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Everitt Dashwood, el joven y alegre miembro de la redacción del periódico The Branch, golpeó afectuosamente la espalda de Hércules Poirot.
—Hay varias clases de basura, amigo mío —dijo—. La mía es basura limpia.
—No le estaba insinuando que fuera igual a la de Percy Perry.

—Ése es un condenado chupóptero. Una mancha en nuestra profesión. Si pudiéramos ya lo habríamos hundido.

—Pues sucede —explicó Poirot— que en este momento me encargo de un pequeño asunto consistente en aclarar un escándalo político.

—Quiere limpiar los establos de Augías, ¿eh? —le dijo Dashwood—. Demasiado pesado para usted. La única forma de hacerlo sería desviando el Támesis para que se llevara por delante el Parlamento.

—Es usted un cínico —repitió Poirot moviendo la cabeza.

—Conozco el mundo; ni más ni menos.

—Creo que es usted el hombre que necesito —dijo el detective—. Es atrevido, tiene espíritu deportivo y le gustan las cosas que se salgan de lo corriente.

—¿Y suponiendo que así sea...?

—Quiero poner en práctica un plan que tengo en la imaginación. Si es cierto lo que me figuro, existe una conjura que debemos desbaratar. Y todo ello, amigo mío, constituirá otra noticia que su periódico publicará antes que ningún otro.

—De acuerdo —dijo alegremente Dashwood.

—Estará relacionado con un grosero complot que fraguan contra una mujer.

—Mejor que mejor. Estas cosas de mujeres siempre interesan a la gente.

—Entonces, siéntese y escuche.