12
AUNQUE OKUATA se levantó al amanecer sintiéndose tímida, y rara con la tela que le cubría el cuerpo, era una timidez orgullosa. Podía acercarse a saludar a sus suegros sin sentir vergüenza porque se había demostrado que estaba «entera». Su marido estaba ya ocupado con el envío de la cabra y otros regalos a su madre, a Umuezeani, por haberle entregado una novia en condiciones. Se sentía muy aliviada, puesto que, aunque siempre había sabido que era virgen, no podía evitar un miedo secreto que de vez en cuando le susurraba al oído y le causaba algún sobresalto que otro. Le sucedía cuando recordaba aquel juego a la luz de la luna en el que Obiora le había puesto el pene entre los muslos. Aunque era cierto que solo había conseguido juguetear a la entrada, no se sentía del todo segura.
No había dormido mucho, no tanto como su marido, pero se sentía satisfecha. A veces intentaba olvidarse de su bienestar para pensar cómo se habría sentido si las cosas hubieran sido de otro modo. Le aguardarían años de andar como quien teme que se le hunda el suelo bajo los pies. Todas las chicas conocían a Ogbanje Omenyi, de quien se contaba que su marido había mandado traer un machete de casa de sus padres para recortar la maleza a los lados del camino que tenía entre los muslos.
Aquella mañana todos los niños de la familia de Ezeulu querían ir a por agua al río porque la nueva esposa iba a ir. Hasta la pequeña Obiageli, que odiaba el riachuelo por las afiladas piedras que había en los alrededores, se apresuró a sacar su vasija. Por primera vez se echó a llorar cuando su madre le dijo que se quedara a cuidar al niño de Amoge.
La hermana pequeña de Obika, Ojiugo, andaba a toda prisa de un lado a otro mirando con aires de superioridad a la novia, porque hasta el niño más pequeño sabía diferenciar su cabaña de las demás del patio de su padre. La madre de Ojiugo, Matefi, se daba los mismos aires, aunque de modo más circunspecto, lo que la ponía aún más en evidencia. Sobra decir que lo que ansiaba era quedar por encima de su coesposa más joven y demostrarle que era mucho más honorable tener una nuera que dedicarse a comprar ajorcas de marfil mientras los niños andaban por ahí muertos de hambre.
—Haced el favor de volver pronto —les dijo a su hija y a la esposa de su hijo—, antes de que se seque este escupitajo en el suelo.
Y escupió.
—Lo único que puede demorarnos es el baño —dijo Nwafo—. Si ahora solamente sacamos agua y nos bañamos otro día…
—Estás loco, hijo —le dijo su madre, que hasta entonces había fingido ignorar a su coesposa mayor—. A ver, vuelve del río con el cuerpo de ayer y me dices quién está más loco, si tú o yo.
La vehemencia con la que lo dijo era desproporcionada con respecto a la causa de su enojo. En realidad, no se enfadaba por lo que había propuesto su hijo, sino por su falta de lealtad al unirse al alegre alboroto de la otra cabaña.
—¿Y tú qué haces ahí arrastrándote como un ciempiés? —le recriminó Matefi a su hija—. ¿Te vas a pasar el día en el río en vez de trabajando?
Oduche se puso su elote largo de rayas, que le llegaba hasta la rodilla, y la camiseta blanca que normalmente llevaba a la iglesia o al colegio, lo que enojó aún más a su madre que la propuesta de Nwafo, pero logró contenerse y no decir ni una palabra.
Poco después de que se marchara el grupo, Obiageli entró en la cabaña de Ezeulu con el niño de Amoge a la espalda, que claramente era ya demasiado grande para ella; casi arrastraba una de las piernecitas.
—Esta gente está mal de la cabeza —dijo Ezeulu—. ¿A quién se le ha ocurrido dejarte a cargo de un niño que está enfermo? Llévaselo a su madre ahora mismo.
—Puedo cargar con él —dijo Obiageli.
—¿Quién carga con quién? Te he dicho que se lo lleves a su madre.
—Se ha ido al río —dijo Obiageli, dando un brinco en un intento por impedir que se le resbalara el niño de la espalda—. Pero puedo con él, ¿ves?
—Ya sé que puedes —dijo Ezeulu—, pero está enfermo y no deberíais tenerlo dando botes por ahí. Llévaselo a tu madre.
Obiageli asintió y se fue hacia el patio interior, aunque Ezeulu sabía que seguía cargando al niño, que acababa de echarse a llorar. La vocecilla de la valiente Obiageli trataba de ahogar los lloros y de dormirle con una nana:
Dile a madre que su hijo está llorando,
dile a madre que su hijo está llorando
y después prepara un guiso de úzízá;
eso, un guiso de úzízá.
Hazle una sopita de pimienta,
que deje muertos de hipo
a los pajaritos que se la beban.
La cabra de madre está en el granero,
ay, los ñames están en peligro;
la cabra de padre está en el granero,
ay, verás cómo se zampan los ñames.
¡Mira ese cervatillo que se acerca!
¿Lo ves? ¡Ha metido un pie en el agua
y le ha pillado la serpiente!
¡Se retira!
Ja, ja. Ja kulo kulo!
Bienvenido a casa,
halcón viajero.
Ja, ja. Ja kulo kulo!
Dime, ¿dónde está la pieza
de tela que compraste?
Ja, ja. Ja kulo kulo!
—¡Nwafo! ¡Nwafo! —gritó Ezeulu.
—¡Nwafo se ha ido al río! —replicó su madre desde su cabaña.
—¿Que Nwafo ha hecho qué? —preguntó Ezeulu.
Ugoye decidió acercarse al obi y explicarle en persona que Nwafo se había ido por decisión propia.
—Nadie le ha mandado que vaya —dijo.
—¿Nadie le ha mandado que vaya? —replicó Ezeulu, imitando el tono de voz de un niño—. ¿Has dicho que nadie le ha mandado que vaya? ¿No sabes que tiene que barrer mi cabaña por las mañanas? ¿O esperas que reciba a la gente y reparta nuez de cola en una cabaña sucia? ¿Partía tu padre la nuez de cola encima de la ceniza de la hoguera del día anterior? Las abominaciones que todos os dedicáis a cometer en esta casa caerán un día sobre vuestras cabezas. Si Nwafo está hecho un gallito y no te hace caso, ¿por qué no le has dicho a Oduche que venga a limpiarme la cabaña?
—Oduche se ha ido con todos.
Ezeulu decidió no seguir hablando. Su mujer se marchó, para volver enseguida con dos escobas. Barrió la cabaña con la escoba de hojas de palma y la parte de delante del obi con un manojo más grande y más fuerte de okeakpa.
Al salir de su cabaña, Obika la vio barrer la entrada y le preguntó:
—¿Ahora barres tú el iru-ezti? ¿Dónde se ha metido Nwafo?
—Nadie viene al mundo con una escoba en la mano —respondió irritada.
Subió el volumen de la canción que tarareaba. Debido a la longitud de la escoba, la empuñaba como si fuera un remo. Ezeulu se sonrió. Al terminar, recogió la basura en un montoncito y lo llevó al terreno que quedaba a la derecha, donde se proponía plantar yuca esa estación.
Akuebue había planeado visitar a Ezeulu justo después del almuerzo, para festejar con él la alegría de la boda de su hijo. Pero quería comentarle otros asuntos importantes y por eso decidió ir pronto, antes de que se llenara la casa de otros visitantes en busca de vino de palma. Aunque habían hablado muchas veces de estas cosas, Akuebue había oído aquellos días ciertos rumores muy preocupantes. Se referían a Oduche, el tercer hijo de Ezeulu, enviado por su padre a aprender los secretos de la magia de los blancos. Desde el principio, Akuebue había tenido dudas sobre el sentido de lo que había hecho Ezeulu, pero este le había persuadido de lo acertado de su decisión. Sin embargo, ahora esto lo utilizaban los enemigos de Ezeulu para dañar su reputación. La gente decía: «Si el sumo sacerdote de Ulu envía a su hijo a los que matan y comen a la serpiente pitón, además de cometer otras atrocidades, ¿qué espera que haga la gente corriente? El lagarto que siembra la confusión en el funeral de su madre, ¿cómo va a pretender que los extranjeros carguen con el peso de honrar a la muerta?».
Y ahora el hijo mayor de Ezeulu se había unido, aunque a escondidas, a los opositores de su padre. Había ido a casa de Akuebue el día anterior para pedirle que, como amigo más íntimo de Ezeulu, se presentara en su casa y le hablara sin pelos en la lengua.
—¿Qué te pasa?
—El padre debe mantener unida a su familia, en vez de sembrar discordia entre sus hijos.
Cada vez que Edogo tenía una preocupación le entraba un tartamudeo terrible, y eso fue lo que le sucedió en aquel momento.
—Te escucho.
Edogo le dijo que la razón por la que Ezeulu había mandado a Oduche con los de la religión nueva era para hacer que Nwafo heredara el cargo de sumo sacerdote.
—¿Quién ha dicho eso? —preguntó Akuebue. Antes de que Edogo le respondiera, agregó—: Hablas de Nwafo y de Oduche, pero ¿qué pasa contigo y con Obika?
—A Obika no le interesan nada estas cosas… y a mí tampoco.
—Sin embargo, Ulu no pregunta a nadie si le interesan o no estas cosas. Como le intereses tú, va a ir a por ti… Incluso puede que elija al que se ha ido con los de la nueva religión.
—Es verdad —dijo Edogo—, pero lo que me preocupa es que mi padre le haga creer a Nwafo que va a ser el elegido. Si, como bien dices, mañana llega Ulu y elige a otro, habrá un conflicto en la familia; mi padre ya no estará entre nosotros, y yo no puedo dejar de dar vueltas en la cabeza a este asunto.
—Lo que dices es muy cierto y me parece normal que te preocupes por achicar el agua antes de que te llegue al tobillo. —Se quedó pensativo y añadió—: Pero no creo que haya ningún conflicto, porque, al fin y al cabo, Nwafo y Oduche son hijos de la misma madre. Es una suerte que a ti y a Obika no os interese esto.
—Pero ya conoces a Obika —replicó Edogo—. Cualquier día de estos se levanta y dice que eso es lo que quiere.
El anciano y el hijo de su amigo mantuvieron una larga conversación. Al levantarse Edogo para marcharse (había anunciado su intención de irse tres o cuatro veces antes de ponerse de pie), Akuebue le prometió que hablaría con Ezeulu. Sintió pena y un cierto desprecio por el joven. ¿Por qué no se atrevía a abrir la boca como un hombre y decir que quería ser sacerdote en lugar de esconderse detrás de Oduche y de Obika? Esa era la razón por la que Ezeulu no lo tenía en cuenta. Así pues, ¿tenía la esperanza de que el afa pronunciara su nombre cuando llegara el día? El chico no va a caer donde alguien recoja su cuerpo, pensó. No hace falta que venga un oráculo a decir que no vale para sumo sacerdote. El maíz maduro se reconoce con una sola mirada.
Aun así, Akuebue compadeció a Edogo. Sabía cómo se destronaba al primogénito para que los hermanos pequeños recibieran alguna atención. Sin duda, esa era la razón por la cual, desde la fundación de Umuaro y durante siete generaciones, Ulu había decidido dar un solo hijo varón a cada uno de sus sucesivos sumos sacerdotes.
Aquella mañana, de camino al arroyo, la novia, que en su vida apenas había visto camisetas blancas, se interesó más de lo debido por Oduche y aquella nueva religión que traía tales maravillas. Para poner freno a su entusiasmo, la celosa de Ojiugo le susurró que los devotos del novedoso culto mataban y comían serpientes pitón. La novia, que como cualquiera de Umuaro había oído hablar del caso de Oduche y la pitón, preguntó preocupada:
—¿La mató? Nos dijeron que lo único que hizo fue meterla en una caja.
Por desgracia, Ojiugo era una de esas personas incapaces de hablar en voz baja, y Oduche oyó lo que había dicho. El chico corrió hacia Ojiugo y, en palabras de Nwafo cuando después relató el incidente, le soltó un trueno en la cara. Por su parte, Ojiugo casi le tiró su vasija y atacó a Oduche con las pulseras de metal que llevaba en las muñecas, con unas bofetadas bien fuertes. Oduche respondió con ferocidad y le dio un violento golpe con la rodilla en la barriga. Muchos de los que intentaron separarlos criticaron a Oduche y le insultaron. Pero Ojiugo no soltaba a su hermano y le decía llorando: «¡Mátame hoy mismo! ¡Tienes que matarme! ¿Me oyes, zampaserpientes? ¡Tienes que matarme!». Mordió a uno de los que intentaban separarla y arañó a otro.
—Dejadla en paz —dijo una de las mujeres, exasperada—. Si quiere que la maten, dejad que la maten.
—No digas esas cosas. ¿No estabas tú aquí cuando casi la mata de una patada en la tripa?
—¿Es que ella no puede parar de azuzarle? —preguntó una tercera.
—No, por lo visto, no —dijo la segunda mujer—. El chico parece uno de esos que se envalentonan en cuanto ven a una mujer.
La multitud se dividió inmediatamente entre los que apoyaban a Ojiugo y los que pensaban que ya se había vengado lo suficiente. Estos últimos aconsejaron a Oduche que hiciera oídos sordos a los insultos de Ojiugo, que no le contestara y que regresara al río.
—La cría del halcón no falla a la hora de devorar polluelos —dijo Oyilidie, a quien había mordido una vez Ojiugo—. Esta es una bruta; ha salido a su madre.
—¿Tenía que haber salido a tu madre, o qué? —intervino Ojinika, una mujer corpulenta que estaba peleada con Oyilidie.
La gente decía que, a pesar de su aspecto duro y de la rapidez con la que se enzarzaba en discusiones, solo tenía fuerza en la boca, y que hasta un niño de dos años podía derribarla con solo soplar.
—No se te ocurra abrir esa boca asquerosa delante de mí, ¿me oyes? —dijo Oyilidie—. O me comeré las semillas de okra que tienes ahí dentro. A lo mejor se te ha olvidado…
—Anda, vete a comer mierda —gritó Ojinika.
Ya estaban las dos midiéndose la una a la otra, de puntillas y sacando pecho.
—¿Y a estas dos qué les pasa? —preguntó otra—. Apartaos, que voy a pasar.
Ojiugo llegó a casa entre sollozos. Nwafo y Oduche habían vuelto antes, pero la madre de Ojiugo no se había dignado preguntarles por los demás. Al ver entrar a Ojiugo quiso preguntarle si habían tenido que esperar a que el río volviera de algún viaje o se despertara de algún sueño, pero se contuvo.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
Ojiugo siguió gimoteando. Su madre la ayudó a descargar la vasija de agua y le preguntó de nuevo qué le pasaba. Antes de decir nada, Ojiugo entró en la cabaña, se sentó en el suelo y se secó los ojos. Entonces contó la historia. Matefi observó la cara de su hija y vio lo que parecía la huella de los cinco dedos de Oduche. Inmediatamente comenzó a lanzar gritos de protesta y lamentos para que lo oyera todo el vecindario.
Ezeulu caminó lo más tranquilamente que pudo hasta el patio interior y preguntó a qué venía aquel jaleo. Matefi lloró más fuerte.
—Cierra la boca —le ordenó Ezeulu.
—¡Me dices que cierre la boca —gritó Matefi— cuando Oduche se ha llevado a mi hija al río y le ha pegado una paliza de muerte! ¡Cómo voy a callarme si me traen un cadáver! Mírale la cara; ahí están marcados los cinco dedos del chaval… —chillaba en un tono cada vez más alto, que retumbaba en la cabeza.
—¡Te he dicho que cierres la boca! ¿Te has vuelto loca?
Matefi dejó de gritar. Se quejó resignada:
—He cerrado la boca. ¿Por qué no voy a cerrar la boca? Después de todo, Oduche es hijo de Ugoye. Sí, que se calle Matefi.
—¡Que no se le ocurra a nadie decir mi nombre! —gritó la otra esposa saliendo de su cabaña, donde había permanecido sentada como si el ruido del patio viniera de un clan lejano—. He dicho que nadie mencione mi nombre.
—Eh, tú, cierra la boca —le dijo Ezeulu—. Nadie ha dicho tu nombre.
—¿No la has oído decir mi nombre?
—¿Y qué pasa si lo ha hecho? Ve y tírate encima de ella, si puedes.
Ugoye gruñó y regresó a su cabaña.
—¡Oduche!
—Sí.
—¡Ven aquí!
Oduche salió de la cabaña de su madre.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Ezeulu.
—Pregúntaselo a Ojiugo y a su madre.
—Te he preguntado a ti. Y como vuelvas a decirme que le pregunte a otra persona, vendrá un perro esta mañana a lamerte las cuencas de los ojos. ¿Dónde habéis aprendido a hablarme así? —Los miró a todos, con aspecto de leopardo agazapado—. Al primero que abra la boca y vuelva a decir pío le enseñaré que, cuando los espíritus enmascarados hablan, se guarda silencio.
Volvió a mirar a su alrededor, se dio la vuelta y regresó a su obi, porque la ira apagó su interés por el motivo de la riña.
La prisa de Akuebue por sacar el tema de Oduche resultó poco prudente. Tenía mucho afán por acabar antes de que llegara más gente, pues no había duda de que enseguida se llenarían las tres casas familiares. Volverían varios de los que habían estado allí la noche anterior, y vendrían muchos más por primera vez, ya que con el hambre reinante, cuando en la mayoría de los graneros solo quedaban los ñames para la siembra, nadie podía permitirse perder la oportunidad de dar un bocado y beber del cuerno en la casa de un rico. Akuebue sabía que, en cuanto llegara el primero, tendría que dejar de hablar con Ezeulu; de manera que no perdió el tiempo. Si hubiera sabido lo molesto que estaba Ezeulu, quizá hubiera esperado a hacerlo otro día.
Ezeulu lo escuchó en silencio, más irritado a cada momento que pasaba y tratando de contenerse, con las manos detrás de la espalda.
—¿Ya has terminado? —preguntó a Akuebue cuando este dejó de hablar.
—Sí, ya he terminado.
—Te saludo. —Su mirada perdida no se dirigió a su invitado, sino hacia el dintel—. No puedo decirte que hayas hecho nada malo; no has dicho nada reprochable que no se le pueda decir a un amigo. Yo no estoy ciego ni sordo. Sé que Umuaro está dividido y confuso y sé que algunos se reúnen en secreto para convencer a los demás de que yo soy la causa del problema. Pero ¿por qué me va a quitar eso el sueño? Esas historias no son nuevas y terminarán como las demás. Cuando lleguen las lluvias, habrán pasado cinco años desde que ese mismo hombre dijera en una reunión secreta en su casa que si Ulu no luchaba de su parte en su vergonzosa guerra lo destronarían.
Ulu y yo seguimos esperando a que venga a derrocarnos. Lo que me molesta no es que un cretino pedante al que le cuelgan vacíos los testículos se olvide de quién es solo porque se hizo rico de milagro; no, lo que me molesta es que el cobarde del sacerdote de Idemili se esconda detrás de él y le aliente.
—Son celos —dijo Akuebue.
—¿Celos de qué? No soy el primer Ezeulu de Umuaro, ni él es el primer Ezidemili. Si su padre y el padre de su padre y los que les precedieron no tuvieron celos de mis antepasados, ¿por qué iba a estar él celoso de mí? No, no son los celos sino la imbecilidad; es como meter la cabeza en la olla. Pero, si son celos, que siga adelante. Por mucho que la mosca que se posa en un montón de estiércol se dé aires de grandeza, no podrá mover el montón.
—Todo el mundo conoce a esos dos —dijo Akuebue—. Todos sabemos que si conocieran el camino a Ani-Mmo irían a pelearse con nuestros antepasados por haber entregado el sacerdocio de Ulu a Umuachala en vez de a su pueblo. No me preocupan. Lo que me preocupa es lo que dicen todos los del clan.
—¿Y quién le cuenta al clan lo que andan diciendo? ¿Qué sabe el clan? A veces, Akuebue, me haces reír. Estabas aquí, ¿o es que entonces no habías nacido?, cuando el clan decidió hacer la guerra a Okperi por un terreno que no nos pertenecía. ¿No me levanté a advertirle a Umuaro lo que pasaría? Y al final, ¿quién tenía razón? Lo que yo dije, ¿sucedió o no?
Akuebue no respondió.
—Sucedió todo tal y como yo había advertido.
—Eso no lo dudo —dijo Akuebue y, en un repentino arrebato de impaciencia y de imprudencia, agregó— Pero olvidas una cosa: que nadie, por muy importante que sea, puede hacer prevalecer su criterio frente al del clan. Piensa lo que quieras sobre lo que hiciste en aquella disputa por los terrenos, pero estás equivocado. Umuaro siempre dirá que los traicionaste ante los blancos. Y también dirán que los has vuelto a traicionar hoy por mandar a tu hijo a unirse en la profanación de la tierra.
La respuesta de Ezeulu demostró a Akuebue una vez más que hasta para su mejor amigo el sacerdote era inescrutable. Ni sus propios hijos lo conocían. Akuebue no estaba seguro de la respuesta que había imaginado, pero desde luego no era la risa que oyó en aquel momento. Sintió ansiedad y temor, como quien se topa con un loco riendo en un camino solitario. Aunque no tuvo tiempo de analizar aquel extraño sentimiento de miedo, volvería a experimentarlo más adelante, y solo entonces comprendería su significado.
—No me hagas reír —volvió a decir Ezeulu—. Así que ¿traicioné a Umuaro a favor de los blancos? Déjame que te haga una pregunta: ¿quién trajo aquí a los blancos? ¿Ezeulu? Declaramos la guerra a Okperi, que son nuestros hermanos de sangre, por un terreno que no nos pertenecía y tú les reprochas a los blancos que se metieran por medio. ¿No sabes que cuando dos hermanos están peleados se lleva la cosecha un forastero? ¿Cuántos blancos había en el pelotón que destruyó Abame? ¿Lo sabes? Cinco. —Se sujetó la mano derecha con los cinco dedos extendidos—. Cinco. A ver, ¿alguna vez habías oído que cinco personas, aunque tocaran el cielo con la cabeza, pudieran derrotar a todo un clan? Imposible. Con todo su poderío y su magia, los blancos no hubieran podido derrotar a todo Olu y a Igbo si no les hubiéramos ayudado. ¿Quién les mostró el camino hasta Abame? No han nacido allí; entonces, ¿cómo encontraron el camino? Se lo enseñamos nosotros, y lo seguimos haciendo. Así que no me venga nadie ahora a quejarse de que los blancos han hecho esto o lo otro. El que trae leña infestada de hormigas a su cabaña no debería quejarse cuando se encuentre con la visita de los lagartos.
—No puedo negar nada de lo que dices. Cometimos muchos errores en el pasado, por lo que no deberíamos repetirlos en el presente. Sabemos lo que hicimos mal, de manera que podemos corregirlo. Ya sabemos cuándo empezó a caernos esta lluvia encima…
—No estoy tan seguro —dijo Ezeulu—. Lo sepamos o no, no debemos olvidar una cosa. Hemos enseñado a los blancos el camino hasta nuestras casas y les hemos ofrecido taburetes para sentarse. Si ahora queremos que se vayan, tendremos que esperar a que se cansen de su visita o echarlos. ¿Crees que para echarlos sirve de algo el cargarle con la culpa de todo a Ezeulu? Inténtalo, y, si lo consigues, en cuanto me entere, vendré a estrecharte la mano. Yo hago las cosas a mi manera y así actuaré. Veo cosas donde muchos están ciegos. Por eso soy a la vez conocido e inescrutable. Eres mi amigo y sabes si soy un ladrón, un asesino o un hombre honrado. Pero no puedes saber quién toca el tambor que hace bailar a Ezeulu. Veo el mañana; por eso puedo contárselo a Umuaro: «Dejadlo porque es un camino hacia la muerte o haced esto porque será provechoso». Si me escuchan, bien; si se niegan, también bien. Ya he pasado la época de bailar para recibir regalos. Conociste a mi padre, que fue sacerdote antes que yo. Conociste a mi abuelo, aunque con los ojos de un niño.
Akuebue asintió.
—¿No acabó mi padre con el ichi en Umuaro? Se alzó con todo su poderío y dijo: «No seguiremos marcando nuestros rostros como si fueran puertas ozo».
—Eso fue lo que hizo.
—¿Y cuál fue la respuesta de Umuaro? Lo maldijeron; dijeron que sus hombres parecerían mujeres. Dijeron: «¿Cómo va a probarse la valentía de un hombre?». ¿Y quién se hace hoy esas preguntas?
Akuebue pensó que ya se había mostrado suficientemente de acuerdo con Ezeulu como para ser capaz de volver a disentir.
—No se puede poner en duda lo que dices —dijo—, pero, si es cierto lo que nos han contado, tu padre no estuvo solo en aquella lucha. Se dice que había más gente contraria al ichi en Umuaro que…
—¿Es así como te contó tu padre la historia? Yo oí otra diferente. De cualquier modo, lo importante es que el sumo sacerdote los guio y que ellos le siguieron. Pero si hay habladurías sobre esto, ¿qué me dices de los acontecimientos de la época de mi padre? No eras un niño cuando mi padre abolió la costumbre que hacía de todo hijo nacido de una viuda un esclavo a menos que…
—No soy yo quien debe cuestionar las cosas que dices, Ezeulu. Soy tu amigo y puedo hablarte como quiera; pero eso no quiere decir que me olvide de que la mitad de ti es humana y la otra mitad es espíritu. Y aunque lo que cuentas de tu padre y de tu abuelo es muy cierto, todo eso sucedió en su época, y lo que pasa hoy no es lo mismo; ni siquiera hay similitud alguna. Tu padre y tu abuelo no hicieron lo que hicieron para agradar a un forastero…
Aquello hirió a Ezeulu profundamente, pero de nuevo contuvo la ira con firmeza.
—No me hagas reír —dijo—. Si llegara alguien y te dijera que Ezeulu envió a su hijo a una extraña religión para agradar a otro hombre, ¿qué le dirías? Yo te digo que no me hagas reír. ¿Quieres que te explique por qué mandé a mi hijo? Pues escucha. Cuando llega una enfermedad desconocida, no se puede curar con hierbas corrientes. Para hacer un hechizo buscamos el animal cuya sangre corresponda a su poder; si un pollo no sirve, buscamos una cabra o un carnero; si eso no es suficiente, mandamos traer un toro. Pero a veces tampoco un toro es suficiente, por lo que debemos buscar a un ser humano. ¿Crees que lo que nos gusta es escuchar el grito de la muerte en medio de los borbotones de sangre? No, amigo, lo hacemos porque hemos llegado al final de todo y sabemos que no servirán ni un gallo ni una cabra ni un toro. Y nuestros antepasados nos han dicho que incluso toda una desventurada generación puede verse empujada hasta el extremo, y colgar encima de un fuego con la espalda partida en dos. Cuando esto sucede, puede que sacrifiquen a los de su propia sangre. Eso es lo que querían decir nuestros sabios al afirmar que el hombre que no tiene otro sitio donde poner la mano para pedir ayuda se la pone en su propia rodilla. Por eso nuestros antepasados, al verse empujados hasta el límite por los guerreros abam, no sacrificaron a un extranjero, sino a uno de los suyos, y crearon la gran medicina a la que llamaron Ulu.
Akuebue hizo crujir los dedos y movió la cabeza de arriba abajo. «Así que se trata de un sacrificio —se dijo a sí mismo—. De manera que Edogo tenía razón después de todo, aunque pareciera tan necio en aquel momento». Hizo una pausa y después habló en voz alta:
—¿Qué pasa si este chico al que has sacrificado resulta ser el elegido de Ulu cuando se te busque y ya no se te encuentre?
—Deja que la divinidad se ocupe de eso. Cuando llegue la hora a la que te refieres, Ulu no te pedirá consejo ni ayuda. Que eso no te quite el sueño.
—Claro que no, como si no tuviera bastante con mis propios problemas… ¿por qué debería volver a casa con los tuyos? ¿Dónde iba a encontrar sitio para ponerlos? Sin embargo, debo repetir lo que te dije antes y, si no quieres escucharlo, tápate las orejas. Cuando hablaste sobre la guerra contra Okperi no estabas solo. También yo estaba en contra, como muchos otros. Pero si mandas a tu hijo con los extranjeros que se dedican a profanar nuestra tierra, te quedarás solo. Si quieres ve y escríbetelo en esa pared, para que te recuerde que te lo advertí.
—¿Quién ha de decir cuándo ha sido profanada la tierra de Umuaro, tú o yo? —La boca de Ezeulu esbozó una mueca de altiva indiferencia—. Y respecto a lo de estar solo, ¿no crees que es algo que debería resultarme ya tan familiar como lo es la tierra para los muertos? Amigo mío, no me hagas reír.
Nwafo, que había entrado en la cabaña de su padre cuando Akuebue decía que Ezeulu era mitad hombre y mitad espíritu, no entendía la discusión. Pero ya había visto escenas que también parecían peligrosas y que no acababan en nada serio. De manera que no se sorprendió cuando su padre le dijo que le pidiera a su madre aceite de palma rociado con pimienta molida. Al volver vio que Ezeulu ya había bajado su cesta. La cesta tenía una tapa ajustada y colgaba del techo justo sobre la hoguera, junto con la falda de rafia de Ezeulu, dos calabazas y algunas mazorcas de maíz de la estación anterior escogidas por su buena calidad para plantarlas. La cesta, el maíz y la falda de rafia tenían un color negruzco por el humo.
Ezeulu abrió la cesta redonda, sacó una pata de cabra cocida y ahumada y cortó una tira para Akuebue y otra más pequeña para él.
—Creo que necesito algo para envolverla —dijo Akuebue.
Ezeulu ordenó a Nwafo que cortara un trozo de hoja de banano. La colocó encima de los troncos que ardían al fuego hasta que se puso ligeramente mustia y perdió su crujiente frescura; se la pasó a Akuebue, que partió la carne por la mitad, envolvió la parte más grande en la hoja de banano y la guardó en su bolsa. Después empezó a comer la otra mitad, mojándola en el aceite de palma con pimienta.
Cuando los dos forasteros llegaron a la entrada de la casa de Ezeulu, el escolta dio unas palmas y dijo:
—¿Está en casa el dueño?
Tras una pequeña pausa, Ezeulu respondió:
—Pasad y lo veréis.
El escolta se inclinó y atravesó el dintel bajo; el otro le siguió. Ezeulu les dio la bienvenida y les indicó que se sentaran.
El mensajero judicial se sentó en el banco de adobe, pero el escolta se quedó de pie. Una vez que se hubieron saludado, se presentó a Ezeulu como el hijo de Nwodika, de Umunneora.
—Me pareció ver la cara de tu padre en cuanto entraste —dijo Akuebue.
—Cierto —dijo Ezeulu—. Cualquiera que lo mire sabe que ve a Nwodika. Tu amigo parece venir de muy lejos.
—Sí, venimos de Okperi…
—¿Vivís en Okperi? —preguntó Ezeulu.
—Sí —replicó Akuebue—. ¿No has oído hablar de uno de nuestros jóvenes que vive con los blancos en Okperi?
Ezeulu lo sabía, por supuesto, pero fingió no saber nada.
—¿De verdad? —preguntó—. Hoy día no me entero de muchas cosas. Así que ¿habéis salido de Okperi esta mañana y ya habéis llegado? Qué bueno ser joven y fuerte. ¿Cómo están los del pueblo de mi madre? Ya sabéis que mi madre era de Okperi.
—Aunque no había más que felicidad y risas cuando nos fuimos, no puedo decir lo que habrá sucedido desde entonces.
—¿Y quién es tu compañero?
—Es el mensajero principal del blanco, del Destructor de Fusiles.
Ezeulu hizo crujir los dedos y asintió.
—¿Así que este es el mensajero de Wintabota? ¿Es de Okperi?
—No —dijo el escolta—, es del clan de Umuru.
—¿Qué tal estaba Wintabota cuando os fuisteis? Hace mucho que no le vemos por aquí.
—Bien. Este hombre es su ojo.
Al mensajero principal no parecía gustarle mucho la conversación. En su mente estaba enfadado con aquel hombre de bosque con aires de superioridad que hacía como que conocía al oficial del distrito. El escolta se daba cuenta y hacía lo imposible por dejar clara su importancia.
—Bienvenido, forastero —dijo Ezeulu—. ¿Cómo te llamas?
—Se llama Jekopu —dijo el escolta—. Como decía, nadie ve al Destructor de Fusiles sin su consentimiento. No hay una sola persona en Okperi que no sepa quién es Jekopu. El Destructor de Fusiles me pidió que le acompañara en este viaje porque no conoce esta zona.
—Sí —dijo Ezeulu con una mirada elocuente en dirección a Akuebue—. Correcto. El blanco envía a uno de Umuru y al de Umuru le enseña el camino uno de Umuaro. —Se rio—. ¿Qué te había dicho, Akuebue? Nuestros sabios tenían razón al decir que, por muchos espíritus que conspiren para que muera un hombre, no sucederá nada hasta que su dios personal no intervenga en la deliberación.
Los dos hombres se quedaron perplejos. Entonces el hijo de Nwodika dijo:
—Así es; pero nuestra misión no tiene nada que ver con la muerte.
—No, no he dicho eso. Es solo una forma de hablar. Tenemos un dicho según el cual la serpiente nunca es tan larga como el palo con el que comparamos su longitud. Sé que Wintabota no mandará una misión de muerte a Ezeulu. Somos buenos amigos. Lo que he dicho es que ningún forastero puede llegar a Umuaro si no le enseña el camino un hijo de la tierra.
—Es verdad —dijo el escolta—. Hemos venido…
—Amigo —interrumpió el mensajero principal—, tú ya has cumplido con tu cometido; el resto me toca a mí. Así que mete la lengua en su sitio.
—Perdóname. Me retiro.
Ezeulu mandó a Nwafo a por nuez de cola a casa de Matefi. En aquel momento entraron Obika y Edogo, quienes se habían enterado de que había un mensajero del blanco en la cabaña de su padre. Cuando llegó, la nuez de cola se mostró a todos y se partió.
—¿Han vuelto ya los que enviaste al mercado a por vino de palma? —preguntó Ezeulu.
Obika dijo que no.
—Ya me imaginaba que no. El que quiere comprar vino de palma no se queda parado en su casa hasta que se haya vendido todo el vino del mercado.
Seguía con la espalda apoyada en la pared, con una pierna un poco despegada del suelo y las manos cruzadas alrededor de la espinilla.
Al quitarse su gorro azul y ponérselo en la rodilla, el mensajero judicial dejó al descubierto su cabeza bien afeitada y brillante de sudor; el borde le había dejado un círculo alrededor de la cabeza. Carraspeó y habló, casi por primera vez:
—Mis saludos a todos. —Sacó un librito del bolsillo superior y lo abrió al estilo de los blancos—. ¿Quién de vosotros es Ezeulu? —preguntó mirando primero el libro y después a la concurrencia en la cabaña.
Nadie habló; se quedaron mudos de asombro. Akuebue fue el primero en recuperarse.
—Mira a tu alrededor y cuéntate los dientes con la lengua —le dijo—. Siéntate, Obika, acostúmbrate a escuchar a los forasteros que hablan de nariz.
—¿Y tú dices que eres de Umuru? —preguntó Ezeulu—. ¿No hay ancianos y sacerdotes allí?
—No te tomes a mal mi pregunta. El blanco tiene su propia manera de hacer las cosas. Antes de hacer algo te preguntará tu nombre primero y la respuesta ha de salir de tu propia boca.
—Si todavía te queda una pizca de sentido común en la barriga —dijo Obika—, sabrás que no estás en la casa del blanco sino en Umuaro, en la casa del sumo sacerdote de Ulu.
—Calla, Obika. Ya has oído lo que ha dicho Akuebue sobre los forasteros que hablan de nariz. ¿Sabes si tienen sumos sacerdotes en su tierra o en la tierra del blanco?
—Dile a ese joven que no se le ocurra hablarme en ese tono. Si no ha oído hablar de mí, que pregunte a quienes me conocen.
—Vete a comer mierda.
—¡Cierra la boca! —rugió Ezeulu—. Este hombre ha hecho un viaje desde la tierra de mi madre hasta mi casa y os prohíbo que le insultéis. Además, no es más que un extranjero. Si no nos gusta su mensaje, no debemos pelearnos con él sino con quien le haya enviado.
—Tienes toda la razón —dijo Akuebue.
—No tengo nada que decir —repuso el escolta.
—Me has hecho una pregunta —continuó Ezeulu dirigiéndose al mensajero—. Ahora te voy a responder. Yo soy Ezeulu, de quien hablabas. ¿Satisfecho?
—Gracias. Aquí somos todos hombres hechos y derechos, pero en cuanto abrimos la boca distinguimos a los niñatos de los hombres. Ya hemos hablado mucho; unas palabras han sido útiles, y otras, no; unas proceden de la sobriedad, y otras de la ebriedad. Ha llegado el momento de explicaros a qué he venido, ya que el sapo no corre de día a menos que le persigan. No he hecho el camino de Okperi hasta aquí para estirar las piernas. Vuestro propio pariente os ha contado que el caputan Winta-bor-tom me ha encargado muchos de sus asuntos. Es el jefe de los blancos en esta zona. Hace más de diez años que lo conozco y todavía no sé de un blanco que no tiemble ante él. Al enviarme aquí no me dijo que tuviera ningún amigo en Umuaro. —Sonrió con desdén—. Pero ya comprobaré mañana si es verdad lo que dices, cuando te lleve ante él.
—¿De qué hablas? —dijo Akuebue, alarmado.
El mensajero judicial continuó mostrando una sonrisa amenazadora.
—Sí —dijo—. Tu amigo Wintabota —pronunció el nombre a la manera ignorante de su audiencia— ha ordenado que te presentes mañana por la mañana ante él.
—¿Dónde? —preguntó Edogo.
—Dónde va a ser, en su oficina de Okperi.
—Está loco —dijo Obika.
—No, amigo, si alguien está loco aquí eres tú. En fin, que se prepare Ezeulu ahora mismo. Afortunadamente, la nueva carretera hace que hasta un tullido quiera ir de paseo. Salimos esta mañana en cuanto cantó el gallo y cuando nos quisimos dar cuenta ya estábamos aquí.
—He dicho que el tipo está loco. ¿Quién…?
—No está loco —dijo Ezeulu—. Es un mensajero y debe transmitir el mensaje como se lo han transmitido a él. Deja que termine.
—Ya he terminado —dijo el otro—. Pero pido que quien sea responsable de este joven le dé algún que otro consejo, por su propio bien.
—¿Seguro que nos has comunicado todo el mensaje?
—Sí, el blanco no es como los negros: no malgasta palabras.
—Te saludo —dijo Ezeulu—, y te doy la bienvenida de nuevo: Nno!
—Ah, se me olvidaba una cosa —dijo el mensajero judicial—. Viene mucha gente a ver al blanco y puede que tengas que esperar tres o cuatro días en Okperi antes de que te toque el turno. Ya sé que un hombre como tú no querrá pasar muchos días fuera de su pueblo. Si te portas bien conmigo, lo organizaré para que le veas mañana. Está todo en mis manos; si yo digo que el blanco ha de ver a.tal persona, la ve. El chico de tu clan te dirá lo que como.
Sonrió y volvió a ponerse la gorra en la cabeza.
—Eso no tiene importancia —dijo Ezeulu—. No va a causar ninguna pelea. No creo que lo que te metas en esa barriguilla tuya te sitúe muy por encima de mí. Si es así, aquí están mis parientes para ayudar. —Hizo una pausa y pareció disfrutar ante la ira del mensajero por la mención a su pequeña talla—. Tú tienes que regresar, no obstante, y dile a tu blanco que Ezeulu no se va de su cabaña. Si quiere verme, que venga aquí. El hijo de Nwodika que te enseñó el camino puede enseñárselo a él también.
—¿Sabes lo que dices, amigo? —preguntó el mensajero sin dar crédito a lo que oía.
—Eres un mensajero, ¿sí o no? —preguntó Ezeulu—. Vuelve a tu casa y comunícale mi mensaje a tu amo.
—No discutamos por esto —intervino rápidamente Akuebue para salvar la situación, que su espíritu le decía que era peligrosa—. Si el mensajero del blanco nos da un poco de tiempo, hablaremos en voz baja.
—¡Basta de cuchicheos! —dijo Ezeulu indignado—. Acabo de transmitir mi mensaje.
—Danos un poco de tiempo —le dijo Akuebue al mensajero, que accedió y salió afuera—. Sal con él —le dijo al escolta.
Ezeulu no participó en la consulta que siguió. Cuando el mensajero y su compañero volvieron a la cabaña, fue Akuebue quien les dijo que, por respeto hacia el blanco, Ezeulu había accedido a enviar a su hijo, Edogo, para que fuera a buscar el mensaje destinado a su padre.
—En Umuaro no es costumbre rechazar una convocatoria, aunque nos neguemos a hacer lo que se nos ordena. Ezeulu no quiere rechazar la llamada del blanco, por lo que envía a su hijo.
—¿Es esa vuestra respuesta? —preguntó el mensajero.
—Sí —replicó Akuebue.
—No la voy a transmitir.
—Entonces vete al bosque y come mierda —dijo Obika—. ¿Ves adonde apunta mi dedo? A ese arbusto.
—Nadie va a comer mierda —dijo Akuebue y, dirigiéndose al mensajero, agregó—: Nunca he oído de ningún mensajero que escogiera el mensaje que iba a transmitir. Ve y dile al blanco lo que dice Ezeulu. ¿O acaso eres tú el blanco?
Ezeulu, que se había apartado un poco de los demás, volvió a limpiarse los dientes con el palillo.