7

El timbre del teléfono sonó a primeras horas de la mañana. Poirot cogió el auricular.

Se oyó la voz de Japp.

—¿Quería hablar conmigo? —preguntó el policía.

—Sí; eso es. ¿Qué me cuenta?

—No encontramos las drogas, pero conseguimos las esmeraldas.

—¿Dónde?

—En el bolsillo del profesor Liskeard.

—¿También se sorprende usted? Con franqueza, no sé qué pensar. Pareció tan asombrado como un niño de pecho. Las miró y dijo que no tenía ni la más remota idea de cómo habían llegado a su bolsillo, ¡maldita sea!, creo que decía la verdad. Varesco pudo ponérselas fácilmente mientras estuvo la luz apagada. No puedo imaginarme a un hombre como Liskeard mezclado en una cosa así. Pertenece a la alta sociedad y hasta se relaciona con el Museo Británico. En lo único que gasta el dinero es en libros, y así y todo, los compra de segunda mano. No; no encaja en ello. Empiezo a creer que estábamos equivocados; que nunca ha habido drogas en ese club.

—Pues sí que las hubo, amigo mío. Anoche estaban allí. Y dígame, ¿no salió nadie por la puerta secreta?

—Sí. El príncipe Henry de Scandenberg y su caballerizo mayor. Llegó ayer mismo a Londres. Y el ministro Vitemian Evans. Es un oficio bastante peliagudo ser ministro laborista, pues debe andar uno con mucho cuidado. A nadie le preocupa que un político conservador se gaste los cuartos en francachelas, porque todos se figuran que gasta de su dinero. Pero cuando se trata de un laborista, la gente piensa en seguida que está derrochando los fondos del partido. Y a decir verdad, así suele ocurrir. Bueno, lady Beatrice Viner fue la última; se casa pasado mañana con el presumido duque de Leominster. No creo que ninguno de ellos tenga nada que ver con lo que nos ocupa.

—Y está usted en lo cierto. De todas formas, las drogas estaban en el club y alguien las sacó de allí.

—¿Quién fue?

—Yo, amigo mío —respondió Poirot suavemente.

Colgó el auricular, cortando los farfulleos de Japp, al oír que sonaba el timbre de la puerta. El detective la abrió personalmente y dejó que entrara la condesa Rossakoff.

—Si no fuera por lo viejos que somos, esto iba a ser muy comprometedor —exclamó ella—. Ya ve que he venido, tal como me pedía en su nota. Creo que me ha seguido un policía, pero, por mí, que se espere en la calle; bien, amigo mío, ¿qué ocurre?

Poirot, galantemente, le ayudó a quitarse las pieles.

—¿Por qué puso las esmeraldas en el bolsillo del profesor Liskeard? —preguntó el detective—. Ce n'est pas gentile, ce que vous avez fait la!

La condesa abrió los ojos de par en par.

—Pues lo que me propuse fue ponerlas en el bolsillo de usted.

—¿En mi bolsillo?

—Claro que sí. Fui precipitadamente hacia la mesa donde solía usted sentarse; pero supongo que al estar las luces apagadas, por inadvertencia puse las esmeraldas en el bolsillo del profesor.

—¿Y por qué quería hacerme cargar con unas esmeraldas robadas?

—Me pareció... Tuve que decidirme con rapidez, ¿comprende? Y aquello era lo mejor que podía hacer.

—Realmente, Vera, es usted impayable.

—¡Pero, mi querido amigo, considere...! Llegó la policía y se apagaron las luces, esto último es un arreglo que hemos hecho para los clientes que no desean ser molestados, y una mano cogió el bolso que tenía sobre la mesa. Lo recuperé de un manotazo y sentí a través del terciopelo una cosa dura en su interior. Introduje la mano, y por el tacto supe que eran piedras preciosas. En el acto comprendí quién las había puesto allí.

—¿De veras? ¿Lo sabe usted?

—Claro que lo sé. ¡Es ese salaud! Es ese basilisco, ese monstruo, ese hipócrita, ese traidor, ese reptil de Paul Varesco.

—¿Su socio?

—Sí, sí. Es el dueño; él fue quien puso el dinero. Hasta ahora nunca le traicioné, siempre le he sido fiel. Pero ya que me ha vendido, que ha querido entregarme a la policía... ¡Ah!; ahora he de decir a todos que ha sido él... sí ¡que ha sido él!

—Cálmese —dijo Poirot—. Entre conmigo en esta habitación.

Abrió la puerta. La habitación era pequeña y de momento daba la sensación de que estaba toda llena de «perro». Cerbero parecía desproporcionado en el espacioso sitio que ocupaba en «El Infierno»; pero en el pequeño comedor del piso de Poirot, causaba la impresión de que no había otra cosa más que él. A su lado, sin embargo, estaba el odorífero hombrecillo de la noche anterior.

—Hemos venido de acuerdo con lo acordado, jefe —dijo el acompañante del perro, con voz ronca.

Dou dou! —exclamó la condesa—. Mi pobrecito Dou dou...

Cerbero golpeó el suelo con la cola. Pero no se movió.

—Permítame que le presente al señor William Higgs —gritó Poirot para hacerse oír sobre el estruendo que hacía el perro con la cola—. Es un maestro en su profesión. Durante el batiburrillo que se armó anoche, el señor Higgs indujo a Cerbero que saliera de «El Infierno» y le siguiera.

—¿Que usted le indujo? —la condesa miró incrédulamente al hombrecillo—. ¿Pero cómo? ¿Cómo?

El señor Higgs bajó los ojos avergonzado.

—No sé cómo decirlo ante una dama. Pero hay cosas que los perros no pueden resistir. Un perro me seguirá a cualquier lado si yo quiero. Desde luego, ya comprenderá usted que no podría hacer lo mismo si se tratara de una perra... No; eso es diferente.

La condesa Rossakoff se volvió hacia Poirot.

—¿Por qué? ¿Por qué lo hizo? —preguntó.

—Un perro enseñado a propósito, puede llevar una cosa en la boca hasta que se ordene que la suelte. Durante horas enteras si es preciso. ¿Quiere usted ordenarle que suelte lo que lleva ahora?

Vera Rossakoff lo miró con fijeza; se volvió hacia el perro y pronunció dos palabras.

Las quijadas de Cerbero se abrieron y su lengua pareció que caía al suelo.

Poirot se adelantó y recogió una cajita envuelta en una goma esponjosa de color rosa. La destapó y en su interior apareció un paquete de polvo blanco.

—¿Qué es eso? —preguntó vivamente la condesa.

Poirot replicó tranquilamente:

—Droga. Parece que hay poca cantidad; pero basta para valer miles de libras para aquellos que estén dispuestos a pagarlas... Basta para llevar la ruina y la miseria a cientos de personas...

La mujer contuvo el aliento y después gritó:

—Y usted cree que yo... ¡pues no es verdad! ¡Le juro que no es verdad! En tiempos pasados me divertían las joyas, los bibelots, y los objetos raros; son cosas que ayudan a vivir, ya sabe. ¿Y por qué no? ¿Por qué una persona ha de poseer más cosas que otra?

—Eso es lo que opino de los perros —intervino el señor Higgs.
—No tiene usted el sentido de lo bueno y de lo malo —comentó tristemente Poirot dirigiéndose a la condesa.

Ella prosiguió:

—¡Pero drogas... eso no! ¡Porque causan miseria, dolor y degeneración! No tenía idea... ni la más mínima idea, de que mi encantador, inocente y delicioso «Infierno» estaba siendo utilizado para tal propósito.

—Convengo con usted en lo de las drogas —dijo el señor Higgs—. Envenenar a los perros es asqueroso, ¡eso es! Yo nunca tuve nada que ver con tales cosas.

—Pero dígame que me cree, amigo mío —imploró la condesa.

—¡Claro que la creo! ¿Acaso no me he tomado molestias y he dedicado mi tiempo a desenmascarar al organizador de ese tráfico de drogas? ¿Acaso no he llevado a cabo el duodécimo trabajo de Hércules y he sacado a Cerbero del infierno para probar mi caso? Y oiga bien esto; no me gusta ver cómo inculpan alevosamente a mis amigos. Sí; porque era usted la que estaba destinada a servir de cabeza de turco, si las cosas salían mal. Las esmeraldas debían ser encontradas en su bolso y si alguien hubiera sido tan listo, como yo, que sospechara que la boca del perro era, en realidad, el escondrijo de las drogas, el perro en todo caso era de usted, ¿no es verdad? Y ese perro obedecía incluso a la petite Alice. ¡Sí; ya es hora de que abra usted los ojos! Desde un principio no me gustó esa joven, ni su jerga científica ni la falda y chaqueta que llevaba, con unos bolsillos tan grandes. Eso es; bolsillos. No es natural que una mujer descuide hasta tal punto su aspecto. Y me dijo que lo fundamental era lo que importaba. ¡Aja! Los bolsillos eran fundamentales. En ellos podía traer la droga y llevarse las joyas. Un cambio que hacía mientras bailaba con su cómplice, al que pretendía considerar como un caso psicológico. ¡Buena pantalla! Nadie podía sospechar de la formal y científica psicóloga, con título académico y gafas de concha. Ella introducía la droga de contrabando e inducía a sus pacientes ricos a que se acostumbraran a tomarla. Puso el dinero para montar un club nocturno y dispuso las cosas de forma que figurara como propietario alguien con... digámoslo así... con un pasado turbio. Pero despreció a Hércules Poirot y pensó que podía engañarlo con su charla acerca de niñeras y de chalecos. Eh bien, yo ya estaba dispuesto a seguirla. Cuando se apagaron las luces me levanté rápidamente y fui a situarme junto a Cerbero. En la oscuridad oí cómo se acercaba ella. Le abrió la boca al perro y le introdujo dentro el paquete. Pero yo... delicadamente y sin que ella se diera cuenta, le corté con unas tijeras un trozo de la manga de su chaqueta.

Con aire dramático sacó del bolsillo un trocito de tela.

—Vea... es la misma tela a cuadros. La voy a entregar a Japp para que compruebe que pertenece a su chaqueta. Para que la detenga... y diga cuan listos han sido otra vez los de Scotland Yard.

La condesa lo miró con estupefacción. De pronto lanzó un gemido comparable al de una sirena de barco.

—Pero mi Niki... mi pobre Niki. Esto será terrible para él... —hizo una prolongada pausa—. ¿O acaso cree usted que no...?

—Hay muchas chicas más en América —replicó Hércules Poirot.

—Y si no hubiera sido por usted, su madre estaría en la cárcel... en la cárcel... con el pelo rapado... sentada en una celda y oliendo a desinfectante. Es usted maravilloso... maravilloso.

Se abalanzó sobre Poirot y lo abrazó con todo el fervor de que es capaz la raza eslava. El señor Higgs los miró con aire comprensivo y Cerbero volvió a golpear la cola contra el suelo.

En mitad de aquella escena de júbilo se oyó el sonido de un timbre.

—¡Japp! —exclamó Poirot, desasiéndose pronto de la condesa.

—Tal vez será mejor que pase a la otra habitación —dijo ella.

Cuando hubo salido, Poirot se dirigió a la puerta del vestíbulo.

—Oiga, jefe —susurró ansiosamente el señor Higgs—. Será preferible que se mire antes en el espejo, ¿no le parece?

Poirot obedeció e hizo un movimiento de retroceso ante lo que vio. El lápiz de labios y el maquillaje adornaban su cara en fantástico revoltijo.

—Si es el señor Japp, de Scotland Yard, va a pensar lo peor; seguro —comentó el señor Higgs.

Y añadió, mientras sonaba otra vez el timbre de la puerta y Poirot frotaba febrilmente sus bigotes para limpiarlos de aquella grasa colorada:

—¿Qué quiere que haga? ¿Qué me dice de ese podenco?

—Si no recuerdo mal, Cerbero volvió al infierno.

—Como guste —dijo el señor Higgs—. A decir verdad, le he tomado un poco de aprecio... aunque no es de la clase que me apaña; demasiado vistoso. E imagínese lo que me costaría entre huesos y carne de caballo. Debe comer más que un león joven.

—Del león de Nemea a la captura de Cerbero —murmuró—. Todo completo.