6

EL ultraje que había cometido el hijo de Ezeulu contra la pitón sagrada era un asunto muy serio, y Ezeulu era el primero en reconocerlo. Pero ante la mala voluntad de los vecinos, y especialmente ante el insolente mensaje que le envió el sacerdote de Idemili, no le quedó otro remedio que desafiarlos a todos. Estaba asombrado con la calumnia que incluso quienes consideraba sus amigos estaban propagando contra él.

«Es bueno que de vez en cuando ocurran desgracias como esta —se dijo—, para saber lo que piensan nuestros vecinos y amigos. Solo cuando sopla el viento se les ve el culo a los pájaros».

Mandó llamar a su mujer y le preguntó dónde estaba su hijo. Ella se quedó de pie con los brazos cruzados sobre el pecho y no dijo nada. Los dos días anteriores había estado muy resentida con su marido, porque había sido él quien había enviado a Oduche a la iglesia, contra su criterio. ¿Por qué afilaba ahora el machete para matarlo por hacer lo que le habían enseñado en la iglesia?

—¿Con quién hablo? ¿Con una persona o con una talla de nkwu?

—No sé dónde está.

—¿Que no lo sabes? Ja, ja, ja —se rio maquinalmente, y se puso serio de nuevo—. Sé lo que estás pensando y lo que quieres decir: que quien trae a casa leña infestada de hormigas no debería quejarse de que le visiten los lagartos. Tienes razón. Pero no me digas que no sabes dónde está tu hijo.

—¿Ahora resulta que es mi hijo?

Él ignoró la pregunta.

—No me digas que no sabes dónde está porque es mentira. Haz el favor de decirle que salga de donde lo hayas escondido. Jamás he matado a nadie y no voy a hacerlo ahora con mi propio hijo.

—No volverá a esa iglesia.

—Eso también es mentira. He dicho que seguirá yendo, y así será. A quien no le guste, que venga y se me suba a la chepa.

Aquella tarde regresó Oduche; parecía un pollo mojado. Saludó a su padre con temor, pero él le ignoró por completo. En el patio, las mujeres lo recibieron con poco entusiasmo. Los niños pequeños, especialmente Obiageli, se acercaron a tocarlo, a ver si había cambiado de algún modo.

Aunque Ezeulu no quería que nadie pensara que estaba preocupado ni que lo compadecieran, no ignoraba las implicaciones religiosas del acto de Oduche. Reflexionó mucho sobre lo ocurrido la noche del incidente. Todo el mundo conocía bien la costumbre de Umuaro y no le hacía ninguna falta que el sacerdote de Idemili viniera a darle instrucciones al respecto. Hasta los niños de Umuaro sabían que, para aplacar a Idemili, quien matara a una serpiente sin querer debía organizar un funeral por la serpiente casi tan completo como el funeral por una persona. Pero no había nada escrito con respecto a quien metiera a la serpiente en una caja. En lugar de decir que aquello no era un delito, Ezeulu afirmaba que no era tan grave como para que el sacerdote de Idemili le enviara un mensaje insultante. Era la clase de delito que cada cual resolvía con su dios personal. Además faltaban pocos días para la celebración del Festival de las Hojas de Calabaza. Era él, Ezeulu, quien debía purificar a continuación los seis pueblos de este y de incontables pecados más, antes de la temporada de la siembra.

Poco después del regreso de Oduche, Ezeulu recibió la visita de uno de sus parientes políticos de Umuogwugwu. Aquel hombre, Onwuzuligbo, era uno de los que se había presentado a Ezeulu hacía un año por la época de la siembra para averiguar por qué a su pariente, y esposo de la hija de Ezeulu, le habían dado una paliza y le habían sacado del pueblo.

—Parece como si la muerte anduviera cerca —dijo Ezeulu.

—¿A qué viene eso, pariente? ¿Me parezco en algo a la muerte?

—Cuando se tiene la visión de algo raro, quizá sea porque se esté acercando la muerte.

—Tienes razón, pariente, desde luego que ha pasado mucho tiempo desde que vine a verte. Pero, como dice el refrán, lo mismo que mata a la rata madre impide que sus crías abran los ojos. Si todo va bien, esperamos poder ir y venir otra vez como deben hacer los familiares.

Ezeulu ordenó a su hijo, Nwafo, que trajera una nuez de cola de su madre. Entretanto, cogió el cuenquito de madera que contenía un terrón de arcilla blanca.

—He aquí un trozo de nzu —dijo, e hizo rodar la tiza hacia su invitado, que la cogió y dibujó en el suelo, entre sus piernas, tres líneas rectas y una cuarta entre ellos dos. Después se pintó el dedo gordo de un pie y le devolvió la tiza a Ezeulu, quien volvió a guardarla.

Después de comer nuez de cola, Onwuzuligbo se aclaró la garganta, dio las gracias a Ezeulu y le hizo una pregunta:

—¿Se encuentra bien nuestra esposa?

—¿Vuestra esposa? Está bien. No tiene ninguna preocupación, excepto el hambre. Nwafo, dile a Akueke que venga a saludar al pariente de su esposo.

Nwafo regresó enseguida y anunció que ya venía. Akueke entró casi inmediatamente. Saludó a su padre y le dio la mano a Onwuzuligbo.

—¿Cómo está tu mujer, Ezinma? ¿Se encuentra bien?

—Hoy está bien. Lo que no sabemos es cómo se encontrará mañana.

—¿Y tus hijos?

—Nuestro único problema es el hambre.

—¡Ah! —dijo Akueke—. Eso no es verdad. Mira lo bien alimentado que estás tú.

Cuando Akueke salió de vuelta al patio, Onwuzuligbo le dijo a Ezeulu que su pueblo lo había enviado para decirle que les gustaría hacerle una visita a la mañana siguiente.

—No voy a fugarme de mi casa —dijo Ezeulu.

—No venimos en son de guerra. Venimos a charlar juntos, como hacen los parientes.

Ezeulu se sentía agradecido ante un acontecimiento feliz en una semana de problemas y humillaciones. Mandó llamar a su primera esposa, Matefi, y le dijo que se preparara para cocinar al día siguiente para su familia política.

—¿Qué familia? —preguntó.

—El marido de Akueke y sus parientes.

—En mi cabaña no hay mandioca, y hoy no hay mercado.

—¿Y qué quieres que haga yo?

—No quiero que hagas nada. Pero puede que Akueke tenga algo de mandioca… ¿por qué no se lo preguntas a ella?

—Va a haber que poner límites a esa locura que dicen que tienes. Me dices que vaya yo a buscarte la mandioca. ¿Qué tiene que ver Akueke? ¿Acaso es mi esposa? Eres mala y te lo he dicho muchas veces. Está claro que no haces nada de buena gana si no es para ti o para tus hijos. Es mejor que no te diga hoy lo que pienso de ti. —Hizo una pausa—. Si quieres que los dos vivamos en esta casa, ve y haz lo que te he mandado. Si viviera la madre de Akueke, no crearía una división entre sus hijos y los tuyos, y lo sabes de sobra. Sal de aquí antes de que me levante.

Aunque Ezeulu estaba deseando que su hija Akueke regresara con su marido, nadie esperaba que lo dijera abiertamente. Aquel que diera a entender que su hija no era siempre bienvenida en su casa o que encontraba molesta su presencia, lanzaba al marido el mensaje de que la podía tratar todo lo mal que quisiera. De manera que, cuando el marido de Akueke regresó para anunciar que tenía la intención de llevarse a su mujer de vuelta a casa, Ezeulu fingió que objetaba.

—Está bien que un hombre se lleve a su mujer a casa —dijo—. Pero te recuerdo que cuando empiece la siembra hará un año que empezó a vivir en mi casa. ¿Trajiste ñames, yuca o mandioca para alimentarla a ella y a su hija? ¿O crees que todavía les queda algo del último desayuno que tomaron en tu casa el año pasado?

Ibe y su familia emitieron algunos ruiditos a modo de disculpa.

—Lo que quiero saber —dijo Ezeulu— es cómo me vas a pagar por cuidar a tu mujer durante un año.

—Pariente, te comprendo muy bien —dijo Onwuzuligbo—. De eso nos encargamos nosotros. Sabes que es imposible devolver toda la deuda que tiene un hombre con su suegro. Al comprar una cabra pagamos por ella y pasa a ser nuestra, pero al casarnos con una mujer debemos pagar hasta la muerte. No negamos que te debemos mucho; nuestra deuda es mayor incluso de lo que dices. ¿Qué hay de todos los años desde que nació hasta que nos la llevamos? Por supuesto que tenemos una gran deuda contigo, pero te rogamos que nos des tiempo.

—Te daré la razón —dijo Ezeulu—, pero lo hago por cobardía.

Además de los dos hijos mayores de Ezeulu, Edogo y Obika, estaba también su hermano pequeño. Se llamaba Okeke Onenyi. Apenas había hablado, pero en aquel momento le pareció que su hermano estaba demasiado dispuesto a ceder y decidió hablar.

—Os saludo, parientes. No he hablado hasta ahora porque el hombre que no tiene el don de la palabra dice que sus allegados han dicho todo lo que hay que decir. Desde que habéis empezado a hablar he escuchado con mucha atención a ver si oía una cosa que no he oído. Cada persona se casa por una razón diferente. Aparte de los hijos que todos deseamos, unos hombres quieren una mujer que les cocine, otros quieren una mujer que les ayude en el campo y otros quieren a una mujer a quien puedan pegar. Lo que quiero oír de vuestras bocas es si nuestro pariente ha venido porque ahora no tiene a quién pegar cuando se despierta por las mañanas.

Onwuzuligbo prometió de parte de su familiar que no volvería a maltratarse a Akueke. Después Ezeulu mandó llamarla para preguntarle si quería volver con su marido. Ella vaciló y después dijo que se iría, si eso satisfacía a su padre.

—Estimados parientes, os saludo —dijo Ezeulu—. Akueke regresará, pero no hoy. Necesitará un poco de tiempo para prepararse. Hoy es oye; volverá a vuestra casa al oye siguiente al próximo. Tratadla bien a su regreso. Los hombres valientes no pegan a sus mujeres. Sé que los esposos se pelean y no hay ninguna abominación en ello. Incluso entre hermanos y hermanas del mismo útero se dan desacuerdos; cuánto más entre dos extraños. Podéis tener vuestras diferencias, pero no dejéis que acaben en peleas. No diré nada más de momento.

Ezeulu se sintió agradecido a Ulu por propiciar de manera tan inesperada la solución a la pelea entre Akueke y su marido. Estaba seguro de que Ulu lo hacía con la intención de ponerle en el estado de ánimo adecuado para purificar las seis aldeas antes de la cosecha. Aquella misma tarde, sus seis ayudantes fueron a recibir sus órdenes y él los envió de vuelta para que cada cual anunciara en su pueblo que la Fiesta de las Hojas de Calabaza se celebraría el siguiente nkwo.

Ugoye estaba todavía cocinando la cena cuando sonó el ogene del pregonero. Tenía fama de hacer siempre la comida tarde. Aunque Ezeulu regañaba a menudo a Matefi por su tardanza, era Ugoye quien se merecía una reprimenda mayor. Pero era más lista que la esposa mayor: nunca se le hacía tarde cuando le tocaba cocinar para su marido. Sin embargo, los demás días se oía su mortero hasta bien entrada la noche. Era aún más descuidada cuando, como en aquellos días, se le prohibía cocinar para los varones adultos a causa de su impureza.

Su hija Obiageli y la hija de Akueke, Nkechi, se estaban contando cuentos. Nwafo se sentó en el pequeño asiento de adobe al pie del pilar central de la cabaña y se dedicó a observar a todos con aire de superioridad y a señalarles sus errores.

Ugoye removió la sopa en el fuego y chupó el cucharón por debajo para probarla. El sonido del ogene la pilló en plena acción.

—Callad, niños, dejadme escuchar lo que dice.

Gong, gong, gong, gong. «¡Escucha, Ora Obodol Ezeulu me ha pedido que anuncie que el Festival de las Hojas de Calabaza se celebrará el próximo nkwo». Gong, gong, gong, gong. «Ora Obodo! Ezeulu me ha pedido…»

Obiageli había interrumpido su cuento para que su madre pudiera oír el mensaje del pregonero. Mientras esperaba con impaciencia, se fijó en el cucharón y, por mantenerse ocupada, lo sacó del cuenco de madera donde estaba y comenzó a lamerlo.

—Glotona —dijo Nwafo—. Chupa, chupa, que eso hace que a las niñas no les salga barba.

—¿Y dónde está tu barba, grandullón? —le preguntó Obiageli.

Gong, gong, gong, gong. «Gentes de la aldea. El sumo sacerdote de Ulu me ha ordenado que diga a todos los hombres y mujeres que el Festival de las Primeras Hojas de Calabaza se celebrará el próximo día de mercado Nkwo». Gong, gong, gong, gong.

La voz del pregonero se oía cada vez menos a medida que se llevaba su mensaje por el camino principal de Umuachala.

—¿Volvemos al principio del cuento? —preguntó Nkechi.

—Sí —dijo Obiageli—. A Nwaka Dimkpolo le cae encima la gran fruta ukwa y lo mata. Yo canto el cuento y vosotros respondéis.

—Pero yo ya he respondido —protestó Nkechi—, ahora me toca cantar.

—Calla, que lo vas a estropear. Sabes que no habíamos terminado de contarlo cuando apareció el pregonero.

—No cedas, Nkechi —dijo Nwafo—. Quiere aprovecharse de ti porque es mayor que tú.

—Tú calla y no te metas, Nariz de Termitero.

—Ya verás, llorica…

—No le hagas caso, Nkechi. Después te tocará a ti cantar y yo te responderé.

Nkechi accedió y Obiageli comenzó a cantar de nuevo:

¿Quién castigará al Agua en mi nombre?

E-e Nwaka Dimkpolo.

La Tierra se encargará de secarme esta agua.

E-e Nwaka Dimkpolo.

¿Quién castigará a la Tierra de mi parte?

—No, no, no —interrumpió Nkechi.

—¿Qué le va a pasar a la Tierra, tonta? —preguntó Nwafo.

—Lo he dicho a propósito, para poner a prueba a Nkechi —dijo Obiageli.

—Es mentira, mira lo mayor que eres y ni siquiera sabes contar un cuento fácil.

—Si te molesta, ven y súbete a mi chepa, Nariz de Termitero.

—Madre, si Obiageli vuelve a meterse conmigo, le pego.

—Atrévete a tocarla y ya verás cómo te curo esa locura esta noche.

—Vamos a cambiar de cuento —dijo Obiageli—. Este no tiene final.

Mientras hablaba, cogió el cucharón que acababa de pasar otra vez por la olla de sopa que estaba al fuego. Pero su madre se lo quitó.