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LA reputación de Ezeulu en Government Hill había sufrido un serio declive durante los días siguientes a su llegada, en los cuales no hubo ninguna noticia sobre la muerte del capitán Winterbottom. Sin embargo, su fama resurgió después de su negativa a ser representante del blanco. No se recordaba un acto de rebeldía de tal calibre en toda Igbolandia. Quizá pareciera estúpido escupir el bocado que la fortuna le había puesto en la boca, pero en ciertas circunstancias un hombre así imponía respeto.
Ezeulu, por su parte, se sintió plenamente satisfecho con el modo en que habían salido las cosas. Había saldado las cuentas pendientes con el blanco y de momento podía olvidarse de él. Pero no era fácil olvidar, y al repasar los acontecimientos de los días pasados casi se convenció de que el blanco, Wintabota, había tenido buenas intenciones, pero que en la práctica habían resultado frustradas por culpa de todos los intermediarios, como el mensajero principal y ese cachorro blanco maleducado. Después de todo, se recordó a sí mismo, había sido Wintabota quien años atrás lo ensalzara como un hombre que decía la verdad entre todos los testigos de Okperi y Umuaro. Fue él quien más adelante le aconsejó que enviara a uno de sus hijos a aprender la sabiduría de su raza. Todo aquello constituía una prueba de la buena voluntad del blanco hacia Ezeulu. No obstante, ¿qué valor tenía la buena voluntad si le había causado aquella vergüenza e indignidad? La mujer que en un momento dado sentía el vacío de su vida gritaba: «¿Qué importa que mi marido me odie, mientras me traiga ñames cada mañana?».
De cualquier modo, se dijo Ezeulu a sí mismo, Wintabota tendría que dar explicaciones sobre la actuación de sus mensajeros. Un hombre podía andar por un mercado atiborrado de gente con todo el cuidado, pero, si se enganchaba el borde de su túnica y rasgaba la vestimenta de otro, se le atribuía a él y no a su traje la responsabilidad de reparar el desperfecto.
A pesar de lo sucedido, Ezeulu sentía ante todo que estaba a la par con el blanco. Todavía no le había dicho la última palabra, pero en aquel momento el conflicto más importante que tenía era con su propio pueblo y el blanco constituía, sin saberlo, su aliado. Cuanto más se le retuviera en Okperi, mayor sería el agravio y también sus recursos para el combate.
Al principio, pocos creyeron en Umuaro la historia de que Ezeulu había rechazado la oferta del blanco de ser juez del distrito. Sus enemigos se preguntaban cómo era capaz de rechazar aquello por lo que se habían urdido intrigas durante tantos años. Pero Akuebue y otros se encargaron de divulgar la historia hasta el último rincón de Umuaro y pronto llegó a los pueblos vecinos.
Nwaka de Umunneora desdeñó la historia, y solo cuando ya no podía negarla encontró su propia explicación.
—Ese hombre es un lunático orgulloso —dijo—. Eso demuestra lo que siempre he dicho a la gente, que heredó la locura de su madre.
Como cada cosa que Nwaka decía con malicia, esta tenía algo de verdad. Efectivamente, Nwanyieke, la madre de Ezeulu, había sufrido varios ataques esporádicos de locura. Se decía que si su marido no hubiera sabido tanto de hierbas podría haber sufrido delirios constantes.
Sin embargo, a pesar de Nwaka y de otros implacables enemigos de Ezeulu, el número de personas que empezó a pensar que se le había tratado de mala manera crecía en Umuaro de día en día. Cada vez le visitaba más gente en Okperi; un día recibió a nueve personas, varias de las cuales le trajeron ñames y otros regalos.
A las dos semanas de su ingreso en el Hospital de la Misión de Nkisa, el capitán Winterbottom se había recuperado lo suficiente como para que a Tony Clarke se le permitiera una visita… de cinco minutos. La doctora Savage permaneció en la puerta con un reloj de bolsillo.
Estaba increíblemente pálido, parecía casi un cadáver sonriente.
—¿Qué tal le va la vida? —preguntó.
Clarke apenas podía contener las ganas de hablar. Le contó a toda velocidad la historia del rechazo de Ezeulu a aceptar el cargo de jefe y juez del distrito, como si quisiera arrancar una respuesta a Winterbottom antes de que cerrara la boca para siempre.
—Déjelo ahí encerrado hasta que aprenda a cooperar con la Administración.
—Le he dicho que no debía hablar —dijo la doctora Savage, interponiéndose entre ambos con una forzada sonrisa.
El capitán Winterbottom había cerrado los ojos y tenía ya peor aspecto. Tony Clarke se sintió culpable y se marchó inmediatamente, aunque notó que se le había quitado un peso de encima. De regreso a Government Hill, pensó con admiración en la facilidad con la que el capitán Winterbottom, a pesar de estar enfermo, era capaz de utilizar las palabras adecuadas. Negarse a cooperar con la Administración.
Después de la negativa de Ezeulu a asumir la jefatura, Clarke hizo un intento a través del secretario jefe de la Administración para convencerle de que cambiara de idea, sin éxito. En consecuencia, la situación se hizo intolerable. ¿Debía dejar al hombre preso o debía soltarlo? Si hacía lo segundo, la reputación de la Administración caería por los suelos, especialmente en Umuaro, donde justo empezaba a despegar después de un largo periodo de hostilidad hacia el cristianismo y la Administración. Según había leído Clarke, Umuaro había opuesto más resistencia al cambio que cualquier otro clan en toda la región. Su primera escuela llevaba funcionando tan solo un año más o menos, y se había establecido una nueva misión, todavía en ciernes después de varios fracasos. ¿Qué efecto tendría en un distrito así el retorno triunfante de un brujo que había desafiado a la Administración?
Pero Clarke no era el tipo de persona que encerrara a alguien sin haberse quedado antes con la conciencia tranquila, y la seguridad de que no solo era justo sino que también lo parecía. Tras recibir la respuesta pensó que sus escrúpulos anteriores habían sido un poco tontos, pero, aun así, los había sentido. Lo que todavía le preocupaba era que, si dejaba al tipo en la cárcel, ¿qué escribiría en el informe? ¿De qué delito le acusaría? ¿De dejar en ridículo a la Administración? ¿De negarse a ser jefe? Ese punto, aparentemente trivial, irritaba a Clarke como una mosca a la hora de la siesta. Aunque comprendía que no tenía importancia, el asunto seguía sin resolverse; en todo caso, se complicaba. No podía darle una palmadita a un viejo, sí, un tipo muy viejo, y dejarlo en la cárcel sin una explicación razonable. Qué tontería, ciertamente, todo aquello, ahora que Winterbottom le había dado la respuesta. La moraleja de aquella historia era que si los veteranos oficiales de la costa, como Winterbottom, no eran más sabios que los novatos, al menos eran astutos, y tampoco había que desechar alegremente sus opiniones.
El capitán Winterbottom sufrió una recaída en su recuperación, y no se permitió que nadie fuera a verlo en otros quince días. Entre los criados y el personal africano de Government Hill, primero corrió el rumor de que había enloquecido, y después se dijo que se había quedado paralítico. La reputación de Ezeulu siguió creciendo con aquellos rumores. Puesto que todo el mundo sabía ya por qué lo habían encarcelado, era imposible no compadecerlo. No había hecho ningún mal al blanco y tenía razones para apuntarle con su ofo. En aquella posición, cualquier cosa que hiciera Ezeulu para vengarse no solo estaba justificada sino que debía ser contundente, y lo sería. John Nwodika explicaba que Ezeulu era como la víbora que nunca atacaba antes de sacar sus siete colmillos mortíferos uno detrás de otro; si su torturador no tenía sentido común para salir corriendo y salvar su vida, no podría echar la culpa a nadie sino a sí mismo. Ezeulu había hecho suficientes advertencias al blanco durante los cuatro mercados que llevaba preso. De manera que no se le podría acusar si contraatacaba y hacía que su enemigo perdiera el juicio o el movimiento de un lado del cuerpo, dejando el otro retorcido para toda la vida, lo que era peor que la muerte misma.
Ezeulu llevaba treinta y dos días en la cárcel. Aunque el blanco había enviado emisarios para suplicarle que cambiara de idea, no había tenido el coraje de volver a verlo en persona… o eso decía la historia que llegó a Okperi. Por fin, una mañana, el octavo día eke de mercado desde su detención, se le informó de que tenía la libertad de volver a casa. El mensajero principal y el secretario jefe se quedaron desconcertados cuando, después de entregarle el mensaje, Ezeulu se echó a reír con todas sus fuerzas.
—¿De manera que el blanco se ha cansado?
Los dos sonrieron al confirmárselo.
—Creí que era más combativo.
—Los blancos son así —dijo el secretario jefe.
—Prefiero tratar con quien tira la piedra y saca la cabeza para recibirla, no con uno que empieza una pelea y, cuando llega la hora, se echa a temblar y le da cagalera.
Por el gesto de la cara, los dos hombres parecían estar de acuerdo con él.
—¿Sabéis cómo me llaman mis enemigos del pueblo? —preguntó Ezeulu.
En aquel momento entró John Nwodika para expresar su júbilo por lo sucedido.
—Preguntadle a él, os lo dirá. Me llaman el amigo del blanco. Dicen que Ezeulu trajo al blanco a Umuaro, ¿no es así, hijo de Nwodika?
—Es verdad —dijo el otro, un poco confuso al tener que confirmar una historia cuyo principio no había oído.
Ezeulu mató una mosca que se le había posado en la barbilla. Cayó al suelo y se miró la palma de la mano con la que la había matado; después la frotó contra la esterilla para quitarse la mancha y la observó otra vez.
—Dicen que los traicioné ante el blanco.
Seguía mirándose la palma de la mano. A continuación pareció preguntarse a sí mismo qué hacía contándoles aquellas cosas a unos extraños y se calló.
—No deberías darle muchas vueltas a todo esto —dijo John Nwodika—. ¿Cuántos de esos que te critican en tu pueblo son capaces de mantener un combate con el blanco como tú lo has hecho y dejarlo en el suelo tirado boca arriba?
Ezeulu se rio.
—¿A eso lo llamáis combate? No, queridos parientes. No hemos luchado; solo nos hemos mirado las manos el uno al otro. Volveré, pero antes de hacerlo quiero luchar con mi propio pueblo, cuyas manos conozco como la palma de las mías. Me marcho al pueblo a desafiar a los que se han dedicado a meterme el dedo en el ojo, que salgan a las puertas de sus casas y peleen conmigo y que quien derribe al otro le despoje de su ajorca.
—Es el desafío de Eneke Ntulukpa a los hombres, las bestias y los pájaros —dijo John Nwodika, emocionado como un niño.
—¿Lo conoces? —preguntó Ezeulu encantado.
John Nwodika se puso a cantar el canto burlón con el que el pájaro eneke había desafiado en una ocasión al mundo. Los dos forasteros se echaron a reír: era típico de John Nwodika.
—El que venza y derribe al otro —dijo Ezeulu cuando acabó la canción— le quitará la ajorca.
La repentina liberación de Ezeulu era la primera decisión importante que había tomado Clarke por sí mismo. Había pasado exactamente una semana desde su visita a Nkisa para buscar una definición satisfactoria del delito del preso, y durante esos días había adquirido mucha más seguridad en sí mismo. En las cartas que había escrito a su padre y a su prometida después del incidente se reía de su anterior condición de novato: una señal de su creciente aplomo. La carta del gobernador que le autorizaba a tomar las decisiones del día a día y a abrir la correspondencia confidencial que no fuera dirigida personalmente a Winterbottom había contribuido, sin duda, al aumento de su confianza en sí mismo.
El mensajero trajo dos cartas. Una tenía un aspecto impresionante; venía sellada con cera roja, la clase de carta a la que los jóvenes funcionarios de la Administración aludían, en tono de broma, con la frase «Secreto de Estado: quemar antes de abrir». La examinó con cuidado y observó que no era una carta personal para Winterbottom. Se sintió como quien acaba de ser iniciado en una sociedad secreta importante. La dejó a un lado para leer primero la otra carta. Resultó no ser más que el telegrama semanal de Reuter, enviado como carta ordinaria desde la oficina telegráfica más cercana, a unos ochenta kilómetros. Traía la noticia de que, en una revuelta, unos campesinos rusos que se oponían al nuevo régimen se habían negado a cosechar.
—Les está bien empleado —dijo, y la apartó; al final del día la llevaría al tablón de anuncios del Casino del Regimiento.
Se sentó y cogió el otro paquete.
Era un informe del secretario de Asuntos Nativos sobre el gobierno indirecto en Nigeria oriental. La nota que había agregado el lugarteniente general decía que el informe se había debatido a fondo en la reciente reunión de funcionarios superiores de la Administración celebrada en Enugu, a la que el capitán Winterbottom no había podido asistir debido a su grave enfermedad. Continuaba diciendo que, a pesar de lo adverso del informe adjunto, no se había dado ninguna otra directriz con respecto a nuevas políticas. Eso era asunto del gobernador. Pero, como habría que tomar decisiones en una dirección u otra, se desaconsejaba continuar con los nombramientos de jefes de distrito nativos en nuevas áreas. De manera significativa, destacaba en el informe la crítica al tema del jefe de distrito de Okperi. La carta concluía con una petición a Winterbottom, para que llevara el asunto con tacto, de manera que la Administración evitara crear confusión entre los nativos o dar la impresión de indecisión o de falta de coherencia, lo que causaría un daño incalculable.
Al cabo de unos días, cuando Clarke pudo hablar con Winterbottom sobre el informe y la carta del lugarteniente general, aquel mostró una asombrosa falta de interés, sin duda como consecuencia de la fiebre. Le oyó farfullar algo así como: «¡Al carajo con el lugarteniente!».