Me ha abrazado y me ha besado con torpeza y luego ha salido con la bandeja de mamá para darle el desayuno y para ir después por mi regalo a su habitación. Ha vuelto con un regalo cuidadosamente envuelto con papel rosa y un lazo blanco y rosa. Era un cesto con gel de baño, jabones y champú de fresa. Casi estaba hiperventilando mientas yo lo abría, mirándome con una sonrisa nerviosa para ver si me gustaba o no. Le he dicho que me gustaba. Le he dicho que era perfecto, y lo cierto es que me ha gustado. Suponía algo distinto para mí. El año anterior, cuando cumplí los dieciséis, me regalaron un bolso de Louis Vuitton y unos zapatos de Gina; éste, un gel y un champú, pero, por extraño que pudiera parecer, lo he agradecido más, porque me hacía falta. Me estaba quedando sin champú, y las ardillas rojas no se dejaban impresionar fácilmente con los bolsos de Louis Vuitton.
Después ha dicho algo extraordinario: «Lo vi el mes pasado, mira tú por dónde, y pensé para mí e incluso se lo dije a Arthur: “Esto tiene el nombre de Tamara.” Lo tengo escondido en el garaje desde entonces, y me daba pavor que lo encontraras.» Ha soltado una risilla nerviosa.
El comentario me ha dejado helada: Rosaleen era más lista de lo que yo pensaba. No podría haber evitado que yo fuera al garaje, ni intentado impedir que guardásemos allí nuestras pertenencias, por el hecho de que hubiese escondido un cestito con jabones. O ella era más lista o creía que yo era idiota. Mis ganas de entrar en ese garaje se han visto aún más espoleadas.
Mamá ha vuelto a pasarse el día durmiendo. Zoey y Laura han llamado. Le he pedido a Rosaleen que les dijera que había salido.
La hermana Ignatius ha pasado a traerme un regalo. Rosaleen se ha ofrecido a dármelo, pero la hermana no ha querido confiárselo. Cuanto menos caso le hago, más empeoro la situación. Ahora tengo muchas más cosas por las que pedir perdón. Creo que ha sido la mejor amiga que he tenido nunca, pero es que a mí sólo me apetece ocultarme del mundo. No quiero que nadie me vea.
Después de cenar, Rosaleen ha salido de la despensa con una tarta de chocolate con velas cantando el Cumpleaños feliz.
Eso debía de ser lo que he estado a punto de pillarla haciendo esta mañana en la despensa. Probablemente sea demasiado tarde para ver qué se ha guardado en el bolsillo del delantal.
Volveré a escribir mañana.
He de admitir que no había pensado mucho en mi cumpleaños durante las últimas semanas, y las veces que lo había hecho era sintiéndome fatal por el pobre Marcus. Ojalá hubiéramos esperado. Ojalá se lo hubiera dicho. No me había planteado cómo lo celebraría o lo habría celebrado en mi vida anterior ni con qué regalos me habrían obsequiado desde el instante en que me despertara hasta que me durmiera, pero después de leer el día actual y el de ayer me sentía entusiasmada. Nerviosa.
Era como si hubiera pasado los últimos días deambulando por una cañada neblinosa sin ver más allá de mis propias narices. Pero ahora la niebla se había levantado. Había estado tan ocupada devanándome los sesos durante todo ese tiempo que no podía concentrarme en nada más. Y ese deambular parecía haber tocado a su fin, ya que estaba sentada en la cama, completamente alerta, con el corazón desbocado, sintiéndome sin aliento, como si hubiera estado corriendo kilómetros. Tenía intención de averiguar qué demonios había estado haciendo Rosaleen o estaba a punto de hacer al día siguiente por la mañana en la despensa.
Mientras desarrollaba un plan oí que se abría la puerta de la habitación de mi madre. Me tumbé de prisa y cerré los ojos. Ella cerró la puerta con sumo cuidado, consciente de que tenía que ser silenciosa. Al poco se sentó en el borde de mi cama y yo esperé a que me pusiera la mano en el hombro. Allí estaba, ese apretar urgente.
Abrí los ojos y no fui presa del pánico del que había escrito, sino que sentí que estaba preparada.
—¿De dónde ha salido? —musitó con el rostro cerca del mío.
Yo me incorporé.
—De la casa de enfrente —repuse.
—La casa de Rosaleen —susurró ella, y a continuación miró por la ventana—. La luz —añadió, y yo reparé en el destello de mi dormitorio, en la pared opuesta a la ventana.
Era como si los árboles se movieran de un lado a otro ante la luz de la luna, haciendo que la luz apareciera y desapareciera en la habitación. Sólo que no eran los árboles, ya que parecía brillar más, como el cristal, lanzando prismas de color. Se reflejaba en la cara pálida de mi madre, que daba la impresión de estar atrapada en su campo, embelesada. Miré por la ventana en el acto, a la casa de enfrente. Suspendido de la ventana de delante había un móvil de cristal que atrapaba la luz, emitiendo haces, casi como un faro.
—En la casa hay más, centenares —musité—. Se suponía que no debía ir allí, pero es que ella… —Las dos miramos hacia la pared al oír los muelles de la cama de Arthur y Rosaleen—. Ella se mostraba tan misteriosa… Sólo quería saludar a su madre, nada más. Le llevé algo para desayunar hace unas semanas y vi a alguien en el cobertizo del jardín trasero. No era su madre.
—¿Quién?
—No lo sé. Una mujer. Mayor, con el pelo largo. Trabaja ahí. Los hace. Debe de soplar ella misma el cristal. ¿Tú crees que puede? ¿Legalmente? —Miré la lágrima de cristal que sostenía mi madre—. Había cientos. Colgando de cuerdas. Te los enseñaré. Cuando fui a recoger la bandeja, ésta estaba en la tapia. Con esto.
Ambas miramos el cristal.
—¿Qué significa? —rompí el silencio.
—¿Lo sabe ella? —inquirió mi madre sin responder a mi pregunta.
Supuse que se refería a Rosaleen.
—No. ¿Qué está pasando?
Mi madre apretó los ojos y se los tapó con las manos. Luego se los frotó con energía y se pasó las manos por el pelo como si intentara despertarse.
—Lo siento. Estoy tan atontada. No consigo… despertar —replicó restregándose los ojos de nuevo. Luego me miró con los ojos brillantes, se inclinó sobre mí y me besó en la frente—. Te quiero, cariño. Lo siento.
—¿Qué sientes?
Pero la pregunta se la dirigí a su espalda, ya que ella se levantó y salió de prisa de la habitación. Yo miré otra vez a la luz, el cristal dentado daba vueltas como si alguien soplara desde dentro. Después, mientras me concentraba en ello, la cortina se movió y caí en la cuenta de que alguien me había estado observando. O nos había estado observando.
Entonces oí que se abría la puerta de Rosaleen y pasos por el pasillo, y la puerta de mi habitación se abrió. Allí estaba ella, vestida de blanco.
—¿Qué ocurre? —inquirió.
—Nada —contesté yo siguiendo el diario.
—He oído que se cerraba una puerta.
—No pasa nada.
Tras dirigirme una larga mirada, me dejó a solas, y yo me paré a reflexionar qué había conseguido contándole la verdad a mi madre. Sin duda de ahí saldría algo bueno, y estaba segura de que no tardaría en saber qué era. Volví a abrir el diario para ver si el texto había cambiado. Contuve el aliento.
Nada más abrirlo, las páginas empezaron a curvarse despacio hacia adentro por los bordes, tiñéndose de marrón y luego de negro, como si estuvieran quemándose ante mis propios ojos. Al final dejaron de enroscarse, y yo me quedé mirando las hojas quemadas, que me ocultaban el mundo del mañana.