7
EL mercado se llenaba de hombres y mujeres procedentes de todas partes. Al ser un día especial, las mujeres se ponían sus telas más elegantes y sus joyas de marfil y de cuentas, según la riqueza de sus maridos o, en algunos casos excepcionales, la fuerza de sus propios brazos. La mayoría de los hombres traían vino de palma en jarras que llevaban sobre la cabeza o en calabazas que se colgaban al costado, atadas a una cuerda. Los primeros en llegar tomaban posiciones a la sombra de los árboles y empezaban a beber con amigos, parientes y allegados. Los que llegaban más tarde se sentaban al sol, cuando todavía no hacía calor.
El extranjero que acudiera por primera vez a aquel festival podría marcharse con la impresión de que Umuaro no había estado más unido en toda su historia. En el ambiente de aquel encuentro, la hostilidad entre Umunneora y Umuachala parecía, momentáneamente, poco importante. Si el día anterior se hubieran encontrado dos hombres de las dos aldeas, habrían observado con desconfianza y sospecha los movimientos de cada cual; al día siguiente volverían a hacerlo. Pero aquel día bebían juntos vino de palma en abundancia, porque ningún hombre en sus cabales llevaría veneno a una ceremonia de purificación; para eso más le valía exponerse a una tormenta después de ingerir una buena cantidad de medicina poderosa y maligna. La esposa más joven de Ezeulu se miró el pelo en un espejo que sostenía entre los muslos. No podía evitar la sensación de que ella había peinado a Akueke mucho mejor de lo que Akueke la había peinado a ella. Pero le gustaban los dibujos negros de uli y las rayas de color amarillo claro de ogalu pintados en el cuerpo. Otros años hubiera sido de las primeras en llegar al mercado, alegre y despreocupada. Pero aquel año le parecía que tenía que arrastrar los pies por el peso que sentía en la mente. Iba a rezar por la purificación de su cabaña, que Oduche había profanado. Había dejado de ser una de las muchas mujeres de Umuaro que participaban en el rito general que incluía a todas. Aquel día se sentía especialmente necesitada. El peso del sentimiento casi le quitaba el placer de lucir sus pulseras de plata nuevas, que le habían granjeado tanta envidia y hostilidad por parte de Matefi, la otra mujer de su marido.
No había terminado de sacar brillo al marfil cuando Matefi apareció, antes de marcharse al mercado Nkwo. La llamó:
—¿Está lista la madre de Obiageli?
—No. Vamos después. No hace falta que esperéis.
Una vez arreglada, Ugoye salió por detrás de su cabaña para coger la calabaza que había plantado con esmero después de la primera lluvia; cortó cuatro hojas, las ató con una cuerda de banano y regresó al interior. Puso las hojas sobre un taburete y se acercó a la estantería de bambú para mirar la olla de sopa y el fufú que Obiageli y Nwafo tomarían a mediodía.
Akueke se paró en el umbral y echó un vistazo al interior de la cabaña de Ugoye.
—¿No estás lista todavía? ¿Por qué andas de acá para allá, como una gallina en busca de un nido? —le preguntó—. A este paso, no vamos a encontrar sitio en el mercado.
Entonces entró en la cabaña con su propio manojo de hojas de calabaza. Se fijaron en lo bonitos que eran sus respectivos vestidos y Akueke alabó el marfil de Ugoye una vez más.
En cuanto salieron, Akueke le preguntó:
—¿Por qué crees que estaba enfadada Matefi esta mañana?
—Eso debería preguntártelo yo a ti. ¿No es la mujer de tu padre?
—Tenía la cara como un mortero. ¿Te preguntó si estabas lista para salir?
—Sí, pero ño fueron más que palabras.
—Mira que he conocido a gente mala —dijo Akueke—, pero a nadie como ella. Su maldad salta a la vista. Lleva llena de bilis desde anteayer, cuando mi padre le mandó que cocinara para mi marido y sus parientes.
Los días nkwo normales las voces del mercado salían en todas direcciones como el sonido del viento que se acerca. Aquel día era como si todas las abejas del mundo pasaran por encima de las cabezas de la gente. La gente seguía entrando por todos los caminos de Umuaro. En cuanto salieron de su casa, Ugoye y Akueke se unieron a uno de aquellos torrentes de personas. Todas las mujeres de Umuaro llevaban un manojo de hojas de calabaza en la mano derecha; la que no llevaba nada era una extranjera de algún pueblo vecino que venía a ver el espectáculo. Al acercarse a Nkwo el ruido se oyó cada vez más alto hasta que les ahogó la conversación.
Llegaron justo a tiempo de ver la llegada de las cinco mujeres de Nwaka, que causaron sensación. En lugar de tobilleras, llevaban unos enormes rulos de marfil que iban desde el tobillo casi hasta la rodilla, lo que les obligaba a ir a un paso calculado y lento, parecido al desfile de una Máscara ijele al subir y bajar cada pie en su pesada ceremonia. Iban vestidas con telas de terciopelo multicolores que, como el marfil, no eran una novedad en Umuaro, pero nunca se habían visto con tanta profusión en la familia de un solo hombre.
Obika y su buen amigo Ofoedu se sentaron con otros tres jóvenes de Umuagu sobre una esterilla tejida de forma rudimentaria, sobre las raíces de un árbol ogbu que quedaban al descubierto. Había en medio dos jarras negras de vino de palma. Justo fuera de su círculo, había a un lado una jarra vacía. Uno de ellos estaba ya borracho, pero no parecía que ni Obika ni Ofoedu hubieran tomado todavía una gota.
—Obika, ¿es verdad que tu novia no ha vuelto desde su primera visita?
—Sí, amigo —replicó Obika alegremente—. A mí todo me sale al revés que al resto de la gente; si bebo agua, se me queda pegada entre los dientes.
—No le hagáis caso —dijo Ofoedu—. La madre de la chica está enferma y su padre le pidió que se quedara en casa a cuidarla una temporada.
—Ajá, ya sabía que la historia que oí no podía ser cierta. ¿Cómo iba a vacilar una joven novia ante un apuesto ugonachomma como Obika?
—Ah, amigo, no te creas eso —dijo el que estaba medio borracho—. Puede que no le gustara el tamaño de su pene.
—¡Pero si no lo ha visto! —repuso Obika.
—Venga ya, habláis con unos nenes que se chupan el dedo: ¡no se la ha visto!
Poco después sonó el gran ikolo. Convocaba uno a uno a los seis pueblos de Umuaro según el orden tradicional: Umunneora, Umuagu, Umuezeani, Umuogwugwu, Umuisiuzo y Umuachala. Al llamar a cada aldea se oía un enorme grito en el mercado. Aquella vez las llamó empezando por la más joven. La gente se dio prisa en terminar la bebida antes de la llegada del sumo sacerdote.
El ikolo sonaba sin parar; a veces llamaba a nombres de gente importante de Umuaro como Nwaka, Nwosisi, Igboneme y Udezue. Pero casi todo el tiempo llamaba a las aldeas y a sus deidades. Al final se detuvo en el saludo a Ulu, la divinidad de todo Umuaro.
Obiozo Ezikolo ya era un anciano, pero en su dominio de rey de los tambores no conocía rival. Hacía muchos años, cuando era joven, las seis aldeas habían decidido concederle el título de 020 por su maestría, que causaba conmoción entre sus enemigos en épocas de guerra. Era increíble la fuerza que tenía para tocar, a su edad, cuando solo subir al ikolo era una proeza para un hombre que tuviera la mitad de sus años. Los que estaban cerca se situaron alrededor del tambor y miraron hacia arriba para admirar al viejo que lo tocaba. Un hombre levantó la voz con un saludo de homenaje. Él le devolvió el grito: «Ninguna vieja es demasiado anciana para bailar la danza que conoce». La gente se echó a reír.
El ikolo se había hecho en los viejos tiempos con un árbol iroko gigante en el mismo lugar donde se había talado. El ikolo era tan antiguo como el mismo Ulu, bajo cuya orden se cortó el árbol y se ahuecó el tronco para hacer de él un tambor. Llevaba desde aquella época en el mismo sitio expuesto al sol y a la lluvia. Su cuerpo estaba tallado con figuras de hombres y de pitones, y se habían cortado unos pequeños escalones a un lado; sin ellos no se podía subir a tocar el tambor. Cada vez que se tocaba el ikolo con motivo de una guerra se decoraba con cráneos ganados en batallas anteriores. Pero aquel día se tocaba en son de paz.
Un enorme ogene sonó tres veces desde el altar de Ulu. El ikolo lo siguió y tocó una música interminable en honor de la divinidad. Al mismo tiempo, los mensajeros de Ezeulu comenzaron a despejar el centro del mercado. Aunque cada uno iba armado de un látigo de hoja de palma, no les resultó fácil. La multitud estaba emocionada, y solo a base de pelear consiguieron despejar un pequeño espacio en el corazón del mercado, desde donde trabajaron frenéticamente con los látigos hasta obligar a la gente a retroceder para formar un gran círculo en los bordes. Las mujeres con sus hojas de calabaza causaban una enorme dificultad porque todas luchaban por asegurarse un sitio en la fila de delante. Los hombres no necesitaban estar tan cerca y se quedaron en la parte de atrás del círculo.
El ogene volvió a sonar. El ikolo comenzó a saludar al sumo sacerdote. Las mujeres agitaron las hojas delante de sus caras, murmurando oraciones a Ulu, el dios que mata y salva.
Se celebró la aparición de Ezeulu con un grito fuerte que debió de oírse en todas las aldeas vecinas. Corrió hacia delante, se paró bruscamente e hizo frente al ikolo.
—Continúa hablando —le dijo—. Ezeulu escucha lo que dices.
Entonces se agachó, hizo tres o cuatro pasos de baile y volvió a levantarse.
Vestía de rafia ahumada desde la cadera hasta la rodilla. Tenía pintada de tiza blanca la mitad izquierda del cuerpo, desde la frente hasta los tobillos. Alrededor de la cabeza lucía una banda de cuero con una pluma de águila que apuntaba hacia atrás. Con la mano derecha sostenía a Nne Ofo, la madre de todos los bastones de la autoridad en Umuaro, y con la izquierda un largo bastón de hierro que emitía un chasquido cada vez que golpeaba con la punta en la tierra. Dio algunos pasos haciendo una pausa con cada pie. Luego corrió otra vez hacia delante como si hubiera visto a un camarada en el espacio abierto; estiró el brazo y movió su bastón a izquierda y a derecha. Los que estaban más cerca oyeron el choque del bastón de Ezeulu con otro que nadie vio. Al ver esto, muchos huyeron aterrorizados del sacerdote y de las presencias ocultas a su alrededor.
Al acercarse al centro del mercado, Ezeulu representó la Primera Llegada de Ulu y cómo cada uno de los cuatro Días le puso obstáculos en su camino.
En aquella época, cuando los lagartos iban solos o por parejas, todo el pueblo se reunió y me eligió para llevar a su nueva divinidad. Yo les dije:
—¿Quién soy yo para llevar su antorcha en mi cabeza descubierta? El hombre que sabe que tiene un ano pequeño no se traga la semilla udala.
Me dijeron:
—No tengas miedo. El hombre que envía a su hijo a coger una musaraña le dará también agua para que se lave las manos.
Yo les dije:
—Que así sea.
Y nos pusimos a trabajar. Aquel día era Eke: trabajamos durante el Oye y también durante el Afo. Cuando amaneció en Nkwo y el sol llevó su sacrificio, yo llevé mi alusi y, con toda la gente detrás de mí, partí hacia aquel viaje. Un hombre cantaba con la flauta a mi derecha, y otro replicaba a mi izquierda. La multitud de gente que me seguía en comitiva me daba fuerza. De pronto algo me cayó en la cara. A un lado llovía y al otro estaba seco. Volví a mirar y vi que era Eke. Le dije:
—¿Eres tú, Eke?
Me respondió:
—Soy yo, Oye, el que comenzó a cocinar antes que el otro y por eso tiene más ollas rotas.
Cogí un gallo blanco y se lo di. Lo cogió y me abrió paso. Dejé atrás tierras de cultivo y bosques y noté que la cabeza me pesaba demasiado. Miré fijamente y vi que era Afo. Le hablé:
—¿Eres tú, Afo?
Me respondió:
—Soy yo, Afo, el gran río que no puede salarse.
Yo le contesté:
—Yo soy Ezeulu, el jorobado, más terrible que un leproso.
Afo se encogió de hombros y me dijo:
—Adelante, lo tuyo es peor que lo mío.
Avancé, el sol me hirió con sus rayos y la lluvia me empapó. Entonces me encontré con Nkwo. Miré a su izquierda y vi a una anciana, cansada, bailando una extraña danza en la colina. Miré a la derecha y vi un caballo y un carnero. Di muerte al caballo, limpié mi machete en el carnero y así extirpé aquel mal.
En aquel momento, Ezeulu estaba en el centro del mercado. Clavó el bastón de metal en la tierra y lo dejó vibrar mientras bailaba unos cuantos pasos más ante el ikolo, que no había parado para respirar desde que apareció el sacerdote. Todas las mujeres agitaron las hojas de calabaza frente a ellas.
Ezeulu volvió a mirar a los hombres y las mujeres de Umuaro, sin fijar la vista en ninguno. Entonces sacó el bastón del suelo, lo cogió con la mano izquierda mientras sostenía a la Madre de Ofo con la derecha, saltó hacia delante y comenzó a correr dando vueltas alrededor del mercado.
Las mujeres emitieron un aullido largo y estremecedor, y se produjeron más empujones en la fila de delante. Cuando el sumo sacerdote se acercaba en su carrera a alguna parte de la multitud, las mujeres de allí se agitaban las hojas alrededor de la cabeza y se las lanzaban. Era como tener encima un enjambre de miles y miles de insectos voladores.
Ugoye, que se había abierto paso a empellones hasta la primera fila, murmuró su plegaria una y otra vez mientras se acercaba el sumo sacerdote al lugar del círculo donde estaba ella:
Gran Ulu que mata y salva, te suplico que limpies mi casa de toda profanación. Si he cometido una con mi boca o sí la he visto con mis ojos, si la he escuchado con mis oídos o la he pisado con mis pies, o si ha entrado por mis hijos o mis amigos o la familia, te ruego que la dejes salir detrás de esas hojas.
Agitó su manojo en círculo alrededor de la cabeza y se lo tiró con toda su fuerza al sumo sacerdote cuando pasó por delante de ella.
Los seis mensajeros seguían de cerca al sacerdote; a veces, alguno de ellos se agachaba deprisa, cogía un manojo de hojas al azar y continuaba corriendo. El ikolo adoptó un ritmo febril durante el vuelo del sumo sacerdote, especialmente en los momentos finales cuando, completado el círculo del mercado, siguió corriendo a velocidad creciente hasta el altar del santuario con los mensajeros pegados a sus talones. En cuanto desaparecieron, el ikolo dejó de sonar abruptamente con un último «com». La tensión acumulada que se había apoderado del mercado y parecía acelerarle cada vez más el pulso explotó con aquel último toque del tambor y dejó exhalar un dilatado y profundo suspiro. Pero el momento de alivio fue muy breve. La multitud pareció enfervorizarse enseguida al saber que su sumo sacerdote estaba a salvo en su altar, triunfante sobre los pecados de Umuaro que enterraba a gran profundidad con los seis manojos de ramos.
Como si alguien les hubiera hecho una señal, todas las mujeres de Umunneora salieron del círculo y comenzaron a correr alrededor del mercado, pisando la tierra con fuerza. Al principio fue al azar, pero enseguida todo el mundo comenzó a dar patadas al unísono y surgió una enorme nube de polvo de entre los pies. Solo a quienes los pies les pesaban demasiado por la edad o por el marfil se quedaron fuera de la multitud. Después de recorrer el mercado, la gente volvió a unirse a los que seguían de pie. Entonces las mujeres de Umuagu salieron de todas partes del gran círculo para comenzar su propia carrera. Las demás esperaban y aplaudían; nadie corrió en un turno que no fuera el suyo. Cuando llegó el turno de las mujeres de la sexta aldea, las hojas de calabaza colocadas tan cuidadosamente alrededor del círculo estaban aplastadas y pisoteadas en el polvo.
En cuanto acabaron las carreras, la multitud comenzó a dispersarse de nuevo en grupitos de amigos y parientes. Akueke buscó a su hermana mayor, Adeze, a quien había visto la última vez corriendo con las demás mujeres de Umuezeani. No buscó muy lejos porque Adeze llamaba la atención entre cualquier muchedumbre. Era alta, con la piel de color de bronce; si hubiera sido un hombre se habría parecido a su padre aún más que Obika.
—Creí que ya habrías vuelto a casa —dijo Adeze—. Acabo de ver a Matefi, pero me ha dicho que no te había visto.
—¿Cómo iba a verme? No soy lo suficientemente grande para que me vea.
—¿Ya habéis vuelto a pelearos? Me pareció notárselo en la cara. ¿Qué le has hecho esta vez?
—Hermana, deja a Matefi y sus problemas a un lado y hablemos de cosas más alegres.
En aquel momento se les unió Ugoye.
—He estado buscándoos por todo el mercado —dijo.
Abrazó a Adeze, a quien llamaba «Madre de mi Esposo».
—¿Cómo están tus niños? —preguntó Adeze—. ¿Es verdad que les has enseñado a comer pitones?
—¿Tú crees que tiene gracia? —Ugoye parecía muy herida—. No me extraña que fueras la única persona de Umuaro que no se molestó en venir a preguntarme qué pasaba.
—¿Pasó algo? Nadie me dijo nada. ¿Hubo un incendio, o murió alguien?
—No hagas caso a Adeze, Ugoye —le dijo su hermana—, es peor que su padre.
—¿Esperabas que el leopardo presumiera de ser diferente del leopardo?
Ninguna respondió.
—No te enfades conmigo, Ugoye. Me enteré de todo. Pero nuestros enemigos y los que nos tienen envidia esperaban vernos correr de un lado a otro confundidos. No iba a ser Adeze quien les diera esa satisfacción. Esa loca, Akueni Nwosisi, cuya familia ha cometido todos los sacrilegios posibles en Umuaro, vino a verme para expresarme su compasión. Le pregunté si no era preferible alguien que había metido una pitón en una caja a alguien a quien se hubiera pescado detrás de la casa copulando con una cabra.
Ugoye y Akueke se echaron a reír. Visualizaban claramente a su agresiva hermana al hacer aquella pregunta.
—¿Nos acompañas?
—Sí, tengo que ver a los niños. Y a lo mejor puedo poner un par de multas a Ugoye y a Matefi: me temo que cuidan a mi padre sin muchas ganas.
—Por favor, esposo, te lo suplico —gritó Ugoye fingiendo miedo—. Hago lo que puedo. Es tu padre quien me maltrata. Y cuando hables con él —añadió seria—, pregúntale por qué tiene que correr como un antílope a su edad. El año pasado, después de la ceremonia, no pudo levantarse en cuatro días.
—¿No lo sabes? —preguntó Akueke, y miró a hurtadillas a ver si había algún hombre cerca; no había nadie; aun así bajó la voz—. ¿No sabes que en su juventud solía correr como ogbazulobodo? Como corre Obika ahora.
—Sois vosotros, especialmente vosotras dos, quienes le lleváis por mal camino. Le gusta pensar que es más fuerte que cualquier joven de hoy día, y vosotras le animáis. Si fuera mi padre le diría la verdad.
—¿No es tu marido? —le preguntó Adeze—. Si se muriera mañana, ¿no tendrías que sentarte sobre cenizas y cocinar durante siete mercados? ¿Serás tú o seré yo quien vaya vestida de estameña durante un año?
—¿Qué te contaba? —preguntó Akueke, y cambió de tema—. El otro día vinieron mi marido y sus parientes.
—¿Para qué venían?
—¿Para qué iban a venir?
—Así que están cansados de esperar, los animalitos del bosque. Creí que estaban esperando a que fueras a suplicarles tú con vino de palma.
—Como insultes a la familia de mi marido me enfado —dijo Akueke, fingiendo ira.
—Por favor, perdóname. No sabía que habíais vuelto a ser aceite de palma y sal. ¿Cuándo vuelves con él?
—El día de mercado después del próximo oye.