—Ésta son las señas, señor.
Hércules Poirot cogió el trozo de papel.
—Excelente, George. ¿Y qué día de la semana?
—Los jueves, señor.
—Los jueves. Hoy, por fortuna, es jueves. Por lo tanto, no necesitamos esperar.
Veinte minutos después, el detective subía las escaleras de un humilde bloque de viviendas situada en una calleja que derivaba de una vía más transitada. El número 10 de Rosholm Mansions estaba en el tercer piso, que era el último; y no había ascensor. Poirot subía trabajosamente la angosta escalera de caracol.
Se detuvo para recobrar el aliento en el último descansillo. Por debajo de la puerta del número 10 salió un ruido que vino a romper el silencio. El agudo ladrido de un perro.
Poirot hizo un gesto afirmativo con la cabeza y sonrió ligeramente. Oprimió el botón del timbre.
Los ladridos crecieron en intensidad. Se oyó el ruido de unos pasos que se acercaban y se abrió la puerta...
La señorita Carnaby dio un paso atrás llevándose una mano al amplio pecho.
—¿Me permite que entre? —preguntó Hércules Poirot.
Y sin aguardar la respuesta pasó adelante.
A su derecha vio abierta la puerta de un saloncito y entró por ella. La señora Carnaby, como si anduviera en sueños, siguió al detective.
La habitación era pequeña y estaba atestada de chismes. Entre ellos se veía un ser humano; una mujer anciana tendida en un sofá, cerca de la estufa de gas. Cuando entró Poirot, un perrito pequinés saltó del sofá y avanzó lanzando unos cuantos ladridos recelosos.
—¡Aja! —dijo Poirot—. ¡Éste es el primer actor! ¿Cómo estás, amiguito?
Se inclinó y extendió la mano. El perro la olfateó mientras sus inteligentes ojos no se apartaban de la cara del recién llegado.
La señora Carnaby murmuró desmayadamente:
—¿Lo sabe todo, entonces?
Hércules Poirot, asintió.
—Sí, lo sé —miró a la mujer del sofá—. Su hermana, ¿verdad?
La señorita Carnaby contestó mecánicamente:
—Sí, Emily... éste es el señor Poirot.
Emily Carnaby dio un respingo y exclamó:
—¡Oh!
—¡Augusto! —llamó su hermana.
El pequinés la miró, movió la cola y luego resumió su escrutinio de la mano de Poirot. De nuevo meneó la cola ligeramente.
Poirot cogió al perro con suavidad, tomó asiento y puso a Augusto sobre sus rodillas.
—Ya he capturado al león de Nemea. He llevado a cabo mi tarea.
Amy Carnaby preguntó con voz seca y dura:
—¿Lo sabe usted todo, en realidad?
Poirot asintió otra vez.
—Así lo creo. Usted organizó este negocio, contando con la ayuda de Augusto. Salió con el perrito de su señora a dar el acostumbrado paseo, lo trajo aquí y luego se dirigió al parque, pero llevándose a Augusto. El guarda la vio acompañada de un pequinés, como siempre, y la niñera, si alguna vez damos con ella, asegurará que cuando usted le habló llevaba consigo un perro de tal raza. Pero mientras conversaba con la niñera cortó usted la correa y Augusto, perfectamente adiestrado, escapó sin esperar un momento y vino directamente a casa. Pocos minutos después dio usted la alarma diciendo que le habían robado el perro.
Hubo una gran pausa. La señorita Carnaby se enderezó orgullosa y con cierta patética dignidad.
—Sí —dijo—. Ocurrió todo de esa forma. Y yo... no tengo nada más que decir.
La mujer que se hallaba tendida en el sofá empezó a llorar suavemente.
—¿Nada en absoluto, señorita? ¿Está segura? —preguntó Poirot.
—Nada —replicó la señorita Carnaby—. He sido una ladrona... y me han descubierto.
El detective murmuró:
—¿No tiene usted nada que decir... en su propia defensa?
Una mancha encarnada se extendió de pronto por las pálidas mejillas de la señorita Carnaby.
—No... no me pesa lo que hice. Estoy segura de que es usted un hombre bondadoso, señor Poirot, y que tal vez me comprenderá. Sepa usted que he tenido una gran preocupación.
—¿Preocupación?
—Sí. Supongo que será difícil de entender para un caballero. No soy una mujer inteligente, ni poseo preparación adecuada para desempeñar otro oficio que el que tengo actualmente. Además, me estoy haciendo vieja y el porvenir me aterra. No he sido capaz de ahorrar nada..., ¿y cómo podía hacerlo si tenía que cuidar de Emily? Y a medida que tenga más edad seré más incompetente y no habrá nadie que necesite mis servicios. Quieren gente joven y activa. Conozco a muchas que se encuentran en mi situación. Cuando nadie te necesita tienes que vivir en un cuarto miserable, sin fuego y con no mucho para comer; hasta que por fin ni siquiera puedes pagar el alquiler... Existen asilos, desde luego, pero no resulta fácil entrar en ellos si no se tienen amigos influyentes; y yo no los tengo. Hay muchísimas mujeres como yo; pobres seres inútiles, sin nada más en perspectiva que un miedo mortal a la vejez...
Su voz tembló.
—Así fue como —continuó hablando— algunas de nosotras nos unimos... y lo planeé todo. En realidad fue Augusto quien me lo sugirió. Ya sabe usted que para mucha gente un pequinés es exactamente como otro. Tal como creemos que son los chinos. Aunque, desde luego, es ridículo pensar una cosa así. Cualquiera que entienda algo de perros no confundirá a Augusto con Nanki Poo, con Shan Tung y con otro pequinés. Augusto es mucho más inteligente y más fino; pero, como le dije, para la mayoría de la gente, un pequinés no se diferencia de otro. Augusto me dio la idea... Contando también con el hecho de que la casi totalidad de las señoras adineradas tienen perros pequineses.
Poirot sonrió.
—Ha debido ser un sustancioso... negocio —dijo—. ¿Cuántas componen la banda? ¿O tal vez sería mejor preguntarle si han llevado a efecto con éxito estas operaciones frecuentemente?
La señorita Carnaby contestó:
—Shan Tung hizo el número diecisiete.
El detective levantó las cejas.
—Le felicito. Su organización tuvo que ser excelente.
Emily Carnaby intervino.
—Amy fue siempre una gran organizadora. Nuestro padre, que fue vicario de Kellington, en Essex, no se cansaba de repetir que Amy era un verdadero genio planeando cosas. Ella se encargaba en todas las ocasiones de los preparativos para las fiestas y tómbolas de caridad.
Poirot hizo una pequeña reverencia y dijo:
—De acuerdo. Como delincuente, señorita, es usted de las mejores.
Amy Carnaby exclamó:
—¡Yo una delincuente! ¡Dios mío, eso es lo que soy...! Aunque nunca tuve la impresión de serlo.
—¿Qué sintió, entonces?
—Tiene usted mucha razón. Infringía la ley. Pero, compréndame... ¿cómo se lo explicaría? Casi todas esas mujeres que utilizan nuestros servicios son groseras y desagradables. Lady Hoggin, por ejemplo, nunca mide el alcance de las palabras que me dirige. El otro día dijo que el tónico que suele tomar tenía un gusto raro y prácticamente me acusó de haber estado manipulando con él. Y más cosas por el estilo —la señora Carnaby enrojeció—. Todo ello es realmente desagradable. Y lo que más enfurece es e! no poder decir nada ni contestar como se merece. Supongo que me comprenderá.
—La comprendo a la perfección —contestó Poirot.
—Y ver cómo malgastan el dinero... es irritante. Sir Joseph nos relata a veces los coups que da en la City... cosas que en la mayor parte de las ocasiones me parecen francamente deshonestas, si bien he de reconocer que mi cabeza no comprende los misterios de las finanzas. Pues bien, señor Poirot, todo esto me trastornaba y creí que si le quitaba un poco de dinero a esta gente, la cual, al fin y al cabo, había tenido pocos escrúpulos en conseguirlo, no iba a perjudicarse por la pérdida... En resumen, creí que aquello no estaría mal.
—Un moderno Robin Hood —comentó Poirot—. Dígame, señorita Carnaby, ¿hubiera usted llevado a cabo alguna vez las amenazas que intercalaba en sus cartas?
—¿Amenazas?
—¿Hubiera llegado a mutilar a los animales en la forma que detallaba?
La señorita Carnaby lo miró con horror.
—Claro que no. ¡Nunca hubiera hecho una cosa así! Eso era tan sólo... un toque artístico.
—Muy artístico. Dio buen resultado.
—Ya sabía yo que lo daría. En mi fuero interno imaginaba lo que yo sentiría si fuera Augusto el amenazado y, por otra parte quería estar segura de que las interesadas no dirían nada a sus maridos hasta que hubiera pasado todo. El plan dio un magnífico resultado en todas las ocasiones. En el noventa por ciento de los casos, las señoras de compañía se encargaban de depositar la carta en Correos. Pero antes abríamos los sobres utilizando el vapor; sacábamos los billetes y los reemplazábamos con recortes de papel. En una o dos ocasiones, las propias señoras se encargaron de echar las cartas en el buzón. Entonces, como es natural, tuvimos que ir hasta el hotel a que iban dirigidas y cogerlas del casillero. Pero eso no presentaba muchas dificultades.
—¿Y la cuestión de la niñera? ¿Hubo tal niñera en todos los casos?
—Pues verá usted, señor Poirot. De todos es sabido que las viejas se vuelven locas por los bebés. Por lo tanto, era completamente natural que al quedar absortas por uno de ellos no se dieran cuenta de lo que sucedía a su alrededor.
Hércules Poirot suspiró.
—Su psicología es excelente —dijo—. La organización irreprochable y, además, es usted una magnífica actriz. Su actuación del otro día, cuando me entrevisté con lady Hoggin, no tuvo el menor fallo. No se menosprecie nunca a sí misma, señorita Carnaby. Puede ser usted lo que llamamos una mujer inexperta; pero no hay nada que falle en su cerebro, ni se puede dudar de su valor.
Amy Carnaby sonrió con desgana.
—Y no obstante, he sido descubierta, señor Poirot.
—Sólo por mí. ¡Eso era inevitable! Después de la entrevista que sostuve con la señora Samuelson, me di cuenta de que el secuestro de Shan Tung constituía uno de los eslabones de una cadena. Ya me había enterado de que había heredado usted un perro pequinés y que tenía una hermana inválida. Sólo tuve que rogar a mi insustituible criado que buscara un pisito, dentro de un radio determinado, ocupado por una señora inválida que tuviera un pequinés y una hermana que la visitara una vez a la semana en su día libre. Fue muy sencillo.
Amy Carnaby se irguió.
—Ha sido usted muy amable —dijo—. Ello me anima a pedirle un favor. Ya sé que no puedo eludir el castigo que merezco por lo que he hecho. Supongo que me enviarán a la cárcel. Pero si puede, señor Poirot, evite que se haga mucha publicidad sobre el caso. Sería penoso para Emily... y para los pocos que nos conocieron en otros tiempos. Me imagino que podré entrar en la prisión con nombre falso. ¿Cree usted que sería contraproducente solicitar una cosa así?
—Me parece que podré hacer algo mejor que eso —contestó Poirot—. Pero antes que nada, quiero dejar bien sentada una cosa. Este negocio debe terminar. No deben desaparecer más perros. ¡Se acabó!
—Sí, sí, desde luego.
—Y tiene que devolver el dinero que consiguió de lady Hoggin.
Amy Carnaby cruzó la habitación, abrió un cajón de una cómoda y volvió, llevando en la mano un puñado de billetes envueltos que dio a Poirot. El detective cogió el dinero y lo contó. Luego se levantó.
—Posiblemente, señorita Carnaby, conseguiré convencer a sir Joseph para que no presente ninguna demanda.
—¡Oh, señor Poirot!
Amy Carnaby juntó las manos; su hermana dio un grito de júbilo y Augusto, por no ser menos, ladró y movió la cola como gratitud hacia el detective.
—Y en cuanto a ti, amigo mío —dijo Poirot, dirigiéndose al perro—, desearía me pudieras dar una de tus cualidades. Tu manto de invisibilidad. En todos esos casos nadie sospechó que había un segundo perro complicado. Augusto posee la piel del león que lo hace invisible.
—Desde luego, señor Poirot. De acuerdo con lo que dice la leyenda, los pequineses fueron leones en tiempos pasados. ¡Y todavía conservan el corazón del rey de los animales!
—Supongo que Augusto será el perro que le legó lady Hartingfield y que, según me dijeron, había muerto. ¿No la preocupó nunca el dejar que viniera solo a casa, a través del tránsito callejero?
—No, señor, Poirot. Augusto sabe muy bien lo que hacer. Lo adiestré cuidadosamente para ello. Hasta sabe cuáles son las calles de dirección única.
—En ese caso —opinó
Hércules Poirot—, es superior a muchos seres humanos.