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LA enemistad entre Ezeulu y Nwaka de Umunneora no hizo más que crecer durante los cinco años desde que el blanco destruyera los fusiles de Umuaro, hasta el punto que la gente de Umuaro llamaba de «matar y cortar la cabeza». Como era de esperar, la enemistad se propagó por sus respectivos pueblos; enseguida se oyeron historias de envenenamientos. A partir de entonces, la gente de un pueblo rara vez probaba el vino de palma o la nuez de cola que había pasado por las manos de un hombre del otro pueblo.
Nwaka tenía fama de decir lo que pensaba; jamás hacía una pausa para morderse la lengua. Pero mucha gente se estremeció por él aquella noche en su patio, después de que amenazara nada más y nada menos que a Ulu, al recordar la suerte que corrió otra divinidad que había fallado a su pueblo. Era cierto que el pueblo de Aninta había quemado a una de sus divinidades y había expulsado a su sacerdote. Pero eso no implicaba que Ulu fuera a dejarse ultrajar. Quizá Nwaka contara con la protección del dios de su aldea. Pero los ancianos no habían dicho ninguna tontería al declarar que un hombre podía tener a Ngwu y a la vez ser asesinado por Ojukwu.
Pero Nwaka sobrevivió a su imprudencia. No tuvo dolores de cabeza ni de estómago; y tampoco gimió en mitad de la noche. Quizá fue eso lo que quiso transmitir con su oración en el festival de Idemili de aquel año. Tenía una Máscara fabulosa que se ponía en ocasiones importantes como aquella. La Máscara se llamaba Ogalanya, «Hombre de Riquezas», y todos los festivales de Idemili atraían a gentes de todas las aldeas que venían al ilo de Umunneora a ver esa gran Máscara engalanada con espejos y ricas telas de colores.
Aquel año, la Máscara pronunció un monólogo lleno de alardes. Algunos de los que entendían el idioma de los espíritus ancestrales dijeron que Nwaka había hablado sobre su desafío a Ulu.
Gentes aquí reunidas, oíd y escuchad mis palabras. Hay un lugar, Más Allá del Saber, donde ningún hombre ni ningún espíritu se atreven a ir, a menos que lleven a sus parientes en la mano izquierda y a sus amigos en la derecha. Pero yo, Ogalanya, Perro Maligno que se Calienta el Cuerpo a Través de la Cabeza, yo no me traje a mis parientes y amigos y sin embargo acudí a este lugar.
La flauta lo llamó Ogalanya Ajo Mmo, y el gran tambor respondió.
Al llegar allí el primer amigo que hice resultó ser un hechicero. Hice otro amigo y descubrí que era un brujo. Hice un tercer amigo, que tenía la lepra. Yo, Ogalanya, que corta con kpom y logra waa, me hice amigo de un leproso, de quien hasta un envenenador se espanta.
La flauta y el tambor volvieron a hablar. Ogalanya bailó unos cuantos pasos hacia la derecha y después hacia la izquierda, giró bruscamente e hizo un saludo blandiendo su machete al aire.
Regresé de mi estancia. Pasaron afo, nkwo, eke y oye. Volvió afo. Estuve atento, pero no me dolía la cabeza, no me dolía el estómago ni me sentía mareado.
Decidme, pueblo reunido, el brazo del hombre que hizo eso, ¿es fuerte o no?
—Por supuesto que su brazo es fuerte —respondió la multitud.
La flauta y todos los tambores se unieron a la respuesta.
Durante los cinco años que siguieron a aquellos acontecimientos la gente todavía se preguntaba cómo podía alguien desafiar a Ulu y pasarse la vida vanagloriándose de ello. Era mejor decir que no era de Ulu de quien el hombre se había mofado; no había pronunciado el nombre de la divinidad. Pero si así fuera, ¿de dónde sacaba Nwaka su poder? Porque cuando vemos a un pajarito bailando en medio del camino sabemos que el que toca el tambor para él está en un arbusto cercano.
El hombre que tocaba el tambor y cantaba himnos de alabanza a Nwaka no era otro que el sacerdote de Idemili, la diosa de Umunneora. Aquel hombre, Ezidemili, era el gran amigo y mentor de Nwaka. Él era quien había dado poder a Nwaka y quien le había espoleado. Eso no se supo durante mucho tiempo. Sucedían muchas otras cosas en Umuaro que Ezeulu no sabía. Sabía que los sacerdotes de Idemili y Ogwugwu y Era y Udo no estaban satisfechos con su papel secundario desde que las aldeas se habían reunido para hacer de Ulu la divinidad suprema, por encima de otras más antiguas. Pero nunca hubiera imaginado que alguien llegara al extremo de desafiar a Ulu. Fue el incidente de la pitón sagrada lo que le abrió los ojos a Ezeulu. Pero eso ocurrió más tarde.
La amistad entre Nwaka y Ezidemili comenzó en su juventud. Se les veía mucho juntos. Sus madres les habían dicho que solo se llevaban tres días, y Nwaka era el que había nacido después. Ambos eran buenos luchadores. Pero en otras cosas eran muy distintos. Nwaka era alto y de piel más clara; Ezidemili era muy bajo y negro como el carbón; aun así era este quien llevaba al otro como una cabra atada por el pescuezo. Después, sus vidas siguieron caminos diferentes, pero Nwaka continuó pidiendo consejo al otro antes de hacer cualquier cosa importante. Esto era raro, puesto que Nwaka era un gran hombre y un gran orador a quien sus amigos llamaban «el Dueño de las Palabras».
Fue su amistad con Ezidemili lo que le convirtió poco a poco en el enemigo mortal de Ezeulu. Una de las formas en que Ezidemili lo hacía era afirmando constantemente que en los viejos tiempos antes de Ulu los auténticos líderes de cada aldea habían sido hombres con títulos importantes como Nwaka.
Un día, sentados Nwaka y Ezidemili en el obi de este bebiendo vino de palma y hablando de los asuntos de Umuaro, acabaron hablando, como sucedía a menudo, de Ezeulu.
—¿A nadie se le ha ocurrido nunca preguntar por qué la cabeza del sacerdote de Ulu se separa del cuerpo a su muerte y se cuelga en el altar? —preguntó de pronto Ezidemili.
Era como si la pregunta hubiera esperado generaciones a que alguien la formulara y como si de pronto surgiera por sí misma. Nwaka no conocía la respuesta. Sabía que cuando un Ezeulu o un Ezidemili morían sus cabezas eran separadas de sus cuerpos y colocadas en sus altares. Pero nadie le había explicado nunca por qué se hacía.
—La verdad es que no lo sé —dijo.
—Te aseguro que ni el mismo Ezeulu lo sabe.
Nwaka vació su cuerno de vino y lo golpeó dos veces contra el suelo. Sabía que estaba a punto de escuchar una gran historia, pero no quería parecer demasiado expectante. Volvió a llenarse el cuerno.
—Es una buena historia, pero no creo que se la haya contado nunca a nadie. La oí de la boca del último Ezidemili justo antes de que muriera. —Hizo una pausa y bebió un sorbo del cuerno—. Este vino está aguado. Cualquier chico de Umuaro sabe que Ulu fue creado por nuestros padres hace mucho tiempo. Sin embargo, Idemili estaba ahí desde el principio de las cosas. No fue una invención de nadie. ¿Conoces el significado de Idemili?
Nwaka hizo un movimiento de cabeza muy ligero por el cuerno que tenía entre los labios.
—Idemili significa «Pilar de Agua». De la misma manera que el pilar de esta casa sostiene el tejado, Idemili retiene las nubes de lluvia en el cielo para que no se caigan. Idemili pertenece al cielo y por eso yo, su sacerdote, no puedo sentarme en el suelo.
Nwaka asintió: todos los chicos de Umuaro sabían que Ezidemili no se sentaba en el suelo.
—Por eso no me enterrarán en la tierra cuando me muera, porque el cielo y la tierra son dos cosas distintas. Pero ¿por qué se entierra igual al sacerdote de Ulu? Ulu no tiene ninguna querella con la tierra; cuando nuestros padres lo hicieron no dijeron que su sacerdote no debía tocar la tierra. Pero el primer Ezeulu era un envidioso como el de ahora; fue él quien pidió a su gente que lo enterraran según el antiguo e impresionante ritual que se ofrecía al sacerdote de Idemili. Otro día, cuando el sacerdote actual empiece a hablar de cosas que no sabe, pregúntale por esto.
Nwaka asintió de nuevo, admirado, y movió los dedos de la mano.
El sitio donde los cristianos construyeron su lugar de culto no quedaba lejos de la casa de Ezeulu. Sentado en su obi, pensando en el Festival de las Hojas de Calabaza, oyó las campanadas: gong, gong, gong, gong, gong. Su mente abandonó el tema del festival y pasó a la nueva religión. No sabía cómo tomársela. Al principio había pensado que desde que los blancos habían llegado con la conquista y con su poderío era necesario que algunas personas se familiarizaran con su divinidad. Por eso había acordado enviar a su hijo Oduche a aprender el nuevo ritual. También quería que aprendiera la sabiduría del blanco, puesto que Ezeulu sabía, por lo que vio de Wintabota y las historias que había oído sobre su gente, que los blancos eran muy sabios.
Pero ahora Ezeulu empezaba a temer que la nueva religión fuera como un leproso, a quien se le permite un apretón de manos e intenta darte un abrazo. Ezeulu había hablado con firmeza a su hijo, que cada día se volvía más raro. Quizá era el momento de recuperarlo. Pero ¿qué pasaría si, como profetizaban muchos oráculos, los blancos hubieran llegado para conquistar la tierra y gobernar? En tal caso sería prudente tener a un hombre de la familia en su bando. Mientras meditaba estas cosas, Oduche salió del patio interior con una camiseta blanca y una toalla que le habían dado en la escuela. Nwafo salió con él, admirando su camiseta. Oduche saludó a su padre y se dirigió a la misión porque era domingo por la mañana. La campana seguía sonando con su triste tono monocorde.
Nwafo volvió al obi y preguntó a su padre si sabía lo que decía la campana. Ezeulu negó con la cabeza.
—Dice: «Dejad vuestro ñame y vuestra yuca y venid a la iglesia». Eso es lo que dice Oduche.
—Ya —dijo Ezeulu pensativo—. Les dice que dejen el ñame y la yuca, ¿no? Entonces es un canto de exterminio.
Interrumpió su conversación un alboroto en el patio, y Nwafo salió corriendo a ver qué pasaba. Las voces se oían cada vez más altas y Ezeulu, que normalmente no prestaba atención a los gritos de las mujeres, afinó el oído. Pero Nwafo volvió enseguida.
—La caja de Oduche se mueve —dijo excitado, con la lengua fuera.
El tumulto en el patio aumentó. Como siempre, la voz de Akueke, la hija de Ezeulu, se distinguía entre las demás.
—¿Qué es eso de que «la caja de Oduche se mueve»? —preguntó con deliberada lentitud para no dejar traslucir su curiosidad.
—Se mueve por el suelo.
—Qué cosas hay que oír hoy día.
Se metió en el patio interior por la puerta trasera de su obi. Nwafo pasó corriendo ante él hacia el grupo de excitadas mujeres junto a la cabaña de su madre. Akueke y Matefi eran las que más hablaban. La madre de Nwafo, Ugoye, se había quedado sin habla. De vez en cuando se frotaba las manos y las levantaba hacia el cielo.
En cuanto lo vio, Akueke se volvió hacia Ezeulu.
—Padre, mira lo que estamos viendo. Esta religión nueva…
—Cállate —le dijo Ezeulu, que no quería que nadie, y menos aún su propia hija, continuara cuestionando si había sido prudente enviar a uno de sus hijos a estudiar la nueva religión.
Habían traído la caja de madera de la habitación donde dormían Oduche y Nwafo y la habían colocado en la habitación principal de la cabaña de su madre, donde la gente se sentaba durante el día.
La caja, que era única en su estilo en la casa de Ezeulu, tenía una cerradura. El carpintero de la misión solo hacía aquellas cajas a la gente de la iglesia y se apreciaban mucho en Umuaro. En realidad, la caja de Oduche no se movía; pero parecía que había algo dentro que intentaba salir. Ezeulu se puso delante y se preguntó qué podía hacer. Lo que fuera que había dentro se agitó con más violencia e hizo que la caja rodara. Ezeulu esperó a que se calmara un poco, se agachó y sacó la caja afuera. Las mujeres y los niños se dispersaron en todas las direcciones.
—Sea una medicina buena o mala, lo veré hoy —dijo al sostener la caja en sus brazos, como si fuera una pesada ofrenda.
No pasó por su obi sino que salió por la puerta de la pared rojiza de su patio. Nwafo se acercó por detrás, pegado a Obika, y las mujeres y los niños los siguieron temerosos a una buena distancia.
—Que todo el mundo vuelva a su casa. El mono curioso recibe un disparo en la cara.
Volvieron no a sus casas, sino hacia la parte de delante del obi. Obika le dio un machete a su padre, que se quedó pensativo un instante, apartó el machete y lo mandó a buscar el pico que utilizaban para sacar los ñames de la tierra. El combate dentro de la caja continuaba de lo más fiero. Por un instante, Ezeulu se preguntó si no sería más prudente dejar la caja allí hasta que volviera su dueño. Pero ¿qué mensaje anunciaría? Que él, Ezeulu, tenía miedo de lo que fuera que su hijo había apresado en una caja. Una historia semejante sobre el sacerdote de Ulu jamás se debía contar por ahí.
Cogió el pico que le traía Obika y metió la punta afilada entre la tapa y la caja. Obika intentó cogerle el pico, pero Ezeulu se negó a pasárselo.
—Quita —le dijo—. ¿Quién crees que está luchando ahí dentro? ¿Un par de gallos?
Apretó los dientes intentando hacer palanca para levantar la tapa. No fue fácil, y cuando consiguió forzar la caja el viejo sacerdote estaba sudoroso. Lo que vieron era como para volverse ciegos. Ezeulu se quedó estupefacto. Las mujeres y los niños que observaban desde lejos bajaron corriendo. El vecino de Ezeulu, Anosi, que pasaba por allí, se paró y enseguida se juntó una multitud. En la caja rota había una pitón real exhausta.
—Que nos perdone el Gran Dios —dijo Anosi.
—Se ha cometido un sacrilegio —dijo Akueke.
—Si esto es una medicina, que pierda su poder —dijo Matefi.
Ezeulu soltó el pico de la mano.
—¿Dónde está Oduche? —Su voz era terrible.
Nwafo dijo que había ido a la iglesia. La pitón sagrada asomó la cabeza por el borde de la caja y empezó a moverse con aire pausado y digno.
—A este chico lo mato hoy mismo con mis propias manos —dijo Ezeulu cogiendo el machete que había traído Obika.
—Que el Gran Dios lo prohíba —dijo Anosi.
—Ya he hablado.
La madre de Oduche se echó a llorar, seguida de otras mujeres. Ezeulu se alejó a paso lento hacia su obi con el machete. La pitón real se deslizó lentamente de vuelta al bosque.
—¿Qué ganas con esos lloros? —le dijo Anosi a Ugoye—. ¿Por qué no buscas a tu hijo y le dices que no vuelva hoy a casa?
—Ha hablado con cordura, Ugoye —dijo Matefi—. Mándalo con tu familia. Es una suerte que la pitón no se haya muerto.
—Afortunado tú —se dijo Anosi hablando solo de camino a Umunneora para comprar ñames de siembra a su amigo—. Ya he dicho que quien trae esa religión nueva lleva un sombrero en la cabeza.
Se paró a contar lo que había hecho el hijo de Ezeulu a todo el que se cruzó por el camino. Antes de mediodía la historia había llegado a oídos de Ezidemili, cuya divinidad, Idemili, era la dueña de la pitón real.
Hacía cinco años que Ezeulu había prometido al blanco que mandaría a uno de sus hijos a la iglesia. Pero solo hacía dos años que había cumplido su promesa. Quería tener la seguridad de que el blanco no había venido de visita, sino para construir una casa y quedarse a vivir allí.
Al principio, Oduche no quería ir a la iglesia. Pero Ezeulu lo llamó a su obi y le habló como un hombre hablaría a su mejor amigo, de manera que el chico accedió lleno de orgullo. Nunca había oído a su padre hablar a nadie como si fuera un igual.
—El mundo está cambiando —le había dicho—. No me gusta, pero soy como el pájaro eneke-nti-oba, que cuando sus amigos le preguntaron por qué volaba a todas horas respondió: «Los hombres de hoy han aprendido a disparar sin errar y por eso yo he aprendido a volar sin posarme en las ramas». Quiero que uno de mis hijos se una a esta gente y sea mis ojos entre ellos. Si no hay nada, te vuelves. Pero si hay algo que merezca la pena me traerás mi parte a casa. El mundo es como una Máscara en danza. Si quieres verla bien no puedes quedarte parado en un solo sitio. Mi espíritu me dice que quienes hoy no se hagan amigos de los blancos mañana dirán: «¡Si lo hubiéramos sabido…!».
A la madre de Oduche, Ugoye, no le hacía gracia que se eligiera a su hijo como sacrificio para el blanco. Intentó razonar con su marido, pero él se impacientó con ella.
—¿Qué te importa a ti lo que yo haga con mis hijos varones? Dices que no quieres que Oduche aprenda costumbres desconocidas. ¿No sabes que en casa de un hombre importante tiene que haber gente que conozca toda clase de costumbres? Tiene que haber gente buena y mala, trabajadores honrados y ladrones, personas conciliadoras y personas valientes; eso es lo que distingue a un gran obi. En un sitio así, toques el son que toques al tambor, siempre habrá alguien que sepa bailarlo.
Si a Oduche le quedaba alguna resistencia después de que su padre hablara con él, se le disipó en cuanto empezó a frecuentar la iglesia. Le pareció que aprendía muy deprisa y empezó a pensar en el día en que pudiera hablar la lengua de los blancos igual que su maestro, el señor Molokwu, había hablado con el señor Holt en su visita a la iglesia. Pero había alguien que le había impresionado todavía más. Se llamaba Blackett y era un misionero de las Antillas. Se decía que, a pesar de ser negro, aquel hombre sabía más que los blancos. Oduche pensaba que si pudiera llegar a tener una décima parte de los conocimientos de Blackett, se convertiría en un hombre importante en Umuaro.
Progresó mucho y se ganó la simpatía de su maestro y de los miembros de la iglesia. Era más joven que la mayoría de los conversos, puesto que tenía solo quince o dieciséis años. El maestro, el señor Molokwu, esperaba mucho de él y justo cuando lo estaba preparando para el bautismo fue transferido a Okperi. El nuevo profesor era un hombre del delta del Níger. Hablaba la lengua de los blancos como si fuera la suya. Se llamaba John Goodcountry.
El señor Goodcountry habló a los conversos de Umuaro sobre los primeros cristianos del delta del Níger, que habían luchado contra las malas costumbres de su pueblo, habían destruido altares y habían matado a la iguana sagrada. Les habló de Joshua Hart, su pariente, que había sido martirizado en Bonny.
—Si somos cristianos, tenemos que estar dispuestos a morir por la fe —dijo—. Debéis estar dispuestos a matar a la pitón de la misma manera que el pueblo ribereño mató a la iguana. Vosotros llamáis «Padre» a la pitón. No es otra cosa que una serpiente, la serpiente que engañó a nuestra primera madre, Eva. Si os da miedo matarla no sois dignos de consideraros cristianos.
El primer hombre de Umuaro que mató a una pitón y se la comió fue Josiah Madu, de Umuagu. Pero la historia no se divulgó más allá del grupito de cristianos, que sin embargo se negaron, en su mayoría, a seguir el ejemplo de Josiah. Su líder era Moses Unachukwu, el primer converso y el más famoso de Umuaro.
Unachukwu era carpintero, el único en aquella región. Había aprendido el oficio con los misioneros blancos que construyeron la Misión Industrial de Onitsha. En su juventud había sido reclutado como porteador de los soldados enviados a destruir Abame como represalia por el asesinato de un blanco. Lo que vio Unachukwu durante aquella expedición de castigo le enseñó que los blancos no eran como para tomárselos a broma. Por eso, cuando salió de allí no volvió a Umuaro, sino que se dirigió a Onitsha, donde se hizo criado del misionero carpintero, J. P. Hargreaves. Después de una estancia de unos diez años en tierras lejanas, Unachukwu volvió a Umuaro con el grupo de misioneros que lograron, después de dos fracasos anteriores, implantar la nueva fe en su pueblo. Unachukwu consideraba que el éxito de este tercer esfuerzo misionero era, en gran medida, suyo. Veía en su estancia en Onitsha un paralelismo con la del Moisés del Antiguo Testamento en Egipto.
Al ser el único carpintero en el vecindario, Moses Unachukwu construyó la nueva iglesia en Umuaro casi sin ayuda de nadie. Ahora no era un simple catecúmeno, sino el asistente de un pastor, aunque Umuaro no tenía pastor todavía, solamente un catequista. Pero se notaba el gran aprecio del que gozaba en la joven iglesia. El último catequista, el señor Molokwu, le consultaba en todo lo que hacía. El señor Goodcountry, sin embargo, intentó ignorarle desde el principio. Pero Moses no era un hombre a quien se pudiera ignorar a la ligera.
Las enseñanzas del señor Goodcountry sobre la pitón sagrada le dieron a Moses la primera oportunidad de desafiarlo abiertamente. Para hacerlo no solo utilizó la Biblia, sino también, lo cual resultaba bastante raro en un converso, los mitos de Umuaro. Habló con autoridad puesto que, al proceder de la aldea responsable del sacerdocio de Idemili, sabía quizá mejor que los demás lo que era la pitón. Por otra parte, su buen conocimiento de la Biblia y su estancia en Onitsha, que era la fuente de la nueva religión, le daban confianza en sí mismo. Le dijo al maestro claramente que ni la Biblia ni el catecismo pedían a los conversos que mataran a la pitón, un animal de mal agüero.
—¿Iba Dios a poner una maldición sobre su cabeza para nada? —preguntó, y pasó entonces repentinamente a las tradiciones de Umuaro—. Hoy día hay seis pueblos en Umuaro; pero no ha sido siempre así. Nuestros padres nos dicen que antes había siete y que el séptimo se llamaba Umuama.
Algunos conversos asintieron en señal de apoyo. El señor Goodcountry escuchó con paciencia y desdén.
—Un día seis hermanos de Umuama mataron a la pitón y pidieron a uno de ellos, Iweka, que la cocinara con un guiso de ñame. Cada uno de ellos trajo a Iweka un trozo de ñame, y un cuenco de agua. Al terminar de cocinar el guiso de ñame, los hombres se acercaron uno a uno y cogieron sus trozos de ñame. Después empezaron a llenar sus cuencos hasta la marca con el guiso de ñame. Pero esta vez solo cuatro de ellos habían cogido su ración antes de que se acabara el guiso. Los hermanos empezaron a pelearse violentamente y a luchar. La pelea se extendió enseguida por todo Umuama, y fue tan violenta que casi acabó con el pueblo. Los pocos supervivientes huyeron y cruzaron el río a la tierra de Olu, donde hoy día viven dispersos. Al ver lo sucedido en Umuama, las otras aldeas fueron a un hechicero para conocer la causa, y él les dijo que la pitón real era sagrada para Idemili; esta divinidad era la que había castigado a Umuama. Desde aquel día, las seis aldeas decretaron que, en lo sucesivo, matar a la pitón se consideraría como matar a un pariente.
Moses terminó contando con los dedos las aldeas y los clanes que también prohibían matar a la serpiente. A continuación tomó la palabra el señor Goodcountry.
—Una historia como la que acabas de contarnos no es propia de la casa del Señor. Pero te dejé seguir para que todo el mundo se diera cuenta de la estupidez que es.
Se oyó un murmullo en la congregación que podía significar tanto acuerdo como desacuerdo.
—Se lo dejo a tu gente, que te respondan ellos. —El señor Goodcountry miró a su alrededor, pero nadie habló—. ¿No hay nadie que hable a favor del Señor?
Oduche, que hasta entonces se había inclinado hacia la posición de Unachukwu, tuvo una repentina iluminación. Alzó la mano, y se disponía ya a bajarla, pero el señor Goodcountry lo había visto.
—¿Sí?
—No es verdad que la Biblia no nos ordene matar a la serpiente. ¿No le dijo Dios a Adán que le aplastara la cabeza después de que engañara a su mujer?
Mucha gente le aplaudió.
—¿Lo has oído, Moses?
Moses no respondió, pero el señor Goodcountry no iba a darle otra oportunidad.
—Dices que eres el primer cristiano de Umuaro, tomas la comunión y, aun así, cada vez que abres la boca no sale de ella otra cosa que basura pagana. Hoy un niño que todavía mama del pecho de su madre te ha dado una lección sobre la Sagrada Escritura. Igual que cuando Nuestro Señor dijo que los últimos serían los primeros y que los primeros serían los últimos. El mundo desaparecerá, pero ni una palabra de Nuestro Señor se perderá —dijo, y se volvió hacia Oduche—. Cuando llegue la hora de tu bautismo te llamarás Pedro; y sobre esta roca edificaré mi Iglesia.
Aquello despertó más aplausos de una parte de la congregación. Moses estaba muy excitado.
—¿Tengo cara de que se me pueda meter en un saco y dejarme tirado? —preguntó—. Yo he estado en el manantial de esta nueva religión y he visto con mis propios ojos a los blancos que la trajeron. Así que quiero deciros ahora que no me llevarán por mal camino estos forasteros que se ponen a llorar más alto que los deudos del difunto. Tú no eres el primer maestro que veo; no eres ni el segundo ni el tercero. Si eres prudente te dedicarás al trabajo que te enviaron a hacer aquí y le quitarás la mano de encima a la pitón. Puedes decir que yo te lo ordené. Aquí nadie se ha quejado de que la pitón le haya bloqueado el camino al venir a la iglesia. Si quieres hacer tu trabajo tranquilo hazme caso, pero si prefieres ser el lagarto que arruinó el funeral de su propia madre sigue haciendo lo que haces.
Se giró hacia Oduche.
—Y a ti, lo mismo da que te llamen Pedro, Pablo o Barrabás; a mí me da igual. No tengo nada que decirle a un chaval que debería estar recogiendo nueces de palma para su madre. Pero ya que también has pasado a ser nuestro maestro, veremos cuándo tienes las agallas de matar a una pitón en Umuaro. El cobarde puede mantener el tipo con sus palabras pero huye cuando llega la hora de luchar.
En aquel momento, Oduche tomó su decisión. Había dos pitones, una grande y una pequeña, que tenían como vivienda principal la cabaña de su madre, en la parte alta de la pared que sostenía el tejado. Mantenían alejadas a las ratas y no hacían daño alguno; solo una vez se sospechó que podían haber asustado a una gallina que salió corriendo y cuyos huevos se comieron después. Oduche decidió que le daría un golpe en la cabeza a una de ellas con un palo grande. Lo haría con tanto cuidado y sigilo que cuando muriera la gente pensaría que había muerto ella sola.
Pasaron seis días antes de que Oduche encontrara un momento oportuno, y durante aquel tiempo su decisión perdió un poco de fuerza. Decidió coger la pitón más pequeña. La empujó con el palo por la pared hacia abajo pero se resistió a aplastarle la cabeza. En ese momento le pareció oír que se acercaba gente y tuvo que actuar con rapidez. A la velocidad del rayo la cogió como había visto hacer muchas veces a su vecino Anosi, y se la llevó a su dormitorio. Entonces le vino a la mente una idea nueva y emocionante. Abrió la caja que Moses le había construido, sacó su camiseta y su toalla y encerró a la pitón. Sintió un enorme alivio. La pitón moriría por falta de aire y, aunque él sería responsable de su muerte, no sería culpable, lo que le pareció una solución satisfactoria.
El hijo mayor de Ezeulu, Edogo, se había marchado aquel día pronto de casa para terminar la Máscara que estaba tallando para un nuevo espíritu ancestral. Faltaban solo cinco días para el Festival de las Hojas de Calabaza y se esperaba que ese espíritu regresara de las profundidades de la tierra y se apareciera a la gente como una Máscara. Los que iban a actuar como séquito hacían grandes planes para la recepción; habían ensayado su danza y les preocupaba la Máscara que Edogo les estaba tallando. Había otros talladores en Umuaro, algunos incluso mejores. Pero Edogo tenía fama de terminar su trabajo a tiempo, a diferencia del maestro Obiako, que solo cogía las herramientas cuando veía acercarse a sus clientes. Si se hubiera tratado de otra talla, Edogo la habría terminado hacía mucho tiempo, dedicándole cada momento libre que tuviera. Pero una Máscara era diferente; no podía hacerlo en casa bajo la mirada profana de las mujeres y los niños, sino que tenía que retirarse a la casa de los espíritus construida para la realización de estos trabajos en una esquina apartada del lugar donde estaba el mercado Nkwo, adonde nadie que no hubiera sido iniciado en el secreto de las Máscaras se atrevería a acercarse.
La cabaña estaba oscura por dentro, aunque el ojo se acostumbró al cabo de un rato. Edogo sacó la madera de okwe blanca que iba a trabajar y se quitó la bolsa de piel de cabra donde llevaba sus herramientas. Aparte de la necesidad de hacerlo en secreto, a Edogo siempre le había parecido adecuado el ambiente de esta cabaña para tallar Máscaras. Había Máscaras antiguas y otras vestiduras de los espíritus ancestrales, algunas de ellas más viejas que su propio padre. Creaban un ambiente que confería poder e ingenio a sus dedos. La mayoría de las Máscaras pertenecían a espíritus fieros y agresivos con cuernos y dientes del tamaño de los dedos. Pero cuatro de ellas pertenecían a espíritus de muchachas de delicada belleza. Edogo sonrió al recordar lo que Nwanyinma le había dicho cuando él se casó con su primera mujer. Nwanyinma era una viuda de quien se había hecho amigo cuando era soltero. Celosa de su rival más joven, le había dicho a Edogo que la única mujer cuyos pechos se mantenían firmes con el paso del tiempo era la mujer-espíritu.
Edogo se sentó en el suelo cerca de la puerta, donde entraba más luz, y comenzó a trabajar. De vez en cuando oía hablar a la gente que pasaba por el mercado en su camino de una aldea de Umuaro a otra. Pero una vez que se concentró en su tarea, dejó de oír voces.
La Máscara empezaba a salir de la madera cuando Edogo se paró de pronto y giró la cabeza hacia las voces que habían irrumpido su trabajo. Una de ellas era muy familiar; sí, era su vecino Anosi. Edogo hizo un esfuerzo por oír lo que decía y luego se levantó y se dirigió a la pared que daba al centro del mercado. Entonces escuchó con claridad. Anosi parecía estar hablando con dos o tres hombres que se acababa de encontrar.
—Sí, yo estaba allí y lo he visto con mis propios ojos —decía—. No lo hubiera creído si me lo hubieran contado. He visto la caja abierta y una pitón dentro.
—No lo vayas contando por ahí —dijo otro—. No puede ser verdad.
—Eso es lo que dice todo el mundo: que no puede ser verdad. Pero yo lo he visto con mis propios ojos. Id a Umuachala y veréis lo agitada que está la aldea.
—Lo que ese Ezeulu traerá a Umuaro está a la vez preñado y criando.
—He oído muchas cosas en mi vida, pero nunca había oído una monstruosidad semejante.
Cuando Edogo llegó a casa, su padre seguía de muy mal humor, solo que la ira que sentía no era tanto hacia su hijo como hacia los vecinos y la gente hipócrita que pasaba por allí, cuyas expresiones de compasión disimulaban mal su malicia. Aunque hubieran sido sinceras, Ezeulu se habría sentido molesto porque lo trataran como objeto de compasión. Al principio se guardó el enfado dentro. Pero el último grupo de mujeres que fue a ver a sus esposas, con cara de visita a la casa de un difunto, terminó por sacarle de quicio. Las oyó gritar en el patio:
—¡Ay! ¿Qué podemos hacer con la juventud de hoy?
Ezeulu entró en el patio y les ordenó que se marcharan.
—La que siga aquí cuando yo vuelva la próxima vez se va a enterar en un momento de lo malo que soy.
—¿Qué tiene de malo venir a consolar a otra mujer?
—¡He dicho que os vayáis de aquí inmediatamente!
Las mujeres salieron corriendo.
—Perdónanos, hemos cometido un error —decían.
Así pues, Edogo le contó a un Ezeulu muy enfadado la historia que había oído en el mercado Nkwo. Cuando terminó, su padre le preguntó en tono cortante:
—¿Y tú qué hiciste cuando lo oíste?
—¿Qué se supone que debía hacer? —Edogo se sintió molesto y sorprendido ante el tono de su padre.
—¿Le oís? —preguntó Ezeulu sin dirigirse a nadie en particular—. A ver, primogénito mío, oyes a alguien decir que tu padre ha cometido un sacrilegio y me preguntas qué debías haber hecho. Cuando yo tenía tu edad, habría sabido qué hacer. Habría salido y le habría roto la cabeza al tipo en vez de quedarme escondido en la casa de los espíritus.
Edogo se enfadó de veras, pero se mordió la lengua.
—Cuando tú tenías mi edad, tu padre no mandó a uno de sus hijos a que rindiera culto al dios de los blancos.
Se marchó a su cabaña lleno de amargura porque le hubieran insultado después de interrumpir su tarea de tallar para ver qué sucedía en casa.
«Culpo a Obika por el genio que tiene —pensó Ezeulu—, ¡Pero lo prefiero a este cenizo frío!»
Se inclinó hacia atrás, apoyó la cabeza en la pared y empezó a rechinar los dientes.
Era un día aciago para el sumo sacerdote, uno de esos días que parecía haber empezado con mal pie. Por si no hubiera aguantado suficiente humillación, recibió la visita, al atardecer, de un joven de Umunneora. Debido a la hostilidad entre la aldea de Ezeulu y Umunneora, no le ofreció nuez de cola por si acaso le diera después dolor de estómago y lo atribuyera a la hospitalidad de Ezeulu. El hombre no perdió tiempo en comunicar su mensaje.
—Me envía Ezidemili.
—Ah, ¿sí? Espero que esté bien.
—Está bien —respondió el mensajero—, aunque en realidad no lo está.
—No te entiendo. —Ezeulu estaba plenamente alerta—. Si traes un mensaje dímelo, porque no tengo tiempo de escuchar a un chico que habla con adivinanzas.
El joven ignoró el insulto.
—Ezidemili quiere saber qué vas a hacer a propósito del sacrilegio que se ha cometido en tu casa.
—¿Qué es lo que se ha cometido? —preguntó el sumo sacerdote, controlando la ira con las manos juntas.
—¿Quieres que repita lo que acabo de decir?
—Sí.
—De acuerdo. Ezidemili quiere saber cómo vas a purificar tu casa de la profanación que ha cometido tu hijo.
—Regresa y dile a Ezidemili que coma mierda. ¿Me has oído? Dile a Ezidemili que dice Ezeulu que se llene la boca de mierda. Y tú, jovencito, vete en paz porque el mundo ya no es lo que era. Si el mundo fuera como tiene que ser, habría hecho algo para que te acordaras por siempre del día en que metiste la cabeza en la boca del leopardo.
El joven quiso decir algo, pero Ezeulu no le dejó.
—Si quieres hacer algo con tu vida, acepta mi consejo y no digas una palabra más aquí.
Ezeulu se puso de pie completamente erguido y con gesto amenazador; el joven decidió seguir su consejo y se levantó para marcharse.