Ocho

- Estoy lista -dijo Julia, con tono algo vacilante, en lo alto de la escalera, alisándose la falda del vestido color rosa intenso, que madame Broussard le había entregado aquel mismo día-. ¿Qué tal estoy? -bajó lentamente los escalones, muy consciente de lo pronunciado del escote y de la manera en que destacaba su silueta.

Quizá el color fuera demasiado llamativo, después de todo. Nunca antes, se había atrevido a lucir esa clase de colores.

Sospechaba que solamente Paine Ramsden, habría tenido la audacia de juntar el rosa con el color canela de su cabello. Pero tenía que reconocer que, el tono exacto que Paine había elegido, complementaba perfectamente.

Aunque nada de eso tenía importancia aquella noche, porque su melena cobriza estaba perfectamente oculta debajo de la peluca de color negro…

Una vez al pie de la escalera, se llevó una mano enguantada a la cabeza para atusarse la peluca una vez más.

- Dime algo, Paine. ¿Estoy bien?

Pero ya conocía su respuesta. Al parecer, el vestido había conseguido el efecto deseado, si la intensa mirada de Paine era indicio de ello.

Le brillaban los ojos; y la sonrisa de lobo que se dibujaba en sus labios, era suficiente aprobación. Ganarse la aprobación, de un hombre como Paine Ramsden, era algo que siempre le provocaba una punzada de entusiasmo.

Su intuición femenina le decía, que le gustaba ciertamente lo que veía. Y que la deseaba.

- Estás absolutamente arrebatadora, Julia. No sé si eres Caperucita Roja o Blancanieves. Pareces un personaje de cuento de hadas, incluso con esa peluca.

Julia hizo un mohín.

- ¿Caperucita Roja? Eso me hace parecer una niña…

Paine se inclinó, para mordisquearle suavemente el lóbulo de una oreja.

- No, no una niña, Julia, sino una joven deliciosamente ingenua -murmuró-. Cuando te miro, veo una embriagadora mezcla de inocencia y de sensualidad. Una dama, dispuesta a iniciarse en los placeres del mundo.

Un calor la recorrió por dentro, ante las imágenes que conjuraba su voz. No tenía la menor duda, de lo que podían representar aquellos placeres y de la manera de conseguirlos.

- Entonces quizá te hayas equivocado. No soy Caperucita Roja ni Blancanieves, sino la Bella Durmiente.

Paine se echó a reír.

- Si tú eres la Bella Durmiente, ¿entonces qué soy yo?

Julia reprimió la primera respuesta que acudió a sus labios: que era el Príncipe Encantador, dispuesto a despertar a la princesa con su primer beso de amor. Pero ese papel, nunca sería para un hombre como él.

- Qué fácil me lo pones. Tú eres el lobo. Siempre eres el lobo.

Paine retrocedió un paso, con un brillo burlón en los ojos.

- Entonces, vámonos a mi guarida…

Su respuesta parecía haberle agradado. Julia se preguntó, si la broma no habría sido una especie de prueba, para asegurarse de que no albergaba ilusión romántica alguna.

Desde el principio, la idea de acompañar a Paine le había parecido excitante. Pero eso sólo duró, hasta que el cochero se detuvo ante la casa de juego. En ese momento, el estómago le dio un vuelco.

- ¿Estás seguro, de que nadie me reconocerá? -inquirió tentativamente. Paine le había explicado que, un hombre de Oswalt, se había presentado la noche anterior preguntando por ella, y que era posible que volviera.

Mientras la ayudaba a bajar del carruaje, volvió a tranquilizarla.

- Recuerda, Julia. Éste es no es un lugar de diversión. Destacarás como un diamante rodeado de carbones. Pero ya contamos con ello. Si el hombre de Oswalt está aquí, no habrá mejor recurso para despistarlo, que la vista de la dama morena lanzando los dados. Informará a Oswalt de que, la mujer que me acompañaba, no se parecía en absoluto a ti. Relájate. Esta noche no eres Julia Prentiss, sino Eva St. George, una actriz con mucho talento.

Aquello le arrancó una sonrisa. Julia hizo acopio de coraje, diciéndose a sí misma, que estaba a punto de vivir una gran aventura. ¿Cuándo volvería a tener la oportunidad de visitar una casa de juego? Como Julia Prentiss, sobrina de vizconde, tal comportamiento resultaba intolerable, pero disimulada tras el ficticio personaje de Eva St. George, cualquier cosa era posible.

Una hora después, estaba representando, a fondo, su papel como la aventurera Eva St. George. Se hallaba de pie, a la cabecera de una mesa de juego, aturdida y excitada por aquel ambiente. Le tocaba lanzar los dados. Paine le susurró al oído, una serie de instrucciones.

- Haz tu apuesta antes de lanzar, cualquier número que elijas entre el cinco y el nueve. Si la cifra es mayor, tú ganas. Si sacas un dos o un tres, pierdes; a eso se le llama «sacar los cangrejos».

- ¡Siete! -gritó Julia, antes de lanzar los dados de marfil sobre el tapete verde. Un seis rodó primero; se mordió el labio, a la espera de que se detuviera el otro dado-. ¡He ganado! -gritó.

Los hombres, que se arremolinaban en torno a la mesa, se echaron a reír, regocijados por su júbilo. Julia volvió a recoger los dados, preparándose para la siguiente ronda. Paine se inclinó para soplárselos, en son de buena suerte, gesto que provocó las sonrisas de complicidad de los demás jugadores.

- Se suponía que tenía que ser, lady Luck, quien soplara los dados, Ram -gritó uno de ellos.

- ¿Estás de broma? -exclamó otro-. Con la suerte que tiene Ram, yo le dejaría que soplara los míos todas las noches de la semana.

Julia volvió a lanzar los dados.

- ¡He ganado otra vez! -en su entusiasmo, le echó a Paine los brazos al cuello y se apretó contra él-. ¡Adoro este juego!

En realidad, habría adorado cualquier juego que le hubiera permitido tener a Paine al lado, susurrándole cosas al oído. La combinación de su impresionante traje de noche y su masculino aroma, resultaba de una potencia embriagadora. Esa noche exudaba un aura autoritaria de hombre de mundo capaz de enfrentarse a cualquier peligro.

Paine reaccionó a su efusivo gesto, tomándola de la cintura y plantándole un beso, que enardeció los ánimos de los presentes.

- Veamos si esto te da buena suerte -le dijo con una sonrisa, soltándola y entregándole los dados-. Por tercera vez.

- Parece que la suerte ya la tiene -gritó alguien, al fondo de la mesa.

Julia se sonrojó. El público despliegue de afecto de Paine, la había sorprendido tanto, que tardó un segundo en recordar el papel que estaba representando: el de una consumada actriz, acostumbrada a tales efusiones y a los comentarios resultantes.

A su lado, Paine mantenía una mano sobre su cintura, como si hubiera adivinado su reacción.

- Lo estás haciendo bien. Muy convincente -le susurró al oído.

Volvió a lanzar los dedos y la mesa entera coreó su alegría.

Las estridentes carcajadas, procedentes de la mesa de los dados, atrajeron la atención de Sam Brown, casi contra su voluntad. Esa noche había mucho alboroto, y el ruido, le estaba impidiendo concentrarse en estudiar a la clientela. La noche anterior, también había visitado aquella casa de juego, sin sacar nada en claro: ni rastro de la chica del jefe.

Desde su pequeña mesa situada en una esquina, dominaba toda la sala. Técnicamente, nadie que entrara o saliera podía escapársele, pero su atención volvía una y otra vez a la mesa de juego.

Se alzó otro coro de exclamaciones, seguido de un aplauso. El mar de gente pareció agitarse, y, en medio, alcanzó a distinguir a un caballero de traje oscuro y a una despampanante dama, que lucía un atrevido vestido rosa, inclinada sobre la mesa con los dados en la mano.

Al hombre lo reconoció de la noche anterior. En aquel entonces, había estado solo y vestido de manera informal. Pero era el mismo. Su rostro, de aire aristocrático, era de los que no se olvidaban fácilmente.

Una joven camarera, vestida de manera provocativa, pasó al lado de su mesa. La agarró del brazo.

- Otro brandy -ordenó, lanzándole una moneda en la bandeja, y señaló la mesa de los dados con la cabeza-. ¿Quién es el caballero?

- Paine Ramsden -respondió la chica, suspirando con expresión soñadora.

Brown soltó un gruñido.

- Parece un noble.

- Y lo es, al menos para nosotros. Es el dueño. Viene aquí cada noche y lleva el negocio personalmente.

Sonrió, pero Brown sabía que aquella sonrisa no era para él. Estaba recordando algo sobre aquel propietario de garito de juego, que más bien parecía un dios. Bueno, al menos estaba dispuesta a hablar del objeto de su adoración. Era más de lo que había logrado sonsacar a cualquier otro, lo que indicaba que había gato encerrado. Todo el mundo era demasiado discreto.

- Corre el rumor de que su hermano es conde -continuó la chica, soltando otro suspiro-. El hermano de un conde, codeándose con nosotros. ¿Quién habría esperado algo así?

Y se marchó, agotada ya la información sobre Ramsden que podía proporcionarle. Pero Brown tenía ya suficiente material, para reflexionar. Efectivamente: ¿quién lo habría imaginado? ¿Qué hacía el hermano de un noble, regentando un establecimiento de baja estofa? A primera vista, la gente que lo frecuentaba parecía de los bajos fondos de Londres: hombres duros, de mala fama. Los dandis de la esquina eran la excepción. Pero Sam podía imaginar, a qué habían ido aquellos pisaverdes: indudablemente andarían a la busca del ambiente de aventura y excitación, que sólo las clases bajas podían proporcionarles.

La chica volvió en aquel momento, con su brandy.

- ¿Qué hay de la mujer que lo acompaña? ¿La conoces?

La camarera negó con la cabeza.

- Siempre lleva un precioso pajarillo sobre el brazo. Se dice que es actriz.

Con el vaso en la mano, Brown se quedó mirando a la atractiva pareja. Sabía que Ramsden era un hombre carismático, pero la verdadera razón de que todo el mundo se arremolinara en torno a la mesa era la mujer. Con su llamativo vestido rosa parecía realmente una sirena, atrayendo a los hombres. Su risa los cautivaba. Estaba entusiasmada con el juego, y el regocijo que le producía ganar, era tan fresco y espontáneo como su decepción, cuando los dados la traicionaban.

Una vez apurado su brandy, se acercó a la multitud, para estudiar más de cerca a la mujer. Alguien del grupo, gritó:

- ¡Vamos, Eva, sacad un buen número!

La joven alzó los dados, para que se los soplara Ramsden, los lanzó y ganó. Los curiosos estallaron en aplausos.

- ¡Hurra por la suerte de la St. George!

Eva St. George. Ahora ya tenía un nombre y una ocupación. Eso podría llevarlo a algún lugar. Pero ¿adónde? Según la camarera, era habitual que, Ramsden, se presentara cada noche con una mujer distinta. No había nada que sugiriera, una relación entre aquella pareja y la chica perdida. Todo indicaba, que había vuelto a desperdiciar otra velada, por culpa de una falsa alarma de su intuición, algo, por otra parte, poco habitual en él.

Lanzó una última mirada a la feliz pareja y ya se disponía a marcharse, cuando sintió que alguien le propinaba un ligero codazo, como para llamar su atención. Un joven bien vestido, con la mirada clavada en el juego, se hallaba a su lado.

- ¿Estáis acaso buscando, información sobre una chica? -le preguntó a Brown, sin mirarlo.

- Sí. ¿Sabéis algo?

- ¿Tenéis para pagarlo?

- Sí, pero sólo las informaciones valiosas. Para los mentirosos, tengo un cuchillo en las costillas. Encontraos conmigo en el callejón trasero y veremos lo que tenéis -no habría durado tanto tiempo como matón de Oswalt, si hubiera creído a pie juntillas a cada informante con que se había tropezado.

El joven lo esperaba en el callejón, claramente nervioso. Brown se alegró de ello. Eso le permitiría llevar la iniciativa.

- De acuerdo, decidme lo que sabéis. Tengo cincuenta libras para vos, si la información es buena.

La expresión del joven se iluminó, ante la perspectiva del dinero.

- La chica estuvo aquí, hará un par de noches. Llevaba un vestido de seda color aguamarina y tenía el cabello castaño cobrizo. ¿Me dais el dinero?

Brown entornó los ojos.

- No tan rápido. ¿Por qué habría de creeros? Quizá me hayáis oído, facilitar a alguien su descripción.

El joven tragó saliva.

- La vi con mis propios ojos. Yo estaba sentado a una mesa, jugando al commerce con Ramsden. Él se dirigió a la puerta a buscar a la chica. Luego, se encerró con ella en su despacho. Ramsden ya no volvió, ni esa noche ni la siguiente.

- Muy bien -asintió Brown. Había advertido el tono de resentimiento en la voz del dandi, cuando mencionó el nombre de Ramsden. Aquello explicaba muchas cosas, como el hecho de que aquel joven tan bien vestido, estuviera en aquel momento hablando con un hombre como él-. ¿Os desplumó Ramsden?

- Sí -suspiró-. Ramsden tiene la suerte del diablo. Si mi padre descubre, que me he gastado en el juego la asignación de este trimestre, estoy perdido.

Brown se sonrió. Sospechaba que no era la primera vez, que el dandi sufría una racha de mala suerte.

- ¿Cuánto le debéis a Ramsden?

- Unas cien libras.

- Veréis. Yo os daré esas cien libras: cincuenta por vuestra información de esta noche y, otras tantas, si seguís frecuentando el club y me avisáis si la dama reaparece -le lanzó una bolsa de cuero, llena de soberanos.

- ¿Cómo os encontraré?

Brown le dio una palmada en el hombro, falsamente amable.

- No os preocupéis por eso. Yo os encontraré a vos.

Desde su puesto en la mesa de juego, Paine observó, disimuladamente, el retorno de Gaylord Beaton, tras una corta ausencia de diez minutos. Tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad, para no sacarlo otra vez a la calle y darle su merecido. Aquel chico era tan estúpido, como mal perdedor. Después de ganarle al commerce y al faro, Paine había esperado que aprendiera la lección y se mantuviera alejado de los garitos de juego.

Pero no había aprendido la lección y ahora estaba dispuesto a vengarse, contemplando sin duda a Paine, como el culpable de todos sus males. Desafortunadamente para él, no era tan astuto como creía. Paine no había tenido necesidad de preguntarle a John, adonde habían ido: lo había visto escabullirse por la puerta trasera.

Paine sabía también, con quién se había encontrado en el callejón. El hombre de Oswalt había vuelto: no le había quitado ojo en toda la noche. Y lo había visto charlar con la camarera. A pesar de sus esfuerzos, por mantener en secreto la aparición de Julia en el club, todo apuntaba a que el secreto se estaba descubriendo. Ya era mala suerte que, Gaylord Beaton, hubiera estado presente en el club, la noche en que Julia fue a buscarlo, y que, además, hubiera encontrado el coraje necesario, para vender la información a uno de los matones de Oswalt.

Esbozó una mueca, al pensar en las consecuencias. Para el amanecer, si no antes, Oswalt sabría que Julia había sido vista, por última vez, en su club. Oswalt presumiría, correctamente, que estaba con él y que había encontrado refugio en su casa. El único secreto que, aún, no había sido descubierto, era que Julia era la dama morena que lo acompañaba en aquel momento…

El disfraz de Eva St. George, había sido un éxito a todos los niveles. A veces, hasta Paine tenía problemas para recordar que, la mujer que se hallaba a su lado, era la refinada sobrina de un vizconde. La joie de vivre de Julia, era absolutamente convincente. Pero no duraría mucho. El matón tal vez tardara algo en sumar dos más dos, pero Oswalt era astuto y sospecharía inmediatamente, de la repentina aparición de la actriz en el mismo club donde, apenas dos noches atrás, se había presentado Julia. Sobre todo cuando descubriera que ninguna actriz, llamada Eva St. George, trabajaba actualmente en las tablas.

Se volvió para mirar a Julia, que reía mientras volvía a lanzar los dados. No quería alarmarla. Se estaba divirtiendo tanto… Los asistentes estaban encantados. Pero había que poner fin a la velada. Sólo disponía de un puñado de horas, para llevarla a un lugar seguro.

Paine era un solitario, un hombre habituado a confiar únicamente en sí mismo. Le costaba imaginar un lugar o una persona, con quien pudiera dejar a Julia… hasta que se le ocurrió uno. Podía llevarla a su casa. Pero no a Jermyn Street o a su anónimo hogar de Brook Street, sino a Dursley Park, la casa solariega del conde de Dursley, en el condado ovejero de Cotswolds.

Llevaba doce años sin volver, pero seguía siendo el lugar más seguro. Entre la influencia del conde y los gruesos muros de la finca, Julia estaría perfectamente a salvo, al margen de la acogida que Paine recibiera de sus hermanos.

Suspirando, apoyó una mano en la cintura de Julia con gesto posesivo. Acto seguido, le murmuró al oído que debían marcharse. Había llegado el momento. El hijo pródigo retornaba a casa.