—Bien, señor Poirot —dijo—. ¿Consiguió llevar a cabo su bravata?
—Permítame que antes le formule una pregunta —replicó el detective mientras tomaba asiento—. Sé quién es el delincuente y estimo posible presentar pruebas suficientes para que le condenen. Pero en ese caso, dudo de que pueda usted recobrar nunca su dinero.
La cara de sir Joseph tomó un tinte violáceo.
—Pero yo no soy un policía —prosiguió Poirot—. Actúo en este caso meramente para defender los derechos de usted. Creo que podré recobrar intacto su dinero si no presenta demanda alguna.
—¿Eh? —dijo sir Joseph—. Eso necesita que se piense un poco.
—Usted es el que ha de decidir. Hablando en términos estrictos, supongo que debería denunciar el caso por bien del interés público. Mucha gente le aconsejaría lo mismo.
—Eso creo yo —contestó secamente el financiero—. Al fin y al cabo no sería su dinero el que se volatilizaría. Si hay alguna cosa que yo aborrezco, es que me estafen. Nadie lo hizo sin que pagara las consecuencias.
Sir Joseph dio un enérgico puñetazo sobre la mesa.
—Bien. ¿Qué decide entonces?
—¡Quiero la «pasta»! Nadie se ha jactado de haberse quedado con doscientas libras de mi propiedad.
Hércules Poirot se levantó, fue hacia la mesa y extendió un cheque por doscientas libras que luego entregó a su interlocutor.
—¡Maldita sea! ¿Quién diablos es el culpable? —preguntó sir Joseph.
—Si acepta el dinero no debe hacer preguntas —replicó Poirot.
El financiero dobló el cheque y lo guardó en su bolsillo.
—Es una lástima. Pero aquí de lo que se trata es del dinero. ¿Y cuánto le debo a usted, señor Poirot?
—Mis honorarios no van a ser muy elevados. Como ya le dije, este asunto carecía de toda importancia —hizo una pausa y luego prosiguió—: casi todos los casos de que me encargo ahora son asesinatos...
Sir Joseph se sobresaltó ligeramente.
—¿Y son interesantes? —preguntó.
—Algunas veces. Es curioso; me recuerda usted uno de mis primeros casos, en Bélgica, hace muchos años... El personaje protagonista se le parecía mucho a usted. Era un rico fabricante de jabón. Envenenó a su esposa para poder casarse con su secretaria. Sí; el parecido es extraordinario...
Un débil sonido salió de los labios de sir Joseph, que había tomado un extraño color azulado. El tono rojizo de sus mejillas desapareció. Miró a Poirot con ojos que parecían salirse de las órbitas. Dio la impresión de encogerse en el sillón donde se sentaba.
Después, con mano trémula, registró su bolsillo; sacó el cheque que extendiera Poirot y lo rompió en pedazos.
—El asunto queda zanjado, ¿entiende? Considere esto como sus honorarios.
—Pero, sir Joseph; mis honorarios no hubieran sido tan considerables.
—Está bien. Guárdeselos.
—Los invertiré en una obra de caridad.
—Haga con ellos lo que le dé la real gana.
Poirot se inclinó hacia delante y advirtió:
—Estimo muy conveniente indicarle, sir Joseph, que, dada su actual posición, deberá tener usted un cuidado extraordinario con lo que hace.
La voz del financiero era casi inaudible al contestar:
—No se preocupe. Tendré mucho cuidado.
Hércules Poirot salió de la casa y cuando llegó a la acera, comentó para sí mismo:
—Por lo tanto... estaba
yo en lo cierto.