Prólogo

DE las novelas que componen la «trilogía africana» de Chinua Achebe —esto es, Todo se desmorona (1958), Me alegraría de otra muerte (1960) y La flecha del dios (1964, reeditada en 1974 con significativas modificaciones)—, es sin duda esta última la que requiere una lectura más atenta y cuidadosa. Para Robert M. Wren, uno de los críticos pioneros de la obra del autor, La flecha del dios es «la novela más compleja y de textura más densa que ha surgido de África».[1] Esta afirmación, pronunciada en 1978, tenía a buen seguro total validez en aquella época. Y es que Simón Gikandi está expresando una opinión unánime entre la crítica cuando afirma: «Es posible decir que Achebe es el fundador y el inventor de la institución de la literatura africana».[2] Todo se desmorona, traducida a más de cincuenta idiomas, es seguramente la novela africana más leída en todo el mundo.

La historia de Okonkwo, el «héroe fallido» de Todo se desmorona cuya caída alegoriza el derrumbe de las estructuras de la sociedad tradicional igbo ante el avance de la colonización británica y de la religión cristiana, es revisada y recontada en La flecha del dios. Situada en la década de los veinte del siglo pasado, unos treinta años más tarde que la primera, la novela explora de nuevo las fracturas en la sociedad tradicional que permitieron, a pesar de la resistencia de millones de personas, la instauración de la colonia; un sistema de dominación política que distorsionó las estructuras de poder autóctonas e impuso una visión del mundo radicalmente nueva que terminaría por transformar la religión, la cultura y el conjunto de las instituciones precoloniales en meras sombras de sí mismas. No es casual que el personaje de Tony Clarke en La flecha del dios aparezca en los primeros capítulos de la novela leyendo el libro de George Allen La pacificación de las tribus primitivas del Bajo Níger, la obra en la que el comisario del distrito en Todo se desmorona se propone dedicar «un párrafo sustancial» a la historia de «aquel hombre que había matado a un agente judicial y se había ahorcado» a la conclusión de la novela. Tanto Todo se desmorona como La flecha del dios son pues claros ejercicios de contraescritura, que intentan reevaluar la cultura y la sociedad precoloniales y devolverles la profundidad y la riqueza de matices de las que han sido despojadas en las representaciones colonialistas.

En la época en la que se sitúa esta historia, inmediatamente después de la finalización del mandato de lord Lugard como gobernador de la extensa área que más tarde se convertiría en Nigeria, la política del «gobierno indirecto» estaba implantada ya en gran parte del territorio que constituiría la futura nación-Estado, particularmente en el norte mayoritariamente hausa, donde la Administración británica había contado con el apoyo y la aquiescencia de los líderes musulmanes locales. En el mismo tono pomposo y autocomplaciente que el memorándum enviado al capitán Winterbottom desde la oficina central en esta novela, lord Lugard escribe en sus memorias a propósito de este tema: «La Administración británica está aquí para traer al país todas las ventajas de la civilización mediante las ciencias aplicadas (tanto en el desarrollo de los recursos naturales como en la erradicación de enfermedades, etcétera) con la mínima interferencia posible con las costumbres y las formas de pensar nativas».[3]

No obstante, el capitán Winterbottom, un veterano en el Servicio Colonial, es consciente de que la elección de jefes locales creará inevitablemente conflictos en Igbolandia, donde tradicionalmente el poder de decisión sobre la vida comunitaria se había ejercitado desde múltiples instancias, pero fundamentalmente desde el consejo de ancianos, frente al cual incluso los sacerdotes debían rendir cuentas. El poder espiritual no era tampoco monopolio de un solo individuo, ni siquiera de una única deidad. Sin embargo, las rivalidades y los desencuentros entre los dos sacerdotes más poderosos de Umuaro, Ezeulu y Ezidemili, quien sistemáticamente emplea al ambicioso Nwaka como portavoz, terminarán por propiciar el auge de la religión cristiana y el avance de la Administración colonial. En tanto que «flecha de Ulu», una divinidad creada conjuntamente por los seis pueblos que forman Umuaro como defensa frente a los ataques de los mercenarios abam, la figura de su sacerdote, e incluso la deidad misma, resultan redundantes una vez que los blancos han puesto coto a los cazadores de esclavos; Idemili, en cambio, es considerada por una parte significativa de la comunidad como una deidad que «estaba ahí desde el principio» y por ello superior a Ulu. Buena parte de la novela puede leerse así como una glosa al proverbio repetido en al menos dos ocasiones: «Cuando dos hermanos se pelean, un forastero hereda la hacienda de su padre».

Pero Ezeulu, el protagonista central de la novela, es algo más que una «flecha del dios». Lejos de ser un personaje plano, sus ambigüedades, contradicciones íntimas y motivaciones últimas se van desvelando progresivamente a medida que avanza la narrativa, aunque sin ofrecernos nunca respuestas definitivas. Sus dudas constantes en torno a los límites de su poder sobre la comunidad, la multiplicidad de razones que aduce para explicar el hecho de haber enviado a Oduche a aprender la nueva religión de los blancos (nunca sabremos si como espía o como sacrificio), su amistad con «Wintabota» (el hombre blanco) y su rebeldía frente a él, su negativa a proclamar la Fiesta del Ñame Nuevo que surge del conflicto entre sus deberes religiosos y sus deberes seculares, y que se complica aún más por su propio deseo de venganza contra un pueblo que le ha dado la espalda, lo convierten en un protagonista lleno de matices y claroscuros. En este sentido, no solo Ezeulu, sino todos los actores centrales de la novela, están deliberadamente perfilados con todo detalle, como para confirmar la terrible sospecha de Marlow en El corazón de las tinieblas: que, a fin de cuentas, los africanos pudieran ser humanos.

Con una maestría admirable, Achebe consigue así en esta novela crear personajes altamente individualizados y al mismo tiempo arquetípicos, engarzar la intrahistoria de la sociedad tradicional igbo en el marco de la narrativa histórica occidental, transformar acontecimientos aparentemente anecdóticos y particulares en elementos significativos dentro de la constante reflexión sobre el ejercicio ético del poder que abarca toda su obra. Buena parte de la densidad textual de La flecha del dios que mencionábamos más arriba se deriva de la heteroglosia inscrita en el texto. A lo largo de la novela, escuchamos las voces de europeos y africanos (así como los diferentes puntos de vista que se dan dentro de ambos grupos), de hombres y de mujeres, de tradicionalistas y de colaboracionistas, de adultos, de niños y jóvenes… Y esta suma de voces compone el tapiz que permite a Achebe representar un acontecimiento histórico real, la negativa de un sacerdote tradicional a convertirse en jefe de poblado, ocurrida en Umuchu en 1913,[4] transformándolo en una narrativa compleja, en la que se intercalan temas tan universales como la ambición de poder, la envidia y los celos con una tesitura política determinada en el periodo de mayor expansión del Imperio británico, y la existencia cotidiana en una aldea igbo inevitablemente inmersa en el devenir histórico.

Es precisamente el esfuerzo de Achebe por sumergirnos en las particularidades de la cultura igbo el aspecto de la novela que más desafíos plantea para una audiencia occidental. Achebe nos convierte desde el inicio de la narración en testigos de primera mano de rituales, sacrificios, normas de cortesía, creencias, conversaciones cargadas de proverbios y alusiones que nos remiten a una realidad radicalmente otra, pero con la que nos invita a empatizar en la medida en que nos la presenta desde dentro, desde la perspectiva de un componente de dicha sociedad, más que como un antropólogo que intentara reducirla a pautas «universales». Y es por eso por lo que como lectores logramos entender las motivaciones y los razonamientos de los personajes africanos mucho más allá de la (in)comprensión o el desconcierto de Winterbottom, Clarke o Wright. Por mucho que ellos piensen que pueden entender y manejar a «sus nativos», las intervenciones de intérpretes como Moses Unachukwu o John Nwodika, cuyas traducciones entre el igbo y el inglés sistemáticamente distorsionan la comunicación entre la comunidad británica y la indígena, operan dentro del texto como reiteradas mises-en-abime de la distancia que separa los dos mundos, y funcionan como un recordatorio constante de la inconmensurabilidad entre ellos.

Es evidente que la condición radicalmente dialógica de esta novela se traduce en su uso del lenguaje, que abarca una increíble riqueza de registros: una vez más, el inglés se impregna de los ritmos, las imágenes y la visión del mundo igbo. Las canciones de trabajo, los proverbios o las nanas conviven con el discurso imperialista de la imaginaria obra de Allen, el pidgin de los criados, las referencias bíblicas o la parodia de novelistas como Joyce Cary (en particular la crítica ha señalado el contrapunto irónico entre los episodios relacionados con la construcción de la carretera en Mister Johnson, de 1939, y La flecha del dios)[5] o Joseph Conrad. Y en esa misma medida, el autor se convierte en puente entre culturas, en facilitador de diálogos futuros que no perpetúen los errores del pasado. Con la amarga experiencia de la guerra de Biafra como trasfondo, Achebe declaraba en los años setenta lo siguiente con respecto a La flecha del dios:

Ezeulu estaba luchando contra el blanco, y hubiéramos podido esperar que a su vuelta hubiera sido compensado por su lucha. Pero su pueblo le dio la espalda, así que el blanco se salió con la suya. Con esto no quise decir, ni mucho menos, que consecuentemente el blanco tuviera razón. Lo que intentaba decir es que, en una situación tan extrema, lo realmente significativo es que Ezeulu fuera capaz de luchar y de resistir en la medida de sus posibilidades. Incluso en su fracaso, fracasó como un hombre. Esto es muy importante en nuestra cultura. La reciente experiencia de la guerra civil que hemos sufrido en Nigeria ha ejemplificado todo esto. Hubo líderes que se comportaron como absolutos cobardes y otros, unos pocos, de los que la gente pudo decir: «Este es un hombre».[6]

A pesar del masculinismo implícito en esta valoración, que Achebe matizará y corregirá con creces en su última novela, Termiteros de la sabana (1987), el novelista está proponiendo en esta ficción un ideal moral íntimamente relacionado con la idea de integridad personal; en ese sentido, esta obra resulta temáticamente una secuela clara de Me alegraría de otra muerte, cuyo protagonista, Obi Okonkwo, finalmente carece de cualquier fundamento ético. Si en su prefacio Achebe se refiere a Ezeulu como un «magnífico hombre» a pesar de sus evidentes fallos como ser humano (su egocentrismo, su testarudez, su voluntad de poder), y si nos manipula sutilmente para que terminemos sintiendo cierta simpatía por Winterbottom, es porque percibe a ambos, por encima de la distancia cultural que los separa y a pesar de sus posiciones irreconciliables en tanto que colonizador y colonizado, como individuos íntegros, con un sentido claro del deber y con una ética coherente. Ambos se encuentran no obstante abocados al fracaso, no en tanto que «flecha del dios» el uno o correa de transmisión de políticas particulares el otro, sino como marionetas manejadas por los hilos implacables de la historia de la expansión occidental, un «avance» que se produjo a expensas de las sociedades, culturas y formas de vida tradicionales. Pero, una vez más, Achebe no juzga ni condena: desde la más profunda compasión, nos presenta personajes y situaciones sometidos a dinámicas históricas cuyas irreversibles consecuencias se extienden hasta el presente, con la esperanza de poder alumbrar nuevos futuros.

Marta Sofía López

Universidad de León