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EZEULU decía a menudo que los antepasados de Umuaro, que contemplaban el mundo desde Ani-Mmo, debían estar completamente perplejos ante las costumbres de los nuevos tiempos. En ninguna otra época habría podido Umuaro declarar la guerra a Okperi en las circunstancias en que lo hizo. ¿Quién hubiera imaginado que el pueblo de Umuaro iría a la guerra tan dolorosamente dividido? ¿Quién hubiera pensado que harían caso omiso de las advertencias del sacerdote de Ulu, que había conseguido unir a los seis pueblos y había hecho de ellos lo que eran ahora? Pero Umuaro se había hecho fuerte, se había vuelto engreído y se había convertido en algo parecido al pajarito nza, que después de comer y beber desafió a su dios personal a un combate singular. Umuaro desafió a la deidad que había fundado sus poblados. ¿Y qué esperaban? Su dios los castigó, los abandonó para que los machacaran en esa ocasión y en los tiempos venideros.

En el pasado remoto, cuando había pocos lagartos y estaban lejos los unos de los otros, los seis pueblos (Umuachala, Umunneora, Umuagu, Umuezeani, Umuogwugwu y Umuisiuzo) eran independientes, y cada uno de ellos adoraba a su propia divinidad. Por entonces, los soldados mercenarios de Abam se dedicaban a atacar en mitad de la noche, incendiaban las casas y tomaban como esclavos a los hombres, las mujeres y los niños. A los seis pueblos les iba tan mal que sus jefes se unieron para salvarse. Buscaron un grupo de hechiceros poderosos para establecer una divinidad común a todos ellos. La deidad que los padres de los seis pueblos adoptaron se llamaba Ulu. La mitad de la medicina se enterró en un lugar que se convertiría en el mercado Nkwo y la otra mitad se arrojó al arroyo que se convirtió en Mili Ulu. Los seis pueblos entonces adoptaron el nombre de Umuaro, y el sacerdote de Ulu se convirtió en el sumo sacerdote. Desde aquel día no volvieron a ser derrotados por ningún enemigo. ¿Cómo podía un pueblo así despreciar al dios que había fundado su ciudad y la había protegido? Ezeulu lo veía como la ruina del mundo.

El día en que, hacía cinco años, los jefes de Umuaro estaban deliberando si enviar un emisario a Okperi con arcilla blanca en son de paz o una hoja de palma nueva en son de guerra, Ezeulu habló en vano. Les dijo a los hombres de Umuaro que Ulu no lucharía en una guerra injusta.

—Conozco la historia —les dijo—. Mi padre me contó que cuando nuestro pueblo vino a vivir aquí la tierra pertenecía a Okperi. Fue Okperi quien nos dio un pedazo de su tierra para vivir. También nos dieron sus deidades: su Udo y su Ogwugwu. Pero les dijeron a nuestros antepasados, y acordaos de mis palabras, el pueblo de Okperi les dijo a nuestros antepasados: «Os damos a nuestros Udo y Ogwugwu, a quienes no debéis llamar así, sino el hijo de Udo y el hijo de Ogwugwu». Esta es la historia tal y como se la escuché a mi padre. Si decidís luchar contra un hombre por un pedazo de tierra de labor que le pertenece no contéis conmigo.

Pero Nwaka se había salido con la suya. Era una de las tres personas entre los seis pueblos que habían tomado el título más importante en la tierra, Eru, llamado así en honor al dios de la riqueza. Nwaka descendía de un linaje de hombres prósperos y de un pueblo que se llamaba a sí mismo el primero entre los de Umuaro. Se decía que al unirse los seis pueblos ofrecieron el sacerdocio de Ulu al más débil entre ellos para asegurarse de que ninguno de los de la alianza se hacía demasiado poderoso.

Umuaro kwenu! —rugió Nwaka.

Hem! —replicaron los hombres de Umuaro.

Kwenu!

Hem!

Kwezuenu!

Hem!

Empezó a hablar casi con suavidad en el silencio que había creado con su saludo.

—La sabiduría es como una bolsa de piel de cabra: cada hombre lleva la suya. El conocimiento de la tierra también es así. Ezeulu acaba de contarnos los que le contó su padre sobre los viejos tiempos. Sabemos que un padre no cuenta mentiras a su hijo. Pero también sabemos que el saber común sobre la tierra está más allá del saber de muchos padres. Si Ezeulu hubiera hablado sobre la gran deidad de Umuaro de quien es sacerdote, y de quien sus padres fueron sacerdotes, habría prestado atención a sus palabras. Pero está hablando sobre acontecimientos que son más antiguos que el mismo Umuaro. No temo afirmar que ni Ezeulu ni nadie en este pueblo puede hablar sobre esos acontecimientos.

Se oyeron murmullos de aprobación y de desaprobación, aunque predominaron los primeros entre la asamblea de los ancianos y los hombres con títulos. Nwaka andaba hacia delante y hacia atrás al hablar; la pluma de águila en su gorra roja y la pulsera de bronce en el tobillo lo señalaban como uno de los señores de la tierra: un hombre favorecido por Eru, el dios de la riqueza.

—Mi padre me contó otra historia. Me dijo que el pueblo de Okperi era errante. Me nombró tres o cuatro lugares donde pasaban temporadas y desde donde volvían a ponerse en marcha. Primero los expulsó Umuofia, y después Abame y Aninta. ¿Irían hoy a reclamar esos terrenos? ¿Habrían ido a reclamar nuestras granjas antes de que el hombre blanco se metiera por medio y alterara todo? Ancianos y ndichie de Umuaro, que regrese a su casa quien no tenga coraje para la lucha. No seremos el primer pueblo que abandona su casa y sus tierras para evitar la guerra. Pero no nos contemos a nosotros mismos o a nuestros hijos que lo hicimos porque la tierra le pertenecía a otro pueblo. Digámosles mejor que nos casamos con las hijas de Okperi, que sus hombres se casaron con nuestras hijas, y que donde hay mezcla a menudo los hombres pierden la valentía para el combate. Umuaro kwenu!

Hem!

Kwezuenu!

Hem!

—Os saludo a todos.

El murmullo que siguió fue en gran medida de aprobación. Nwaka había destrozado por completo el discurso de Ezeulu. El golpe mortal fue la insinuación de que la madre del sumo sacerdote había sido una hija de Okperi. La asamblea se dividió en pequeños grupos de gente, juntándose los que estaban más próximos. Un hombre dijo que Ezeulu había olvidado si había sido su padre o su madre quien le había contado la historia de la tierra. Uno tras otro, los que hablaron fueron dejando claro que los seis pueblos apoyaban a Nwaka. Ezeulu no era el único hombre de Umuaro cuya madre había llegado de Okperi. Pero ninguno de los otros se atrevió a apoyarlo. De hecho, uno de ellos, Akukalia, cuyo lenguaje nunca se alejaba mucho de «matar y saquear», estaba tan exaltado que fue elegido para llevar la arcilla blanca y la hoja de palma nueva a su tierra, Okperi.

El último hombre que habló aquel día era el más anciano del pueblo de Akukalia. Le temblaba la voz, pero su saludo a la asamblea se oía claramente en todos los rincones del mercado Nkwo. Los hombres de Umuaro respondieron a su penoso esfuerzo con el más alto «Hem!» del día. Dijo en tono calmado que debía descansar para recuperar la respiración y los que le oyeron se rieron.

—Quiero hablar sobre el hombre que vamos a enviar a Okperi. Hace ya mucho tiempo que luchamos en una guerra y puede que muchos de vosotros no recordéis nuestras costumbres. No digo que haya que recordárselo a Akukalia. Pero soy viejo, y los viejos están ahí para hablar. Si el lagarto doméstico hace con descuido las cosas por las que se le conoce, se le confundirá con el lagarto de campo.

»Por el modo de hablar de Akukalia, he visto que estaba muy enfadado. Está bien que se sienta así. Pero no lo enviamos a su tierra a luchar. Te enviamos, Akukalia, para que les ofrezcas elegir entre la guerra o la paz. ¿Hablo en nombre de Umuaro?

Le confirmaron que tenía el poder de continuar.

—No queremos que Okperi elija la guerra; a nadie le gusta la guerra. Si eligen la paz nos alegraremos. Pero allá ellos con lo que digan: tú no debes cuestionarlo. Tu deber es hacernos llegar su respuesta. Todos sabemos que eres un hombre intrépido, pero mientras estés allí guárdate la audacia en tu bolsa. Si los jóvenes que te acompañen levantan la voz tu deber será ocultar su falta. En mi juventud tuve misiones parecidas y conozco perfectamente las tentaciones. Te saludo.

Ezeulu, que había asimilado todo con una sonrisa triste saltó de pronto como si le hubiera picado una hormiga negra en el trasero.

Umuaro kwenu! —gritó.

—Hem!

—Os saludo a todos. —Era como el saludo de una Máscara airada—. Cuando un adulto está en casa no se deja a la cabra sufriendo a punto de parir atada a una soga. Eso es lo que han dicho nuestros antepasados. Pero ¿qué hemos visto hoy aquí? Hemos visto que algunos hablan porque temen que se les llame cobardes. Otros han hablado de esa manera porque tienen sed de guerra. Dejemos todo eso aparte. Si de verdad nos pertenecen las tierras, Ulu luchará a nuestro lado. Pero si no es así lo sabremos enseguida. Yo no habría vuelto a hablar hoy si no hubiera visto a adultos en la casa que no cumplen con su deber. Ogbuefi Egonwanne, como uno de los tres hombres más ancianos de Umuaro, debía habernos recordado que nuestros padres no libraron nunca una guerra culpable. Sin embargo, en vez de eso quiere enseñar a nuestro emisario a llevar agua y fuego a la vez en la boca. ¿No hemos oído que un hijo a quien su padre manda a robar no lo hace a hurtadillas sino que fuerza la puerta de una patada? ¿Por qué se preocupa Egonwanne por las cosas pequeñas y pasa por alto las importantes? Queremos la guerra. Lo importante no es cómo se lo va a contar Akukalia al pueblo de su madre; que les escupa a la cara si quiere. Cuando nos enteramos de que se ha desmoronado una casa, ¿preguntamos si también se ha caído el techo? Os saludo a todos.

Akukalia se marchó a Okperi con sus dos compañeros al día siguiente, en cuanto cantó el gallo. En su bolsa de piel de cabra llevaba arcilla blanca y unas cuantas hojas de palma amarilla cortadas de la copa del árbol antes de que se abrieran al sol. Todos llevaban también un machete envainado.

Aquel día era eke, y Akukalia y sus compañeros pronto empezaron a cruzarse con mujeres de las aldeas vecinas que iban camino del famoso mercado Eke de Okperi. La mayoría de ellas procedían de Elumelu y de Abame y hacían las mejores vasijas de toda la zona. Cada una llevaba una torre de cinco, seis o más vasijas grandes de agua sujetas con una red de estopa a una amplia cesta, y bajo aquella luz incipiente cada silueta parecía un espíritu con una cabeza fantástica.

Conforme iban dejando atrás los grupos de las vendedoras, hablaban del gran mercado Eke de Okperi, al que acudían gentes de todas partes de Igbo y de Olu.

—Es el resultado de una medicina tradicional —explicó Akukalia—. El pueblo de mi madre es de grandes hechiceros. —Se le notaba el orgullo en la voz—. Al principio, Eke era un mercado muy pequeño. Los mercados de la zona lo estaban dejando seco. Entonces, un día los hombres de Okperi tallaron una divinidad poderosa y pusieron el mercado bajo su protección. Desde ese día, Eke creció y creció hasta llegar a ser el mayor mercado de esta zona. Eita divinidad se llama Nwanyieke y es una anciana. Cada día eke aparece antes de que cante el gallo con una escoba en la mano derecha y baila en el vasto espacio abierto haciendo señas con la escoba en todas las direcciones de la tierra y atrayendo a gente de todas partes. Por eso la gente no se acerca al mercado antes de que cante el gallo; si lo hicieran verían a la anciana durante su tarea.

—Cuentan la misma historia sobre el mercado Nkwo junto al gran río en Umuru —dijo uno de los compañeros de Akukalia—. Allí la medicina ha funcionado tan bien que el mercado ya no solo se celebra los días Nkwo.

—La hechicería de Umuru no tiene punto de comparación con la del pueblo de mi madre —dijo Akukalia—. Su mercado ha crecido tanto porque los blancos llevan allí sus mercancías. ¿Y por qué llevan allí sus mercancías si no es por las medicinas? La anciana del mercado ha barrido el mundo con su escoba, hasta la tierra de los blancos donde dicen que nunca brilla el sol.

—¿Es cierto que una de sus mujeres en Umuru salió sin su sombrero blanco y se derritió como el aceite de palma que se deja al sol? —preguntó el otro compañero.

—Yo también lo había oído —dijo Akukalia—, pero se dicen muchas mentiras sobre los blancos. Una vez se dijo que no tenían dedos de los pies.

Al amanecer llegaron a la tierra de la discordia. No se había cultivado durante muchos años y estaba llena de maleza, con matorrales de hierba seca.

—Me acuerdo de cuando venía con mi padre a este mismo sitio a cortar hierba para los tejados —dijo Akukalia—. Me sorprende que el pueblo de mi madre lo reclame ahora.

—Todo se debe a los blancos, que dicen, como los mayores a los hijos que se pelean: «Nada de riñas mientras yo esté por aquí»; así se toca el orgullo del más joven y el más débil, que se pone a presumir.

—Has dicho la verdad —dijo Akukalia—. Nunca habrían sucedido esas cosas cuando yo era joven, por no hablar de la época de mi padre. Me acuerdo muy bien de todo esto. —Y señaló la tierra con la mano—. Una vez le cayó un rayo a ese árbol ebenebe de ahí, y los que estaban cortando la hierba debajo salieron disparados en todas las direcciones.

—Lo que deberías preguntarles —dijo el otro compañero, que apenas había hablado desde que habían salido—, lo que deberían decirnos es que, si la tierra fuera realmente suya, por qué nos han dejado cultivarla y cortar paja para nuestros tejados durante generaciones, hasta que llegaron los blancos y se lo recordaron.

—Nuestra misión no es preguntarles nada, excepto la pregunta que Umuaro quiere que respondan —dijo Akukalia—. Y debo recordaros que una vez allí soy yo quien ha de hablar; a vosotros os toca estar con la boca cerrada. Esa gente es muy difícil; mi madre no era una excepción. Pero yo sé lo que ellos saben. Si un hombre de Okperi te dice que vengas, quiere decir que pongas pies en polvorosa. Si no conoces sus costumbres te sentarás con ellos desde que cante el gallo hasta que se duerma, te unirás a la conversación y a la comida, pero estarás todo el tiempo flotando en la superficie del agua. Así que dejádmelos a mí, porque cuando un hombre astuto muere otro hombre astuto lo entierra.

Los tres emisarios entraron en Okperi a la hora en que la mayoría de la gente terminaba el almuerzo de la mañana. Se dirigieron directamente a casa de Uduezue, el pariente más cercano a la madre de Akukalia. Quizá fueran las caras serias las que avisaron a Uduezue, o quizá Okperi no estaba del todo desprevenido acerca de la misión de Umuaro. No obstante, Uduezue les preguntó por sus familiares.

—Están bien —replicó Akukalia, impaciente—. Tenemos una misión urgente que debemos comunicar cuanto antes a los ancianos de Okperi.

—Ah, ¿sí? —inquirió Uduezue—. Ya me preguntaba yo qué podía traer a mi hijo y a su gente hasta aquí tan temprano. Si mi hermana, tu madre, viviera, pensaría que algo le había pasado. —Hizo una breve pausa—. Una misión importante; sí. Como dice el refrán, un sapo no corre de día a menos que alguien lo persiga. No quiero retrasar vuestra misión, pero debo ofreceros un pedazo de nuez de cola.

Hizo ademán de levantarse.

—No te preocupes. Quizá volvamos después de nuestra misión. Es una carga pesada y hasta que no nos liberemos de ella no vamos a entender lo que se nos diga.

—Sé a qué te refieres. Pues aquí tenéis un trozo de arcilla blanca. Vale, dejaremos la nuez de cola para cuando volváis.

Pero los hombres rehusaron incluso dibujar líneas en el suelo con la arcilla. Después de aquello no había nada más que decir. Habían rechazado la muestra de buena voluntad entre anfitrión e invitados, por lo que su misión debía de ser de la mayor gravedad.

Uduezue entró en su patio interior y salió enseguida con su bolsa de piel de cabra y su machete enfundado.

—Os llevaré hasta el hombre que debe recibir vuestro mensaje —dijo.

Los condujo por el camino y lo siguieron en silencio. Atravesaron una multitud creciente de vendedores. Se acercaba la estación de la siembra y muchos portaban cestas enormes de ñames de siembra. Algunos llevaban también cabras en las grandes cestas. Se veía también a algunos que llevaban un ave en brazos; esos no andaban con paso firme, especialmente si se trataba de hombres que habían conocido tiempos mejores. Se oía el bullicio de la conversación de las mujeres que pasaban; las que venían de lejos y estaban exhaustas permanecían calladas. Akukalia creyó reconocer alguna de las vasijas de agua que habían dejado atrás a lo largo del camino.

Hacía unos tres años que Akukalia no visitaba la tierra de su madre, y de pronto sintió una extraña ternura por todo aquello. La primera vez que había ido de niño con su madre se había preguntado por qué la tierra, al igual que la arena, parecía blanca en lugar de rojiza como en Umuaro. Su madre le había dicho que la razón era que en Okperi la gente era limpia y se lavaba todos los días, mientras que los de Umuaro no tocaban el agua en los cuatro días de la semana. Su madre había sido severa con él y muy peleona, pero en aquel momento Akukalia sintió cariño por ella.

Uduezue llevó a los tres visitantes a casa de Otikpo, que era el pregonero de Okperi. Estaba en su obi, preparando ñames de siembra para el mercado. Se levantó para saludarlos. Llamó a Uduezue por su nombre y su título, y a Akukalia, «Hijo de Nuestra Hija». A los otros dos, a quienes no conocía, solo les dio la mano. Otikpo era muy alto y de aspecto enjuto. Todavía parecía el gran corredor que había sido en su juventud.

Entró en una habitación interior y volvió con una esterilla enrollada que extendió en la cama de adobe para los visitantes. Una niña pequeña entró desde el patio y lo llamó:

—¡Padre, padre!

—Vete, Ogbanje —dijo—. ¿No ves que estoy atendiendo a estos forasteros?

—Nweke me ha pegado.

—Luego le doy un azote. Ve a decirle que voy a darle un latigazo.

—Otikpo, salgamos afuera y hablemos en voz baja —dijo Uduezue.

No tardaron mucho. Cuando regresaron, Otikpo traía una nuez de cola en un cuenco de madera. Akukalia le dio las gracias pero le dijo que él y sus compañeros traían una carga tan pesada en la cabeza que no podían comer ni beber hasta liberarse de ella.

—¿De verdad? —preguntó Otikpo—. ¿Podéis soltarnos esta carga de la que nos habláis a mí y a Uduezue, o requiere la presencia de los ancianos?

—Requiere la presencia de los ancianos.

—Pues habéis llegado en mal momento. Todo el país de los igbo sabe que el pueblo de Okperi no tiene otra ocupación en su día eke. Teníais que haber venido ayer o anteayer, o mañana o pasado mañana. Ay, Hijo de Nuestra Hija, parece mentira que no conozcas nuestras costumbres.

—Vuestras costumbres no son distintas de las de otra gente —dijo Akukalia—. Pero nuestra misión no puede esperar.

—¿De verdad?

Otikpo salió y llamó en voz alta a su vecino, Ebo, y volvió a entrar.

—La misión no puede esperar. ¿Qué hacemos ahora? Yo creo que deberíais quedaros a dormir en Okperi esta noche y ver a los ancianos mañana.

Ebo entró e hizo un saludo general. Estaba sorprendido de ver a tanta gente y por un instante se encontró perdido. Entonces empezó a dar la mano a todos, pero cuando le llegó el turno a Akukalia este rehusó la mano de Ebo.

—Siéntate, Ebo —dijo Otikpo—. El mensaje que Akukalia trae a Okperi le prohíbe comer nuez de cola o darnos la mano. Quiere ver a los ancianos, y le he dicho que hoy es imposible.

—¿Cómo es que han elegido el día de hoy para traer su mensaje? ¿No tienen mercado en su pueblo? Si me llamáis por eso, os diré que tengo que irme a preparar las cosas para el mercado.

—Nuestro mensaje no puede esperar, como ya he dicho antes.

—No conozco un mensaje que no pueda esperar. ¿O habéis venido a contarnos que Chukwu, el dios más grande, está a punto de quitar el pie que sostiene el mundo? Si no es así debéis saber que el Eke de Okperi no se interrumpe porque se presenten tres hombres por aquí. Si escucháis con atención, os llegará el barullo; y ni siquiera ha llegado todavía la mitad de la gente. Cuando se llena se oye desde Umuda. ¿Creéis que un mercado así se va a parar para que se escuche vuestro mensaje?

Permaneció un rato sentado sin que nadie dijera nada.

—Ya ves, Hijo de Nuestra Hija, que no podemos reunir a nuestros ancianos hasta mañana —dijo Otikpo.

—Si de pronto se declarara la guerra en vuestra ciudad, ¿cómo convocaríais a vuestros hombres, Padre de Mi Madre? ¿Esperaríais al día siguiente? ¿No tocaríais el ikolo?

Ebo y Otikpo se echaron a reír. Los tres hombres de Umuaro se miraron entre sí. La cara de Akukalia empezó a mostrar un gesto peligroso. Uduezue se sentó como lo había hecho desde que entraron, con la barbilla apoyada en la mano izquierda.

—Cada pueblo tiene sus costumbres —dijo Otikpo después de reírse—. En Okperi no es costumbre tocar el ikolo para dar la bienvenida a los extranjeros que vienen al mercado.

—¿Nos estás diciendo, Padre de Mi Madre, que nos consideras como a vendedoras? He soportado vuestros insultos con paciencia. Permitidme recordaros que mi nombre es Okeke Akukalia de Umuaro.

—Oooh, de Umuaro —dijo Ebo, aún picado por el rechazo del saludo—. Me alegro de que digas de Umuaro. Esta ciudad se llama Okperi.

—Vete a tu casa —le gritó Akukalia—, o te haré comer mierda.

—Si quieres gritar como un toro castrado, hazlo cuando llegues a Umuaro. Ya te he dicho que este sitio se llama Okperi.

Quizá fue a propósito… o quizá fuera accidental, pero Ebo acababa de decir lo único que nadie debía haber dicho a Akukalia: que era impotente y que sus dos esposas habían sido entregadas en secreto a otros hombres para darle hijos.

La lucha que tuvo lugar a continuación fue penosa. Ebo no estaba a la altura de Akukalia y pronto acabó con una herida en la cabeza de la que manaba sangre en abundancia. Enloquecido por el dolor y la vergüenza, marchó a su casa a por un machete. Las mujeres y los niños de todas las casas de alrededor estaban fuera y algunos gritaban de pánico. Los que pasaban por allí también se acercaron e hicieron intentos inútiles de intervenir.

Lo que sucedió después fue obra de Ekwensu, el que trae el mal. Akukalia siguió a Ebo, entró en el obi, sacó el ikenga de su altar, salió y lo partió por la mitad ante la multitud horrorizada.

Ebo fue el último en ver la profanación. Había estado forcejeando con Otikpo, que quería cogerle el machete para evitar el derramamiento de sangre. Pero cuando la muchedumbre vio lo que había hecho Akukalia, le dijeron a Otikpo que le soltara. Salieron los dos de la cabaña. Ebo se lanzó hacia Akukalia, pero al ver lo que había hecho se quedó parado. No supo, en aquel instante, si soñaba o si estaba despierto. Se frotó los ojos con la palma de la mano izquierda. Tenía delante a Akukalia. Los dos pedazos de su ikenga estaban tirados en el polvo donde el profanador les había pegado una patada.

—Si eres un hombre, da un paso adelante. Sí, lo he hecho. ¿Qué vas a hacer?

De manera que era verdad. Aun así, Ebo dio media vuelta y entró en su obi. Se arrodilló ante su altar para ver bien. Sí, el hueco donde había estado su ikenga, la fuerza de su brazo derecho, le devolvió la mirada, una mancha vacía, sin polvo, en la tabla de madera.

Nna doh! Nna doh! —gimió, rogando a su difunto padre para que viniera a socorrerlo.

Después se levantó y entró en su dormitorio. Se quedó allí un momento antes de que Otikpo, que sospechaba que pudiera hacerse daño a sí mismo, entrara corriendo en la habitación a ver qué estaba pasando. Pero era demasiado tarde. Ebo lo apartó y entró en el obi con su escopeta cargada. En el dintel se arrodilló y apuntó. Akukalia, al ver el peligro, se lanzó hacia delante. Aunque la bala le dio en el pecho siguió corriendo con el machete en alto hasta que cayó ante el umbral después de chocar con la cara en la parte baja del tejado.

Todo el mundo se quedó atónito con la llegada del cadáver a Umuaro. Jamás un emisario de Umuaro había sido asesinado fuera de allí. Pero, después del impacto inicial, algunos empezaron a decir que el hombre de su clan había hecho algo imperdonable.

—Pongámonos en el lugar del hombre a quien convirtió en cadáver ante sus propios ojos —dijeron—. ¿Quién iba a aguantar algo así? ¿Qué sacrificio o qué propiciación expiaría tal sacrilegio? ¿Cómo iba la víctima a ponerse en su sitio ante sus padres a menos que pudiera decirles: «Descansad, porque el hombre que lo hizo ha pagado con su cabeza»? Lo correcto era eso, como mínimo.

Umuaro podía haber dejado el asunto así, y quizá toda la disputa por la tierra desde que Ekwensu parecía haberse metido por medio. Pero había un detalle que le preocupaba. ¿Por qué Okperi no se había dignado enviar un mensaje a Umuaro para aclarar lo sucedido? Todos estaban de acuerdo en que el hombre que mató a Akukalia había sufrido una enorme provocación. Era cierto también que Akukalia no solo era un hijo de Umuaro; también era el hijo de una hija de Okperi, y lo sucedido podía compararse con el macho cabrío que mete la cabeza en los testículos de otro macho cabrío. Aun así, cuando se mataba a un hombre, había que decir algo, había que dar una explicación. El que Okperi no se hubiera molestado en dar ninguna explicación, aparte de devolver el cadáver, era una señal del desprecio con el que ahora trataban a Umuaro. Y eso no se podía pasar por alto. Cuatro días después de la muerte de Akukalia, los pregoneros recorrieron los seis pueblos al anochecer.

La asamblea de la mañana fue muy solemne. Casi todos los que hablaron dijeron que, aunque no estaba bien culpar a un cadáver, había que reconocer que su pariente había cometido un gran agravio. Muchos, especialmente los mayores, pidieron a Umuaro que se dejara el asunto. Pero había otros que, de acuerdo con el dicho, sacaban la mano y se la mordían. Juraron que, en lo que les quedaba de vida, no tolerarían ver cómo se escupía a Umuaro. Como en la ocasión anterior, Nwaka llevaba la voz cantante. Habló con su elocuencia habitual y causó un gran revuelo.

Ezeulu habló el último. Saludó a Umuaro en voz baja, con una gran tristeza.

Umuaro kwenu!

Hem!

Umuaro obodonesi kwenu!

Hem!

Kwezuenu!

Hem!

—La flauta que soplábamos se ha partido. Cuando hablé hace dos mercados en este mismo lugar, utilicé el proverbio de la cabra. Hablaba entonces con Ogbuefi Egonwanne, que era el mayor de los presentes. Le dije que debía haberse pronunciado contra lo que planeábamos, pero sin embargo puso un trozo de carbón ardiendo en la palma de la mano de su hijo y le pidió que lo llevara con cuidado. Ya hemos visto lo cuidadoso que fue. No me dirigía solo a Egonwanne sino a todos los ancianos reunidos aquí, que no hicieron lo que debían, que estaban dentro de la casa y dejaron sufrir a la cabra cuando estaba de parto.

»Una vez hubo un gran guerrero cuya espalda jamás había conocido el suelo. Luchó en todos los pueblos hasta que derribó a todos los hombres del mundo. Después, decidió ir a luchar a la tierra de los espíritus y proclamarse vencedor allí también. Se fue y ganó a todos los espíritus que se le acercaron. Algunos tenían siete cabezas y otros diez; pero a todos los venció. El compañero que tocaba melodías de alabanza con la flauta le rogó que se apartara de aquello, pero él no quiso, tenía la sangre caliente y los oídos cerrados. En lugar de escuchar la llamada de regreso a su casa, desafió a los espíritus para que escogieran a su guerrero más fuerte. Así que le enviaron a su dios personal, un espíritu enjuto que lo agarró por la mano y lo aplastó contra el suelo rocoso.

»Hombres de Umuaro, ¿por qué creéis que nuestros padres nos contaron esta historia? Nos la contaron porque querían enseñarnos que, por muy fuerte o importante que sea un hombre, no debe desafiar a su chi. Eso hizo nuestro pariente, desafió a su chi. Nosotros éramos su flautista, pero no le suplicamos que regresara de la muerte. ¿Dónde está hoy? La mosca que no tiene quien la aconseje se va a la tumba detrás del cadáver. Pero dejemos a Akukalia a un lado; se ha marchado como le ordenó su chi. No obstante, que el esclavo que ve cómo arrojan a otro esclavo a la tumba vacía comprenda que también él será enterrado del mismo modo cuando le llegue su hora. Hoy Umuaro está desafiando a su chi. ¿Hay algún hombre o alguna mujer que no conozca a Ulu, la divinidad que destruye a un hombre cuando su vida le es más preciada? Algunas personas continúan hablando de llevar la guerra a Okperi. ¿Creéis que Ulu luchará a favor de los culpables? El mundo se ha echado a perder y nada de lo que se hace tiene ni pies ni cabeza. Pero Ulu no se ha debilitado. Si hacéis la guerra para vengar a un hombre que se cagó en la cabeza del padre de su madre, Ulu no os seguirá la corriente en vuestro error. Umuaro, os saludo.

La reunión terminó en una gran confusión. Umuaro se dividió en dos. Mucha gente se reunió alrededor de Ezeulu y le dijo que estaba de su parte. Pero otros se fueron con Nwaka. Aquella noche convocó otra reunión en su patio y se acordó que debían caer tres o cuatro cabezas de Okperi para zanjar el asunto.

Nwaka, entretanto, les decía a los de su corrillo que Umuaro no debía dejarse mandar por el sacerdote supremo de Ulu.

—Mi padre no me dijo que antes de que Umuaro hiciera una guerra necesitara la bendición del sacerdote de Ulu —dijo—. El encargado del culto a una divinidad no es un rey. Está allí para celebrar el ritual de su dios y para hacerle sacrificios. Pero llevo muchos años observando a este Ezeulu. Es un ambicioso: quiere ser rey, sacerdote, adivino, todo. Dicen que su padre también era así. Sin embargo, Umuaro le demostró que los igbo no reconocen a ningún rey. Ha llegado la hora de decírselo también a su hijo. No tenemos nada en contra de Ulu. Sigue siendo nuestro protector, aunque por las noches ya no temamos a los guerreros abam. Pero no veré con mis propios ojos a este sacerdote dominándonos a todos.

Mi padre me contó muchas cosas, pero no me dijo que Ezeulu fuera el rey de Umuaro. ¿Quién se ha creído que es? ¿Alguno de vosotros tiene que atravesar la valla de este hombre para llegar a su casa? Si Umuaro decidiera tener un rey, sabríamos de dónde tenía que salir. ¿Desde cuándo se ha convertido Umuachala en la primera de las seis aldeas? Todos sabemos que fue la rivalidad entre las aldeas grandes lo que les hizo dar el sacerdocio a la más débil. Lucharemos por nuestras tierras de cultivo y contra el desprecio que nos ha hecho Okperi. ¿Para qué escuchar a alguien que trata de amedrentarnos en nombre de Ulu? Si un hombre dice sí, su chi también dice sí. Y todos sabemos cómo se las gastó la gente de Aninta con su divinidad el día que les falló. ¿No se la llevaron a la frontera entre ellos y sus vecinos y le prendieron fuego? Os saludo.

La guerra se libró entre un afo y el siguiente. Estalló el día en que Umuaro mató a dos hombres de Okperi. Al día siguiente era nkwo, y por eso no se combatió. Durante los dos días siguientes, eke y oye, la lucha fue encarnizada. Umuaro mató a cuatro hombres y Okperi replicó con tres, uno de los cuales era Oyoke, el hermano de Akukalia. Al día siguiente, afo, la guerra terminó de forma repentina. El blanco, Wintabota, mandó unos soldados a Umuaro y la paró. La historia de lo que habían hecho aquellos hombres en Abame se cuenta todavía con miedo, y por ello Umuaro no hizo ningún esfuerzo por resistir y depuso las armas. Aunque todavía no estaban satisfechos, decían sin ninguna vergüenza que se había vengado la muerte de Akukalia, que le habían suministrado tres hombres sobre los que reposar su cabeza. También era bueno que terminara la guerra. La muerte de Akukalia y de su hermano en la misma disputa demostraba que Ekwensu había tenido algo que ver.

El blanco, no contento con detener la guerra, requisó todos los fusiles de Umuaro y ordenó a los soldados que los rompieran delante de todos, con excepción de tres o cuatro que se llevó. Después enjuició a Umuaro y a Okperi y entregó a Okperi la tierra en disputa.