Y se asegura también que todo el mundo tiene por lo menos un primo segundo en Mertonshire. Situado a una razonable distancia de Londres, se celebran en él monterías y se puede pescar y cazar. Hay por aquí varios pueblos pintorescos, pero muy poco engreídos por ello, aunque tienen un buen sistema ferroviario y una nueva autopista que facilita a los motoristas la ida y vuelta a la metrópoli. Los criados ponen más dificultades para ir allí que a otros distritos más rurales de las Islas Británicas. La consecuencia de todo esto es que resulta prácticamente imposible vivir en Mertonshire, a no ser que se disfrute de una renta que pueda expresarse con cuatro cifras; pero con los impuestos y unas cosas y otras, si es de cinco, muchísimo mejor.
Hércules Poirot, como era extranjero, no tenía ningún primo segundo en aquel condado; mas había conseguido hacer un buen número de amistades y no tuvo dificultad en conseguir que alguien le invitara a que hiciera una visita a la región. Además, encontró como anfitrión a una buena señora cuya mayor delicia consistía en ejercitar su lengua hablando de los vecinos. Lo malo de ello estribaba en que Poirot debía resignarse a oír una gran cantidad de cosas acerca de gente que no le interesaba en lo más mínimo, antes de llegar a referirse a lo que le llevaba allí.
—¿Las Grant? Sí; son cuatro chicas. No me extraña que el pobre general no las pueda dominar. ¿Qué puede hacer un hombre con cuatro chicas? —la mano de lady Carmichael se agitó elocuentemente.
—Es verdad —convino Poirot.
La señora continuó:
—Me han dicho que en su regimiento solía mantener una firme disciplina. Pero con esas chicas no puede. Eso no pasaba cuando yo era joven. El viejo coronel Sandys era un ordenancista tan acérrimo, que sus pobres hijas...
(Y aquí una larga disgresión sobre las desgracias de las chicas del coronel Sandys y otras amigas de lady Carmichael.)
—Pues verá usted —la dama volvió al tema primitivo—. Yo no digo que haya nada malo en esas jóvenes. Tan sólo buen humor y mucha vitalidad... aunque van con una pandilla nada recomendable. Esa gente no se veía antes por aquí. Ahora vienen tipos bastante extraños. Ya no queda lo que pudiéramos llamar espíritu señorial. Todo es dinero, dinero y dinero. ¡Y hay que ver las cosas que se oyen! ¿Quién dijo usted? ¿Anthony Hawker? Sí, le conozco. Es lo que yo considero un joven desagradable aunque por lo visto está forrado de billetes. Viene a cazar y da fiestas en las que derrocha el dinero. Y también se celebran en su casa reuniones bastante singulares, si es que una va a prestar oído a todo lo que dicen por ahí... No es que yo lo crea, pero ya sabe lo mal pensada que es la gente. Siempre suponen lo peor. Parece que está de moda el decir que una persona bebe o toma drogas. Hace unos días alguien me confesó que las chicas jóvenes son borrachas por inclinación. Yo opino que eso es una indelicadeza. Y, por otra parte, si ven que alguien tiene unas maneras vagas o raras, no dudan en decir: «Drogas». No lo estimo justo. Eso dicen de la señora Larkin y aunque esa mujer no me importa en absoluto, creo que sólo se trata de distracciones que sufre. Es una gran amiga de Anthony Hawker y estoy segura de que por dicha causa les tiene tanta inquina a las hermanas Grant... dice que son unas antropófagas; unas devoradoras de hombres. No me extrañaría que hayan perseguido a más de uno, pero ¿por qué no? Al fin y al cabo es una cosa natural. Y, además, las cuatro tienen buen tipo.
Poirot intercaló una pregunta.
—¿La señora Larkin? Mi querido amigo, no creo que pueda contestar a eso. En estos días no hay manera de saber quién es una persona. Dicen que vive bien y, por lo que se ve, no anda mal de dinero. Su marido era una personalidad en la City. Murió: ella no está divorciada. No hace mucho tiempo que vive aquí; vino poco después de los Grant. Siempre he creído que...
La anciana se detuvo y quedó con la boca abierta, mientras los ojos parecían querer saltar hacia Poirot. Se inclinó hacia delante y golpeó los nudillos del detective con un cortapapeles que tenía en la mano. Y sin hacer caso del gesto de dolor que hizo él exclamó:
—¡Desde luego! ¡Por eso está aquí! Es usted un pícaro solapado. Y no pararé hasta que me lo cuente todo.
—Pero ¿qué es lo que debo contarle?
Lady Carmichael intentó darle otro golpe, pero Poirot lo esquivó hábilmente.
—¡Se parece a una ostra, Hércules Poirot! Ya veo cómo tiemblan sus bigotes. No hay duda de que es un asunto relacionado con algún crimen lo que le ha traído aquí... ¡y me está sonsacando así descaradamente todo lo que sé! Vamos a ver, ¿puede ser asesinato? ¿Quién murió en estos últimos tiempos? Sólo Louisa Gilmore, pero tenía ochenta y cinco años y, además, padecía hidropesía. No puede ser ella. El pobre Leo Staverton se rompió el cuello en una cacería y ahora va escayolado hasta la cabeza... éste tampoco puede ser. Tal vez no se trate de asesinato. ¡Qué lástima! No me acuerdo de que haya ocurrido un buen robo de joyas últimamente... Quizás está usted persiguiendo a un criminal... ¿Es Beryl Larkin? ¿Envenenó a su marido? Puede ser que los remordimientos sean la causa de que tenga esas maneras vagas.
—Madame, madame —exclamó Hércules Poirot—. Va demasiado de prisa.
—¡Tonterías! Usted se propone algo.
—¿Está familiarizada con los clásicos, madame?
—¿Qué tienen que ver los clásicos con todo esto?
—Pues verá usted. Estoy emulando a mi ilustre predecesor Hércules. Uno de los «trabajos» que llevó a cabo fue la doma de los caballos de Diomedes.
—No me diga que ha venido a domar caballos; a su edad... y con esos zapatos de charol que siempre lleva. No creo que haya montado a caballo en su vida.
—Los caballos, madame, son simbólicos. Eran caballos salvajes que comían carne humana.
—¡Qué mal gusto! Opino que los antiguos griegos y romanos tenían muy mal gusto. No sé por qué los clérigos tienen tanta afición a los clásicos. Los citan a cada dos por tres; de una parte nunca sabes qué es lo que quieren decir y, por otra, me parece que el tema principal de todo lo clásico es impropio para gente de iglesia. La literatura demasiado pecaminosa... y todas estas estatuas sin una mala prenda encima. Y no es que yo haga mucho caso de ello, pero ya sabe cómo se enfadan los pastores de nuestras iglesias cuando ven entrar a una chica que no lleva medias... Veamos, ¿dónde estaba?
—No se lo puedo decir.
—Supongo, miserable, que no querrá confesar si la señora Larkin envenenó a su marido. ¿O tal vez Anthony Hawker es el asesino del baúl de Brington?
Miró al detective como si esperara que éste le hiciera alguna confidencia, pero la cara de Poirot permaneció impasible.
—Puede tratarse de una falsificación —especuló lady Carmichael—. Hace unos días vi a la señora Larkin en el Banco. Acababa de cobrar un cheque de cincuenta libras, y me pareció entonces una cantidad demasiado elevada para cobrarla en efectivo. No: no es eso... si hubiera sido una falsificadora hubiera ingresado el cheque en su cuenta, ¿verdad? Oiga, Hércules Poirot; si se queda ahí callado, mirándome como una lechuza, le tiro algo a la cabeza.
—Debe tener usted un
poco de paciencia —dijo el detective.