14
MIENTRAS cenaba el fufú y la sopa de hojas amargas, Obika miró a su padre con el rabillo del ojo y se dio cuenta de su inquietud. Sabía que no merecía la pena preguntarle nada en aquel estado de ánimo. Incluso en sus mejores momentos, Ezeulu solo hablaba cuando quería, y no cuando la gente se lo pedía.
Se levantó, se dirigió hacia la estrecha puerta y después pareció cambiar de idea o acordarse de algo que debía de haberse traído. Regresó a donde tenía su bolsa de piel de cabra y buscó su frasco de rapé. Cuando lo encontró se dirigió de nuevo hacia la puerta, salió afuera y dijo que iba a orinar.
Había decidido que mientras estuviera en Okperi no buscaría la luna nueva. Pero el ojo es ávido y mira lo que su dueño no desea ver. De manera que, al orinar fuera del calabozo, sus ojos buscaron la luna nueva. Sin embargo, el cielo tenía una apariencia extraña, indefinible; era imposible señalar un punto en concreto y decir que la luna iba a salir por allí. Ezeulu se asustó por un momento pero, al pensarlo mejor, creyó que no tenía motivo de alarma. ¿Por qué había de resultarle familiar el cielo de Okperi? Al fin y al cabo, cada tierra tenía su propio cielo.
Aquella noche, Ezeulu soñó con una gran asamblea de ancianos de Umuaro, los mismos con quienes había hablado hacía unos días. Pero, en lugar de él, era su abuelo quien se levantaba a hablar. Ellos se negaban a escuchar. Gritaban al unísono: «¡Que se calle! ¡No queremos oírlo!». El sumo sacerdote subió el volumen de la voz y les suplicó que le escucharan, pero ellos se negaron; decían que debían achicar agua mientras solo les llegara al tobillo. «¿Por qué tenemos que depender de él para que nos diga la estación del año? ¿Hay alguien aquí que no pueda ver la luna desde su propia casa? Y de todas formas, ¿qué poder tiene Ulu en el presente? Aunque salvó a nuestros padres de los guerreros abam, es incapaz de librarnos a nosotros de los blancos. Deshagámonos de él, como nuestros vecinos de Aninta expulsaron y quemaron a Ogba, que hizo oídos sordos a las peticiones de la gente y se dedicó a hacer otras cosas, como matar a los de Aninta en lugar de a sus enemigos». Entonces la gente agarró al sumo sacerdote, que ya no era su abuelo sino él mismo, y comenzaron a zarandearlo entre unos y otros. Algunos le escupían a la cara y le llamaban el «sacerdote del dios muerto».
Ezeulu se despertó sobresaltado, como si se hubiera caído desde lo alto.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Obika en la oscuridad.
—Nada. ¿He dicho algo?
—Te peleabas con alguien y decías que ya verías quién echaba a quién.
—Debe de haber arañas en las vigas.
Se sentó en su esterilla. No había sido un sueño, sino una visión. No había sucedido en la media luz de un sueño, sino en la claridad del mediodía.
Su abuelo, a quien había conocido con ojos de niño, había resurgido con toda claridad tras toda una vida en la que su imagen se había vuelto más borrosa y poco definida.
Ezeulu cogió su rapé y se puso un poco en cada orificio de la nariz para poder pensar con claridad. Ahora que Obika se había vuelto a dormir, se sentía libre de contemplar las cosas él solo. Pensó una vez más en su infructuosa y apresurada búsqueda de la puerta de la luna nueva. De manera que hasta en el pueblo de su madre, que visitaba con frecuencia de niño y cuando era joven y que después de Umuaro conocía mejor que cualquier otro pueblo… incluso allí, era medio forastero. Experimentó un sentimiento de pérdida, doloroso y agradable a la vez. Había sufrido una pérdida transitoria de su categoría de sumo sacerdote, un hecho penoso; pero, después de dieciocho años, era un alivio prescindir de ella durante un tiempo. Lejos de Ulu, se sintió como un hijo cuyo severo progenitor se hubiera ido de viaje. Pero lo que más le deleitaba era pensar en la venganza que había empezado a imaginar desde que escuchara a Nwaka sentado en el mercado.
Aquellos pensamientos eran un esfuerzo deliberado por distraerse. Al cabo de un rato, Ezeulu recobró la calma después de la enloquecedora pesadilla. Podía examinarla más detenidamente y, de pronto, vio una cosa clara. Su pelea con el blanco era insignificante en comparación con el asunto que debía arreglar con los suyos. Durante muchos años, se había dedicado a advertir a los de Umuaro que no se dejaran arrastrar por unos cuantos envidiosos. Pero se habían tapado los oídos. Habían seguido dando pasos a cada cuál más peligroso y habían ido demasiado lejos. Se habían aprovechado demasiado como para que el dueño no se diera cuenta de que le estaban robando. Había llegado la hora de la batalla, puesto que, hasta que no se combate a quienes construyen un camino por en medio de la casa de uno, no se les pone freno. A Ezeulu se le tensaron los músculos para la lucha. Si el blanco lo detuviera un día, o mejor un año, al no verlo en el lugar donde debía estar, su divinidad haría unas cuantas preguntas a Umuaro.
De acuerdo con las órdenes del capitán Winterbottom de poner a Ezeulu en su sitio y darle una lección de cortesía con la Administración, el señor Clarke se negó a verlo al día siguiente, tal y como había prometido el mensajero principal. De hecho, se negó a verlo durante cuatro días.
La segunda mañana, en el coche de camino al hospital de Nkisa, Clarke y Wade se toparon con un sacrificio a un lado del camino. No era una novedad ver sacrificios en los caminos y no solían parar, pero aquel les dejó impresionados por lo fastuoso de su aspecto. Wade frenó y salieron a verlo. En lugar de la habitual gallina blanca, había dos gallos ya criados. Los demás objetos eran normales: ramos de hojas verdes de palma cortadas de la parte alta del árbol, un cuenco de arcilla con dos nueces de cola dentro y un trozo de tiza. Sin embargo, todas estas cosas las vieron después; lo primero que les llamó la atención al llegar al lugar del sacrificio fue un florín inglés.
—¡Qué increíble! —dijo Wade.
—Eso sí que es raro… un sacrificio de lo más extravagante. Me pregunto qué será todo esto.
—A lo mejor es para que se recupere el representante del rey —dijo Wade con cierta ligereza. Después pareció caer en la cuenta de algo y se puso serio—. No me gusta nada; me da igual que usen sus cauris y sus manilas, pero la cabeza de Jorge V…
Clarke se rio entre dientes, pero dejó de hacerlo inmediatamente cuando Wade metió la mano en el cuenco y cogió la pieza de plata, la limpió primero con unas hojas, después con sus calcetines de lana y se la guardó en el bolsillo.
—¡Dios santo! ¿Se puede saber qué estás haciendo?
—No voy a permitir que se arrastre al rey de Inglaterra en un asqueroso juju —replicó Wade entre risas.
Clarke se quedó muy preocupado con el incidente. Se había convencido a sí mismo de que admiraba a la gente como Wade y Wright, que parecían hacer un trabajo importante sin tomarse demasiado en serio a sí mismos, y que siempre buscaban el lado divertido de las cosas. Pero aquella falta de sensibilidad (y sin duda era una falta de consideración escandalosa la profanación de un sacrificio ajeno), ¿formaba parte del talante de los que veían el lado cómico de la vida? En ese caso, ¿no era preferible la seriedad, con su inevitable petulancia, de un Winterbottom?
Sin conciencia clara de ello, Clarke se preparaba para asumir el peso de la Administración en el caso de que muriera Winterbottom. Tendría que asumir la responsabilidad de defender a sus nativos, si era necesario, de las faltas de consideración de blancos como Wade.
Aquella misma mañana, Ezeulu mandó a Obika a Umuaro, a que informara a su familia de la situación, y a que trajera a su esposa más joven para que le hiciera las comidas. Pero John Nwodika, miembro de su clan, no quiso ni oír hablar de ello.
—No hace falta —dijo—. Mi esposa es la hija de tu amigo de toda la vida y no va a consentir que mandes traer a otra mujer. Aunque no podamos ofrecerte la misma comida que tomarías en tu casa, de cada dos granos que podamos llevarnos a la boca, uno será para ti, y además te daremos un vaso de agua para tragarlo.
Ezeulu no podía rechazar un ofrecimiento así. No podía ofender a la hija de su amigo, Egonwanne, que por la próxima cosecha haría tres años que había muerto, aunque tuviera algo en contra del hijo de Nwodika. De manera que le dijo a Obika que no le enviara a Ugoye sino que le mandara una buena cantidad de ñames y otros alimentos.
Ezeulu tenía razones de peso para que le disgustara el hijo de Nwodika. Era precisamente del pueblo de Umuaro que se dedicaba sistemáticamente a meter el dedo en el ojo a Ezeulu; se decía que su trabajo consistía en lamer los platos de la cocina del blanco en Okperi… una degradación para un hijo de Umuaro. Lo peor de todo era que había guiado al insolente mensajero del blanco hasta la casa de Ezeulu. Al final del primer día en Okperi, Ezeulu comenzó a ablandarse con él, al ver que hasta un miembro hostil del propio clan podía convertirse en amigo en una tierra lejana. Ciertamente, el Okperi de Government Hill era un país extranjero para Ezeulu; no era el mismo Okperi que había conocido en su niñez y su juventud, el pueblo de su madre, Nwanyieke. Aunque quedara algo de aquel antiguo Okperi, Ezeulu no tenía la más mínima intención de buscarlo en aquella situación vergonzante. ¿Dónde iba a encontrar los ojos con los que mirar los antiguos rincones y las viejas caras? En realidad, era una suerte el sentirse así, porque lo libraba de la humillación de tener que escuchar que estaba preso y que no era libre de salir y entrar cuando quisiera.
Mientras cenaba aquella noche, oyó las voces de los niños que daban la bienvenida a la luna nueva. «Onwa atu-o-o-o! Onwa atu-o-o-o!», se oía por todas partes en Government Hill. Pero el fino oído de Ezeulu detectó voces que cantaban en un dialecto extraño. No entendía lo que decían, excepto la palabra «luna». Seguro que eran los hijos de aquella gente que hablaba igbo de forma rara, como con voz nasal.
La primera vez que Ezeulu oyó a los niños, casi se le salió el corazón por la boca. Aunque contaba con ello, no estaba preparado cuando sucedió; su mente había sufrido una amnesia temporal. No obstante, se recuperó rápidamente. Efectivamente, su divinidad debía de estar preguntándose dónde se había metido, y Umuaro tendría que dar una explicación.
Durante los primeros días de su ausencia, hubo una gran preocupación en casa de Ezeulu. Aunque estaban en medio de la estación de la siembra, nadie fue a trabajar. La mujer de Obika, Okuata, se marchó de su cabaña solitaria y se fue a la de su suegra. Edogo se marchó de su casa y se instaló en el obi de su padre, a la espera de noticias. Los vecinos y la gente que pasaba por allí entraban y preguntaban: «¿Han vuelto?». Después de un tiempo, la cosa empezó a enfadar a Edogo, especialmente cuando la pregunta venía de gente que solo quería cotillear.
Obika regresó al día siguiente, a mediodía. Al principio, nadie se atrevió a hacerle preguntas; a algunas mujeres parecía que se les iban a saltar las lágrimas en cualquier momento. En aquella situación tan grave y tensa, Obika no pudo resistir la tentación de asustarlos un poco más. Se acercó a la cabaña con cara de estanque embarrado, entró y se desplomó en el suelo, como si hubiera ido corriendo todo el camino desde Okperi. Pidió agua fría, que le trajo su hermana. Después de beber y poner la calabaza en el suelo, Edogo le hizo la primera pregunta.
—¿Dónde está la persona a quien acompañaste? —le preguntó, evitando lo ominoso de pronunciar su nombre.
Ni siquiera Obika era capaz de bromear después de aquello. Hizo una breve pausa y dijo:
—Se encontraba bien cuando me marché.
La rigidez provocada por el miedo en los rostros de la gente se relajó.
—¿Dónde lo dejaste?
—¿Cuándo vuelve a casa?
—¿A quién respondo? —Obika trató de recuperar la tensión anterior, pero era demasiado tarde—. No tengo siete bocas. Cuando lo dejamos allí esta mañana, el blanco no había dicho nada. Ni siquiera lo vimos porque decían que estaba a punto de morir.
Aquella noticia causó un pequeño revuelo. Por las historias que se contaban sobre el blanco, no se les había ocurrido que podía ponerse enfermo como la gente corriente.
—Sí, ya está medio muerto. Pero había dado el mensaje para Ezeulu a su hermano menor, que a su vez estaba tan afectado por lo sucedido que se le olvidó recibirnos. Así que Ezeulu me dijo: «Prepárate para volver a casa y que no piensen que nos ha pasado nada malo». Por eso he vuelto.
—¿Quién le lleva comida? —preguntó Ugoye.
—¿Os acordáis del hijo de Nwodika, el que guio hasta aquí al primer mensajero del blanco? —replicó Obika, aunque no a Ugoye sino a los hombres—. Resulta que su mujer es la hija del amigo de Ezeulu de toda la vida en Umuagu. Ha cocinado para nosotros desde ayer y dice que, mientras ella esté viva, Ezeulu no tiene que mandar a buscar a otra mujer a su casa.
—¿He oído bien? —preguntó Akuebue, que hasta entonces apenas había dicho nada—. ¿Has dicho que la esposa de uno de Umunneora está cocinando para Ezeulu?
—Sí.
—Por favor, no vuelvas a contarme un cuento de esos. Edogo, prepárate, nos marchamos a Okperi.
—Ezeulu no es ningún niño —dijo Anosi, su vecino—. No se le puede decir con quién puede o no comer.
—¿Me has oído, Edogo? Prepárate. Yo me voy a casa a coger mis cosas.
—No quiero quitaros la intención de ir —dijo Obika—, pero no habléis como si solo vosotros tuvierais sentido común. Ezeulu y yo no hablamos con los ojos cerrados. Anoche Ezeulu rechazó la comida, a pesar de que el hijo de Nwodika la probó delante de nosotros. Pero esta mañana Ezeulu ya se había percatado de que el hombre no tenía malas intenciones.
A Akuebue no le convenció lo que dijeron los demás. Conocía suficientemente a los hombres de Umunneora. En cuanto a los que decían que Ezeulu no era un niño, desconocían la amargura de su corazón. Akuebue lo conocía mejor que sus hijos y sus esposas. Sabía que no descartaría morir lejos con tal de atormentar a sus enemigos en el pueblo. Era posible que Nwodika tuviera las manos limpias, pero uno debía asegurarse de ello, incluso a riesgo de ofenderlo. ¿Quién se traga una flema por temor a ofender a los demás? Pues mucho menos tragar veneno.
El vecino de Ezeulu, Anosi, cuya opinión no se había tenido en cuenta al principio de la deliberación y que había permanecido callado desde entonces, intervino con la opinión contraria.
—Yo creo que Akuebue tiene razón en lo que dice. Dejad que vaya con Edogo y se quede tranquilo viendo que todo va bien. Pero dejad que los acompañe Ugoye, con ñames y otras cosas; de ese modo, su visita no ofenderá a nadie.
—Pero ¿a qué viene este miedo a ofender a alguien? —preguntó Akuebue impaciente—. No soy ningún niño, sé hacer cortes limpios de sangre. Pero no temeré ofender a uno de Umunneora si de eso depende la vida de Ezeulu.
—Es verdad —dijo Anosi—. Tienes toda la razón. Mi padre decía que es el miedo a ofender lo que hace que uno trague veneno. Si entras en casa de un hombre malo y te saca una nuez de cola, y no te gusta cómo la ha sacado, tu mente te dice que no te la comas. Pero si te da miedo ofender a tu anfitrión te tragas la ukwalanta. Estoy de acuerdo con Akuebue.
Quizá nadie echaba tanto de menos a Ezeulu como Nwafo; y ahora su madre también se marchaba. Pero aquel segundo golpe le resultó más llevadero al pensar que Edogo se iba con ellos.
La ausencia de Ezeulu le había permitido a Edogo expresar su resentimiento contra el favorito del anciano. Como primogénito, Edogo había tomado posesión temporal de la cabaña de su padre mientras esperaba su regreso. Nwafo, que apenas salía de la cabaña, comenzó a sentir la hostilidad de su hermanastro, que no le permitía estar allí. Aunque era un niño, era maduro y sabía cuándo se le miraba con benevolencia o con maldad. No hacía falta que Edogo dijera nada para que Nwafo se diera cuenta de que sobraba. Edogo le había dicho el día anterior que dejara de quedarse sentado junto al obi mirando a los mayores y que se fuera a la cabaña de su madre. Nwafo salió y se echó a llorar: era la primera vez en su vida que le decían que no era bienvenido en la cabaña de su padre.
A lo largo de aquel día se mantuvo apartado hasta que regresó Obika y entraron todos los del patio y los vecinos para oír las noticias. Aunque ocupó su sitio habitual con aire desafiante, Edogo no le dijo nada… ni siquiera pareció fijarse en él.
La hermana de Nwafo, Obiageli, lloró un buen rato cuando su madre y los demás se marcharon a Okperi. La promesa de Oduche de cogerle icheku y udala no la consoló. Al final, Obika la amenazó con llamar al temido espíritu enmascarado llamado Ichele. Aquello produjo un resultado inmediato. Obiageli se sentó en un rincón del obi y lloriqueó en silencio.
Al caer la tarde, la mente de Nwafo retomó el tema que le había preocupado desde el día anterior. ¿Qué pasaría con la luna nueva? Sabía que su padre la había estado esperando antes de irse. ¿Le seguiría hasta Okperi o esperaría a que volviera? Si aparecía en Okperi, ¿con qué gong iba a recibirla Ezeulu? Nwafo miró el ogene junto a la pared y el palo con el que se tocaba, que asomaba por el hueco. Lo mejor que podía hacer la luna nueva era esperar a que volviera Ezeulu al día siguiente.
Sin embargo, al anochecer, Nwafo se sentó en el sitio de su padre. No tuvo que esperar mucho para ver la delgada luna creciente. Parecía muy pequeña y reticente. Nwafo cogió el ogene con la intención de tocarlo, pero el miedo le paralizó la mano.
Ezeulu seguía recreando en su cabeza las voces de los niños de Government Hill cuando el hijo de Nwodika y su mujer le trajeron la cena. Como era habitual, el hijo de Nwodika cogió una bola de fufú, la mojó en la sopa y se la tragó. Ezeulu comió con buen apetito. Aunque si le hubieran dado a elegir no hubiera comido sopa de egusi, esta estaba tan bien cocinada que apenas se notaba que fuera egusi. El pescado que llevaba debía de ser asa o algo igual de bueno, y estaba semiahumado, lo ideal para esa clase de pescado. El fufú tenía una textura exquisita, ni demasiado ligera ni demasiado pesada; indudablemente, la mandioca se había aligerado con plátanos verdes.
Había tomado la mitad de la comida cuando llegaron su hijo, su mujer y su amigo. El mensajero principal, cuya más importante obligación era vigilar a los presos del calabozo, los condujo hasta él. Al principio, Ezeulu temió que hubiera sucedido algo malo en el pueblo. Pero al ver los ñames que traían recuperó la calma.
—¿Por qué no habéis esperado hasta mañana?
—No sabíamos si saldrías hacia casa por la mañana —dijo Akuebue.
—¿A casa? —Ezeulu soltó una carcajada. Se reía por no llorar—. ¿Quién habla de ir a casa? Todavía no he visto al blanco que ordenó que me fueran a buscar. Dicen que está a punto de morir. A lo mejor quiere que sacrifiquen a un sumo sacerdote en su funeral.
—¡Que la tierra de Umuaro nos libre! —dijo Akuebue, y los otros lo repitieron.
—¿Acaso estamos en Umuaro ahora? —preguntó Ezeulu.
—Si ese hombre está enfermo y no ha dejado un mensaje para ti, deberías venir a casa y volver cuando se encuentre bien —dijo Edogo, que no consideraba que aquel fuera el lugar apropiado para que Akuebue y su padre se enzarzaran en una batalla de palabras.
—No quiero hacer este viaje dos veces. No, me quedaré aquí sentado hasta que logre entender este asunto.
—¿Sabes cuánto tiempo le durará la enfermedad? Puede que te estés aquí…
—Si la enfermedad le dura hasta que maduren los frutos de la palmera en la punta de la hoja, esperaré. ¿Cómo está la familia, Ugoye?
—Estaban todos bien cuando nos marchamos.
Su cuello parecía más corto, después de haber llevado toda la carga a la cabeza.
—¿Qué tal los niños? ¿Y la mujer de Obika? ¿Y los demás?
—Estaban todos bien.
—¿Y los tuyos? —preguntó a Akuebue.
—Todos calladitos cuando me marché. Nadie estaba enfermo, solo había hambre.
—Eso es un mal menor —dijo el hijo de Nwodika—. El hambre es mejor que la enfermedad. —Conforme hablaba salió a sonarse la nariz. Regresó frotándosela con el dorso de la mano—. Nwego, no hace falta que esperes a recoger los cacharros. Ya los llevo yo a casa. Ve a buscar algo de comer para estas personas.
Su mujer cogió la carga que había traído Ugoye en la cabeza y las dos mujeres se fueron a preparar otra comida.
No había tiempo que perder y, en cuanto salieron las mujeres, Akuebue tomó la palabra.
—Obika nos ha contado cómo te han cuidado el hijo de Nwodika y su mujer.
—Lo habéis visto con vuestros propios ojos —dijo Ezeulu con la boca llena de pescado.
—Gracias —dijo Akuebue a John Nwodika.
—Gracias —dijo Edogo.
—No hemos hecho nada que haya que agradecer. ¿Qué pueden hacer un pobre y su mujer? Sabemos que Ezeulu come carne y pescado en su propia casa, pero mientras esté aquí compartiremos con él hasta la última pepita de palma que comamos. Una mujer no puede poner encima de su esposo más que la longitud de su pierna.
—Cuando Obika nos lo contó, yo me dije que no había nada como viajar.
—Cierto —dijo Ezeulu—. El joven macho cabrío dijo que, si no hubiera sido por su estancia en el clan de su madre, no hubiera aprendido a poner cara de mando. —Se rio para sí mismo—. Yo debería haber viajado más a menudo al pueblo de mi madre.
—Eso te ha quitado la expresión seria que tenías ayer en la cara —dijo Akuebue—. Cuando me contaron que te estaba cuidando uno de Umunneora, les contesté que eso era mentira. ¿Cómo iba a ser verdad con la guerra que tenemos entre nosotros?
—Eso es para los que se quedan allí, en nuestras tierras —dijo el hijo de Nwodika—. Yo no llevo esas guerras conmigo cuando viajo. Nuestros sabios decían que quien viaja a tierras lejanas no debería hacerse enemigos. Yo lo suscribo.
—Es verdad —dijo Akuebue, pensando la mejor manera de explicar el motivo de su viaje. Después de una breve pausa decidió hacerlo abiertamente, de un machetazo, como se decía que la gente de Nsugbe partía los cocos—. Nuestro viaje tiene dos objetivos. Hemos traído a Ugoye para que le quite un peso de encima a la mujer de Nwodika, y para dar las gracias al propio Nwodika y decirle que, hagan lo que hagan los de su clan en nuestras tierras, hoy por hoy, él es un hermano para Ezeulu y su familia.
Mientras lo decía, Akuebue ya tenía el brazo metido en su bolsa de piel de cabra, en busca de su nuez de cola y su hoja de afeitar. Durante el breve silencio que siguió, llevó a cabo rápidamente el rito del lazo de sangre entre Edogo y Nwodika. Ezeulu y Akuebue observaron en silencio a los dos jóvenes que tomaban cada uno un lóbulo de la nuez de cola untada con la sangre del otro.
—¿Cómo es que te pusiste a trabajar para el blanco? —preguntó Akuebue cuando retomaron la conversación.
El hijo de Nwodika carraspeó.
—¿Cómo es que me puse a trabajar para el blanco? Debo decir que lo planeó mi chi. En aquella época no sabía nada de los blancos; no hablaba su lengua ni conocía sus costumbres. En la próxima estación seca hará tres años. Fui de Umunneora a Okperi con los compañeros de mi quinta a aprender una danza nueva, como habíamos hecho durante muchos años en la estación seca después de la cosecha. Para mi asombro, me encontré con que mi amigo Ekemezie, en cuya casa me quedaba siempre durante aquellas visitas, y que se quedaba en mi casa cada vez que nuestro pueblo era anfitrión del suyo, ya no pertenecía al grupo de bailarines de Okperi. Lo busqué por todas partes entre el gentío que vino a darnos la bienvenida. Otro amigo, que se llamaba Ofodile, me llevó a su casa y fue allí donde me enteré de que Ekemezie se había ido a trabajar con el blanco. No sé cómo me sentí al oír la noticia. Era como si me hubieran dicho que mi amigo había muerto. Intenté averiguar más sobre aquel trabajo con el blanco a través de Ofodile, pero este hombre no es capaz de sentarse a contar una historia de principio a fin. Al día siguiente, Ekemezie vino a verme y me llevó a ver este Gorment Heel. Me llamó por mi nombre y yo respondí. Dijo que cada cosa a su tiempo; se baila cuando toca bailar. Pero, me dijo, un hombre en sus cabales no se queda persiguiendo pequeños roedores en el bosque cuando sus compañeros van a cazar grandes animales. Me dijo que me dejara de bailes y que me uniera a la caza del dinero de los blancos. Yo me quedé asombrado. Ekemezie me llamó Nwabueze y yo le dije que efectivamente me llamaba así. Me dijo que la carrera por el dinero del blanco no podía esperar hasta el día siguiente o hasta que estuviéramos preparados para alistarnos; si la rata no corría con cierta rapidez, debía apartarse a un lado y dejar sitio a la tortuga. Dijo que otras personas de clanes pequeños, gente que solíamos despreciar, habían sido muy bien acogidos, mientras que nuestro propio pueblo ignoraba todo esto por completo.
Los tres hombres escucharon en silencio. Akuebue chasqueó mentalmente los dedos y se dijo: «Ya sé por qué a Ezeulu le ha gustado desde el principio: piensan igual». Sin embargo, era la primera vez que Ezeulu oía la opinión de Nwodika sobre el blanco, y su cara resplandecía de satisfacción… solo que ocultó su complacencia, porque, una vez que tomaba partido en un tema, no quería parecer ansioso por la aprobación de los demás; no era asunto suyo, sino de los demás.
—Así que, hermanos —continuó el hijo de Nwodika—, así fue como empecé a trabajar para el blanco. Al principio me puso a limpiar los hierbajos de su jardín, pero al cabo de un año me llamó y me dijo que se me daba bien el trabajo manual y me llevó a trabajar dentro de su casa. Me preguntó mi nombre y le dije que me llamaba Nwabueze; pero era incapaz de pronunciarlo, así que dijo que me llamaría Johnu. —Aquello le hizo sonreír durante un instante—. Sé que algunos en el clan han ido diciendo que cocino para el blanco. Pero su hermano no ve siquiera el humo del fuego; lo único que hago es ordenar las cosas de su casa. Ya sabéis que los blancos no son como nosotros: si ponen un plato aquí, se enfadan si aparece allí. Así que yo hago la ronda todos los días y me ocupo de que cada cosa esté en su sitio. Pero os digo que no aspiro a morirme trabajando de sirviente. Mi proyecto es empezar un pequeño negocio de tabaco en cuanto haya reunido un poco de dinero. Gente de otras regiones está haciendo mucho dinero con este comercio, y también con el de las telas. La gente de Elumelu, Aninta, Umuofia y Mbaino es la que controla el gran nuevo mercado; ellos deciden lo que se hace. ¿Hay alguien de Umuaro entre esos ricos? Ni uno. A veces me avergüenza decir de dónde soy cuando me lo preguntan. No participamos en el mercado; no trabajamos en las oficinas del blanco; no estamos en ningún sitio. Por eso me llevé una tremenda alegría cuando el blanco me llamó el otro día y me dijo que había un sabio en mi pueblo que se llamaba Ezeulu. Le dije que sí. Me preguntó si vivía todavía, y le dije que sí. Me dijo: «Acompaña al mensajero principal y dile que tengo que hacerle unas preguntas sobre las costumbres de su pueblo porque sé que es un hombre sabio». Yo me dije: «Esta es nuestra oportunidad de hacer que el blanco se fije en nuestro clan». Pero no sabía que acabaría así.
Inclinó la cabeza hacia delante y miró al suelo muy disgustado.
—No es culpa tuya —dijo Akuebue—. Siempre sucede eso: uno ve algo, coge una piedra y apunta. Pero la piedra rara vez da en el blanco.
—Yo me siento culpable de todo esto —dijo el hijo de Nwodika con tristeza.
—Mira que eres desconfiado —dijo Ezeulu.
Los demás se habían ido a pasar la noche a casa del hijo de Nwodika, y dejaron a Akuebue y a Ezeulu solos en el pequeño calabozo.
—Lo que yo defiendo es que uno se muere cuando lo decide su chi.
—Pero este hombre no va a envenenarme porque sea de Umunneora.
—No sé —dijo Akuebue, negando con la cabeza—. Todos los lagartos yacen apoyados en la barriga, así que no podemos decir a cuál de ellos le duele la tripa.
—No. Pero te digo que el hijo de Nwodika es sincero conmigo. Distingo a uno que usa venenos con la misma claridad que a un leproso.
Akuebue volvió a negar con la cabeza. Ezeulu apenas veía el movimiento a la débil luz de la lámpara de aceite de palma.
—¿No le observaste cuando sacaste la cuestión de los lazos de sangre? —prosiguió Ezeulu—. Si hubiera tenido malos pensamientos, se los hubieras visto en mitad de la frente. No, ese hombre no es peligroso. Al contrario, actúa como los de antaño, cuando los pueblos se llevaban bien. Hoy día hay demasiados listos; y no es sabiduría lo que tienen, sino una cosa que ensucia la nariz.
—¿Cómo se puede dormir con todos estos mosquitos? —preguntó Akuebue, dando golpetazos con su matamoscas a diestro y siniestro.
—Pues todavía no los has visto; espera a que apaguemos la lámpara. Quería pedirle al hijo de Nwodika que me trajera un manojo de hojas de arigbe para intentar echarlos con el humo. Pero con tu llegada se me ha olvidado. Anoche nos acribillaron. —Él también agitó su cola de caballo—. ¿Has dicho que están todos bien en tu familia? —preguntó, para no seguir hablando de sí mismo.
—Están todos calladitos —replicó Akuebue, bostezando con la cabeza hacia atrás.
—Cuéntame la historia de Udenkwo. Sabes que al final no pudiste terminar de contármela.
—Así es —dijo Akuebue, reanimado—. Si te dijera que Udenkwo me tiene contento, me engañaría a mí mismo. Es mi hija, pero te digo que ha salido a su madre en todo. Ya le he dicho mil veces que la mujer que lleva la cabeza sobre un cuello tieso como si llevara una vasija de agua no durará mucho con ningún marido. No he oído la historia de mi familia política, pero, por lo que me contó Udenkwo, yo diría que la pelea fue por un motivo sin importancia. A mi yerno le dijeron que trajera un gallo para un sacrificio. Al llegar a casa señaló uno y les dijo a los niños que lo agarraran y que lo ataran. Resultó ser el gallo de Udenkwo y ella empezó la pelea. Eso es lo que me dijo. Yo le pregunté si pretendía que su marido fuera a comprar un gallo al mercado teniendo gallos sus esposas.
Me contestó que por qué tenía que ser siempre su gallo, en lugar del de la otra esposa, o si habían dicho los espíritus que solo podían comer el pollo de Udenkwo. Yo le pregunté si había contado las veces que le había cogido su gallo y que cómo iba a saber un hombre a quién pertenecía cada gallo. No me contestó. Lo único que sabía era que, cada vez que mi yerno quería un gallo para algún sacrificio, pensaba en ella.
—¿Eso fue todo?
—Eso fue todo.
Ezeulu sonrió.
—Ni que nuestros yernos hicieran sacrificios cada día de mercado.
—Justo lo que yo le dije. Pero, como te decía, Udenkwo es como su madre. Lo que de verdad la molestó fue que mi yerno no se arrodillara para suplicarle.
Ezeulu guardó silencio, con aspecto de recapacitar.
—Cada uno resuelve los asuntos de su familia a su manera —dijo finalmente—. Lo que yo hago es que cuando necesito una cosa así, llamo a una de mis esposas y le digo que me hace falta tal o cual cosa para un sacrificio y que me lo consiga. Yo sé que puedo cogerlo, pero prefiero pedirle a ella que lo traiga. Nunca se me olvidará lo que mi padre le dijo a su amigo cuando yo era pequeño: «En nuestra tradición no se espera que el hombre se arrodille ante una mujer y se golpee la frente contra el suelo para pedirle perdón o suplicarle que le haga un favor. Pero el sabio sabe que puede ser necesario que él le diga en secreto: “Te lo suplico”. Nadie más debe enterarse de estas cosas, y la mujer, si tiene un poco de cabeza, no presumirá de ello ni abrirá la boca para contarlo. Si lo hace, la tierra sobre la que el hombre se humilló la destruirá por completo». Eso es lo que le dijo mi padre a su amigo, que decía que el hombre nunca estaba equivocado en su propia casa. Jamás he olvidado esas palabras de mi padre. El gallo de mi mujer me pertenece porque el dueño de una persona es el dueño de todo lo que posea esa persona. Pero no hay una sola manera de matar a un perro.
—Es verdad —reconoció Akuebue—. Pero es mi yerno quien debería oír esas palabras. En cuanto a mi hija, no quiero que siga pensando que cada vez que su marido le levanta la voz tiene que echarse el bebé a la espalda, coger al mayor de la mano y volver a mi casa. Mi madre no se comportaba así. Udenkwo lo aprendió de su madre, mi mujer, y se lo transmitirá a sus hijos, porque cuando la vaca pasta en zonas de hierba alta, los terneros le miran la boca.
Fue al cuarto día cuando Ezeulu fue repentinamente llamado a ver al señor Clarke. Siguió al mensajero que trajo la orden hasta el pasillo de la oficina del blanco. Había mucha más gente allí, algunos sentados en el banco grande y el resto en el suelo de cemento. El mensajero dejó a Ezeulu en el pasillo y entró en una sala contigua donde trabajaba mucha gente para el blanco en varias mesas. Ezeulu vio al mensajero a través de una ventana hablando con un hombre que parecía ser el jefe de todos aquellos trabajadores. El mensajero señaló en su dirección y el otro hombre lo siguió con la vista y vio a Ezeulu. Pero no hizo otra cosa que asentir y seguir escribiendo en un gran cuaderno. Cuando terminó de escribir, abrió una puerta que conectaba con otra habitación, entró en ella y desapareció. No estuvo allí mucho tiempo; cuando salió, hizo señas a Ezeulu para que entrara y lo llevó a donde estaba el blanco. Escribía, curiosamente, con la mano izquierda. Lo primero que se le ocurrió a Ezeulu al verlo fue preguntarse si algún negro llegaría alguna vez a alcanzar aquella maestría de escribir en el cuaderno con la mano izquierda.
—¿Te llamas Ezeulu? —preguntó el intérprete después de que hablara el blanco.
La repetición del insulto fue demasiado para Ezeulu, pero logró contenerse.
—¿Me has oído? El blanco quiere saber si te llamas Ezeulu.
—Dile al blanco que vaya a preguntarle a su padre y a su madre cómo se llaman.
El blanco y su intérprete hablaron entre ellos. El blanco arrugó el ceño y después sonrió y explicó algo al intérprete, quien le dijo a Ezeulu que no había insulto alguno en la pregunta, que ese era el modo de hacer las cosas de los blancos. El blanco observó a Ezeulu con una especie de regocijo. Cuando el intérprete terminó, adoptó un gesto tenso y comenzó de nuevo. Reprendió a Ezeulu por mostrarse poco respetuoso ante las órdenes del gobierno y le advirtió que si volvía a hacerlo se le impondría un castigo severo.
—Dile —repuso Ezeulu— que todavía estoy esperando a que me comunique su mensaje.
Pero aquello no se tradujo. El blanco agitó la mano enfadado y habló más alto. No hacía falta que nadie le dijera a Ezeulu que el blanco había dicho que no se le volviera a interrumpir. Clarke se tranquilizó y empezó a explicar las ventajas de la Administración británica. Si aquella charla, que en un principio no quería dar, la hubiera dado otro, a Clarke le hubiera parecido autocomplaciente. Pero no pudo resistirlo: ante la arrogante indiferencia de aquel sacerdote nativo a quien estaban a punto de hacer un gran favor, al colocarlo por encima de su gente, y que en lugar de mostrarse agradecido les hacía un desprecio, a Clarke no se le ocurrió otra cosa que decir. Cuanto más hablaba, más se enfadaba.
Al final, gracias a su considerable autodisciplina y a los intervalos para respirar que permitía la comunicación a través de un intérprete, Clarke se recuperó y logró controlarse. Después le hizo la propuesta a Ezeulu.
La expresión en la cara del sacerdote no cambió cuando le dieron la noticia. Se quedó callado. Clarke sabía que le llevaría un tiempo asimilar la propuesta con todas sus implicaciones.
—Bueno, ¿acepta o no?
Clarke puso la típica cara de los benefactores, un gesto de «Sé que esto te va a dejar impresionado».
—Dile al blanco que Ezeulu no va a representar a nadie, excepto a Ulu.
—¿Qué? —gritó Clarke—. ¿Este tío está loco?
—Creo que sí, señor —dijo el intérprete.
—En ese caso, que se lo lleven otra vez al calabozo.
Clarke estaba furioso. ¡Menuda cara! ¡Un brujo que se burlaba en público de la Administración británica!