11
LA primera vez que Ezeulu salió de su casa después del Festival de las Hojas de Calabaza fue para visitar a su amigo Akuebue. Lo encontró sentado en el suelo de su obi preparando ñames de siembra que al día siguiente le iban a plantar unos trabajadores que había contratado. Estaba sentado con un cuchillo corto de mango de madera en la mano, entre dos montones de ñames. El montón más grande estaba a su derecha en el suelo y el pequeño estaba en una cesta larga de la cual sacaba los ñames de uno en uno; los miraba detenidamente, los pelaba y los colocaba en el montón grande. Los desperdicios quedaban justo delante de él, entre los dos montones: pieles de ñame marrones, en forma circular, extraídas de la parte trasera de cada ñame, y brotes grises, prematuros, recortados de la parte de delante.
Se saludaron con un apretón de manos. Ezeulu sacó la piel de cabra que llevaba enrollada bajo el brazo, la extendió en el suelo y se sentó. Akuebue le preguntó por su familia y continuó ocupado con sus ñames.
—Están todos bien —replicó Ezeulu—. ¿Y los tuyos?
—Están calladitos.
—Qué ñames tan grandes, tienen muy buen aspecto. ¿Son de tu granero o del mercado?
—¿Sabes mi parte de la tierra de Anietiti…? Sí, se cultivaron allí. —Es una tierra muy buena— dijo Ezeulu, asintiendo varias veces. —Una tierra así hace que hasta los más vagos parezcan grandes agricultores.
Akuebue sonrió.
—Tú quieres sonsacarme algo, pero no lo vas a conseguir.
Dejó el cuchillo y levantó la voz para llamar a su hijo Obielue, que le respondió desde el patio y apareció enseguida, sudoroso.
—¡Ezeulu! —dijo a modo de saludo.
—Hijo mío.
Se volvió hacia su padre para ocuparse del mensaje.
—Dile a tu madre que Ezeulu la saluda. Que traiga nuez de cola si le queda.
Obielue salió al patio.
—Aunque yo no recuerdo haber probado la nuez de cola la última vez que fui a casa de mi amigo. —Akuebue dijo esto como si estuviera hablando solo.
Ezeulu se rio.
—¿Qué decimos que le pasa al que come y luego pone la boca como si no hubiera comido en su vida?
—¿Cómo lo voy a saber?
—Que se le seca el ano. ¿Nunca te lo contó tu madre?
Akuebue se levantó muy despacio por el dolor de cadera.
—La vejez es una enfermedad —dijo, intentando enderezarse con una mano en la cadera. Cuando estaba casi erguido, se rindió—. Cada vez que me siento un rato tengo que empezar a volver a andar, como si fuera un niño.
Sonrió al dar unos pasitos hacia la pared baja de la entrada a su obi, sacó un cuenco de madera con un trozo de tiza y se lo ofreció a su invitado. Ezeulu cogió la tiza y dibujó cinco líneas con ella en el suelo: tres hacia arriba, una recta en la parte de arriba y otra debajo. Después se pintó el dedo gordo de un pie y se puso una capa ligera alrededor del ojo izquierdo.
Solo una de las dos esposas de Akuebue estaba en casa; entró en el obi a saludar a Ezeulu y a decir que la esposa mayor se había ido a inspeccionar sus bananos en busca de fruta madura. Obielue regresó con la nuez de cola. Le cogió el cuenco a su padre, lo sopló para quitar el polvo y se lo ofreció a Ezeulu con la nuez dentro.
—Gracias —dijo Ezeulu—. Dásela a tu padre, que la parta él.
—No —dijo Akuebue—. Te ruego que la partas tú.
—Eso no puede ser. No se esquiva a un hombre para luego meterse en su casa.
—Ya lo sé —dijo Akuebue—, pero ya ves que tengo las manos ocupadas; te ruego que me sustituyas y te encargues tú de oficiar.
—Un hombre no puede estar tan ocupado como para no poder partir la primera nuez de cola del día en su casa; deja el ñame, que no se va a escapar.
—Pero esta no es la primera nuez de cola del día; ya he partido varias.
—Puede ser, pero no has partido ninguna en mi presencia. La hora a la que se despierta un hombre es su amanecer.
—De acuerdo —repuso Akuebue—, si tú me lo ordenas, yo lo hago.
—Claro que te lo ordeno. No es nuestra costumbre limpiarnos los ojos con un palillo de las orejas.
Akuebue cogió la nuez de cola en la mano y dijo:
—Larga vida a los dos.
Y la partió.
Desde la llegada de Ezeulu se habían oído dos tiros en el vecindario; en aquel momento sonó otro.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Se va a abandonar el bosque para cazar en las casas?
—Ah, ¿no te has enterado? Ogbuefi Amalu está muy enfermo.
—¿Es verdad eso? ¿Hasta el punto de disparar fusiles?
—Sí. —Akuebue bajó la voz en señal de respeto por la mala noticia—. ¿Qué día fue ayer?
—Eke —replicó Ezeulu.
—Sí, fue el eke pasado… Volvía a casa de las tierras que había ido a chapear cuando le dio el ataque. Antes de llegar a casa temblaba de frío en pleno calor de mediodía. Ya no podía sujetar el cuchillo porque tenía los dedos agarrotados.
—¿Qué han dicho que tiene?
—Por lo que he visto esta mañana, creo que es arumno.
—Por favor, no lo repitas.
—No te he dicho que me lo dijeran Nwokonkwo ni Nwokafo; te digo lo que he visto con mis propios ojos.
Ezeulu comenzó a hacer rechinar los dientes.
—Fui a verle esta mañana. Parecía como si la respiración le raspara los costados con una cuchilla sin afilar.
—¿A quién han contratado para que le cure? —preguntó Ezeulu.
—A uno de Umuofia, un tal Nwodika. Esta mañana les he dicho que, si yo hubiera estado allí cuando lo decidieron, les habría aconsejado que fueran directamente a Aninta. Allí hay un doctor que cura las enfermedades en un abrir y cerrar los ojos.
—Pero si es la enfermedad de los espíritus, como dices, no hay medicina que valga, excepto linimento y un buen fuego.
—Así es —dijo Akuebue—, pero no podemos quedarnos doce días cruzados de brazos mirando a un enfermo. Tenemos que tantear todo hasta que pase lo que tenga que pasar. Por eso mencioné al curandero de Aninta.
—Creo que te refieres a Aghadike, al que llaman Anyanafummo.
—Lo conoces. Es ese.
—Conozco a mucha gente en Olu y en Igbo. Aghadike es un gran médico y un gran adivino. Pero ni siquiera él puede llevar una batalla hasta la casa del Gran Dios.
—Eso no lo puede hacer nadie.
Se oyó otra vez la escopeta.
—Eso de soltar disparos es como dar palos de ciego —dijo Ezeulu—. ¿Cómo vamos a espantar a los espíritus con el ruido de una escopeta? Si fuera así de fácil, cualquiera que tuviera suficiente dinero para comprar un barril de pólvora viviría hasta que le salieran setas en la cabeza. Si yo estuviera enfermo y me trajeran a un curandero que supiera más de caza que de hierbas, lo despediría y buscaría otro.
Los dos se sentaron un rato en silencio. A continuación, Akuebue dijo:
—Por lo que vi esta mañana, puede que oigamos algo antes del próximo amanecer.
Ezeulu hizo un movimiento de cabeza de arriba abajo varias veces.
—Es una historia muy triste, pero tampoco podemos ir por ahí y prender fuego al mundo entero.
Akuebue, que había dejado los ñames a un lado, retomó la tarea con la excusa proverbial de que en el frío del harmatán se saluda desde la hoguera.
—Eso es lo que dice nuestro pueblo —replicó Ezeulu—. Y también dicen que quien visita a un artesano ocupado se encuentra con un anfitrión huraño.
Se oyó el fusil una vez más. Pareció irritar a Ezeulu.
—Voy a acercarme hasta allí, a decirle al hombre que si no tiene ninguna medicina que ofrecer al enfermo no malgaste la pólvora que usarán en su funeral.
—A lo mejor se cree que la pólvora es tan barata como la ceniza —dijo Akuebue, y añadió, más serio—: Si pasas por allí de camino a tu casa, no les digas nada que pueda hacerles pensar que le deseas algo malo a su pariente. Podrían decirte: «¿Qué valor tiene la pólvora en comparación con la vida de un hombre?».
A Ezeulu no le hizo falta mirar dos veces al enfermo para ver que no llegaría a los doce días que los espíritus daban a quienes contraían aquella enfermedad. Si como Akuebue había dicho no se oía nada al día siguiente, habría que contarlo.
El pecho del hombre estaba revestido de una espesa capa de ungüento que se había endurecido y resquebrajado por todas partes. Un gran leño ardía en una hoguera junto a la cama de bambú donde yacía, y había un fuerte olor a las hierbas que ardían sobre él. Su respiración sonaba como la leña seca que se parte. No reconoció a Ezeulu, que, al entrar, saludó a los que estaban en la habitación con un gesto de los ojos y se dirigió directamente a la cama, donde permaneció un rato largo mirando en silencio al enfermo. Después fue y se sentó con el grupito de parientes que hablaban en voz muy baja.
—¿Qué ha hecho para merecer esto? —preguntó.
—Eso es lo que preguntábamos todos —replicó uno de los hombres—. Nos han dicho que no se puede prever; una mañana te despiertas y te encuentras con la tibia deformada.
El herborista estaba sentado fuera del grupo y no participaba en la conversación. Ezeulu observó la habitación y vio cómo la habían fortificado para que no entraran los espíritus. Del tejado colgaban tres calabazas largas tapadas con tacos de hojas de banano. Había otra calabaza con forma de panza, de las que se solían utilizar para transportar el vino de palma, colgada justo encima del enfermo. Alrededor del cuello de la calabaza había un cordel de cauris y dentro un ramillete de plumas de papagayo que se movían, y de las que solo asomaban las puntas. Parecía como si algo hiciera hervir la parte de abajo de manera que obligara a las plumas a dar vueltas alrededor de la boca de la calabaza. Dos pollos que acababan de ser sacrificados colgaban a los lados, boca abajo.
El enfermo, cuyo silencio solo se veía interrumpido por el sonido de su respiración, comenzó de pronto a gemir. Todo el mundo dejó de hablar. El curandero, con un círculo de tiza blanca pintado alrededor de un ojo y con un gran amuleto cubierto de cuero en su muñeca izquierda, se levantó y salió afuera. Había colocado la dinamita dentro de una botella cuadrada, que anteriormente había contenido una bebida picante de los blancos que se llamaba Nje-nje. Al cargar la pistola salió a la parte de atrás de la casa y disparó. Cundió la alarma entre todos los gallos y las gallinas del vecindario, como si hubieran visto un animal salvaje.
Al regresar a la cabaña encontró al enfermo aún más agitado; decía cosas sin sentido.
—Traedme su ofo —dijo.
El hermano del enfermo cogió el pequeño bastón de mando de madera que estaba en el altar de la casa, sujeto con cuerdas a una viga. El curandero, en cuclillas junto a la cama, lo cogió, abrió la mano derecha del enfermo y se lo puso en ella.
—¡Sujétalo! —le ordenó mientras apretaba los dedos resecos del anciano alrededor del bastón—. ¡Agárralo y diles que no! ¿Me oyes? ¡Diles que no!
Pareció como si el significado de su orden atravesara muchos filtros atascados hasta llegar a la mente del enfermo y los dedos comenzaron a cerrarse despacio, como garras, alrededor del bastón.
—Muy bien —dijo el curandero, a la vez que comenzaba a quitar su propia mano y a dejar el ofo en la mano de Amalu, que ya lo tenía sujeto—. ¡Diles que no!
Pero, en cuanto separó su mano por completo, los dedos de Amalu se abrieron con una sacudida y el ofo cayó al suelo. Los familiares congregados en la cabaña intercambiaron miradas elocuentes, aunque nadie dijo una palabra.
Al poco rato, Ezeulu se levantó en ademán de irse.
—Cuidadlo bien —dijo.
—Que te vaya bien —replicaron los demás.
Cuando Obika vio llegar a su novia acompañada de su familia, se sorprendió de haber sido capaz de dejarla marchar sin tocarla en su visita anterior. Aunque sabía que pocos jóvenes de su edad habrían sido capaces de contenerse, tal y como la antigua costumbre exigía, lo correcto era lo correcto. Obika comenzó a admirar aquella nueva imagen de sí mismo como defensor de la tradición: como el lagarto que se caía de lo alto del árbol iroko, se sentía con derecho a alabarse a sí mismo si nadie más lo hacía.
La novia llegó en compañía de su madre, que acababa de curarse de una larga enfermedad, y de varias chicas de su edad, así como de amigas de su madre. La mayoría de las mujeres cargaban en la cabeza bultos con la dote de la novia, a la que todas habían contribuido: ollas, cuencos de madera, cepillos, un mortero, esterillas, cazos, vasijas de aceite de palma y cestas de yuca, pescado ahumado, mandioca fermentada, alubias, terrones de sal y de pimienta. Traían también dos paños, dos bandejas y una olla de hierro, que eran productos de los blancos, comprados en el nuevo comercio de Okperi.
Las tres casas de Ezeulu y sus hijos estaban repletas de parientes y de amigos antes de que apareciera la novia con sus familiares y amigas. Unas veinte muchachas la atendían, todas ellas engalanadas, aunque la novia destacaba entre todas. No solo era más alta que cualquiera de ellas, sino que era mucho más llamativa en su aspecto y su porte. Llevaba un peinado diferente, que la favorecía en su inminente transición a la plenitud de mujer: trenzas en lugar de dibujos hechos a cuchilla.
Las chicas entonaron una canción cuyo título era «Ifeoma». Había llegado una maravilla, decían, de manera que todo el que tuviera cosas buenas debía ponerlas a sus pies como ofrenda. Hicieron un círculo a su alrededor y ella bailó al ritmo de la canción. Su prometido y otros miembros de la familia de Ezeulu atravesaron el círculo, de uno en uno o de dos en dos, para ponerle monedas en la frente. Ella sonreía y dejaba que le cayeran a los pies, de donde una de las niñas las recogía y las metía en un cuenco.
La novia se llamaba Okuata. Era alta como su padre, que procedía de una raza de gigantes. Los rasgos de la cara eran finos y algunos ya la llamaban Oyilidie, porque era tan hermosa como su marido. Tenía los pechos en curva hacia arriba, lo que evitaría que se le cayeran y le colgaran demasiado pronto.
Llevaba el pelo a la nueva moda otimilv. ocho trenzas en zigzag, en líneas perfectas desde la nuca hasta la parte de delante de la cabeza, que terminaban en mechones cortos hacia arriba como una guirnalda de gruesas cerdas que iba siguiendo la línea del pelo de oreja a oreja. A la cintura llevaba nada menos que quince collares de jigida, la mayor parte del color de la sangre, pero dos o tres eran negros y algunos de los de color sangre contenían discos negros. Al día siguiente se ataría un paño a la cintura como una mujer adulta y en lo sucesivo su cuerpo dejaría de ser visible ante los demás. Los collares de jigida tintineaban cuando bailaba. Le cubrían la cintura y la parte de arriba de las nalgas. Por delante le colgaban unos collares encima de otros desde el ombligo hasta los genitales, que cubrían en su mayor parte y, en conjunto, proyectaban una sombra oscura. Las demás chicas iban vestidas igual, aunque la mayoría llevaba menos collares de jigida.
El banquete que siguió duró hasta la puesta de sol. Hubo ollas de potaje de ñame, fufú, sopa de hojas de malanga y sopa de egusi, dos patas de cabra cocidas, dos fuentes grandes de pescado asa cocido, sacado entero de la sopa, y barriles de vino dulce de palma de rafia.
Cada vez que las mujeres sacaban un nuevo y suculento plato de comida, la que llevaba la voz cantante entonaba la antigua canción de gratitud:
Kwo-kwo-kwo-kwo-kwo!
Kwo-o-o-oh!
¡Vamos a comer otra vez todo lo que queramos!
¿Quién invita?
¿Quién es?
El que invita es Obika Ezeulu.
Ayo-o-o-o-o-oh!
Pero, al final, su madre y el montón de gente que la acompañaba se marcharon rumbo a su pueblo y la dejaron allí. Okuata se sintió huérfana y se le saltaron las lágrimas. Su suegra se la llevó a su cabaña, donde debía permanecer hasta que se celebrara el sacrificio en el cruce de caminos.
En cuanto llegó el hechicero que habían contratado para oficiar la ceremonia, el grupo emprendió el camino. Estaban Obika, su hermanastro mayor, su madre y la novia. Ezeulu no iba con ellos porque rara vez salía de su obi de noche. Oduche se negó a ir para no ofender al catequista que predicaba contra los sacrificios.
Tomaron el camino que llevaba a Umuezeani, la aldea de donde procedía la novia. Ya reinaba la oscuridad y no se veía la luna. La lámpara de aceite de palma que llevaba la madre de Obika daba poca luz, porque tenía que poner una mano alrededor de la mecha para proteger la llama del viento. Aun así, se apagó dos veces y tuvo que acercarse a varias casas junto al camino para volver a encenderla: primero a la casa de Anosi y después a la cabaña de la viuda de Membolu.
El hechicero, que se llamaba Aniegboka, andaba en silencio delante del grupo. Era bajito, aunque al hablar subía el volumen de la voz como lo haría cualquiera para llamar desde un patio cerrado a un vecino duro de oído. Aniegboka no era uno de los curanderos famosos del clan; había sido elegido porque se llevaba bien con la familia de Ezeulu y, por otra parte, el sacrificio que iba a llevar a cabo tampoco requería una habilidad excepcional. Los niños del vecindario, que lo conocían, salían despavoridos en cuanto lo veían, porque, según decían, podía convertir a una persona en perro con darle un azote en el trasero. Pero se reían de él cuando no estaba delante, porque tenía un ojo que parecía un cauri estropeado. Por lo visto, el propio Aniegboka se había hecho de niño daño en el ojo, con la punta afilada de un asta de banano que se dedicaba a lanzar al aire y a recoger al vuelo.
Caminando en la oscuridad, el grupo se cruzó con algunas personas, a quienes solo reconocían por la voz al saludarse. La débil luz de la lámpara parecía aumentar la oscuridad a su alrededor, de manera que les resultaba difícil verse unos a otros.
Se oía un suave y constante repiqueteo procedente de la bolsa grande de piel que Aniegboka llevaba colgada al hombro. La novia sujetaba un cuenco de arcilla en una mano y una gallina en la otra. De vez en cuando la gallina chillaba, como hacen cuando un intruso las molesta en el corral por la noche. Andando en medio de la fila, Okuata era consciente de la felicidad y el miedo que sentía a la vez. Obika y Edogo iban abriendo camino con los machetes. Hablaron en algunos momentos, pero la mente de Obika no estaba en lo que decían. Su oído se esforzaba por captar el más ligero tintineo de los jigida de su novia. Distinguía sus pasos de todos los que le seguían. También él sentía ansiedad. Cuando se llevara a su mujer a su cabaña después del sacrificio, ¿se la encontraría «entera» (como se suele decir) o descubriría, enfadado y humillado, que había llegado otro y se había llevado antes su premio? Eso no podía pasar. Todos los que la conocían eran testigos de su buen comportamiento. Obika ya había elegido una cabra enorme como regalo para su suegra si se demostraba que su mujer era virgen, aunque no sabía qué haría como al final resultara que no se la podía dar.
Obika llevaba una jarrita de agua que agarraba por el cuello con la mano izquierda. Su hermano llevaba un ramo de hojas de palma tiernas cortadas de la parte alta del árbol.
Enseguida llegaron al cruce del camino que llevaba al pueblo de la novia, el que ella había recorrido aquel mismo día por la mañana. Anduvieron una pequeña distancia y se pararon. El curandero eligió un lugar en medio del camino y le pidió a Obika que cavara un agujero allí.
—Deja ahí la lámpara —le dijo a la madre de Obika.
Ella le obedeció; su hijo se agachó y comenzó a cavar.
—Hazlo más ancho —dijo el curandero—. Sí, así.
Los tres hombres estaban en cuclillas; las mujeres, arrodilladas con el tronco erguido. La luz de la lámpara de aceite ardía ahora con fuerza.
—Dejad de cavar —dijo el curandero—. Ya es bastante profundo. Sacad la tierra suelta.
Mientras Obika sacaba la tierra roja con las dos manos, el curandero comenzó a sacar de su bolsa los objetos para el sacrificio: cuatro ñames pequeños, cuatro trozos de tiza blanca y una flor de lirio silvestre.
—Dame el omu.
Edogo le pasó el ramo de hojas de palma. Arrancó cuatro hojitas y apartó el resto. Luego se dirigió a la madre de Obika.
—Déjame el ego nano.
Ella se soltó un trocito anudado de la tela del elote, sacó un montoncito de cauris y se los dio. Él los contó con cuidado en el suelo en lotes de seis, como haría una mujer antes de comprar o vender en el mercado. Había cuatro lotes e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
Se puso de pie y colocó a Okuata junto al agujero, arrodillada en dirección a su pueblo. Después se situó frente a ella al otro lado del agujero, con los objetos del sacrificio extendidos a su derecha. Los otros se quedaron un poco más atrás.
Cogió uno de los ñames y se lo dio a Okuata. Ella lo agitó por encima de su cabeza y lo metió en el agujero. El curandero añadió los otros tres. Después le dio uno de los trozos de tiza blanca y ella hizo lo mismo que con el ñame. Le pasó también las hojas de palma y la flor de lirio silvestre y al final le dio un lote de seis cauris que ella se puso en la mano, para llevar a cabo la misma acción. Al final pronunció la absolución:
—Todos los males que hayáis visto con los ojos, o pronunciado por la boca, o escuchado con los oídos o pisado con los pies o que os hayan causado vuestros padres o vuestras madres, todos ellos los entierro aquí mismo.
Al pronunciar las últimas palabras, cogió el cuenco de arcilla y lo colocó boca abajo sobre los objetos en el agujero. Después volvió a meter la tierra suelta. La mulló un par de veces, de manera que al terminar se veía un montón ligeramente elevado sobre la superficie del camino.
—¿Dónde está el agua? —preguntó.
La madre de Obika le acercó el jarro. La novia, que ya se había levantado, se inclinó y cogiendo agua en la mano comenzó a lavarse la cara, las manos y los brazos, los pies y las piernas hasta la rodilla.
—No olvides —dijo el adivino una vez que terminó ella— que no debes pasar por este camino hasta mañana por la mañana, aunque atacaran los guerreros abam y tuvieras que huir para salvar la vida.
—El Gran Dios no dejará que tenga que salir corriendo, ni hoy ni mañana —dijo su suegra.
—Sabemos que no —dijo Aniegboka—, pero aun así debemos hacer las cosas de acuerdo con la tradición. —Después se dirigió a Obika y le dijo—: He cumplido con lo que me pediste. Tu mujer te dará nueve varones.
—Gracias —dijeron Obika y Edogo al unísono.
—Esta gallina se vendrá conmigo a mi casa —dijo, y mientras se colgaba la bolsa en el hombro, agarró a la gallina por las patas, que tenía atadas con una cuerda de banano.
Debió de darse cuenta de que ellos miraban una y otra vez al ave.
—Me la voy a comer yo solo. No se os ocurra venir a verme mañana por la mañana porque no la voy a compartir. —Se rio una vez más—. ¿No se dice que el flautista tiene que dejar de tocar de vez en cuando para sonarse la nariz?
El curandero no paró de fanfarronear durante todo el camino; presumió de la gran consideración de la que gozaba entre clanes distantes. Los demás le escuchaban a medias y de vez en cuando decían algo. Okuata fue la única que no abrió la boca.
Al llegar a lio Agbasioso, el adivino les dejó y cogió una curva a la derecha. En cuanto estuvo lo bastante lejos como para no oírlos, Obika preguntó si era costumbre allí que el adivino se llevara la gallina a casa.
—Había oído que algunos lo hacían —dijo su madre—. Pero es la primera vez que lo veo. Mi propia gallina está enterrada con el resto del sacrificio.
—Pues yo no lo he oído jamás —dijo Edogo—. Me parece que no sigue la tradición, y que pilla todo lo que puede.
—A nosotros nos tocaba poner la gallina —dijo la madre de Obika—, y lo hemos hecho.
—Yo quería habérselo preguntado.
—No, hijo mío, mejor que no lo hicieras. No era momento de discusiones ni peleas.
Antes de retirarse a su propia casa, Obika y su esposa, Okuata, se acercaron a saludar a Ezeulu.
—Padre, ¿es costumbre que el adivino se lleve a su casa la gallina que se ha comprado para el sacrificio?
—No, hijo mío. ¿Es lo que ha hecho Aniegboka?
—Sí. Quería hablar con él, pero mi madre me ha hecho una seña para que no dijera nada.
—No es costumbre hacerlo. Que sepas que muchos curanderos son unos glotones con una barriga muy grande. —Se dio cuenta de la cara de preocupación de la mujer de Obika—. Llévate a tu esposa a casa y no te preocupes por eso. Si un adivino quiere comerse las entrañas del sacrificio como si fuera un buitre, es asunto suyo y de su chi. Tú has cumplido con tu parte, que era poner el animal.
Cuando le dejaron, Ezeulu tuvo la sensación de que se le ensanchaba el corazón, con un placer que no había sentido en mucho tiempo. ¿Había cambiado Obika? No solía acercarse a su padre a hacerle preguntas con un gesto de tanta preocupación en la cara. Akuebue siempre había dicho que en cuanto Obika tuviera que ocuparse de una mujer cambiaría de costumbres. Quizá fuera a producirse ese cambio. Le vino otro pensamiento a la cabeza, a modo de confirmación: en el pasado, Obika habría echado una bronca al adivino y le habría hecho enterrar la gallina. Se sonrió.