Diecisiete
Paine se despertó lentamente, intentando sobreponerse, a la densa niebla que nublaba su cerebro. Podía oír las voces de Peyton y de Crispin. Reconoció la fría voz de su hermano el conde, abroncando a algún pobre desgraciado. ¿Por qué? ¿Dónde estaba? Fuera lo que fuera, estaba tendido sobre algo duro. Como un suelo.
- ¿Paine? -era la voz de Crispin-. ¡Está volviendo en sí!
Paine encontró la fuerza necesaria para abrir los ojos, pero en seguida se arrepintió de haberlo hecho. La habitación empezó a dar vueltas a su alrededor. El rostro de Crispin apareció en su línea de visión, como un espejismo en el desierto. ¿Estaría enfermo?
- Ayúdame a sentarme -sentía la lengua pegajosa.
Crispin lo sujetó de un brazo. Paine soltó un involuntario gemido e intentó apoyarse en el suelo, con la otra mano. Sus dedos hicieron contacto con algo duro y agudo: un pedazo de cerámica…
- ¡Julia! -de repente lo recordó todo, y se obligó a abrir los ojos, a pesar del mareo. Agarró a Crispin de las solapas-. Julia no está. Oswalt se la llevó. Vino con muchos hombres… -estaba balbuciendo.
- Tranquilo, Paine. No pasa nada.
- ¡Claro que pasa! -lo empujó. La sensación de mareo estaba cediendo. Todavía estaban en el salón del vizconde; podía ver a Peyton con Lockhart en una esquina. Así que era él a quien estaba abroncando su hermano… No lo compadeció. Ignoraba lo que le estaría diciendo, pero seguro que era menos de lo que se merecía. El muy cobarde, había tolerado que Oswalt se llevara a Julia de la casa.
Peyton se volvió para mirarlo y bruscamente, abandonó al tembloroso vizconde para acudir a su lado.
- Peyton, cuéntamelo todo… ¿Cómo es que habéis venido? -le preguntó Paine.
- Tu cochero fue a buscarnos, cuando vio a aquellos hombres entrar en la casa. Eran demasiados y decidió, que lo más prudente era avisarnos.
- Se han llevado a Julia. Oswalt la tiene. Está decidido a casarse con ella. Tengo que encontrarla.
- Lo sé -Peyton se interrumpió, como si quisiera decirle algo más y no se atreviera.
- Cuéntaselo todo -lo urgió Crispin.
- ¿Qué? -inquirió Paine, girando la cabeza para mirar a uno y a otro. Pagó el esfuerzo, con un nuevo ataque de náusea.
- Julia se resistió -continuó Peyton-. No cedió fácilmente. El vizconde dice que tuvieron que drogarla, antes de meterla en el carruaje.
- ¡Canallas! -Paine quería explotar de rabia. Rabia contra Oswalt y sus esbirros. Rabia contra el vizconde, por haberlos colocado en aquella situación. Y rabia contra sí mismo, por haber fallado a Julia.
- Cálmate, Paine. No podrás ayudar a Julia, si no te tranquilizas un poco y piensas con un mínimo de claridad. El efecto del veneno, no tardará en desaparecer. Ya ha pasado una hora.
Paine se tocó el brazo, donde uno de los esbirros le había hecho un rasguño con su cuchillo. La hoja había atravesado, el tapizado de la silla con la que se había defendido.
- ¿La hoja estaba envenenada?
- Eso parece -respondió Peyton-. Según el vizconde, te derrumbaste de repente, sin razón alguna. Oswalt debió de untar las hojas de los cuchillos, con alguna especie de droga o veneno.
Paine asintió con la cabeza. Aquello tenía sentido. En Oriente había descubierto varias clases de venenos, que podían utilizarse con resultados semejantes. Como empresario mercante, con intereses comerciales en lejanos lugares, Oswalt debía de haber tenido conocimiento y acceso a los mismos.
- Bebe un poco de té. Te ayudará a despejar la cabeza y asentar el estómago -Crispin le tendió una taza.
- Tenemos que salir a buscarla ya -las palabras eran inadecuadas, para expresar el miedo que le atenazaba las entrañas. Le dolía físicamente, imaginarse a Julia sufriendo los efectos de aquella droga, impotente como estaba en manos de su enemigo.
- ¿Sabes adonde han podido llevársela? -le preguntó Crispin.
- Tengo una idea -respondió Paine, y se volvió hacia el vizconde-. Lockhart, ¿sigue conservando Oswalt su propiedad de Richmond?
- Si-sí. Eso creo -Lockhart parecía haber echado raíces en su silla, al otro lado del salón.
- Pues allí es donde se la han llevado -afirmó, confiado.
- Pe-pero tiene una casa en Londres. Está más cerca. ¿Estáis seguro?
Paine lo fulminó con la mirada.
- Sí. Aunque no recuerdo haberos pedido vuestra opinión, visto lo poco que me interesa -se levantó, furioso, desaparecidos los últimos efectos del veneno.
- Paine… -le advirtió en voz baja Crispin, poniéndole una mano en el brazo-. Ese hombre ha perdido a su hijo y todo su patrimonio en un solo día. Está trastornado.
Paine se liberó y volvió a sentarse en la silla.
- Dadle entonces una bebida y sacadlo de aquí. Sus criados se encargarán de él.
Peyton ladró una orden y un criado apareció, para llevarse al vizconde.
- La amo -dijo Paine, mientras el vizconde se dirigía hacia la puerta-. Cuando todo esto haya pasado, quiero casarme con Julia. Si es que ella me acepta -tenía la licencia especial de matrimonio en el bolsillo, para demostrarlo. Aquella mañana, había interrumpido el desayuno del arzobispo sólo para eso.
- ¿Estás seguro de que se la han llevado a Richmond? -inquirió Peyton.
- Sí. Oswalt pudo haberme rematado durante la pelea: otra cuchillada o un veneno más fuerte, habría bastado. Pero quería que viviera y además que saliera en pos de Julia. Él sabía, que yo deduciría que se la llevaría a Richmond.
- De acuerdo, vámonos entonces. Pero esperaremos a que caiga la noche, antes de hacer nuestro siguiente movimiento, a no ser que surja alguna razón para hacerlo antes. Pasaremos por Dursley House y recogeremos a mis hombres. Necesitaremos de toda la ayuda que podamos recabar.
Paine asintió. Peyton tenía razón, pero todavía faltaban seis horas para el anochecer y sabía que la espera se le iba a hacer eterna.
Recogieron a los hombres de Peyton y cubrieron la corta distancia, que los separaba de Richmond. Paine cabalgaba con sobria determinación, con el sonido de los cascos de su caballo, resonando en su alma como una letanía: «Julia, ya voy, ya voy…».
Paine la rescataría: estaba segura de ello. Julia caminaba de un lado a otro, del pequeño ático donde la habían encerrado. No tenía ventanas y apenas medía unos ocho pies de ancho. Aunque tampoco podía recorrerlos todos, ya que se lo impedía el techo abuhardillado.
Se sentó en el estrecho jergón, único mobiliario de la sala, y suspiró profundamente. Se alegraba al menos de poder estar a solas. Se había sentido terriblemente mal cuando se despertó. Prefería pasar miedo sola, a pasarlo en compañía de sus captores.
Una vez que sintió la cabeza más despejada, su primer pensamiento fue para Paine. Estaba vivo: había oído a Oswalt ordenar a sus esbirros, que respetaran su vida. Pero eso era precisamente lo que la preocupaba.
Oswalt quería que Paine la encontrara. Eso quería decir que, Paine, había sabido dónde podría encontrarla, o lo sabría cuando se recuperara. Se preguntó si la habrían llevado a Richmond. Paine había mencionado Richmond, como el lugar de su primer encuentro con Oswalt.
Sí, Paine iría a buscarla. Oswalt la usaría a ella para atraparlo a él. Qué oportuno para Oswalt, que pudiera matar dos pájaros de un tiro: su plan con los Lockhart y la vieja cuenta, que tuviera pendiente con Paine.
«Aunque quizá no venga», le sugirió una maliciosa voz interior.
¿Por qué habría de hacerlo? Quizás en aquel preciso momento, la estuviera maldiciendo por haberlo metido en un embrollo semejante. El sexo era una cosa, pero morir otra muy distinta. Paine le había prometido placer y nada más. Quizá había llegado a la conclusión, de que ya había hecho suficiente por ella. La había rescatado de Oswalt en una ocasión, al fin y al cabo.
Y Paine sabía cómo pensaba Oswalt. Sabría que Oswalt lo estaba esperando, para tenderle una trampa.
Se levantó y continuó caminando. Dada su experiencia, Paine era la única persona, a la que Oswalt nunca podría manipular.
Se sonrió al pensarlo. Oswalt rabiaría eternamente, si su gran enemigo no aparecía. Procuraría consolarse con aquel pensamiento, cuando llegara el momento. El momento más difícil.
Al menos, había llegado a una conclusión: Paine no iría. Era demasiado inteligente. Así que, lo mejor que podía hacer era pensar en salvarse a sí misma.
Por desgracia, ninguna de las tradicionales vías de escape estaba a su disposición… En las novelas de Minerva Press, todas las heroínas, que eran encerradas en lóbregas estancias, terminaban encontrando pasadizos ocultos en chimeneas, o sábanas con las que improvisar cuerdas y deslizarse por una ventana… ¡Ja! Las sábanas eran la menor de sus preocupaciones, si hubiera tenido alguna en el jergón. Lo principal era contar con una ventana, que en su caso no existía.
Se acercó a la puerta de madera y giró el picaporte, estaba cerrada, y además un guardia le gritó algo desde el otro lado. Era de esperar.
De repente, vio que el picaporte se movía y retrocedió rápidamente, hacia el jergón. En vano buscó algo que utilizar como arma.
Reconoció inmediatamente, a uno de los esbirros de Oswalt en cuanto entró.
- Vaya, estáis levantada y activa. El jefe se alegrará de saberlo -le tendió la larga caja aplanada que portaba-. Quiere que os pongáis esto.
Julia no hizo ningún gesto por aceptarla.
- ¿Qué es?
El esbirro esbozó una mueca desdeñosa.
- Un vestido de novia. Disponéis de media hora, para vestiros. El jefe desea, que la ceremonia tenga lugar a la caída de sol.
- ¿Y si me niego?
- Entonces, asistiréis a vuestra boda desnuda -y lanzó la caja sobre el jergón, a su lado.
La puerta se cerró y Julia volvió a suspirar. ¿Por qué a la caída del sol? Al menos ahora, sabía lo que le esperaba. La trasladarían a otro lugar. La ceremonia, no podía celebrarse en aquella habitación sin ventanas.
La resignación, era su mejor opción por el momento. Había aprendido, de las desafortunadas consecuencias de la insensata resistencia, que presentó en la casa. Si se hubiera dejado llevar de buen grado, al menos habría conservado la consciencia. Quizás incluso, habría podido llamar la atención de alguien o pedir ayuda. Pero, inconsciente, le había puesto aún más fáciles las cosas a Oswalt.
Nerviosa, alzó la tapa de la caja. Más que un vestido, era un salto de cama. De seda, sin mangas. En el fondo de la caja había un fajín bordado en oro y pedrerías, y sendos brazaletes también de oro, anchos, con turquesas engastadas. Parecía el atavío de una sacerdotisa druida, una imagen que había visto en un libro de historia, mientras estudiaba a los primeros pobladores de Inglaterra.
Aquello le recordó algo. Druidas. Estaban a mitad del verano. El solsticio. Frenéticamente, intentó recordar la fecha. La idea que tenía Oswalt de aquella boda, le resultaba cada vez más clara… Estaban a veintiuno de junio. Eso explicaba el extraño vestido y el deseo de oficiar la ceremonia, a la caída del sol.
- ¡Quince minutos! -gritó el guardia, al otro lado de la puerta.
Necesitaba darse prisa. No dudaba de que el guardia, cumpliría su amenaza de bajarla desnuda. Se vistió rápidamente, intentando no pensar demasiado en los acontecimientos inminentes y en su significado, la sensación de horror era demasiado abrumadora. Si pensaba en ellos, se quedaría paralizada por el pánico.
Necesitaba permanecer alerta, necesitaba buscar una oportunidad de huir o defenderse. Se mordió el labio. Confiaba en poder reunir el coraje necesario, para hacer lo que tuviera que hacer, por ejemplo, si se le presentaba la oportunidad de matar a Oswalt y escapar, tendría que aprovecharla.
El guardia volvió a buscarla, cuando ya se estaba ajustando el último brazalete. Se presentó acompañado por dos esbirros. Custodiada por los tres, fue conducida a una estancia dos plantas más abajo.
- ¿Dónde está Oswalt? -preguntó, mientras miraba discretamente a su alrededor, intentando recordar bien el camino, cualquier cosa que pudiera resultarle útil en un futuro. Pero la casa estaba completamente vacía, desnuda. Se preguntó si Oswalt lo habría hecho a propósito. Ni cuadros ni adornos en las paredes, que pudieran proporcionarle alguna pista.
- Trae mala suerte ver a la novia antes de la boda -los guardias se rieron de su propia broma-. Tranquila, que ya lo veréis.
La llevaron a un dormitorio de paredes encaladas. La gran cama de dosel era blanca, con la colcha de satén a juego. Las cortinas también eran del mismo color. «Bien», pensó Julia. «Al menos aquí tengo una ventana y sábanas». La situación parecía haber mejorado. De repente, uno de los guardias le agarró las manos.
- ¿Qué es esto? -gritó Julia, sorprendida por su rápido movimiento.
- Órdenes del jefe. No sois de confianza -le ató fuertemente ambas manos con un cordel de cáñamo, cuyo otro extremo aseguró a la cama de dosel.
- Por favor… -protestó Julia, contra semejante indignidad. De nada le sirvió. Aquellos hombres, no se regían por el código de honor de los caballeros.
Uno de los guardias, le señaló la ventana con la cabeza.
- No vais a tener ninguna queja. Desde aquí, disfrutaréis de una buena vista de las ceremonias, y podréis contemplar los preparativos de la boda. El médico llegará dentro de poco, para haceros compañía.
El horror era real. Julia luchó contra la desesperación. Quedarse sola era en sí una forma de tortura, demasiado tiempo para dejar funcionar su imaginación. Oswalt era un maestro en aquellas cosas. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo.
Pero ella no podía ceder, no podía dejarse arrastrar por el terror. El sol se había convertido en su enemigo, mientras se deslizaba lentamente hacia el horizonte. Alguien prendió unas antorchas en el jardín. Faltaba muy poco, media hora, poco más.
La puerta se abrió de pronto. Julia no pudo distinguir bien, quién acababa de entrar. Hasta que una anciana aún más vieja que Oswalt, apareció en su campo de visión, marchita y arrugada.
- Hola, querida, yo soy el médico. He venido a comprobar, digamos… el estado de la cuestión.
Julia se encogió de miedo. Oswalt debía de estar loco, para haber conferido el título de «médico» a aquella vieja bruja…
Un movimiento en el jardín, distrajo por un instante su atención. Fue demasiado rápido, pero habría jurado ver, a un hombre de pelo negro, alzando la mirada hacia la ventana, antes de escabullirse de nuevo entre las sombras. ¿Paine? Quizá. Era la única brizna de esperanza que le quedaba, así que se agarró a ella con todas sus fuerzas.
