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EL capitán T. K. Winterbottom se quedó mirando el memorándum que tenía delante irritado y con cierto desprecio. Venía del lugarteniente general a través del delegado, pasando por el oficial superior del distrito, con comentarios que los dos últimos habían añadido antes de pasarle la pelota al siguiente. Al capitán le molestó especialmente el tono del acta del oficial superior del distrito. Era prácticamente una reprimenda por lo que le complacía describir como la intransigencia de Winterbottom con respecto al tema de la designación de jefes de poblado. Quizá al capitán Winterbottom no le habría importado tanto si el acta hubiera sido escrita por cualquier otra persona; pero Watkinson era tres años más joven que él, y sin embargo había sido promocionado pasándole por delante.
—Cualquier idiota puede conseguir una promoción —se decía a sí mismo Winterbottom, y también a sus ayudantes— con tal de que no se dedique a otra cosa que a intentarlo. Los que nos tomamos en serio nuestro trabajo no tenemos tiempo de intentarlo.
Encendió la pipa y empezó a moverse por su espaciosa oficina. La había diseñado él mismo y la había hecho abierta y aireada. Mientras deambulaba oyó, aunque siempre se oían, los cantos de los presos mientras cortaban la hierba fuera. Era impresionante lo que había crecido con las lluvias. Se asomó a la ventana y observó a los presos un rato. Uno de ellos llevaba el ritmo con algo que parecía una piedra contra una botella vacía y cantó un solo breve; los demás cantaron el estribillo y movieron los machetes al compás. El capitán Winterbottom se sacó la pipa, la puso en el alféizar de la ventana, juntó las manos alrededor de la boca y gritó: «¡Callaos!». Todos miraron hacia arriba y al ver quién era pararon la música. A partir de ese momento, los machetes empezaron a moverse con un ritmo irregular. Entonces el capataz, que estaba de pie a la sombra de un mango a poca distancia, pensó que sería mejor llevar a sus hombres a otro punto donde no molestaran al oficial del distrito, y los hizo marchar en doble fila a otra parte de Government Hill. Todos llevaban monos de yute de un color blanco sucio y una gorra a juego, y dos de ellos llevaban casco. El solista agarró su piedra y su botella. En cuanto se instalaron en otro sitio entonó una canción, y las cuchillas empezaron a balancearse de arriba abajo al compás:
Cuando yo corto la hierba y tú la cortas,
¿qué derecho tienes a insultarme?
De vuelta en su mesa, el capitán Winterbottom releyó el memorándum:
Mi propósito en estos párrafos se limita a recalcar a todos los oficiales que trabajan entre las tribus en las que no existe un dirigente local la necesidad vital de desarrollar sin más dilación un sistema eficaz de gobierno indirecto basado en las instituciones nativas.
Para muchas naciones coloniales, la Administración nativa significa un gobierno de hombres blancos. Todos ustedes saben que el Gobierno de su Majestad considera errónea esta política. En lugar de la alternativa de gobernar directamente a través de administradores, está el método de intentar construir una civilización más avanzada, mientras nos esforzamos en purgar el sistema indígena de sus abusos, que arraigue sólidamente en la raza nativa, y que se cimente en los corazones, las mentes y los pensamientos de la gente, y así por tanto la podremos edificar más fácilmente, moldeándola y encauzándola a través de normas más coherentes con las ideas modernas y los estándares más elevados, y que, a la vez, capte la auténtica fuerza del espíritu del pueblo, en vez de aniquilar todo eso y tratar de empezar desde cero. No debemos destruir el ambiente africano, la mente africana, los cimientos de la raza…
Palabras, palabras y más palabras. Civilización, mente africana, ambiente africano. ¿Su Señoría ha salvado alguna vez a un hombre enterrado vivo hasta el cuello, con un trozo de ñame asado en la cabeza para atraer a los buitres? Volvió a caminar de un lado a otro de la oficina. Pero ¿por qué no le decía alguien a ese imbécil que toda esa maldita empresa era una inutilidad y una estupidez? Sabía por qué. Tenían miedo de perder su promoción o la Orden del Imperio Británico.
El señor Clarke entró para decir que se marchaba a su primer viaje por el distrito. El capitán Winterbottom lo despidió con un gesto de la mano y unas palabras, «Buen viaje», pronunciadas casi sin mirarlo. Pero cuando se daba la vuelta para salir lo llamó.
—Cuando vaya a Umuaro averigüe todo lo que pueda, con toda discreción, por supuesto, sobre Wright y su nueva carretera. He oído todo tipo de historias feas sobre latigazos y esas cosas. No me hace falta saber mucho para decir que me espero cualquier cosa de Wright, desde acostarse con las nativas hasta azotar a sus hombres… De acuerdo, hasta la semana que viene. Cuídese. Recuerde: cuidado con el agua. Buen viaje.
Aquella breve interrupción hizo que el capitán Winterbottom retomara el memorándum del lugarteniente general con menos rabia. Se sintió resignado y cansado. La tragedia de la Administración colonial británica era que el hombre que estaba al pie del cañón, que conocía bien a sus africanos y que sabía de lo que hablaba, acababa anulado por las decisiones de unos ingenuos en el cuartel general.
Hacía tres años que habían presionado al capitán Winterbottom para que, en contra de su criterio, nombrara a un juez tribal en Okperi. Tras una larga discusión había elegido a un tal James Ikedi, un tipo inteligente y uno de los primeros que habían recibido una educación misionera en la región. Pero ¿qué pasó? A los tres meses de su nombramiento, el capitán Winterbottom empezó a oír rumores de su prepotencia. Había montado un tribunal ilegal y una cárcel privada. Se llevaba a la primera mujer que se le antojaba sin pagar la dote tradicional. El capitán Winterbottom investigó a fondo el asunto y destapó muchos más escándalos graves. Decidió suspender al tipo durante seis meses y lo retiró del cargo. Pero, a los tres meses, el oficial superior, que acababa de volver de un permiso y no tenía conocimientos de primera mano del asunto, ordenó que se rehabilitara al granuja en el cargo. En cuanto recuperó el poder, le faltó tiempo para organizar un enorme sistema de extorsión masiva.
En aquella época, se puso en marcha un gran programa de construcción de carreteras y canales, justo después de una epidemia de viruela. James Ikedi se asoció con un capataz de carreteras conocido por sus borracheras, que entre los nativos se había ganado el título de «Derribacasas». Hacía tiempo que el capitán Winterbottom había revisado y aprobado los planes de carreteras y canales y, en la medida de lo posible, no interferían con los terrenos de la gente. Pero aquel capataz se dedicó a intimidar a la gente; les decía que si no le daban dinero la nueva carretera pasaría por en medio de sus casas. A los que le informaban del asunto, el jefe les decía que no podía hacer nada; que el capataz cumplía las órdenes del blanco y que quien no tuviera dinero debía pedirlo prestado a su vecino o vender sus cabras o sus ñames. El capataz cobraba su cuota y se marchaba a otra casa, después de seleccionar a los más ricos de cada pueblo. Y para convencerlos de que iba en serio derribó las casas de tres personas que se demoraron en el pago, aunque no se había planeado ninguna carretera ni canal a más de un kilómetro de sus casas. Sobra decir que el jefe Ikedi se llevaba una buena tajada de aquel impuesto ilegal.
Al recordar aquel incidente, el capitán Winterbottom encontraba alguna justificación a favor del capataz. Era un hombre de otro clan; a los ojos de los nativos, un extranjero. Pero ¿qué excusa se podía aducir a favor de un hombre que era pariente y jefe de los locales? El capitán Winterbottom solo podía atribuirlo a una clase de crueldad que solo África producía. Era esa crueldad elemental propia de la constitución psicológica de los nativos, que a los europeos idealistas les resultaba tan difícil comprender.
Desde luego, el jefe Ikedi era muy listo y no había dejado una sola huella; cuando el capitán Winterbottom comenzó a investigar este segundo escándalo fue imposible incriminarlo. De manera que el capitán Winterbottom perdió su primera presa durante su mandato; sin embargo, no le cabía la menor duda de que tarde o temprano lo pillaría. En cuanto al capataz, lo condenó a dieciocho meses de trabajos forzados.
El capitán Winterbottom no dudaba de que el jefe Ikedi seguía siendo igual de corrupto y prepotente, solo que ahora era más listo. Lo último que hizo fue que su pueblo le hiciera obi o rey, de manera que pasó a denominarse Su Alteza Ikedi I, Obi de Okperi. ¡En un pueblo que detestaba la monarquía! Eso era lo que la Administración británica se dedicaba a hacer con los igbo, hacer brotar una docena de reyes como setas donde jamás habían existido.
El capitán Winterbottom se quedó dormido sobre el memorándum del lugarteniente general y decidió que apenas podía hacer nada por frenar aquella estúpida directriz. Ya había sacrificado sus oportunidades de promoción por decir lo que pensaba en demasiadas ocasiones; casi todos los oficiales que habían entrado con él en el Servicio de Nigeria ya habían ascendido, mientras que él ni siquiera era oficial superior de distrito. No era algo que le importara demasiado, pero no parecía tener sentido continuar con su oposición al gobierno indirecto si los compañeros que hasta entonces habían estado de acuerdo con él habían dado un giro repentino y lo habían acusado de no implementarlo. En ese momento su deber estaba claro, y se le ordenaba designar un jefe. Pero no debía repetir el error de buscar un listo entre los que se habían educado en la misión. En lo que concernía a Umuaro, ya estaba prácticamente decidido. Iría a por aquel sacerdote nativo de aspecto llamativo que en el conflicto por la tierra entre Okperi y Umuaro había dicho la verdad. Si todavía estaba vivo, claro. El capitán Winterbottom recordaba haberlo visto un par de veces durante sus visitas de rutina a Umuaro. Pero de eso hacía al menos dos años.