—¿De veras, señor? —replicó el imperturbable George.
—Y el objeto de nuestro viaje es destruir un monstruo de nueve cabezas.
—¿De veras, señor? ¿Algo parecido al monstruo de Loch Ness?
—No tan palpable como eso. No me refiero a un animal de carne y hueso, George.
—No le comprendí, señor.
—Sería mucho más fácil si el monstruo fuera un ser real. No hay nada tan intangible y tan elusivo como el origen de una calumnia.
—Desde luego, señor. A veces es difícil precisar cómo empiezan esas cosas.
—Exactamente.
Hércules Poirot no se hospedó en casa del doctor Oldfield. Lo hizo en la posada del pueblo. A la mañana siguiente de su llegada, tuvo su primera entrevista con Jean Moncrieffe.
Era una muchacha alta de cabello cobrizo y de firmes ojos azules. Daba la sensación de estar siempre vigilante y en guardia contra los demás.
—De modo que el doctor Oldfield acudió a usted... Ya sabía que pensaba hacerlo.
Su tono carecía de entusiasmo.
—¿No le parece bien, acaso? —le preguntó Hércules Poirot.
Los ojos de ella se fijaron en los del detective.
—¿Qué puede usted hacer en este caso? —inquirió.
—Debe existir una manera de abordar la situación —replicó Poirot sosegadamente.
—¿De qué forma? —la muchacha profirió estas palabras con desdén— Quizá querrá ir a visitar a todas las viejas murmuradoras y decirles: «Por favor, cesen de hablar así. No es conveniente para el pobre Oldfield.» Y ellas le contestarían: «Le aseguro que nunca creí esa patraña.» Ahí está precisamente lo malo de esta cuestión. No espere que le digan: «¿No se le ocurrió nunca que la muerte de la señora Oldfield no fue lo que pareció?» No; lo que dirán será: «Desde luego, yo no creo esa historia acerca del doctor Oldfield y su mujer. Estoy segura de que él no hubiera hecho tal cosa, aunque la verdad es que, tal vez, no cuidó de ella como debiera y, además, no me parece muy prudente tener como ayudante a una muchacha tan joven... y no es que quiera decir que exista algo equívoco entre los dos. ¡Oh, no! estoy completamente segura de que no hay nada de eso...»
La joven se detuvo. Tenía la cara sonrojada y respiraba con precipitación.
—Al parecer, sabe usted muy bien lo que se dice por ahí —comentó Poirot. ¿Y qué solución le daría usted a eso?
Ella cerró la boca firmemente.
—Lo mejor que podría hacer el doctor sería traspasar su clientela y empezar de nuevo en cualquier sitio.
—¿No cree que la calumnia le seguiría adonde fuera?
Ella se encogió de hombros.
—Debe arriesgarse.
Poirot calló durante un momento.
—¿Va usted a casarse con el doctor Oldfield, señorita Moncrieffe? —preguntó por fin.
La joven no pareció sorprenderse por la pregunta.
—No me lo ha pedido —replicó.
—¿Por qué no?
Los ojos de ella volvieron a fijarse en los del detective, pero ahora, durante un segundo, parecieron vacilar. Luego contestó:
—Porque no le he dado ninguna esperanza.
—¡Qué suerte encontrar a alguien que sea completamente franco! —exclamó Poirot.
—¡Seré tan franca como usted guste! Cuando me di cuenta de que la gente decía que Charles se desembarazó de su esposa con el propósito de casarse conmigo, me pareció que si nos casábamos daríamos razón a todos. Esperé entonces que al no verse ningún propósito de casamiento entre nosotros los rumores se extinguirían por sí solos.
—Pero no ha sido así.
—No; no lo fue.
—¿No le parece algo raro? —preguntó Hércules Poirot.
Jean contestó con acritud:
—La gente no tiene aquí muchas cosas para divertirse.
—¿Quiere usted casarse con Charles Oldfield? —volvió a preguntar Hércules Poirot.
La muchacha respondió fríamente:
—Sí. Lo quise desde el momento en que lo conocí.
—Entonces, la muerte de la esposa fue muy conveniente para usted, ¿verdad?
—La señora Oldfield fue una mujer muy desagradable. Francamente, me alegré cuando murió...
—Sí —convino Poirot—. ¡Es usted franca en extremo!
Ella sonrió con desdén.
—Tengo que hacerle una sugerencia —continuó el detective.
—¿Sí?
—Aquí hace falta que se tomen medidas drásticas. Le sugiero que alguien... posiblemente usted misma... escriba al Ministerio de la Gobernación.
—¿Qué es lo que se propone?
—Creo que la mejor forma de terminar con los rumores, de una vez para siempre, es conseguir que se exhume el cadáver y se haga la autopsia.
Ella retrocedió un paso. Abrió los labios y luego los volvió a cerrar. Poirot, entretanto, no la perdía de vista.
—¿Bien, mademoiselle? —preguntó por fin.
—No estoy de acuerdo con usted.
—¿Por qué no? Con toda seguridad, si el veredicto es de que la muerte sobrevino por causas naturales, callarán las malas lenguas.
—Si llega a pronunciarse tal veredicto, es posible.
—¿Sabe usted lo que está sugiriendo, mademoiselle?
La joven contestó impaciente:
—Sé perfectamente lo que digo. Está usted pensando en un envenenamiento por arsénico... y que puede probar que no fue envenenada de tal forma. Pero hay otras sustancias letales; los alcaloides vegetales. Al cabo de un año no es probable que se encuentren rastros de ellos, ni aun en el caso de que hubieran sido usados. Ya sé cómo son esos análisis oficiales. Pueden pronunciar un diagnóstico impreciso, diciendo que no hay nada que demuestre lo que causó la muerte... y las malas lenguas volverán a murmurar con más malicia que antes.
Hércules Poirot no respondió de momento.
—En su opinión, ¿quién es el más inveterado charlatán del pueblo? —preguntó luego.
La joven recapacitó y dijo:
—Creo que la señorita Leatheran es la peor víbora de todas.
—¡Ah! ¿Le sería fácil presentármela... de una manera casual, a ser posible?
—No creo que sea difícil. A estas horas de la mañana todas las viejas andan por el pueblo haciendo sus compras. Nos bastará dar un paseo por la calle Mayor.
Tal como dijo Jean, no hubo ninguna dificultad en los trámites de la presentación. Jean se detuvo ante la estafeta de Correos y se dirigió a una mujer alta y delgada, de mediana edad, en cuya cara destacaba una nariz afilada y unos ojos agudos e inquisitivos.
—Buenos días, señorita Leatheran.
—Buenos días, Jean. Qué día tan estupendo, ¿verdad?
Los astutos ojos de la mujer exploraron detenidamente al acompañante de la joven.
—Permítame que le
presente a monsieur Poirot, que estará en el pueblo durante unos
pocos días.