19

LOS primeros en sufrir el aplazamiento de la cosecha fueron la familia de Ogbuefi Amalu, que había muerto en la estación lluviosa de aru-mmo. Amalu era un hombre rico, y, en tiempos normales, los ritos del enterramiento y el funeral se hubieran celebrado dos o tres días después de su muerte. Pero era una mala muerte la que mataba a un hombre en tiempos de hambruna. El propio Amalu lo sabía y estaba preparado. Antes de morir llamó a su primogénito, Aneto, y le dio instrucciones para la celebración del funeral.

—Yo hubiera dicho: hacedlo dos o tres días después de que me hayáis entregado a la tierra. Pero esto es ugani; no puedo pediros que organicéis la celebración de mi funeral con vuestra saliva. Tendré que esperar a que haya nuevos ñames.

Hablaba con dificultad, luchando por cada bocanada de aire. Aneto estaba arrodillado a su lado, junto a la cama de bambú, y se esforzaba para captar los susurros que apenas se oían entre la respiración cavernosa que salía del pecho del enfermo. Las muchas capas de linimento que le habían aplicado se habían solidificado y estaban cuarteadas como la tierra en la estación seca.

—Pero no debéis retrasarlo más de cuatro lunas después de mi muerte. Y no te olvides, quiero que sacrifiquéis un toro. Circulaba una historia sobre un hombre joven de otro clan que estaba tan agobiado de problemas que decidió consultar a un oráculo. La causa, le dijo el oráculo, es que su difunto padre quería que le sacrificara una cabra. El joven le dijo al oráculo:

—Pregúntale a mi padre si me dejó en herencia siquiera una gallina.

Ogbuefi Amalu no era como ese hombre. Todo el mundo sabía que valía cuatrocientos toros y que no le había pedido a su hijo más de lo que en justicia se le debía.

Anticipándose a la celebración de la Fiesta del Ñame Nuevo, Aneto y sus hermanos habían elegido la fecha del segundo funeral de Amalu y se lo habían anunciado a todo Umuaro y a todos los parientes y parientes políticos de los clanes vecinos.

¿Qué iban a hacer ahora? ¿Debían seguir con el plan y darle a Amalu un funeral como el de un hombre pobre y sin ñames, y arriesgarse así a que su ira cayera sobre sus cabezas, o debían retrasarlo más tiempo del que Amalu había previsto y arriesgarse también a sufrir su ira? La segunda opción parecía la mejor y la menos peligrosa. Pero, para estar bien seguro, Aneto fue al afa, para plantearle las alternativas a su padre.

Cuando llegó al oráculo, descubrió que no había dos alternativas sino solo una. No se atrevió a preguntarle a su padre si se conformaría con un funeral de pobre; en vez de eso, le preguntó si podrían retrasar los ritos hasta que hubiera ñames nuevos en Umuaro. Amalu dijo que no. Ya había pasado demasiado tiempo al sol y a la lluvia y no podía soportarlo ni un día más. Un hombre pobre podía estar vagando por el exterior durante años mientras sus parientes arañaban unos pocos recursos; ese era el castigo por su falta de éxito en la vida. Pero un gran hombre que había trabajado hasta obtener dos títulos tenía que ser conducido al interior por aquellos para los que había trabajado y a los que había dejado sus riquezas.

Aneto convocó una reunión de familia y les comunicó lo que había dicho su padre. Nadie se sorprendió. ¿Quién podría criticar a Amalu?, se preguntaban. ¿Acaso no lleva fuera demasiado tiempo? No, la culpa era de Ezeulu. Por su culpa, la familia de Amalu había tenido que gastar sus recursos en comprar ñames a los clanes vecinos mientras su propia cosecha yacía encerrada en el suelo. Muchos de esos vecinos ya estaban engordando gracias a la desgracia de la familia de Amalu. Todos los días nkwo llevaban ñames nuevos a Umuaro y los vendían como tobilleras de marfil. Al principio, solo los hombres sin títulos, las mujeres y los niños comían los ñames que venían de fuera. Pero, a medida que la hambruna se recrudecía, alguien hizo notar que no había nada en las costumbres de Umuaro que impidiera a un hombre con títulos comer ñames nuevos criados en una tierra extranjera; y, en cualquier caso, ¿quién estaba allí cuando los habían extraído para jurar que eran ñames nuevos? Esto hizo reír a la gente solo con la mitad de la cara. Pero si algún hombre con títulos siguió el consejo y comió esos ñames, se aseguró de que nadie lo viera. Lo que muchos hicieron fue sacar los ñames que habían plantado cerca de su casa para alimentar a sus mujeres y a sus hijos. De acuerdo con las costumbres ancestrales, un hombre podía extraer unos cuantos ñames de casa en tiempos de hambrunas severas. Pero hoy no eran solo unos cuantos ñames, y, lo que es más, el área doméstica crecía y se alejaba cada vez más de las casas a medida que pasaban los días.

La desgracia de Umuaro caía con más peso sobre Ezeulu y su familia de lo que la gente sospechaba. En el entorno del sumo sacerdote a nadie se le ocurría pensar en los ardides que, basándose en costumbres nuevas o antiguas, permitían a otros comer de vez en cuando un ñame, ya fuera del pueblo o de fuera. Como eran más prósperos que otras familias, tenían almacenados más ñames, pero ya se habían convertido en fibras insípidas. Antes de cocinarlos, tenían que golpearlos con una pesada maja de mortero para separar las hebras compactas. Pronto, incluso esos ñames se acabaron.

Pero la carga más pesada recaía sobre la mente de Ezeulu. Estaba acostumbrado a la soledad. Como sumo sacerdote de Ulu, a menudo había caminado a solas al frente de Umuaro. Pero, sin mirar hacia atrás, siempre había podido escuchar las flautas y las canciones que hacían vibrar la tierra porque surgían de una multitud de voces y de las pisadas de incontables pies. Había habido momentos en que las voces se oían divididas, como en el caso de la disputa territorial con Okperi. Pero hasta ahora nunca habían muerto del todo. Poca gente venía ahora a su cabaña, y los que venían no decían nada. Ezeulu quería saber lo que se decía en Umuaro pero nadie se ofrecía a decírselo, y él no quería que nadie pensara que era curioso. Así que, con cada día que pasaba, Umuaro se tornaba más y más extrañamente silencioso, con la clase de silencio que quemaba por dentro la cabeza de un hombre como las llamas azules, calladas y afiladas de las cáscaras de nuez de palma ardiendo. Ezeulu se consumía en el dolor que crecía y crecía en su interior hasta hacerle desear salir de su casa o incluso acercarse al mercado en un día nkwo y gritarle a Umuaro.

Como nadie se le acercaba lo suficiente para ver su angustia, y aunque la hubieran visto no la habrían entendido, se imaginaban que él estaba sentado en su cabaña regodeándose en la desgracia de Umuaro. Pero, aunque por nada del mundo quería ver alterada la situación actual, sentía más pesar y sufría mayor castigo que todos sus amigos. Lo que más le preocupaba, y parecía que solo él se daba ahora cuenta, era que este castigo no era solo para el presente, sino para siempre. Afligiría a Umuaro como una enfermedad ogulu-aro, que cuenta un año y vuelve a atacar a su víctima. Bajo la ira, en su mente se escondía una profunda compasión por Umuaro, el clan que mucho tiempo atrás, cuando los lagartos iban de uno en uno y de dos en dos, había elegido a su antepasado para que llevara su divinidad y fuera al frente de ellos salvando todos los obstáculos y afrontando todos los peligros en su nombre.

Quizá, si el silencio en que Ezeulu estaba atrapado hubiera sido completo, se habría acostumbrado a él a su debido tiempo. Pero tenía grietas por las que de vez en cuando se filtraban y le llegaban algunas gotas de información, lo que producía el efecto de hacer más hondo su silencio, como un guijarro arrojado a una cueva.

Aquel día, Akuebue había arrojado un guijarro semejante. Era el único entre los parientes y amigos de Ezeulu que todavía iba de vez en cuando a verle. Pero cuando iba se sentaba en silencio o hablaba de cosas sin importancia. Aquel día, sin embargo, no pudo evitar mencionar un nuevo acontecimiento en la crisis que le preocupaba. Posiblemente Akuebue era el único hombre en Umuaro que sabía que Ezeulu no estaba castigando arbitrariamente a los seis pueblos. Sabía que el sumo sacerdote estaba indefenso; que algo más grande que un nte había caído en una trampa para nte. Así que cuando visitaba a Ezeulu no hablaba de las cosas que estaban en sus cabezas, porque estaban más allá de las palabras. Pero ese día no había podido guardar silencio sobre el movimiento de los cristianos para recoger la cosecha de Umuaro.

—Me preocupa —dijo— porque se parece al dicho de nuestros ancestros: cuando dos hermanos se pelean hasta la muerte, un extraño hereda la hacienda paterna.

—¿Y qué quieres que haga? —Ezeulu abrió las palmas de las manos hacia su amigo—. Si algún hombre de Umuaro se olvida tanto de sí como para unirse a ellos, déjale que se vaya.

Akuebue meneó la cabeza con pesar.

Tan pronto como se fue, Ezeulu llamó a Oduche y le preguntó si era cierto que su gente estaba ofreciendo refugio a los que querían escapar de la venganza de Ulu. Oduche le dijo que no le entendía.

—¿No me entiendes? ¿Está tu gente diciéndole a Umuaro que si alguien lleva sacrificios a vuestro templo puede cosechar sus ñames sin correr peligro? ¿Me entiendes ahora?

—Sí. Eso fue lo que dijo nuestro maestro.

—¿Eso dijo tu maestro? ¿Y tú me lo hiciste saber?

—No.

—¿Por qué?

Silencio.

—Te estoy preguntando por qué no me lo hiciste saber.

Durante largo rato, padre e hijo se miraron fijamente en silencio. Cuando Ezeulu habló de nuevo, lo hizo en un tono tranquilo y lleno de pena.

—¿Recuerdas lo que te dije cuando te envié con esa gente?

Oduche fijó su mirada en el dedo gordo de su pie derecho, que adelantó un poco.

—Puesto que te has vuelto mudo, déjame que te lo recuerde. Te llamé como un padre llama a su hijo y te pedí que fueras mis ojos y mis oídos entre esa gente. No envié a Obika o a Edogo; no envié a Nwafo, el hijo de tu madre. Te llamé por tu nombre y tú viniste aquí, a este obi, y yo te envié a ver y a escuchar por mí. Entonces no sabía que estaba enviando una calavera de cabra. Vete, vuelve a la cabaña de tu madre. No tengo espíritu para hablar ahora. Cuando pueda hablar te diré lo que pienso. Vete y alégrate de que tu padre no pueda contar contigo. Te digo que te vayas de aquí, lagarto que arruinó el funeral de su madre.

Oduche se fue al borde de las lágrimas. Ezeulu se sintió levemente reconfortado.

Por fin llegó otra luna nueva y Ezeulu se comió el duodécimo ñame. A la mañana siguiente mandó a buscar a sus ayudantes para anunciar que en veintiocho días se podría celebrar la Fiesta del Ñame Nuevo.

A lo largo del día se tocaron los tambores en la casa de Amalu, porque el funeral se celebraba al día siguiente. El sonido llegó hasta la última aldea de Umuaro para recordárselo, aunque no hacía ninguna falta porque estaban todos hambrientos como langostas.

Por la noche, Ezeulu tuvo uno de aquellos extraños sueños que tenían más significado que los sueños normales y corrientes. Al despertarse vio todo con la claridad y la precisión de la luz del día, como la vez que tuvo el sueño en Okperi.

Estaba sentado en su obi. Por el sonido de las voces parecía como si el cortejo fúnebre pasara justo por detrás de su casa, al otro lado de las altas paredes rojas. Eso le preocupó mucho porque por allí no pasaba ningún camino. ¿Quiénes eran esos y por qué habían hecho un camino junto a su casa? Pensó que debía salir y desafiarlos porque se decía que, a menos que un hombre no luchara contra los que andaban detrás de su casa, nunca se cerraría el camino. Pero le faltó determinación y se quedó donde estaba. Mientras tanto, cada vez se oía más alto el sonido de los tambores y las flautas. Era el canto en honor a quien se llevaba a enterrar a la maleza:

¡Mira, una pitón!

¡Mira, una pitón!

Sí, ahí en medio del camino.

Como siempre, la canción se colaba como sucesivas ráfagas de lluvia, que llegaban pisándose los talones unas a otras. Los dolientes que iban delante empezaban la melodía, que seguían los que iban detrás. Se oyó la última tanda de tambores.

Ezeulu llamó a gritos a su familia para que fueran con él a desafiar a los intrusos, pero el patio estaba desierto. Su indecisión se transformó en inquietud. Corrió hacia la cabaña de Matefi y lo único que vio fueron las cenizas de un fuego que llevaba tiempo apagado. Salió corriendo a la cabaña de Ugoye y la llamó a ella y a sus hijos, pero vio que se había hundido y que habían brotado hojas de hierba verde en el tejado de paja. Se había apagado el sonido del cortejo fúnebre en la distancia. Quizá tras el dolor de la voz solitaria, que en aquel momento lloraba, regresaran con una novia. La dulce agonía de la voz que cantaba el solo le cayó como una gota de rocío en la cabeza.

Yo nací cuando los lagartos iban de uno en uno y de dos en dos,

hijo de Idemili. Las penosas lágrimas

del primer llanto del cielo trazaron el lugar que habitaría. Al ser hijo

del cielo, caminé por la tierra con el porte de un rey.

Y los dolientes me encontraron envuelto, en medio de su camino.

Pero últimamente

una extraña campana

ha tañido un canto de desolación:

¡Dejen sus ñames y su yuca

y vengan a la escuela!

Y yo me escabullo a toda velocidad

cada vez que los niños dicen en serio o en broma:

¡Mira, uno que va a convertirse en cristiano!

Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja…

La repentina risa enloquecida del que cantaba invadió el patio de la casa de Ezeulu y le despertó. En lugar de sentir el frío del harmatán, estaba sudando. Pero sintió un gran alivio de estar despierto y saber que había sido un sueño. La alarma ciega y la urgencia de la vida y de la muerte se desvanecieron en el umbral del despertar. Pero retuvo un vago temor porque la voz de la pitón había sonado al final como la voz de su madre cuando cayó en la locura. Nwanyi Okperi, como la llamaban en Umuaro, había sido en su juventud una gran cantante que componía canciones con la misma facilidad con la que otros hablaban. De mayor, con la locura, los cantos se transformaron en excéntricos chorros de voz que salían por las grietas de su mente. Ezeulu había temido aquellos momentos en su niñez, cuando ataban los pies a su madre en la luna nueva.

El paso del ogbazulobodo ayudó a Ezeulu en aquel momento a volver al presente. Quizá fuera efecto del sueño, pero nunca en su vida había oído pasar a un espíritu nocturno con tal furia. Era como una legión de corredores, cada uno cubierto de pies a cabeza de cuerdas con el tintín de los ekpili. Venía desde el ilo y desaparecía hacia el Nkwo. Debía de haber señales de luz en algún patio, pues le pareció que alguien se paraba y decía: «Ewo okwo! Ewo okwo!». Quienquiera que fuera el infractor debía de haber apagado la luz a toda velocidad, y el espíritu así pacificado siguió su vuelo y enseguida desapareció en la noche.

Ezeulu se preguntó por qué no le había saludado al pasar por su casa. O quizá lo hubiera hecho antes de que se despertara.

Después del sueño y de la conmoción por el paso del ogbazulobodo, intentó en vano volver a dormirse. A continuación empezaron a disparar el cañón desde la casa de Amalu. Ezeulu contó hasta nueve rugidos separados por el toque del ekwe. En aquel momento, ya no podía ni cerrar los ojos. Se levantó, agarró el pasador de la puerta tallada de su cabaña y la abrió. Cogió su machete y su botella de rapé de la parte de arriba de la cama y anduvo a tientas hacia la habitación exterior. Sintió el frío del harmatán. Afortunadamente, todavía quedaban brasas de los dos grandes leños de ukga. Las avivó y salió una llamita.

Nadie del pueblo sabía actuar como ogbazulobodo con tanto estilo como Obika. Había una enorme diferencia entre él y cualquier otro que lo intentara, que iría demasiado despacio o se le trabaría la lengua, pues el poder del ike-agwu-ani, por muy grande que fuera, no podía transformar a un vil insecto en un antílope, ni a un mudo en un orador. Por eso, a pesar del enorme agravio que tenía la familia de Amalu contra Ezeulu y su familia, Aneto fue a pedirle a Obika que actuara como ogbazulobodo la noche antes del segundo entierro de su padre.

—No quiero decir que no —dijo Obika después de que hablara Aneto—, pero no es algo que deba hacer un hombre que no es del todo dueño de su cuerpo. Tengo un poco de fiebre desde ayer.

—No sé lo que pasa, pero cada persona que veo estos días suena como una vasija rota —dijo Aneto.

—¿Por qué no se lo pides a Nweke Ukpaka?

—Ya sabía que él también puede hacerlo y, de hecho, he pasado por delante de su casa.

Obika reflexionó sobre la propuesta.

—No hay mucha gente capaz de hacerlo —dijo Aneto—. Pero aquel cuyo nombre invocan una y otra vez quienes tratan en vano de atrapar un toro salvaje tiene algo que solo él sabe hacer con los toros.

—Es verdad —dijo Obika—. Accedo a tu petición, pero lo hago por cobardía.

«Si digo que no —pensó Obika—, dirán que Ezeulu y su familia han demostrado por segunda vez su determinación de arruinar el entierro de un hombre de su pueblo que nunca les hizo daño».

Hasta después de la cena no le contó a su mujer que saldría aquella noche. Obika iba siempre a comer a la cabaña de su mujer. Sus amigos le tomaban el pelo y le decían que la mujer lo tenía embrujado. Okuata estaba rebañando los restos de sopa de su cuenco cuando habló Obika. Dobló el dedo, limpió el cuenco con él, lo estiró y se lo pasó por la lengua.

—¿Qué? ¿Sales con esa fiebre? —preguntó—. Obika, ten piedad de ti mismo. Mañana es el funeral. ¿Por qué no pueden prescindir de ti hasta mañana?

—No me voy a quedar mucho tiempo. Aneto es de mi quinta y tengo que ir a ver lo que está preparando.

Okuata se sumió en un silencio huraño.

—Cierra bien la puerta. No va a venir nadie a secuestrarte. No tardo.

El ekwe-ogbazulobodo sonó «kom kom kokom kom kokom» durante un buen rato; advertía a quien estuviera todavía despierto que se metiera en la cama y apagara la luz porque esta y el ogbazulobodo eran enemigos mortales. Después de sonar el tiempo suficiente para que todo el mundo lo oyera, se paró. El silencio y el chirrido estridente de los insectos cayeron de nuevo sobre la noche. Obika y los que iban a cantar en el coro de espíritus de ayaka se sentaron en el escalón más bajo del okwolo, charlando y riendo. El que tocaba el ekwe dejó su tambor junto a la llamita de la antorcha de aceite de palma y se unió a ellos.

Cuando el ekwe comenzó a tocar la segunda y última advertencia, Obika seguía hablando con los demás como si no fuera con él la cosa. El anciano, Ozumba, que cuidaba las vestiduras de los espíritus nocturnos se colocó junto al que tocaba el tambor. Después empezó a decir ugoli cuatro o cinco veces con su voz cascada, como para sacudirse las telarañas. Preguntó si estaba allí Obika, quien miró en su dirección y lo vio, borroso, a la luz de la noche. Deliberadamente despacio, se levantó y se acercó a Ozumba y se paró de pie ante él. Ozumba se inclinó y cogió una falda hecha de una red de cuerda llena de adornos de ekpili con su tintineo. Obika levantó los brazos por encima de la cabeza para que Ozumba pudiera atarle la falda sin obstáculo alguno. Al terminar, Ozumba agitó los brazos a su alrededor, como un ciego, hasta que agarró su bastón de hierro. Lo recogió del suelo y se lo puso a Obika en la mano derecha. El ekwe siguió sonando a la luz mortecina de la lámpara de aceite de palma. Obika cerró la mano, agarró el bastón y apretó los dientes. Ozumba le dio tiempo para que terminara de prepararse. Después, muy despacio, adelantó la cabeza y Ozumba le puso la gargantilla ike-agwu-ani alrededor del cuello. Al hacerlo, le dijo:

Tun-tun gem-gem

Oso mgbada bu nugwu.

Desde la colina se ve

la velocidad del ciervo.

En cuanto pronunció aquellas palabras, el ogbazulobodo giró sobre sus talones y gritó: «Ewo okwo! Ewo okwo!». El músico que tocaba el tambor tiró los palillos y apagó de un soplo la luz. El espíritu plantó el bastón en la tierra, que retumbó. Volvió a sacarlo y se esfumó como el viento en la dirección de Nkwo, dejando tras de sí, en el aire, palabras poderosas.

La mosca que se pasea por un montículo de excremento pierde el tiempo; el montículo siempre será más grande que la mosca. Lo que bate el tambor para el ngwesi está dentro de la tierra. La oscuridad es tan profunda que hace que un perro tenga cuernos. Quien edifica una casa antes que otro, presume de tener más ollas rotas. Es el ofo lo que da el poder al agua de lluvia para penetrar en la tierra seca. El que adelanta a sus compañeros ve espíritus en el camino. El murciélago dijo que sabía lo feo que era y decidió volar de noche. Cuando un hombre en lo alto de una palmera frena el paso del aire, la mosca se siente confusa. El desventurado bebe agua pero se le queda entre los dientes…

Estaba ciego y a la vez veía más que nunca. No veía nada de lo que sobresalía, como los árboles o las cabañas, pero sus pies sabían perfectamente adonde iban; no se saltó uno solo de los pequeños caminos de la ruta habitual. Los conocía sin usar los ojos. Solo se paró una vez, al intuir luz…

Ya puede hablar la gente del hombre a quien mató la rata de un mordisco, que el lagarto no deja de ir a por dinero para afilarse los dientes. El que vea a una vieja bruja agachada, que la deje en paz; ¿quién sabe cómo respira? La hormiga blanca mastica igbegulu porque está en el suelo; que trepe por el árbol y que coma. El que quiera comer semillas udala, que tenga en cuenta el tamaño de su ano. La mosca que no tiene quien la avise se va detrás del cadáver a la tierra…

Surgió una llamarada en su pecho que hizo que le subiera a la boca un regusto amargo. Pero lo saboreó desde la distancia, o desde una boca dentro de su boca. Sintió que era dos personas separadas, una por encima de la otra.

Cuando se pasa de un apretón de manos a agarrar el brazo, la cosa cambia. El sueño que dura de un día de mercado a otro se convierte en la muerte. El hombre que disfruta con la carne del carnero en el funeral, ¿por qué ha de recuperarse cuando reciba la visita de la enfermedad? El árbol gigantesco cae y los pajarillos se desperdigan por la maleza… Aunque el pajarillo que salta del suelo y aterriza en un termitero no lo sepa, sigue en el suelo… La serpiente común que vea un hombre solo, puede convertirse en una pitón a sus ojos… La misma cosa que mate a la rata madre está siempre ahí para asegurarse de que sus crías no abran jamás los ojos… El chico que insiste en preguntar qué le pasó a su padre antes de hacerse fuerte para vengarlo está pidiendo a gritos el mismo destino que su padre… Quien menosprecia la enfermedad que ha sufrido el mono debería ver los ojos que se le quedaron a su enfermero por soplar en el fuego… Cuando la muerte quiere llevarse a un perrito le impide oler hasta el excremento…

Los ocho hombres que cantaban el coro ayaka seguían hablando cuando se marchó Obika. Ozumba había venido a sentarse con ellos para esperar su retorno. Hablaban sobre el gran toro que habían comprado los hijos de Amalu para su funeral cuando oyeron la voz que volvía. Los hombres del ayaka se pusieron de pie apresuradamente y se prepararon para entonar un canto en cuanto el ogbazulobodo volviera a entrar en el ilo. Estaban impresionados de que regresara tan pronto. ¿Se habría saltado algún camino?

—No puede ser Obika —afirmó Ozumba orgulloso—. Es muy avispado. Un muchacho espabilado donde los haya, por mucho que se le rompan las herramientas con las prisas.

Apenas había dicho aquello cuando Obika entró corriendo y cayó al pie del okwolo. Ozumba le quitó la gargantilla y lo llamó por su nombre. Pero Obika no respondió. Volvió a llamarlo y le tocó el pecho. Había agua fría a mano y se la echaron por la cara y por el cuerpo. La canción del ayaka se había parado tal y como había empezado. Lo rodearon, incapaces de articular palabra.

Todavía no había cantado el primer gallo. Ezeulu seguía en su obi. Todavía resplandecía el fuego en los gruesos troncos, pero hacía rato que se habían apagado las llamas. ¿De quién eran los pasos que oía? Escuchó con atención.

—¿Quién es? —preguntó.

Se dejaron de oír las pisadas y las voces. Se hizo el silencio durante un momento, un silencio impregnado de la presencia de extraños en la oscuridad.

—Gente —dijo una voz.

—¿Qué gente? Tengo el fusil cargado, que lo sepa esa gente.

—Ezeulu, soy yo, Ozumba.

—Ozumba.

—Ajá.

—¿Qué te trae por aquí a estas horas?

—Ha sucedido una desgracia. La cabra se ha comido hojas de palma de mi cabeza.

Ezeulu solo carraspeó y comenzó a avivar el fuego despacio.

—Dejadme hacer fuego para veros las caras.

Uno de los palos de madera era demasiado largo y lo partió en dos con la rodilla. Sopló el fuego varias veces hasta que surgió una llama.

—Pasad y dejadme oír lo que decís.

En cuanto vio el cuerpo de Obika pasar por el dintel bajo, se levantó y cogió su machete.

—¿Qué le ha pasado? ¿Quién le ha hecho esto? ¿Quién ha sido?

Ozumba comenzó a explicárselo, pero Ezeulu no le oía. Se le cayó el machete de la mano y se desplomó sobre las rodillas junto al cuerpo.

—¡Hijo mío! —gimió—. Ulu, ¿dónde estabas cuando ocurrió esto? —Ocultó la cara en el pecho de Obika.

Al amanecer casi habían terminado los preparativos para anunciar su defunción. Los tambores de la muerte estaban apoyados contra una pared. Se había buscado una botella de dinamita y se había puesto a un lado. Ezeulu daba vueltas entre la gente ocupada que intentaba ayudar. En un momento dado, encontró la escoba que utilizaban para el patio, la cogió y se puso a barrer. Pero alguien se la cogió y lo llevó de vuelta al recinto.

—Pronto llegará la gente —dijo con voz débil—, y la casa está sin barrer.

—Deja que me ocupe. Ahora mismo busco a alguien que lo haga.

La muerte de Obika sacudió Umuaro hasta sus mismas raíces; se le consideraba un hombre excepcional. Para Ezeulu fue como si él mismo hubiera muerto. Algunos esperaban que Ezidemili estuviera exultante. Sin embargo, esos no le conocían. No era esa clase de hombre y, por otra parte, conocía demasiado bien el peligro de tal júbilo. Solo se le oyó decir en voz baja: «Eso debería enseñarle hasta dónde puede llegar la próxima vez».

Pero ya no habría una próxima vez para Ezeulu. Pensad en un hombre que, a diferencia de los simples mortales, va siempre a la batalla sin escudo porque sabe que las balas y los machetes rebotarán en su piel protegida por las hierbas; imaginaos que en lo más cruento de la batalla descubre que ese poder lo ha abandonado de pronto, sin previo aviso. ¿Qué próxima vez puede haber? ¿Les dirá a los fusiles, las flechas y los machetes que esperen? «Voy un momento a mi cabaña en busca de hierbas curativas, a remover el caldero y averiguar qué ha pasado; quizá alguien de mi familia, a lo mejor un niño, ha violado sin darse cuenta el tabú de mi medicina». No.

Ezeulu se sentó en el suelo completamente anonadado. No solo se trataba del golpe de la muerte de Obika, a pesar de lo doloroso que era. Muchos habían sufrido golpes más fuertes y eso era lo que hacía de ellos auténticos hombres. ¿No se decía que un hombre es como el carnero del funeral, que debe aguantar los palos que le caigan sin abrir la boca, que el silencioso temblor de dolor en el cuerpo basta para expresar su sufrimiento?

En cualquier otro momento, Ezeulu habría sido perfectamente capaz de afrontar su dolor. Habría vencido cualquier penalidad que no viniera acompañada de la humillación. Pero ¿por qué?, se preguntaba una y otra vez, ¿por qué había decidido Ulu tratarlo así, derribarlo y cubrirlo de lodo? ¿Cuál era su delito? ¿No había adivinado la voluntad de la divinidad y la había obedecido? ¿Dónde se había oído que un niño se escaldara la mano con el trozo de ñame que le pusiera su madre en la palma? ¿Qué hombre enviaría a su hijo a por fuego con una vasija para luego hacer que le lloviera encima? ¿A quién se le ocurriría mandar a su hijo subir a la palmera a por frutos para luego coger un hacha y cortar el árbol? Y, sin embargo, aquel día había sucedido eso ante todo el mundo. ¿Qué podía significar, sino que todo se desmoronaba y se hundía? En ese caso, algún dios que se sintiera impotente podría fugarse y con una mirada final hacia los fieles que dejaba atrás abandonados podría gritarles:

¡Si la rata no puede correr deprisa,

que deje sitio a la tortuga!

Quizá fuera el dar vueltas constantemente a aquellos fútiles pensamientos lo que abrió una grieta en la mente de Ezeulu. O quizá su implacable agresor, después de mirarlo desde lo alto, lo había pisoteado como si fuera un insecto y aplastado en el polvo con el talón. Pero aquel acto final de malevolencia resultó ser una bendición. Permitió a Ezeulu vivir sus últimos días con el altivo esplendor de un sacerdote enloquecido y le evitó enterarse del resultado final.

Entretanto, Winterbottom, después de un permiso para recuperarse en Inglaterra, había regresado a su puesto y se había casado con la doctora. No volvió a saber nada de Ezeulu. El único que podía haber contado su historia en Government Hill era John Nwodika, su sirviente. Pero John había dejado de servir a Winterbottom para montar un pequeño negocio de tabaco. Parecía como si los dioses y las fuerzas de los acontecimientos hubieran encontrado útil a Winterbottom, lo hubieran utilizado y lo hubieran dejado después en su sitio, como se lo encontraron.

De manera que, después de todo, solo Umuaro y sus líderes vieron el resultado final. Para ellos, el asunto era sencillo. Su dios se había aliado con ellos en contra de aquel sacerdote ambicioso y testarudo y con ello había confirmado la sabiduría de sus antepasados: que por muy importante que fuera un hombre, nunca estaba por encima de su pueblo; que nadie podía tener razón en contra de todo su clan.

Si ese fuera el caso, Ulu había elegido una época difícil para hacer valer aquella verdad, puesto que al destruir a su sacerdote también se procuró su propia desgracia, como el lagarto de la fábula que arruinaba el funeral de su madre él solito. Desde luego, la divinidad que eligiera un momento así para castigar o abandonar a su sacerdote ante sus enemigos no hacía sino incitar a la gente a que se tomara su libertad; y Umuaro estaba en el momento justo para hacerlo. La cosecha cristiana que tuvo lugar unos días después de la muerte de Obika contó con más gente de la que jamás hubiera imaginado Goodcountry. En aquella situación límite, más de un hombre envió a su hijo con uno o dos ñames como ofrenda para la nueva religión y para traer de vuelta la inmunidad prometida. A partir de entonces, todo el ñame que se cosechó en sus campos se recogió en el nombre del hijo.