13
EN cuanto el mensajero y su escolta salieron de la cabaña de Ezeulu de vuelta a Okperi, el sumo sacerdote ordenó al anciano que tocaba el ikolo gigante que convocara a los ancianos y a los ndichie a una reunión urgente al atardecer. Enseguida el ikolo comenzó a hablar a los seis pueblos. Por todas partes los ancianos y los hombres con títulos oyeron la señal y se prepararon para la reunión. Quizá fuera la amenaza de la guerra, aunque nadie hablaba ya de guerras en esa época de blancos. Era más probable que la divinidad de Umuaro hubiera revelado a través de la adivinación alguna injusticia con la que debía acabarse pronto o si no… Pero fuera lo que fuera (una llamada a prepararse para la batalla o a celebrar un sacrificio comunitario) era urgente, pues el ikolo no se tocaba fuera de la estación excepto en grandes emergencias, cuando, como decía el refrán, un animal más fuerte que el nte aparecía atrapado en la trampa del nte.
La reunión comenzó en cuanto las aves se metieron en los corrales, y siguió hasta la noche. Si hubiera sido de día, los niños que habían traído los taburetes para sus padres se habrían quedado jugando por los alrededores del mercado, esperando a que terminara el encuentro para llevárselos a casa. Los que vivían cerca del mercado se trajeron ellos mismos sus taburetes; los demás vinieron con pieles de cabra enrolladas bajo el brazo. Ezeulu y Akuebue llegaron los primeros. Pero, en cuanto se sentaron, empezaron a entrar en el Nkwo los demás ancianos y los hombres con títulos de todas las aldeas de Umuaro. Al principio, todo el que entraba saludaba a los que estaban allí, pero, al llenarse el espacio, los que llegaban solo saludaban con un apretón de manos a quienes tenían más cerca y a otros tres o cuatro de la multitud.
La reunión se celebró bajo el eterno árbol ogbu, sobre cuyas raíces enredadas se habían sentado generaciones de ancianos de Umuaro para tomar decisiones importantes. Enseguida se juntaron casi todos y el torrente de los que llegaban se convirtió en un mero goteo. Ezeulu dirigió una consulta rápida a los que estaban sentados más cerca de él y todos acordaron que era el momento de explicar a Umuaro por qué se había convocado a todos. El sumo sacerdote se levantó, se ajustó la toga y pronunció el saludo que, a la vez, era una llamada a Umuaro para que todos hablaran al unísono.
—Umuaro kwenu!
—Hem!!
—Kwenu!
—Hem!!
—Kwezuenu!
—Hem!!
—Os agradezco que hayáis dejado en casa vuestras muchas tareas para responder a mi llamada. A veces un hombre llama y nadie le responde. Un hombre así se parece al que sueña una pesadilla. Gracias por no dejarme llamar en vano, como el que sufre una pesadilla.
Oyó cómo alguien hablaba a la vez que él. Miró alrededor y vio que era Nwaka, de Umunneora. Ezeulu dejó de hablar un rato y se dirigió a él.
—Ogbuefi Nwaka, te saludo —dijo.
Nwaka carraspeó e interrumpió lo que estaba diciendo a los que estaban cerca de él. Ezeulu continuó.
—Os daba las gracias por lo que habéis hecho. Nuestro pueblo dice que, si le das las gracias a un hombre por lo que ha hecho, tendrá la voluntad de hacer más. Pero aquí hay una gran omisión por la que pido perdón. No se convoca a Umuaro sin traer al menos una vasija de vino de palma. Pero me he llevado una sorpresa y, como sabéis, lo inesperado sacude también a los valientes…
Entonces les contó la historia de la visita del mensajero judicial.
—Queridos miembros del clan —dijo a modo de conclusión—, con eso me encontré esta mañana al despertarme. Ogbuefi Akuebue estaba allí conmigo y lo vio. Reflexioné durante bastante tiempo y decidí que Umuaro viera y escuchara conmigo lo que yo he visto y he escuchado; porque cuando uno está solo y ve una serpiente puede preguntarse si es una serpiente normal o la pitón intocable. Así que me dije a mí mismo: «Mañana reúno a Umuaro y se lo cuento». Pero una parte de mi mente habló y me dijo: «¿Tú sabes lo que puede pasar por la noche o al amanecer?». Por eso, aunque no tenga vino de palma para ofreceros, pensé que debía convocaros. Si sobrevivimos habrá tiempo de sobra para el vino de palma. A menos que el pene muera joven, habrá de comer carne peluda. Cuando llegue el día de la caza iremos todos a cazar al patio trasero del segador. Os saludo a todos.
Durante un largo rato nadie se levantó a responder; los gobernantes de Umuaro allí congregados se pusieron a hablar entre ellos y se levantó un murmullo. Ezeulu se sentó en su taburete y miró fijamente al suelo. Ni siquiera replicó cuando Akuebue le dijo que ya había dicho lo necesario. Finalmente, Nwaka, de Umunneora, se levantó.
—Umuaro kwenu!
—Hem!!
—Umuaro kwenu!
—Hem!!
—Kwekwanu 020!
—Hem!!
Se colocó bien la túnica, que se le había soltado por el hombro izquierdo.
—Todos hemos oído lo que ha dicho Ezeulu. Ha hablado muy bien y quiero agradecerle que se haya dirigido a todos y nos haya convocado. ¿Estáis de acuerdo?
—Continúa —replicaron los hombres.
—Cuando un padre reúne a sus hijos no debe preocuparse por ofrecerles vino de palma. En realidad, son ellos quienes deberían traerle vino de palma. Doy las gracias de nuevo al sacerdote de Ulu. Que le pareciera necesario llamarnos y contarnos estas cosas demuestra la alta estima en que nos tiene, y se lo agradecemos. Aunque hay algo que a mí no me queda claro en esta convocatoria, quizá otros sí lo vean y puedan explicármelo. Ezeulu nos ha contado que el gobernador blanco le ha pedido que vaya a Okperi. Lo que no tengo claro es si es malo que alguien pida a un amigo que le visite. Cuando hacemos una fiesta, ¿no mandamos a buscar a nuestros amigos para que vengan y compartan su alegría con nosotros, y no nos piden ellos que vayamos a sus celebraciones? El blanco es amigo de Ezeulu y ha mandado a buscarlo. ¿Qué tiene eso de raro? A mí no me ha llamado, ni tampoco a Udeozo; no ha ido a buscar al sacerdote de Idemili, ni al de Eru; tampoco mandó a buscar al sacerdote de Udo ni le pidió al sacerdote de Ogwugwu que fuera a verlo. Se lo ha pedido a Ezeulu. ¿Por qué? Porque son amigos. ¿O piensa Ezeulu que su amistad no es tanta como para entrar en su casa? ¿Quiere que la amistad del blanco sea solo de palabra? ¿No nos dijeron nuestros ancianos que en cuanto le demos la mano al leproso querrá un abrazo? A mí me parece que Ezeulu le ha dado la mano a un hombre de cuerpo blanco.
Aquello provocó un murmullo de aprobación e incluso risas. Como muchas de las cosas terribles que hacen que los hombres se encojan de miedo, casi siempre se denominaba a la lepra con una expresión eufemística: «cuerpo blanco». El aplauso y las risas se mezclaron con el saludo «Dueño de las Palabras» a Nwaka. Esperó a que se acallaran las voces y dijo:
—El que tenga ganas de reír que lo haga; pero a mí no me hace ninguna gracia.
Ezeulu estaba sentado en la misma posición en la que se había quedado al terminar su discurso.
—Lo que quiero decir es lo siguiente —continuó Nwaka—: el que mete leña infestada de hormigas en su cabaña ya sabe que le espera la visita de los lagartos. Pero si Ezeulu nos dice ahora que se ha cansado de la amistad del blanco, nuestro consejo debería ser el siguiente: «Tú hiciste el nudo y deberías saber también cómo deshacerlo. Tú metiste en casa esta boñiga que apesta; ahora te toca a ti sacarla afuera». Afortunadamente, no cuesta mucho volver a sacar afuera el hechizo maligno que se trae pinchado en un palo. He oído una o dos voces murmurando que va contra la tradición que el sacerdote de Ulu viaje lejos de su casa. Quiero hacer una pregunta a esas personas: ¿sería la primera vez que fuera Ezeulu a Okperi? ¿Quién fue el testigo del blanco el año que luchamos por nuestras tierras y las perdimos? —Esperó a que dejara de oírse el murmullo generalizado—. He terminado de hablar. Os saludo a todos.
Hablaron otros. Aunque nadie fue tan duro como Nwaka, solo dos se pronunciaron claramente contra sus ideas. Quizá otros estuvieran en contra también, pero no hablaron. La mayoría de quienes hablaron dijeron que sería una imprudencia ignorar la llamada del blanco; ¿habían olvidado lo que les había pasado a los clanes que habían reñido con él? Nwokeke Nnabenyi trató de expresarlo aún con más suavidad. Dijo que debían elegir a seis ancianos que acompañaran a Ezeulu.
—¡Ve tú si tienes ganas de ir de paseo! —gritó Nwaka.
—Ogbuefi Nwaka, por favor, no me interrumpas cuando hablo. Tú ya te has levantado a responder lo que te correspondía y nadie te ha contestado de mala manera.
Repitió su sugerencia de que seis ancianos de Umuaro acompañaran a su sumo sacerdote a Okperi. Entonces Ezeulu se puso en pie. El rostro le brillaba a la luz de una hoguera que se había encendido a poca distancia. Cuando habló se hizo el silencio. Sus palabras no dejaban entrever la ira que le ardía en el pecho. Como siempre, no sentía ira por la abierta hostilidad que había demostrado Nwaka en su discurso, sino por las melosas palabras de gente como Nnabenyi. Le recordaban a las ratas que roen la planta del pie del que duerme, que la muerden primero y soplan después para aliviar la herida y hacer que la víctima se calme y se vuelva a dormir.
Saludó a Umuaro y comenzó a hablar casi con regocijo en la voz.
—No os he reunido porque esté perdido o porque mis ojos hayan visto a mis oídos. Lo único que quería era ver cómo os tomabais esta historia. Ya lo veo y estoy satisfecho. Algunas veces damos un trozo de ñame a un hijo y le pedimos que nos dé un poquito, no porque queramos comérnoslo sino porque queremos poner a prueba a nuestro hijo. Queremos saber si es la clase de persona que compartirá lo suyo o que se aferrará a todo cuando sea mayor. Vosotros ya sabéis si Ezeulu es o no la clase de hombre que huye porque el blanco le ha enviado un mensaje. Si le hubiera robado una cabra o hubiera matado a su hermano o me hubiera acostado con su mujer, entonces saldría disparado al bosque en cuanto oyera su voz. Pero no le he ofendido en nada. En cuanto a lo que haré, ya lo había decidido antes de ordenar al ikolo que os reuniera. Pero si hubiera hecho algo sin hablar antes con vosotros, podríais haberos dado la vuelta y haber preguntado: «¿Por qué no nos lo contó?». Ya os lo he contado y tengo la conciencia tranquila. No hace falta decir mucho más. Cuando llegue la hora de hablar, hablaremos hasta cansarnos, y quizá nos sorprenda encontrar otros oradores en Umuaro aparte de Nwaka. Por el momento os saludo por responder a mi llamada. Umuaro kwenu!
—Hem!!
Uno de los que siguió a Ezeulu a casa aquella noche y que se ofreció a acompañarle a Okperi por la mañana fue su hermanastro menor, Okeke Onenyi, un famoso curandero. Pero Ezeulu rechazó su ofrecimiento, como había rechazado el de los demás, entre ellos, el de su amigo Akuebue. Había tomado la decisión de ir solo y no la iba a cambiar.
En cuanto hizo su oferta y fue rechazada, Okeke Onenyi se levantó para marcharse, aunque habían comenzado a caer las primeras gotas de una tormenta.
—¿No esperas un rato a ver el cielo? —preguntó Edogo.
—No, hijo mío —replicó Onenyi y, fingiendo un tono desenfadado, agregó—: Solo los que llevan malas hierbas en el cuerpo deben tener miedo a la lluvia.
Salió a la intemperie, con la tormenta echándosele encima. Los rayos iluminaban con destellos la oscuridad a intervalos cortos, irregulares; a veces había una luz intensa y clara y otras veces parpadeaba antes de extinguirse, como si el viento veloz apagara su llama.
Se oyó la voz de Okeke Onenyi a todo volumen entre el viento y el trueno, cantando y silbando una canción que lo acompañara en la oscuridad.
Ezeulu no le dijo nada para disuadirlo de salir con aquella lluvia, aunque, por otra parte, rara vez tenía algo que decirle. Era difícil verlos como hermanos, pero, incluso si hubieran tenido una relación más cercana, Ezeulu tampoco habría dicho nada, porque su mente no estaba allí en la cabaña con ellos. De hecho, había dicho durante mucho tiempo que aquella lluvia presagiaba una luna nueva. Pero nadie entendió lo que quería decir.
Aunque Ezeulu y su hermano no eran enemigos, tampoco eran amigos. Ezeulu tenía fama de tener manía a los curanderos, de quienes decía que la mayoría eran unos charlatanes glotones. La auténtica medicina, decía, había muerto con la generación de su padre, y los que todavía la practicaban eran unos aprendices.
El padre de Ezeulu había sido ciertamente un gran hechicero y curandero. Había hecho innumerables prodigios, pero lo que la gente más comentaba era su capacidad de hacerse invisible. En la época de la terrorífica guerra entre Umuaro y Aninta, nadie de un clan se atrevía a acercarse al otro. Pero el sumo sacerdote atravesaba Aninta tan a menudo como quería. Iba siempre con su hijo, Okeke Onenyi, que entonces era un niño. Le daba una escoba pequeña para que la llevara en la mano izquierda y le decía que no hablara ni saludara a ningún transeúnte, sino que anduviera por el borde del camino. El chico iba delante y el sumo sacerdote lo seguía a distancia, teniéndolo siempre a la vista. El caminante que se cruzaba con ellos se paraba de pronto antes de llegar a su altura, y se ponía a buscarlos entre la maleza, al otro lado del camino, como un cazador que escuchara el rumor de un animal. Tenía que mirar detenidamente hasta que el chico y su padre pasaban por detrás de él, y solo entonces se daba la vuelta para continuar su camino. A veces algún caminante se quedaba parado al verlos acercarse y se daba la vuelta por el camino por el que había venido.
Okeke Onenyi aprendió sobre muchas hierbas y mucha anwansi o magia de su padre. Pero nunca aprendió un hechizo particular que se llamaba Oti-anya afu-uzo.
Había pocos sacerdotes en la historia de Umuaro en cuya persona coincidieran el sacerdocio con la medicina y la magia, como el último Ezeulu. Cuando eso sucedía, su poder era ilimitado. Okeke Onenyi decía siempre que la causa de la frialdad entre él y su hermanastro Ezeulu era el resentimiento de este por la división de poderes entre ellos. «Olvida que el conocimiento de las hierbas y la anwansi están escritos en las líneas de la mano de una persona; se cree que nuestro padre se lo quitó a él deliberadamente y me lo dio a mí. ¿Acaso me ha oído a mí quejarme de que el sacerdocio fuera para él?», decía Okeke Onenyi.
Como era de esperar, así veían el alejamiento entre ellos aquellos a quienes caía mal Ezeulu. Les faltaba tiempo para decir que el orgullo y la envidia eran lo que hacía que Ezeulu fuera tan desdeñoso del renombre de su hermano como curandero. Le criticaron por haber escogido a un hechicero que no valía nada, incapaz de ganarse tres comidas al día, para el sacrificio de «Cubrir a la Novia» para la mujer de Obika, en lugar de llamar a su hermano.
Pero otros, como Akuebue, que conocían más a Ezeulu, replicaban que algo le habría hecho Okeke Onenyi a Ezeulu. Aunque no se sabía de qué se trataba, se sabía que era imperdonable, impropio de la relación entre hermanos. El problema era que Ezeulu nunca se había desahogado con sus amigos sobre el tema, de manera que quienes lo defendían no tenían más que conjeturas para defenderlo. Unos decían que Okeke Onenyi había cerrado el útero de la primera mujer de Ezeulu después de darle solo tres hijos.
—Eso no puede ser —solía ser la respuesta—. Todo el mundo sabe quiénes son los brujos de Umuaro, y Okeke Onenyi no es uno de ellos. No es el tipo de hombre que echa una maldición a una mujer que no le ha hecho daño ninguno, y menos aún a la mujer de su hermano.
—Ya, pero no olvidéis que Okeke Onenyi le guarda mucho rencor a Ezeulu —decían otros—. Recuerda que, cuando eran pequeños, el padre le hizo creer a Okeke que sería el elegido para el sacerdocio y que, a la muerte del anciano, Okeke casi cuestionó la decisión del oráculo.
—Puede que sea así —diría la otra parte—. Pero todos conocemos a nuestros curanderos e insistimos en que Okeke Onenyi nunca ha sido acusado por ningún hombre de sellar el útero de su mujer. Además, los brujos que continúan con prácticas tan perversas como catar carne humana nunca prosperan con los hijos. ¡Pero mira la casa de Okeke Onenyi, rebosante de hijos e hijas!
Aquel último argumento era incontestable, especialmente cuando se señalaba que el mejor amigo de Okeke Onenyi en la familia de Ezeulu era Edogo, ¡el hijo de la misma mujer a quien se suponía que había hecho daño! De hecho, se sabía que a Ezeulu le tenía muy descontento la relación entre Edogo y su tío. Quizá dijera solo por despecho que las tallas que hacía el uno valían lo mismo que las curaciones que hacía el otro.
—¿Esos dos? —dijo una vez—. Un mortero roto y un puñado de nueces de palma podridas.
El capitán Winterbottom llevaba dos días con sensación de debilidad y cansancio excesivo. La llegada de las lluvias no pareció traerle el alivio esperado. Tenía las encías más pálidas que nunca y los pies fríos. No le tocaba todavía un brote de malaria, pero esos eran los síntomas típicos. Por supuesto que no tenía el miedo de un novato, como buen veterano de la costa: la fiebre lo dejaba a uno fuera de juego unos días, eso era todo.
Tony Clarke se mostró debidamente impresionado.
—Debería ir al médico —le dijo, a sabiendas de que era lo típico que decía un novato.
—¿Médicos? ¡Dios bendito! ¿Por una fiebre? No, chico, solo tienes que tener cuidado la primera vez. El pobre Macmillan no fue lo bastante prudente, a pesar de que se lo advertí. A mí me ha dado la fiebre cada año sin excepción en la última década, y cuando la has tenido tantas veces dejas de darle importancia. No, lo único que necesito es un cambio de aires de una semana, y me verás sano como una manzana. El viaje a Enugu me sentará de maravilla.
Planeaba visitar el cuartel general al cabo de dos días. Por razones evidentes, quería dejar resuelto el asunto del nombramiento de un jefe con funciones de juez principal de Umuaro antes de reunirse con los tipos de allá. Le resultaba imposible resolverlo en dos días, pero quería dejar ver que había dado los primeros pasos. Era de los que creen firmemente en dejar la casa en orden, para encontrársela así a la vuelta. De manera que le dejó por escrito a Tony Clarke numerosas tareas de las que ocuparse. «He mandado mensajeros a Umuaro a buscar a Ezeulu para que tengamos una conversación preliminar, a partir de la cual fijaré una fecha apropiada para que se le designe jefe y juez del distrito en presencia de los ancianos y ndichie de su clan». El capitán Winterbottom disfrutaba dejando perplejos a los demás europeos usando palabras en igbo que, según él, hablaba con soltura.
Después de haber hecho estas gestiones en beneficio de Ezeulu, el capitán Winterbottom se enfureció, y con toda la razón, cuando el mensajero regresó con la insultante respuesta del prepotente sacerdote nativo. Inmediatamente firmó una orden de arresto, en calidad de magistrado, y dio instrucciones a dos policías para que fueran a por él a Umuaro a primera hora de la mañana siguiente.
—En cuanto llegue —le dijo a Clarke—, enciérrelo en el calabozo. No quiero verlo hasta que vuelva de Enugu. A ver si para entonces ha aprendido buenos modales. No voy a consentir que mis nativos se crean que pueden tratar a la Administración con este desprecio.
Quizá fuera por el arrebato de furia; o quizá su criado tuviera razón sobre la causa, pero aquella mañana, cuando se marcharon los dos policías a Umuaro para detener a Ezeulu, Winterbottom sufrió un colapso y empezó a delirar. Lo único inteligible que decía una y otra vez era: «Tengo los pies fríos, ¡ponme ahí la bolsa de agua caliente!». Su sirviente calentó agua, la metió en la bolsa de goma y se la colocó en los pies. Winterbottom gritó que estaba templada. El criado introdujo agua hirviendo, pero aun así no estaba suficientemente caliente. Se dedicó a cambiar el agua cada pocos minutos y aun así el capitán se quejaba. Cuando Tony Clarke, que no sabía conducir, localizó a Wade para que llevara al capitán en su viejo Ford al hospital, a diez kilómetros de allí, tenía los pies gravemente escaldados. Pero eso no se descubrió hasta el día siguiente en el hospital.
Clarke y Wade se quedaron asombrados y bastante intimidados cuando la doctora Mary Savage, la severa y poco femenina misionera a cargo del hospital, se echó a llorar aterrorizada al ver al capitán Winterbottom. Comenzó a llamarlo por su nombre una y otra vez, «Tom, Tom», y a comportarse como si no fuera una profesional. Pero aunque el ataque de pánico fue breve, y enseguida recuperó el control de sí misma y de la situación, fue lo bastante obvio como para que se dieran cuenta algunas de las enfermeras nativas y de las encargadas de sala, que no solo lo propagaron por el hospital sino también por el pueblecito de Nkisa. Tanto en el hospital como en el pueblo se conocía a la doctora Savage como Omesike o «la Que Actúa con Poderío», y nadie esperaba que llorase por un paciente y menos aún si resultaba ser el capitán Winterbottom, a quien maliciosamente llamaban «su esposo».
Winterbottom estuvo delirando tres días, durante los cuales la doctora Savage apenas abandonó la cabecera de su cama. Llegó a aplazar las operaciones que llevaba a cabo cada miércoles, que en el pueblo llamaban «el Día de Abrir las Tripas». Siempre era un día triste, y el mercadillo diario que había surgido alrededor de la verja del hospital para atender las necesidades de los pacientes de clanes lejanos atraía a menos mujeres los miércoles que cualquier otro día de la semana. Se había observado también que hasta el cielo sabía de aquel día de muerte, y se ponía sombrío y de luto.
La doctora Savage repasó su lista de operaciones y, satisfecha al ver que no había ninguna que se pudiera considerar muy urgente, decidió aplazarlas hasta el viernes. El estado del capitán Winterbottom solo había mejorado ligeramente, y había poca esperanza. El día siguiente y el próximo serían decisivos, y gran parte del éxito dependería de una atención esmerada durante este umbral crítico. Lo llevaron a una sala especial, donde estaba solo, y no se permitió entrar a nadie excepto a la doctora Savage y a su única enfermera europea.
El criado del capitán Winterbottom, John Nwodika, recibió la orden de guiar a los dos policías a Umuaro, tal y como lo había hecho con el mensajero. Pero se había prometido a sí mismo que jamás volvería a escoltar a un representante del gobierno a su clan. Su propósito se reforzó en aquel caso, al enterarse de que los policías irían a buscar al sumo sacerdote de Ulu armados con una orden de arresto y esposas. Sin embargo, como no podía darse la vuelta y decirle a su amo: «No, no voy a ir», asintió e ideó un plan. Por ello, cuando fueron a buscarle los dos policías antes del primer canto del gallo, se lo encontraron temblando de un repentino ataque de iba. Envuelto en una vieja manta que el capitán Winterbottom le había regalado para el hijo al que su mujer había dado a luz hacía cuatro meses, John se las arregló, con gran esfuerzo, para explicarles cómo llegar. Una vez que llegaran a Umuaro, dijo, cualquier chiquillo les enseñaría la casa de Ezeulu. Aquello resultó ser literalmente cierto.
Los policías llegaron a Umuaro a la hora del almuerzo. Enseguida se encontraron con un hombre que llevaba una vasija de vino y lo abordaron.
—¿Dónde está la casa de Ezeulu? —preguntó el superior, el cabo Matthew Nweke.
El hombre miró con recelo a los forasteros de uniforme.
—Ezeulu… —dijo al cabo de un rato, con pinta de hacer un esfuerzo enorme por recordar—. ¿Qué Ezeulu?
—¿A cuántos Ezeulu conoces? —le preguntó el cabo irritado.
—¿A cuántos Ezeulu conozco? —repitió el hombre—. No conozco a ningún Ezeulu.
—Entonces, ¿por qué me has preguntado que qué Ezeulu si no conoces a ninguno?
—¿Por qué te he preguntado…?
—¡Cállate! ¡Maldito imbécil! —gritó el policía en inglés.
—Te digo que no conozco a ningún Ezeulu. No soy de aquí.
Pararon a otras dos personas, que les respondieron más o menos igual. Uno de ellos llegó a decir que el único Ezeulu que conocía era un tipo de Umuofia, que quedaba a un día entero de viaje en dirección este.
A los policías no les sorprendió lo más mínimo. La única forma eficaz de hacer que la gente hablara era asustarla. Pero el funcionario europeo les había advertido que no recurrieran a la violencia ni a las amenazas ni a las esposas, a menos que el tipo opusiera resistencia. Esa era la razón por la que se habían mostrado tan comedidos. Pero en aquel momento se convencieron de que, a menos que hicieran algo drástico, podían seguir dando vueltas por Umuaro hasta que se pusiera el sol sin encontrar la casa de Ezeulu. De manera que al siguiente que trató de contestarles con evasivas le dieron una bofetada y, para remachar, también le enseñaron las esposas. Aquello funcionó y el tipo los llevó a las inmediaciones de la casa que buscaban y se la señaló.
—No tenemos la costumbre —les dijo a los policías— de enseñar a los acreedores el camino a casa de nuestro vecino, así que no puedo acompañaros.
Era un razonamiento aceptable y los policías lo soltaron. El hombre huyó tan deprisa como pudo para impedir que ni por un instante los habitantes de la casa le vieran la espalda mientras se daba a la fuga.
Los policías entraron con paso firme en la cabaña y se encontraron con una anciana que se chupaba las encías desdentadas. Los miró con evidente cara de susto y no pareció entender una sola pregunta. No parecía recordar ni su propio nombre.
Afortunadamente, apareció un niño pequeño con un trocito de loza para llevarle a su madre carbón ardiendo para la hoguera. Fue él quien guio a los hombres hasta la curva del camino que llevaba a la casa de Ezeulu. En cuanto el niño salió con ellos, la anciana cogió su bastón y salió cojeando a una velocidad increíble hasta casa de la madre del niño, a informarla de su comportamiento. Después regresó a su cabaña… mucho más despacio, encorvada tras su tieso bastón. Se llamaba Nwanyieke, y era una viuda sin hijos. Al poco rato oyó llorar al niño, Obielue.
Entretanto, los policías llegaron a la cabaña de Ezeulu. Ya no estaban de humor para juegos. Hablaron con brusquedad e inmediatamente mostraron todas sus armas.
—¿Quién de vosotros se llama Ezeulu? —preguntó el cabo.
—¿Qué Ezeulu? —preguntó Edogo.
—Como vuelvas a preguntarme qué Ezeulu te parto la boca y te saco semillas de okra. —Repitió la pregunta—: ¿Quién se llama Ezeulu aquí?
—Y yo digo: ¿qué Ezeulu? ¿No conocéis al que buscáis?
Los otros cuatro hombres que estaban en la cabaña no abrieron la boca. Mujeres y niños se apiñaron en la puerta de la cabaña que daba al patio interior. Se les notaba el miedo y la ansiedad en el rostro.
—De acuerdo —dijo el cabo en inglés—. Ahora mismo vas a saber qué Ezeulu. Dame eso.
La última frase se la dirigió a su compañero, que inmediatamente se sacó las esposas del bolsillo. Para la gente del campo, las esposas o iga eran las armas más mortíferas de los blancos. La visión de un combatiente reducido a la indefensión y la impotencia con un cerrojo de hierro era la última humillación, un tratamiento que solo se daba a los lunáticos violentos.
De manera que cuando el fiero policía enseñó las esposas y se acercó hacia Edogo, Akuebue dio un paso adelante, como el anciano de la casa, y habló en tono razonable. Pidió a los policías que no se enfadaran con Edogo.
—Solo ha hablado como un joven. Como sabéis, el idioma de los jóvenes es «golpea y destruye»; pero el del anciano siempre es de conciliación.
Les dijo que Ezeulu y su hijo habían salido a primera hora de la mañana a responder a la llamada del blanco. Los policías se miraron el uno al otro. Ciertamente, se habían cruzado con un hombre y un hijo que se le parecía. Se acordaban de ellos porque habían sido las primeras personas con quienes se habían cruzado andando en dirección contraria, y también porque ambos tenían un aspecto muy distinguido.
—¿Cómo es? —preguntó el cabo.
—Es alto como el árbol iroko y tiene la piel reluciente como el sol. De joven lo llamaban Nwa-anyanwu.
—¿Y su hijo?
—Como él. Igualito.
Los policías intercambiaron unas palabras en la lengua de los blancos, para gran admiración de los del pueblo.
—Hace un rato cuando nos cruzamos con esos dos por la carretera —dijo el cabo.
—Hace un gran rato ya —dijo su compañero—. Pero no podemos volver así… hemos caminado todo este camino solo para nada.
El cabo reflexionó. El otro continuó:
—A veces, gente miente. Y yo no quiero que nos metan en un lío.
El cabo siguió pensando. Estaba seguro de que le habían dicho la verdad, pero hacía falta asustarlos un poco, aunque solo fuera para sacarles una «cola» considerable. Les habló en igbo:
—Creemos que podéis estar mintiéndonos, de manera que debemos estar seguros y también evitar que nos castigue el blanco. Lo que vamos a hacer es llevarnos a dos de vosotros, esposados, a Okperi. Si encontramos a Ezeulu allí, os soltamos; si no… —Completó la frase con un movimiento de cabeza hacia un lado que hablaba más claro que cualquier palabra—. A ver, ¿a quiénes nos llevamos?
Los otros deliberaron con preocupación y Akuebue tomó de nuevo la palabra, para rogar a los representantes del gobierno que creyeran su historia.
—¿Qué sentido tendría engañar a los mensajeros del blanco? —preguntó—. ¿Adonde escaparemos después? Si volvéis a Okperi y no está allí Ezeulu, volved y no os llevéis a dos, sino a todos nosotros.
El cabo meditó y accedió.
—Pero no podemos venir y marcharnos así, sin nada. Cuando os visita un espíritu enmascarado, tenéis que aplacar sus huellas con ofrendas. El blanco es el espíritu enmascarado de hoy.
—Cierto —dijo Akuebue—; el espíritu enmascarado de hoy es el blanco y sus mensajeros.
Pidieron a la primera mujer de Ezeulu que preparara un potaje de ñame con pollo para los dos. Comieron, bebieron vino de palma, descansaron un rato y se prepararon para la vuelta. Akuebue les dio las gracias por la visita y les dijo que si hubieran encontrado al dueño de la casa allí los hubiera agasajado aún más con su hospitalidad. En cualquier caso, ¿se dignarían aceptar aquella pequeña nuez de cola de su parte? Puso dos gallos vivos delante de ellos y Edogo colocó un cuenco de madera que contenía dos chelines. El cabo les dio las gracias, aunque repitió a la vez la advertencia de que, si le habían mentido sobre Ezeulu, el gobierno se encargaría de que se vieran las orejas con sus propios ojos.
El repentino colapso del capitán Winterbottom el mismo día en que envió a los policías a detener al sumo sacerdote de Umuaro era tremendamente significativo. El primero que señaló la conexión fue John Nwodika, el segundo sirviente del capitán. Era exactamente lo que se temía: el sacerdote le había hecho un poderoso conjuro. Así pues, a pesar de todo, el poder se mantenía en su sitio.
—¿No os lo dije? —preguntó a uno de los criados después de que se llevaran al amo al hospital—. ¿Por qué creéis que me negué a seguir a los policías? —dijo con cierto tono de orgullo en la voz—. Nuestro amo cree que se libra de nuestra medicina por ser blanco.
Volvió a hablar en inglés para que le entendiera el criado de Clarke, que acababa de entrar y no hablaba igbo.
—Yo le dije que el juju de los negros no era juego ninguno, pero él se rio con carcajadas. Cuando dejó de reírse me llamó: «John», y yo le contesté: «Sí, señor», y él me dijo: «Hablas como los paletos del campo». Y yo le dije: «Ya verá, un día de estos verá lo que pase». ¿Os dais cuenta ahora?
La historia de los poderes mágicos de Ezeulu se extendió por Government Hill de la mano de la historia del misterioso colapso del capitán Winterbottom. Cuando el señor Clarke regresó del hospital, su sirviente le preguntó cómo estaba el gran amo. Este meneó la cabeza y dijo:
—Me temo que está bastante mal.
—Lo siento, señor —respondió el criado, con cara de gran preocupación—. Dicen que ese hombre hizo un mal juju para el extranjero…
—Prepárame el baño, ¡rápido!
Clarke se encontraba tan agotado que no estaba de humor para la cháchara de su empleado. Así se perdió la oportunidad de escuchar la causa de la enfermedad del capitán que, más allá de Government Hill, ya circulaba por Okperi. A los dos días, Wright se lo contó.
Los otros sirvientes de Government Hill estaban a la espera, en la cocina, de las noticias frescas del criado. Se marchó a preparar el baño y les susurró que no había esperanza, que Clarke le había dicho que se temía lo peor.
Después, por la tarde, Clarke y Wade volvieron a acercarse en coche al hospital. Aunque no pudieron ver al paciente ni a la doctora, la enfermera Warner les dijo que no había mejoría. Por primera vez desde que había empezado todo aquello, Tony Clarke sintió ansiedad. A la vuelta condujeron en silencio.
Al llegar se encontró con un mensajero del tribunal local fuera de su bungalow.
—Buenas tardes, señor —dijo el hombre.
—Buenas tardes —replicó Clarke.
—Ya ha llegado el hechicero de Umuaro.
Hablaba en tono temeroso, como si estuviera informando sobre una plaga de viruela en el pueblo.
—¿Cómo dices?
El hombre le dio más detalles, hasta que por fin Clarke comprendió que se refería a Ezeulu.
—Enciérrale en el calabozo hasta mañana por la mañana.
Clarke hizo ademán de entrar en el bungalow.
—¿Ha dicho el señor que lo meta yo en el calabozo?
—¡Eso he dicho! —gritó Clarke—. ¿Estás sordo?
—No es que esté sordo, señor, pero que…
—¡Lárgate!
El mensajero mandó limpiar el calabozo y extendió una esterilla nueva, de manera que pareciera una habitación de invitados. Después se dirigió a Ezeulu, que había estado sentado con Obika, desde que habían llegado en el tribunal y le habló con buenos modales.
—El blanco importante está enfermo, pero el otro te da la bienvenida —dijo—. Dice que ya es de noche y que te recibirá mañana.
Ezeulu no le respondió. Le siguió al oscuro calabozo y se sentó en la esterilla. Obika también se sentó. Ezeulu sacó su frasco de rapé.
—Ahora te mando una lámpara —dijo el mensajero.
Enseguida llegaron John Nwodika y su mujer, que llevaba un pequeño paquete en la cabeza. Cuando lo bajó, resultó ser una enorme ración de fufú y un cuenco de sopa amarga. John Nwodika hizo una bola de fufú, la mojó en la sopa y se la tragó para demostrar que no estaba envenenada. Ezeulu les dio las gracias a él y a su mujer, que resultó ser la hija de un amigo suyo de Umuagu, pero se negó a comer.
—La comida no es lo que me preocupa ahora —dijo.
—Te lo ruego, come un poco… solo una bola —dijo el hijo de Nwodika.
Pero no hubo forma de convencer al anciano.
—Obika comerá por los dos.
—La gallina no come de las entrañas de una cabra —dijo el otro, pero el anciano se negó otra vez.
El mensajero regresó con una lámpara de aceite de palma y Ezeulu le dio las gracias.
Cuando el cabo Matthew Nweke, que había ido a Umuaro con otro policía, regresó a su casa, se encontró a sus mujeres llorando en silencio y a una multitud de gente en su vivienda de una sola habitación. Se asustó y pensó en su hijito, que tenía sarampión. Se precipitó hacia la esterilla donde yacía y lo tocó; estaba completamente espabilado.
—¿Qué pasa? —preguntó a continuación.
Nadie decía una palabra. El cabo, a quien llamaban capo, se volvió hacia uno de los policías que estaban allí y le dirigió la pregunta. El hombre carraspeó y le contó que no esperaban verlos vivos a él ni a su compañero, especialmente porque el hombre al que debían detener había llegado por su cuenta. El capo quería explicarle que se habían cruzado, pero el otro no le dejó. Continuó hablando sin parar y dio un parte completo de todo lo que había pasado desde por la mañana, y terminó con las últimas noticias del hospital de Nkisa y el anuncio de que el capitán Winterbottom no vería el amanecer.
En aquel momento entró John Nwodika.
—Pero ¿tú no te encontrabas mal esta mañana? —preguntó el capo.
—Eso es lo que he venido a contarte. La enfermedad fue una advertencia del sumo sacerdote. Me alegro de haberla escuchado; si no, estaríamos contando ahora otra historia.
Entonces John les explicó cómo el sumo sacerdote ya estaba al corriente de la enfermedad de Winterbottom antes de que nadie se lo contara.
—¿Qué ha dicho? —preguntaron una o dos personas a la vez.
—Ha dicho lo siguiente: «Si está enfermo, sanará». No sé lo que ha querido decir, pero me pareció notarle un retintín de burla en la voz.
Al principio, al capo Matthew Nweke no le preocupó demasiado. Tenía una protección personal fuerte que un gran dibia de su pueblo le había preparado durante su último permiso. Pero al oír más cosas sobre Ezeulu empezó a sentirse más inseguro. Al final le hizo una consulta rápida al policía que le había acompañado a Umuaro y decidieron que, para estar tranquilos, debían ir a ver a algún dibia local inmediatamente. Llegaron a la casa del hombre pasadas las diez y media de la noche. En el pueblo se le conocía como «el Arco que Tira al Cielo».
En cuanto llegaron les explicó el objeto de su misión.
—Habéis hecho bien en venir a mí de inmediato, porque ciertamente os habéis metido en la boca de un leopardo. Pero hay algo más grande que un leopardo. Por eso os doy la bienvenida, porque habéis llegado a un refugio seguro.
Les dijo que no debían comer nada que hubieran traído de Umuaro. Debían traer los dos gallos y el dinero para el sacrificio, que llevarían y depositarían en el camino. Para lo que ya habían comido les dio una poción para beber y también para mezclar con el agua del baño.