—¿De qué se trata? —preguntó el detective.
—Es de un señor que le ruega investigue la desaparición de un perrito pequinés propiedad de su esposa.
Poirot se detuvo con un pie en el aire. Lanzó una mirada de profundo reproche a la señorita Lemon, pero ella no se dio cuenta. Había empezado a teclear en la máquina de escribir y lo hacía con la rapidez y precisión de una ametralladora.
Poirot estaba sorprendido; sorprendido y amargado. La señorita Lemon, la eficiente secretaria, le había decepcionado. ¡Un perrito pequinés! Después del sueño que tuvo la noche anterior, en el que se vio saliendo del Palacio de Buckingham, adonde fue llamado para recibir personalmente el agradecimiento real... Fue una lástima que su criado entrara en aquel momento en el dormitorio para servirle el chocolate matutino.
Estuvo a punto de proferir unas expresiones satíricas y mordaces. No las profirió porque la señorita Lemon no las hubiera oído, de todas formas, dada la rapidez y eficacia con que estaba escribiendo a máquina.
Poirot lanzó un gruñido de disgusto y cogió la carta colocada sobre el montoncito que su secretaria había formado en uno de los lados de la mesa.
Sí; era exactamente como había dicho la señorita Lemon. Unas señas de la capital y una petición concisa y ruda, en términos comerciales. Su objeto: el secuestro de un perrito pequinés. Uno de esos caprichos de ojos saltones que las damas ricas acostumbran mimar con exceso. Los labios de Hércules Poirot se fruncieron al leer aquello. No era ninguna cosa desacostumbrada. Nada fuera de lugar, o... sí, sí; en un pequeño detalle la señorita Lemon tenía razón. Había algo que no era corriente.
Poirot tomó asiento y leyó la carta con detenimiento. No era la clase de asunto que quería ni que se había prometido él mismo. No era un caso importante bajo ningún aspecto; no revestía significación alguna: No era... y aquí radicaba el punto crucial de su objeción... un apropiado «Trabajo» de Hércules.
Pero por desgracia, sentía curiosidad... Levantó la voz hasta el punto en que la señorita Lemon pudiera oírle por encima del ruido que producía con la máquina de escribir.
—Telefonee a sir Joseph Hoggin —ordenó—, y pregúntele a qué hora me recibirá en su despacho.
Como de costumbre, la
señorita Lemon había tenido razón.