Diez
Julia dormitaba de manera irregular, golpeándose la cabeza con la pared del carruaje, por culpa de los baches del camino. El interior del coche estaba acolchado, para prever esa eventualidad, pero conciliar el sueño se le antojaba imposible. Su mente no dejaba de dar vueltas, a lo irreal de toda aquella situación.
El día siguiente, haría el quinto desde que recibió la noticia de su compromiso. Si se hubiera quedado en Londres con sus tíos, en aquel preciso momento estaría enfrentándose con Oswalt y con su médico. El pensamiento la hizo estremecerse. Pero… ¿era aquello mejor? Había huido, con la esperanza de perder la virginidad ante algún libertino sin escrúpulos. En ese aspecto su plan había tenido éxito, pero había sido una ingenuidad por su parte, ya que eso jamás habría bastado para pararle los pies a Oswalt, de creer a Paine.
Aparentemente, ella creía en Paine. Y ésa era, precisamente, la razón principal de su desasosiego. En tan sólo cuatro días, había llegado a confiar plenamente en él, como en un hombre de honor. Había depositado en sus manos su futuro y el de su tío. Y esa confianza estaba fundamentada en algo, tan precario, como su intuición.
Su intuición la había convencido de que, su mejor carta para escapar de Oswalt, era seguir el consejo de Paine y no retornar a su hogar con sus tíos. Esa misma intuición, era la culpable de que, en aquel momento, estuviera en un carruaje circulando a toda velocidad en plena noche, con la esperanza de que la familia de Paine les ofreciera refugio.
La intuición la había llevado a confiar ciegamente en Paine Ramsden, y no sólo por lo que se refería a sus problemas con Oswalt. Para mejor o para peor, se había permitido ver en Paine algo más que un simple medio, para conseguir un fin. En casa, había conocido a chicas que se habían prendado de jóvenes del pueblo, y en sus fantasías habían elaborado imágenes ideales sobre los objetos de su afecto, sólo para verse decepcionadas, por la intrusión de la realidad. ¿Habría hecho ella lo mismo con Paine Ramsden? En su terror, ¿habría estado tan desesperadamente necesitada de un héroe, que había proyectado su imagen sobre Paine, decidida a encajarlo en ella?
Habría sido fácil cometer un error semejante, aun sin lo comprometido de la situación. Paine Ramsden era pecaminosamente guapo y reunía todas las cualidades del héroe de novela gótica o romántica: un varón de pasado escandaloso, la perfecta criatura, a la espera de ser redimida por el amor de una mujer.
Pero en la frase «a la espera de ser redimido» radicaba, precisamente, el problema. Julia no podía imaginarse a Paine en esa tesitura, contradiciendo, precisamente, la historia que había elaborado, para recuperar su lugar en los círculos de la buena sociedad. Lo miró disimuladamente: él tampoco estaba dormido, aunque tenía los ojos cerrados. Su cuerpo exudaba una tensión, que desmentía su relajada postura. Estaba esperando algo, desde luego, pero no la redención, eso era seguro.
No. Paine estaba perfectamente contento con su vida, sus sutras y todo lo demás. Cuando entró, por primera vez, en su casa de juego y lo vio dirigirse hacia ella, con aquella actitud de tranquila confianza, supo de inmediato, que era un hombre que se encontraba perfectamente cómodo en el mundo. Había encontrado su lugar. De ahí que considerara, altamente improbable, que algo o alguien pudieran convencerlo de que renunciara a esa vida. La vida «normal» difícilmente podía resultarle apetecible, a un hombre que disfrutaba tanto de su libertad.
Quizá la «normalidad» fuera, precisamente, la razón de su aversión hacia la buena sociedad. El puesto que la tradición reservaba a un segundón como él, nunca habría podido satisfacer a un hombre de su carácter. Y la elección de apartarse de la sociedad, también lo había apartado de su respetable familia. Una difícil elección, y no tan distinta, de la que ella misma había hecho recientemente.
Por supuesto, quizá estuviera inventándose cosas en su deseo de buscar similitudes entre Paine y ella. De nuevo surgió el temor, de que se estuviera fabricando un héroe o un personaje, a partir de un hombre poco deseoso de encajar en aquel molde. A lo mejor, simplemente, no se llevaba bien con su familia. Y, en ese caso, alejarse de ella había sido la decisión más fácil del mundo.
Julia sabía muy poco sobre su familia, aparte de los escasos datos de los rumores de las debutantes o las informaciones que había leído en las crónicas sociales del Debrett's. Su hermano era el conde de Dursley, eso sí lo sabía, y Paine era el tercero de tres hijos. Aparte de ello, estaba el escándalo que parecía perseguirlo a todas partes. Julia había conocido muy pocos detalles sobre su vida, cuando decidió salir a buscarlo aquella noche: sólo que doce años atrás, se había visto envuelto en un duelo por causa de la virtud de una mujer. El resto estaba envuelto en sombras; solamente sabía que Paine se había exilado, cuando el duelo fue denunciado ante las autoridades. Desde entonces, lo único que había sabido era que, su oponente en aquel duelo, había sido precisamente Oswalt.
Se preguntó qué supondría para él, en aquellos momentos, el hecho de volver a casa y enfrentarse a su familia. Seguro que no había sido una decisión fácil, pero la había tomado sin dudarlo, y todo por el bienestar de ella. Julia no se lo había sugerido; de hecho, ni siquiera había sido consciente del inminente peligro al que se había enfrentado en Londres.
Finalmente, renunció a toda pretensión de descansar.
- ¿Por qué lo has hecho? -le preguntó de pronto.
Paine abrió rápidamente los ojos con expresión alerta, confirmando sus anteriores sospechas. Él tampoco había estado durmiendo.
- ¿A qué te refieres?
- ¿Por qué decidiste volver a casa?
- No había otro lugar a donde ir. La decisión no podía ser más fácil. No se me ocurrió un sitio más seguro, que la casa de mi hermano.
- ¿Se alegrará de vernos? -inquirió Julia, deseosa de saber qué clase de recepción se encontrarían.
Paine esbozó una sonrisa irónica.
- A su manera, espero que sí. No preocupes, Julia. Le gustarás.
- ¿Qué le contarás sobre mí?
- La verdad, aunque dudo que mi hermano se alegre de saber de mi último enfrentamiento con Oswalt -se puso serio-. Pero nos ayudará.
- Oh -había pensado, por un momento, que le contaría a su familia la historia que habían inventado, sobre su amor a primera vista. De ahí su decepción, al escuchar la verdad pronunciada con tanta claridad…
Paine no parecía inclinado a proseguir la conversación, así que ella lo hizo por él.
- ¿Cómo es tu hermano?
- ¿Cuál de ellos? Ya sabes que tengo dos. Peyton, el conde, y Crispin, el segundo. Es posible que estén ambos en casa. Crispin desprecia la Temporada y Peyton no suele bajar a la capital, hasta finales de junio. Lo retrasa todo lo posible. Al menos ésa era su costumbre.
Julia experimentó una punzada de pánico. ¿Y si habían hecho todo aquel viaje en balde y el conde no estaba en casa?
- ¿Existe alguna posibilidad de que tu hermano haya partido ya para Londres?
- No. La carta que ayer le envié a Dursley House, su residencia de Londres, me fue devuelta, y mi lacayo me dijo que la aldaba aún no había sido instalada en la puerta. Le envié dos cartas, sólo para estar más seguro: una a la ciudad y otra al campo.
Su momentáneo temor resultó aliviado, aunque persistían sus otras preocupaciones.
- De manera que me dirijo a la propiedad de un caballero soltero, con vistas a convivir con tres hermanos -Julia intentó tomárselo a la ligera.
De repente, se sentía ridícula por preocuparse de semejantes formalidades. Técnicamente, había roto todas y cada una de las reglas que podía romper una debutante de la Temporada. Era absolutamente ilógico, inquietarse por aquellas nimiedades en su situación actual. Pero los viejos hábitos tardaban en morir. Paine se echó a reír.
- Peyton convenció a nuestra prima Beth, de que se fuera a vivir con ellos. Según mi tía Lily, es Beth quien lleva ahora la casa, un arreglo que a Peyton le resulta mucho más conveniente que buscarse esposa.
Julia pensó en la alta dama de edad, a la que había acompañado Paine la noche en que lo vio por primera vez, de lejos, en el baile: debía de ser la famosa tía Lily. Paine y ella compartían el mismo cabello negro y parecían llevarse muy bien.
- ¿Por qué no se casa? La prima Beth puede seguir llevándole la casa, pero no le dará herederos.
- Quizá Peyton no haya encontrado todavía a la mujer adecuada. En cualquier caso, Crispin sería el heredero perfecto. La familia se perpetuará -se estiró para retirar una cortina: el día estaba alboreando-. Pronto podremos hacer una parada y descansar un poco -dijo, cambiando claramente de tema.
Julia tuvo que contentarse con lo que había averiguado, aunque las respuestas de Paine le habían suscitado aún más preguntas.
Aparte de su tía Lily, aparentemente, Paine no había mantenido ningún contacto directo con sus hermanos durante los meses que llevaba en Inglaterra. Se preguntó por qué, ya que resultaba obvio que les profesaba un gran afecto. Aquella falta de contacto… ¿sería recíproca? ¿Habría intentado contactar el conde con Paine? Tenía que saber que su hermano había vuelto…
El sol llevaba ya dos horas en el cielo, cuando se detuvieron en una posada para cambiar de caballos. Paine reservó una estancia privada, para que pudieran comer en un ambiente lo más discreto posible. Siguiendo su consejo, Julia se dejó la peluca morena. Al menos así, el posadero podría negar, con sinceridad, que ninguna mujer de cabello color canela había pasado por allí, si acaso llegaba a verse interpelado por algún hombre de Oswalt.
Julia se sintió mucho mejor, después de haberse lavado la cara y las manos y de haber comido algo. Acto seguido, se ocupó de llenar una cesta de provisiones en la cocina, mientras Paine redactaba otra carta y la mandaba con un mensajero.
- ¿Para quién es la carta? -le preguntó, cuando se reunió con él en el patio de cuadras.
- Para mi hermano. Pensé que sería prudente avisarle, con antelación, de nuestra llegada. No es amigo de sorpresas -sonrió en un intento por tranquilizarla, pero Julia no se dejó engañar. Detrás de aquella medida de precaución se ocultaban otras razones. Si resultaba que los hombres de Oswalt los interceptaban y no conseguían llegar a tiempo, el conde podría salir a buscarlos. Julia esperaba que no tuvieran que llegar a eso. Conocía el protocolo lo suficientemente bien como para saber que, Paine, apenas llegaba a míster. El título de honorable era distinto. Cometer un acto de violencia contra el conde de Dursley, serían palabras mayores, y Oswalt jamás se arriesgaría a algo semejante.
Paine la ayudó a subir al coche y se sentó en el pescante, para dar un respiro al cochero. No podían permitirse el lujo de detenerse para dormir y, el cochero, tenía que descansar. Un conductor no podía ser obligado a conducir más de un tiro de caballos, sin arriesgar la seguridad del viaje; semejante acto, habría constituido una locura.
Paine restalló el látigo. Iban a ser dos días enteros de viaje. Por una parte ansiaba estar dentro del coche, con Julia; habría dado quinientas libras, por saber lo que había estado pensando desde la madrugada. Pese a que había tenido los ojos cerrados, prácticamente había podido ver las ruedecillas de su cerebro, funcionando a toda velocidad.
Aunque le habría gustado haber sido el objeto de aquellos pensamientos, esperaba que no hubiera sido así. Habría sido peligroso para Julia. Habitualmente, Paine limitaba sus relaciones a mujeres que entendían y compartían su juego, mujeres que se daban por satisfechas con los placeres temporales que él pudiera darles. Julia Prentiss, en cambio, era distinta, y ésa era la razón por la que se sentía tan impelido a protegerla. Hasta el punto de estar dispuesto a regresar a casa, para enfrentarse con Peyton y pedirle disculpas por todo lo sucedido.
Tanto si lo admitía como si no, o si era o no consciente de ello, Julia albergaba expectativas en cuanto a él. En aquel momento, necesitaba un paladín a su lado y él estaba más que dispuesto a jugar ese papel, al menos a corto plazo. Después, sin embargo, no. Sabía que tendría que volver a marcharse de Inglaterra: quizá no al día siguiente, ni al otro mes, pero al cabo de unos años partiría de nuevo. Había un ancho mundo que explorar y Gran Bretaña se encontraba muy bien situada, como punto de partida de aquellas exploraciones. Julia, en cambio, se había criado en la campiña inglesa. Querría tener un marido y una familia. Una vida estable, con raíces.
Paine tuvo que tirar con fuerza de las riendas, para evitar caer en una zanja del camino. ¿Un marido? Eso no era para él. Jamás podría convertirse en el marido de nadie, y menos de Julia Prentiss. Ella le entregaría toda su confianza, toda su pasión, todo su corazón… y él acabaría haciéndole daño. Julia se merecía algo más, que un hombre tan inquieto como él. Antes de que pudiera siquiera pensar en casarse, tendría que encontrar la paz que tanto ansiaba. Quizá esa paz estuviera en Bombay, en Birmania, en algún otro lugar místico, que aún le faltara por explorar.
«Quizá esa paz esté en ella. Quizá Julia te regale esa paz», resonó una voz tentadora en su mente. «Por eso le enseñaste el bambú partido y el bostezo. Tú sabes que esas posiciones permiten que, cada amante observe las reacciones del otro, sin ningún obstáculo de por medio. Te dejan emocionalmente expuesto. Por eso tienes esos orgasmos tan intensos con ella y sólo con ella. ¡Así que adelante, mata al dragón y quédate con la mano de la princesa!».
Paine volvió a tirar fuerte de las riendas, evitando que el carruaje se acercara peligrosamente a la cuneta del camino. ¡Por las campanas de Lucifer, se estaba volviendo loco! Había estado a punto de volcar el coche dos veces, mientras se distraía imaginándose como marido de la deliciosa Julia… ¿En qué había estado pensando?
Oh, lo sabía perfectamente, y sabía también en qué debería estar pensando. Debería centrarse en la tarea que tenía entre manos, en vez de soñar imposibles fantasías. Londres quedaba ya muy atrás, a siete horas de viaje. Para el atardecer del siguiente día estarían, ya en casa de su hermano. Peyton también era consciente de que el juego, con Oswalt, había empezado y que ya no habría marcha atrás.
Paine condujo durante toda la tarde de aquel día. A su alrededor, ondeantes campos de trigo se extendían como mantos dorados, tan semejantes a los de su paisaje natal. Con la imaginación, veía a tres chicos retozando por los campos, con los pantalones arremangados y cañas de pescar al hombro. A un desconocido le habría costado distinguirlos: físicamente eran casi iguales, exceptuando la diferencia de estatura. Todos con el pelo negro y los ojos azules, brillantes de malicia.
Aquéllos habían sido días idílicos, cuando vivían como hermanos y amigos, bajo el hechizo y el encanto del verano inglés. Cada año había sido así: los tutores los despedían durante los meses de calor y los tres vagaban por la campiña, libres y felices. Paine era seis años más joven que Peyton. Durante un tiempo, había llegado a creer que, aquellos veranos, durarían eternamente.
Pero finalizaron, cuando Paine cumplió los ocho años y Peyton partió para la escuela aquel otoño, dejando un enorme vacío detrás. Peyton había sido la argamasa que había unido a los tres: sin él, Crispin y él se habían sentido perdidos. Peyton había sido el inventor de sus fantásticas aventuras, el líder de sus correrías. Había sido el único que había representado, a la vez, el papel de padre y hermano, en ausencia del verdadero padre que se había pasado la vida, casi exclusivamente, en Londres.
Paine sabía ahora que, si su padre hubiera pisado el hogar más a menudo, Peyton habría partido mucho antes para la escuela. La norma dictaba que los primogénitos, abandonaban la casa solariega muy temprano. En cualquier caso, todo empezó a cambiar, el día en que apareció el carruaje que se llevó a Peyton.
Pero en ese momento, no quería pensar en aquellos oscuros días, no con aquel sol brillando en aquel límpido cielo de verano. Quería volver a ser un niño, inocente, recién abierto al mundo. Una fantasía lo asaltó de pronto. Se vio a sí mismo con dieciséis años, perdidamente enamorado de una chica tan pura y curiosa como él. Tendría que ser una chica de campo, por supuesto, para que pudieran preparar un picnic e internarse en el bosque, hasta llegar a un lecho de flores. Comerían pan negro y queso, acompañado con una jarra de cerveza, todo ello dispuesto sobre una vieja manta. No habría necesidad de carabinas, ni de falsas cortesías, ni de laboriosos cortejos de noviazgo.
Volvió a pensar en Julia. De todas las mujeres que había conocido, ella era la que mejor encajaba en aquel escenario. Le parecía una ironía que hubiera ido a buscarlo, para que arruinara una de las cualidades que más admiraba de ella. Sabía, como ella, que la inocencia era mucho más que la mera evidencia física de la virginidad. Había conocido vírgenes que no habían sido, ni mucho menos, tan inocentes.
Julia había querido que le robara la inocencia y, de algún modo, él se había comprometido a protegerla. Lucharía contra Oswalt, con cualquier arma que tuviera a mano. Más adelante, ya se ocuparía de analizar las razones que lo impulsaban a ello…
