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Con los ojos pequeños e inteligentes, Marie Hellin dirigió una rápida mirada a Poirot, y con la misma rapidez apartó la vista.

—Lo recuerdo perfectamente, monsieur —su voz era suave y de tono uniforme—. Madame Samoushenka me tomó a su servicio en la última semana de junio. La doncella anterior tuvo que marcharse precipitadamente.

—¿No pudo enterarse usted de la causa de la marcha?

—Se fue... de pronto... eso es todo lo que sé. Tal vez se puso enferma... o algo parecido. Madame no lo dijo.

—¿Qué tal genio tenía su señora? —preguntó Poirot.

—Muy raro. Tan pronto lloraba como reía. En ocasiones estaba tan desalentada que ni comía. Pero en otras se mostraba alegre a más no poder. Las bailarinas son así. Es lo que se llama tener temperamento.

—¿Y sir George?

Marie pareció ponerse en guardia. Un destello desagradable brilló en sus ojos.

—¿Sir George Sanderfield? ¿Le gustaría saberlo? Tal vez sea eso lo que quiere usted saber en realidad. Lo otro tan sólo fue un pretexto, ¿verdad? Le podría decir algunas cosas curiosas acerca de sir George; le podría contar, por ejemplo...

Poirot la interrumpió.

—No es necesario.

Ella lo miró fijamente, con la boca abierta. En sus ojos se reflejó la desilusión y el enojo que aquello le causaba.