Once

Cuando se detuvieron para hacer una rápida comida, a la tarde del día siguiente, Julia le suplicó a Paine que la dejara subirse con él al pescante. Ya se había cansado de estar encerrada, dentro con un cochero que no paraba de roncar. El pobre hombre había conducido durante toda la noche y se merecía descansar. Aunque Julia no estaba muy convencida de que, eso, lo autorizara a torturarla con semejante sonido.

También estaba convencida, de que habían escapado de Oswalt. Sólo faltaban dos horas para que llegaran a Dursley. El nudo de terror, que le había cerrado el estómago desde que salieron de Londres, había empezado a aflojarse.

Julia acariciaba ya la idea de un buen baño caliente, cuando sonó un disparo. Dio un grito. Varias astillas de madera le rozaron la mejilla, de resultas del impacto de una bala en un lateral del carruaje. Los caballos relincharon asustados y echaron a galopar frenéticos, por el accidentado camino. A semejante velocidad, el más mínimo bache podría provocar un accidente.

- ¿Cuántos son, Julia? -gritó Paine sin mirarla, concentrada toda su atención en no salirse del camino.

Julia se aferró a la barandilla del pescante, mientras lanzaba una rápida mirada hacia atrás.

- ¡Cuatro!

- ¡Agáchate! -le ordenó cuando sonó otro disparo-. Julia, escúchame. Tenemos que detenernos. No puedo refrenar a los caballos para siempre; a esta velocidad, sólo es cuestión de tiempo que volquemos. Cuando detenga el carruaje, baja y corre hacia el bosque. No te detengas. Procura esconderte y no te desorientes. No tardarás en llegar a Dursley Hall.

- ¿Y tú?

- Me quedaré a hacerles frente. Luego te alcanzaré.

- ¿A cuatro hombres?

- No protestes, Julia. Es a ti a quien buscan. Lo último que necesito, es tener mi concentración dividida entre tú y ellos. Un solo hombre podría bastarse y sobrarse para montarte en su caballo, mientras los otros me mantuvieran ocupado -tiró fuerte de las riendas, frenando los caballos-. ¡Ahora, Julia!

Julia se bajó del coche y echó a correr hacia los árboles, esperando que Paine tuviera razón y nadie la hubiera visto todavía. Con un poco de suerte, los hombres de Oswalt darían por hecho que se había quedado dentro del carruaje.

Por fin llegó al bosquecillo que crecía al pie de la carretera, terriblemente preocupada por Paine. «Esos disparos estaban dirigidos contra él», pensó, mientras se llevaba una mano a la mejilla, magullada por las astillas que había arrancado la bala.

Evocó sus palabras: «Es a ti a quien buscan». Eso tenía lógica. Oswalt nunca la querría muerta. Definitivamente, la necesitaba viva. Pero Paine era prescindible. Y, dado sus antecedentes, era probable que Oswalt buscara su muerte.

Lanzó una mirada hacia atrás. Un hombre yacía en el suelo, víctima probable de la pistola de Paine. Otro forcejeaba con él en el pescante; justo en aquel momento, Paine le propinó un puñetazo que lo lanzó al suelo. Pero quedaban otros dos hombres, que habían tenido tiempo de tomar posiciones. Uno de ellos había sacado un pequeño cuchillo.

Julia contempló horrorizada cómo, entre los dos, lo bajaban del pescante: uno incluso había logrado herirlo. Los tres cayeron al suelo. Paine logró rodar a un lado y se sacó rápidamente un cuchillo de la bota. Les hizo frente, con los brazos bien abiertos, dispuesto para la pelea, pero ya había empezado a sangrar.

Julia podía distinguir la mancha roja, que se le estaba formando en el brazo, el brazo derecho, el mismo con que blandía el cuchillo. La hoja que empuñaba, le pareció ridículamente pequeña. ¿Cómo podía hacer frente con un arma semejante a dos hombres tan fornidos? Herido como estaba, ¿cuánto tiempo más podría aguantar? ¿Y dónde estaba el cochero? Debería estar fuera, ayudando a Paine.

Uno de los hombres avanzó y Paine lo hirió con su cuchillo. El tipo se apartó, pero el otro hizo una finta, distrayéndolo. Julia se mordió un puño, desesperada. Si aquella lucha se prolongaba, Paine llevaba las de perder.

Miró a su alrededor y se puso a recoger piedras, con una idea cobrando forma en su mente. Con un gesto decidido, se rasgó la falda del vestido a la altura de las rodillas. Ahora podía correr y, gracias a los veranos que había pasado en el campo con su primo Gray, disponía también de un arma.

Se acercó sigilosamente al borde del bosquecillo, cuidando de permanecer bien oculta para que el llamativo color de su vestido no la descubriera. Ya estaba lo suficientemente cerca, como para reconocer a uno de los hombres, como el esbirro que se pasó por el club, así como para escuchar el diálogo que mantenían con Paine.

- ¿Qué es lo que queréis? Os aseguro que, antes de morir, me llevaré a uno de vosotros a la tumba -amenazó Paine.

- Queremos a la pelirroja. Vos la tenéis, y nuestro jefe la quiere. Es suya. Estamos aquí para recuperar una propiedad robada -replicó uno de los matones.

- Yo no la tengo. Podéis registrar el coche. Dentro sólo encontraréis a mi cochero… muerto.

Julia palideció, pensando en la bala que había atravesado el lateral del coche. Pero los matones no se mostraron nada preocupados, por el resultado de su bala errante.

- Esa bala os estaba destinada, Ramsden.

El más pequeño de los dos se lanzó hacia Paine, atacando por su lado desprotegido. Julia se quedó sin aliento. Sabía que, herido como estaba, le resultaría difícil estirarse para defenderse con su cuchillo. Pero, en lugar de ello, le soltó una patada con un fluido movimiento, que ella nunca había visto antes. Barriéndole los pies, lo derribó al suelo e inmediatamente se agachó para propinarle un puñetazo en el abdomen, que lo dejó fuera de combate.

Pero Paine se tambaleaba ya de debilidad, cuando se giró para enfrentarse con el último esbirro. Sólo era cuestión de tiempo, que el matón acabara venciéndolo. Bajó la cabeza y embistió a Paine como un toro, con sorprendente agilidad para un hombre de su corpulencia. Golpeándolo en el pecho con la cabeza, lo derribó y le hizo perder el cuchillo. La hoja rodó por el suelo, fuera de su alcance.

Julia se puso entonces en movimiento, cargando una de las piedras en la honda que había improvisado con el jirón de seda de su vestido. Se acercó para asegurarse de tener un mejor tiro. El esbirro estaba encaramado en aquel momento sobre Paine, ofreciendo un buen blanco.

Blandiendo su honda, lo acertó en mitad de la frente. El hombretón cayó pesadamente hacia atrás. Paine, por su parte, se incorporó rápidamente y miró a su alrededor, como buscando al autor de aquella inesperada ayuda. Sólo entonces se atrevió Julia a salir de la espesura.

- ¡Paine! -echó a correr hacia él.

- ¿Tú? ¿Has sido tú? -le preguntó con expresión inescrutable, mirando el jirón de tela que sostenía en una mano.

- No te enfades. Miré hacia atrás y cuando te vi luchar contra esos cuatro hombres… No podía dejarte solo -hablaba de manera atropellada.

- Sshh, Julia -sonrió, a pesar del gesto de dolor que crispaba su rostro-. No estoy enfadado. Estoy sorprendido. Y madame Broussard también lo estaría… Seguro que jamás se habría imaginado un uso semejante para su precioso vestido -le quitó la improvisada honda de la mano y se la quedó mirando con gesto divertido-. Sí, creo que ésta podría ser, ciertamente, la honda más cara que se ha fabricado en este mundo.

- Ya, bueno… Vámonos -insistió Julia, tirándole de la manga.

El escenario de semejante violencia, estaba empezando a ponerla nerviosa.

- Espera un poco, Julia. Todavía tenemos tiempo para esto -atrayéndola hacia sí, la besó en los labios-. Tengo que decirte que nunca, en toda mi vida, me he alegrado de ver nunca a nadie, como cuando te vi salir de aquel bosque, avanzando como una ninfa de los bosques vengadora… -susurró-. Hoy me has salvado la vida.

- Y continuaré haciéndolo, si es necesario -repuso Julia, con una bravuconería que no sentía en realidad. Estaba temblando, como consecuencia de la dura prueba que acababa de pasar. Pero Paine seguía necesitándola-. Siéntate y déjame que te cure esa herida. Es un corte feo, Paine. Está sangrando mucho.

Se sentó en el carruaje sin rechistar. A Julia llegó a preocuparle, que hubiera cedido con tanta facilidad. Casi había esperado que se resistiera, protestando que sólo se trataba de un «arañazo». Pero cualquiera podía ver, que se trataba de bastante más que eso.

Mordiéndose el labio, examinó la herida; le habría gustado poseer alguna experiencia médica, pero más allá de haber curado heridas menores en algún accidente de caza, no tenía ninguna. Lo mejor que podía hacer, era confiar en su sentido común.

Afortunadamente, había agua en el coche. Rasgó los faldones de la camisa de Paine para hacer trapos, que humedeció luego con agua y aplicó en la zona afectada.

- Las heridas, tienen mucho mejor aspecto una vez limpias -comentó Paine.

- Mmmmm… -a Julia le habría gustado estar de acuerdo, pero no era el caso. La hemorragia, sin embargo, parecía estar cediendo. En cuanto lograra frenarla del todo, podría vendarle el brazo. Si no, la sangre se pegaría a la tela y resultaría difícil retirársela, para no hablar del dolor. Tomó el otro jirón de tela y empezó a vendársela.

- ¡Ay! -se quejó Paine.

- Si no la aprieto bien, la venda no servirá de nada. Esto debería bastar. Al menos, mantendrá la herida limpia hasta que lleguemos a Dursley -se incorporó, suspirando. La vista de la sangre, no era algo a lo que estuviera muy acostumbrada. Luego se volvió para mirar al cochero y a los esbirros, que seguían inmóviles en el suelo-. Paine, ¿crees que se despertarán pronto?

- Saca una camisa de la maleta. Haremos tiras y los ataremos con ellas. Quizá eso no logre impedir que nos sigan, pero al menos ganaremos tiempo.

Julia siguió sus instrucciones, observando nerviosa cómo, Paine, movía con el pie a uno de los hombres que yacían inconscientes; no hubo reacción. Herido como estaba, le tocó a ella atar a los esbirros de manos y pies.

Cuando terminó, vio que Paine estaba intentando subir al pescante. Sólo lo consiguió al tercer intento, apoyándose en un solo brazo. De repente Julia tomó una decisión, que sabía no iba a gustarle. Pero no tenía otra elección.

Sentándose a su lado, le quitó las riendas de la mano, con la que tenía intención de manejarlas.

- Las llevaré yo. Tú no estás en condiciones.

- Tú no sabes llevar un coche de cuatro caballos.

- Cierto, no sé. Pero creo que, éste, es el mejor momento para aprender. Tengo alguna experiencia con las calesas de dos. Esta rienda de aquí… es la del caballo guía, ¿verdad?

- Julia…

- Paine, tú no puedes conducir y debemos seguir camino. No puedes mostrarte tan obtuso, como para ignorar la realidad de la situación. Si nos quedamos aquí, seremos un blanco fácil -viendo que, a Paine, no le gustaba quedar como un débil y seguía resistiéndose, probó otra táctica-. Por cierto, hoy estuviste magnífico -le dio un beso-. Hiciste perfectamente tu papel. Ahora me toca a mí.

- Está bien, si insistes… -pronunció, reacio-. Te dejaré conducir.

Julia seguía empuñando las riendas. Los hombros y los brazos le dolían por el esfuerzo. Necesitaba de toda su fuerza para dirigir bien el tiro, mientras el carruaje avanzaba dando tumbos hacia Dursley Hall. Habían rechazado con éxito a los hombres de Oswalt. Una vez que se despertaran, emplearían un tiempo precioso en desatarse y recuperarse; sería muy poco probable que pudieran alcanzarlos, antes de que llegaran a Dursley Hall. Pero aquella victoria había costado un alto precio.

Su cochero yacía muerto en el carruaje y Paine estaba herido. La herida debía de dolerle terriblemente, con tanto movimiento. A su lado, pálido y con la boca convertida en una fina línea, fijaba la mirada en la carretera con expresión alerta.

Un hombre muerto y otro herido. Y todo por culpa suya. Julia no podía eludir los hechos. Su plan para escapar de Oswalt, había causado la muerte de aquel cochero. Ingenuamente, había creído que, con ello, sólo había estado arriesgando su propia seguridad. Lo falso de aquella suposición, se le representaba en aquel momento con dolorosa claridad.

- ¿No nos sigue nadie? -inquirió, en un intento por hacer conversación. Temía que Paine fuera a desmayarse, si no lo mantenía distraído.

Paine se atrevió a lanzar una mirada atrás.

- Nadie. Estamos a salvo.

- ¿Queda mucho? -tenía la sensación, de llevar una eternidad empuñando aquellas riendas. Pronto oscurecería, y ése era su mayor temor. Si todavía se encontraban lejos de Dursley Hall, quizá los hombres de Oswalt estuvieran al acecho y…

- Sólo dos millas -respondió Paine, más pálido que nunca-. Julia, escúchame. Verás un desvío del camino que señala la entrada a la finca. Sigue luego todo recto y llegarás a la mansión.

Sólo dos millas. Julia repitió, mentalmente, sin cesar aquellas tres palabras, como si fueran una letanía. Fueron las dos millas más largas de su vida. Finalmente, justo cuando pensó que ya estaban a salvo, cinco jinetes aparecieron a la altura del desvío que tenía tomar. Cinco magníficos caballos negros, que cerraban el camino como una barricada.

Julia experimentó una punzada de pánico. Y fue incapaz de reprimir, el grito que le subió por la garganta.

Pero Paine se echó a reír, a pesar de su debilidad.

- No te asustes, amor mío. Es mi hermano. Estamos a salvo.

Todo el temor de Julia, se convirtió en alivio. Frenó el carruaje, con la última gota de fuerza que le quedaba en el cuerpo. Uno de los jinetes, un hombre de pelo oscuro, se acercó cabalgando a donde estaba Paine.

- Bienvenido a casa, hermanito. No sé por qué, no me sorprende verte llegar con una hermosa dama a tu lado y escapando de alguien, como alma que lleva el diablo.

- Crispin… -la emoción teñía la voz de Paine, aunque apenas pudo pronunciar una palabra.

- Está herido -lo interrumpió Julia, deseosa de terminar de una vez con aquel viaje-. Si alguien me ayuda con el caballo guía, puedo llevar el tiro.

- ¿Y Peyton? -inquirió Paine.

- Esperándote en casa, con la prima Beth -respondió Crispin, mientras se adelantaba para tirar del caballo guía-. Pero basta de preguntas por el momento. La dama nos ha dado una orden -bromeó, aunque Julia había detectado un dejo de preocupación en su tono.

Paine ofrecía un aspecto terrible, con sus múltiples cortes y contusiones; el vendaje del brazo, además, se le había vuelto a empapar de sangre. Julia sabía también, sin necesidad de un espejo, que su propia apariencia no era mucho mejor. El vestido de seda estaba hecho jirones. Estaba despeinada, con el pelo enmarañado. Pero sabía que eso a Crispin no le importaba. De hecho, había creído detectar una sincera admiración en su mirada, más allá de sus desenfadadas palabras de bienvenida.

A su lado, Paine luchaba por no quedarse dormido o inconsciente, Julia lo sabía muy bien. Le dio un ligero codazo.

- No vayas a dejarme sola ahora. Tu hermano nunca me perdonará, que llegues dormido a su casa, después de una ausencia de doce años.

- ¿Cómo lo sabes? -murmuró, agotado.

- Porque se dirige ahora mismo hacia nosotros -respondió Julia, incapaz de disimular la sonrisa de su voz.

Crispin acababa de doblar un recodo del camino y la mansión había aparecido ante su vista. Dos figuras esperaban en los escalones del porche, bajo la mortecina luz del crepúsculo. Una de ellas había empezado a moverse.

La figura se dirigía a la carrera hacia ellos. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, gritó:

- Crispin, ¿son ellos? ¿Paine? ¿Eres tú?

- Julia, detén el carruaje -el sonido de aquella voz, pareció despabilarlo-. Ayúdame a bajar.

Pero Julia protestó:

- Ya casi hemos llegado. ¿No puedes esperar a que lleguemos a la puerta?

- Por favor, Julia. Quiero bajar para ir al encuentro de mi hermano, sosteniéndome sobre mis propios pies -insistió Paine, con tono enérgico, sorprendentemente alerta.

Julia tiró de las riendas, mientras pedía a Crispin que frenara el caballo. Luego ayudó a Paine a bajar del carruaje, y casi lloró de emoción, al ver cómo lo abrazaba su hermano mayor.

- Paine, al fin has vuelto. Gracias a Dios. Creí que te había perdido para siempre.

Paine murmuró algo, que Julia no alcanzó a escuchar y se apoyó en su hermano, agotado. Entre Peyton y un criado lo metieron en la casa.

Julia, por su parte, se sintió repentinamente sola, perdida.

- Necesita un médico. No tuvimos tiempo de detenernos en la carretera y tampoco había lugar alguno donde parar -explicó, sin dirigirse a nadie en particular.

- Se pondrá bien -le aseguró con tono amable, una mujer de cabello negro y mediana edad, que se había acercado al carruaje-. ¡Crispin! Ayuda a bajar a la dama -de nuevo se volvió hacia ella, sonriendo-. Soy la prima Beth. Ahora estás en buenas manos, no tienes por qué preocuparte de nada. Paine se recuperará a fuerza de descanso y buenos alimentos, y tú lo mismo, por cierto. Mandaré a buscar al médico al pueblo.

La intención de sus palabras era loable, pero no consiguió mitigar la soledad que sentía Julia en aquellos momentos. Bajó del carruaje con la ayuda de Crispin y se dejó llevar por la prima Beth, que la instaló en su propia cámara, bellamente amueblada. Agradecía desde luego la bienvenida, pero al mismo tiempo ansiaba desesperadamente estar con Paine, aunque no fuera más que para verlo dormir.

Sólo entonces, se dio cuenta de lo mucho que había llegado a depender de él, no sólo de su protección, sino también de su compañía.