Doce
El pronóstico de la prima Beth, se reveló absolutamente acertado. Después de diecisiete horas de sueño y cataplasmas calientes, Paine mejoró de salud y de aspecto, pese a la herida del brazo. Peyton y Crispin habían rebuscado en sus respectivos armarios para aprovisionarle de ropa. Los tres eran de estatura y corpulencia similares, así que los trajes le sentaron bien. Los escasos efectos personales que Julia había recogido en su casa de Brook Street, estaban sobre el tocador. Reconoció su peine y su navaja barbera.
Movido por la curiosidad, buscó la ropa que Julia había empaquetado en la maleta de viaje. Nada más abrir el armario, soltó una carcajada: estaba vacío a excepción de sus pantalones, completamente arrugados y casi inservibles. Recordaba que su camisa había sido aprovechada, a favor de una buena causa. Imaginó que la ropa de Julia se encontraría en un estado semejante. Por lo demás, no dudaba de que la prima Beth la hubiera aprovisionado, tan bien como a él.
La vista de su ropa estropeada, le evocó la imagen de Julia en su casa de Brook Street, abriendo cajones como una loca y rebuscando entre la ropa. Al principio, la imagen le resultó cómica a la vez que enternecedora. Pese a las prisas, había pensado en lo que él podría necesitar: el peine y la navaja así lo atestiguaban. Pero, en seguida, aquella imagen perdió su lado amable: su Julia nunca debió haber escapado en mitad de la noche. Su Julia nunca debió haber conocido el miedo, que había conocido durante su huida de Londres. Un feroz sentimiento de protección, se despertó en él. Su Julia.
Lanzó una última y rápida mirada, a su imagen en el espejo. Lo haría. Le sentaría bien un afeitado, pero no quería perder el tiempo. Quería ver a Julia. Tenía la sensación, de haber descuidado sus obligaciones para con ella. La había dejado sola en una casa llena de desconocidos. Aunque tampoco tenía muchos motivos para preocuparse: Peyton se ocuparía de ella. Paine había sido muy claro en su misiva, sobre lo crítico de su situación.
Vestido con aquella ropa prestada, bajó las escaleras en busca de Julia. El sol ya estaba alto. Escuchó voces procedentes del comedor del desayuno, la de Julia entre ellas, charlando y riendo con sus hermanos. A Beth también se la oía bromear. Era un sonido delicioso y reconfortante, que le hizo sonreír.
Julia estaba sentada al fondo. Nada más verlo en la puerta, una radiante sonrisa iluminó su rostro.
- Paine, estás despierto…
Habría sido capaz de pasarse todo el día, contemplando aquella sonrisa.
- ¿Cómo te sientes? -le preguntó Peyton, sentado a la cabecera de la mesa.
- Bastante bien -le aseguró Paine, sintiéndose repentinamente incómodo en presencia de sus hermanos, como si fuera un niño sorprendido, al que hubieran llamado al orden y no un hombre hecho y derecho de treinta y dos años. En un intento por ocuparse en algo, se volvió hacia el bufé para servirse el desayuno: el típico desayuno que se había servido en la mesa del conde de Dursley, desde hacía años. Experimentó una serena y nostálgica alegría, mientras se llenaba el plato de huevos, salchichas y pan tostado.
Se sentó frente a Julia. La animada conversación, que había escuchado desde las escaleras, se había interrumpido de pronto, para ser sustituida por un tenso silencio.
Paine desdobló la servilleta de lino, esperando que la reconvención empezara de un momento a otro, durante el desayuno. Esperaba que no fuera así. Preferiría tener que explicarse en privado, con Peyton. No le gustaba la idea de que lo sermonearan delante de Julia. De alguna manera, se había acostumbrado a su papel de caballero andante, un héroe, en vez de un libertino cargado de secretos.
Tener que explicarle, los doce últimos años de su vida, a Peyton delante de Julia afearía aquella imagen. Apenas un año atrás, no le habría importado lo que pensaran de él. Pero durante el tiempo que llevaban juntos, de repente había cobrado importancia lo que Julia pudiera pensar de su persona.
- Hace un día magnífico -empezó Peyton, recurriendo al consabido tópico de conversación inglés-. Un tiempo perfecto, para que le enseñemos a Julia la propiedad.
- Le diré al cocinero que prepare una cesta de picnic si quieres, Paine. Podéis salir a recoger fresas. Estamos en plena temporada -sugirió Beth, animada.
Julia acogió encantada la idea.
- Me encantaría verlo todo -exclamó con tono alegre, pero de repente se puso sería-. Aunque… eso puede esperar -se dirigió a Paine-. Supongo que tendrás mucho que hablar con tus hermanos.
- Oh, ya habrá tiempo para hablar después -se apresuró a asegurarle Peyton.
Paine experimentó una punzada de irritación. Ya era mayorcito, para tomar sus propias decisiones. Pero dominó su temperamento, decepcionado de que la vieja semilla de su descontento siguiera allí, dispuesta a brotar a la menor provocación.
Si había regresado a su casa, había sido por el bien y la seguridad de Julia. Desde el principio, había sabido que aquella decisión requeriría ofrecer disculpas y explicaciones. No podía enfadarse tan fácilmente con Peyton, si quería que lo viera como lo que era en realidad: un hombre cambiado, experimentado, de mundo.
- Salgamos entonces.
Dursley Park tenía una extensión varias veces mayor, que la modesta finca del tío de Julia. Le maravillaron las vastas praderas de césped, exquisitamente cuidado, que se extendían hasta la línea de bosques que bordeaban el lado sur de la finca. Paine le dijo que aquel bosque estaba lleno de senderos, que llevaban a diversos caprichos y templetes románticos. Ya habría tiempo para explorarlos después. Ese día se dirigían al flanco oeste de la propiedad, donde los campos de grano se ondulaban como un mar dorado bajo la suave brisa.
Paine conducía una pequeña calesa tirada por una sola jaca, a paso lento. No llevaba chaqueta y se había arremangado la camisa; con aquel sencillo atuendo, exudaba una natural belleza masculina. Julia no se cansaba de contemplarlo.
- ¿Qué pasa, Julia? Te has quedado mirándome fijamente.
- Estaba pensando que tu aspecto de hoy, me recordaba al que tenías la primera noche que te vi. También te habías arremangado la camisa -balbució, avergonzada por haberse dejado sorprender de esa manera.
- De eso hace solamente una semana.
- Han pasado tantas cosas desde entonces… -repuso Julia, esforzándose por mirar al frente y no a él. Se sentía reacia a hablar de eso en un día tan hermoso, pero habría sido una deshonestidad no reconocerlo-. Yo nunca quise que la situación llegara tan lejos -le confesó con tono suave. Tenía que decírselo. La sensación de culpa, era demasiado pesada para soportarla en silencio.
Sintió la mirada de Paine clavada en ella.
- ¿Qué le has contado a Peyton?
- Casi nada. No sabía muy bien lo que querías que le dijera. Pensé que debías hablar tú primero con él. No estaba segura… -se interrumpió, vacilante. En realidad, se encontraba completamente fuera de su elemento. Ignoraba la naturaleza y la profundidad de la relación de Paine con su familia.
Paine detuvo la calesa a un lado del camino y saltó al suelo.
- Basta de hablar de esas cosas. Disfrutemos de este día -se acercó para ayudarla a bajar.
Acogió encantada, el contacto de sus manos en su cintura. Había echado tanto de menos sus caricias, durante el tiempo que había pasado dormido… Había echado de menos su contacto, su compañía. Por supuesto, no podía decírselo. Que él le proporcionara placer, que le despertara anhelos, no formaba parte de su acuerdo: simplemente era una consecuencia colateral, aunque compartida.
La atracción mutua no había formado parte de su contrato, pero existía. Y Julia se conformaba con ello. Sabía que, al margen de lo que sintiera por ella, Paine la deseaba físicamente. Cuando todo terminara, ese recuerdo le serviría de consuelo.
Las manos de Paine permanecieron en su cintura, mucho después de que la ayudara a bajar de la calesa. La atrajo hacia sí, obligándola a alzar la cabeza para que pudiera mirarlo. Julia se deleitó con el contacto de su cuerpo, duro y musculoso.
Sin la menor vacilación le dio un rápido beso, ladeando la cabeza con experta precisión para evitar el ala de su sombrero.
- ¿De dónde has sacado esa pamela tan aparatosa? ¡No me digas que te la has traído de Londres!
- No, claro que no… ¡Ya sé que es horrible! -exclamó Julia con tono divertido-. Peyton tendrá que aumentarle la asignación a la prima Beth, para que se compre sombreros más a la moda…
- Vamos. No estoy seguro de que puedas ver bien por dónde pisas, con esa cosa en la cabeza -la tomó de la mano.
Con la otra llevaba la cesta del picnic, mientras la guiaba por el sendero. El terreno era irregular e incómodo, para caminar con las largas faldas del vestido que Beth le había prestado a Julia. Los botines, además, le quedaban algo grandes. Aun así, se sentía enormemente agradecida, por la generosidad que le había demostrado la prima de Paine. De no haber sido por ella, con su vestido de seda hecho jirones, no habría podido salir de la casa…
- Ya hemos llegado -anunció Paine al fin, dejando caer la cesta y la manta.
Julia miró a su alrededor.
- Respira profundo y escucha -le sugirió él, con tono suave.
Así lo hizo, y fue entonces cuando descubrió el atractivo de aquel lugar. El aroma de los campos llegaba hasta ellos, y el rumor de un arroyo cercano mezclado con el trino de los pájaros flotaba en el aire. No tenía que abrir los ojos para saber que era verano.
- Ya recogeremos fresas después -sonriendo, Paine extendió la manta. Luego se sentó y empezó a quitarse las botas.
- ¿Qué estás haciendo?
- Ponerme cómodo -se echó a reír-. Siéntate, Julia. Descálzate. Aquí no nos ve nadie.
Su buen humor resultaba contagioso. Julia se dejó caer en la manta y se quitó los botines.
- Creo que a tus sutras les gustaría este lugar, es como un llamamiento a los sentidos.
- Aprendes rápido -repuso, estirándose junto a ella-. Aunque yo creo que los sutras preferirían mi suntuoso mobiliario y mi exótica música, a nuestra raída manta y al trino de los pájaros.
- No te creas. La sencillez es bella -lo miró de reojo, tímida. Iba a tener que atesorar en su recuerdo, todos aquellos momentos a solas con Paine. Porque después tendría que compartirlo a él, primero con sus hermanos y luego en sociedad, si quería que su plan tuviera éxito. Un éxito que señalaría el final de su asociación.
Recordaba haber pensado una vez, que le resultaría fácil separarse de Paine. Pero en aquel entonces, ni siquiera había soñado que un hombre así pudiera existir…
Lanzó los botines a un lado y se dispuso a quitarse las medias, pero él se apresuró a detenerla:
- Si mal no recuerdo, te gustaba que yo hiciera eso por ti -susurró, con voz ronca y un malicioso brillo en los ojos. Y deslizó las dos manos bajo sus faldas, rozándole el sexo, mientras buscaba el borde de la media.
Julia se mordió el labio. Sabía que estaba húmeda y excitada, cuando Paine se dispuso a bajarle la otra media. Le resultaba embarazoso, que descubriera de ese modo lo muy deseosa que estaba de sus caricias…
- Paine… -protestó, vacilante-. Estamos al aire libre.
- Precisamente. La naturaleza es el lugar perfecto para hacer esto. Según los sutras, el hombre y la mujer han de inspirarse en la naturaleza, para sus juegos amorosos -murmuró, con su voz ronca y seductora-. Hay varias posturas que reciben su nombre de animales: la yegua, el elefante, el soplo del jabalí, la caza del gorrión… La lista es muy larga.
Julia se puso colorada.
- No he conocido a nadie, con una conversación más escandalosa que la tuya…
- Ssshh, Julia -se inclinó sobre ella, mientras le desataba el lazo que sujetaba su sombrero-. Es demasiado difícil besarte con esto puesto… -y la besó en los labios, obligándola suavemente a tumbarse sobre la manta-. Este sutra es conocido como el beso que enciende -le acarició un lado del cuello, con la punta de la nariz-. ¿Qué tal si lo ensayamos hoy?
Julia se resistió un tanto, apartándose lo suficiente para poder mirarlo a la cara.
- No tienes por qué hacer esto, Paine. Ya cumpliste con tu parte del trato. Me deshonraste. No tienes por qué continuar con tu instrucción… -indudablemente, no quería que lo hiciera si, a la postre, no se trataba más que de eso: lecciones de maestría, que podían aprenderse como quien recibía lecciones de piano.
- Creía que te gustaba mi «instrucción».
- Y me gusta -balbució. ¿Cómo podía explicarle, sin contrariarlo, que no quería ser su discípula, sino una compañera, una igual? Semejante implicación lo ahuyentaría, reforzando sus prejuicios sobre las debutantes virginales y su obsesión por cazar un marido.
- Lo siento. Mi acercamiento de hace un momento no ha sido muy sutil -la miró a los ojos, viendo indudablemente en ellos bastante más de lo que ella quería que viera-. Yo quiero hacer estoy tú también lo quieres.
Julia sintió que le ardía la cara, consciente de que no le había pasado desapercibida su reacción a sus caricias, de que tenía la prueba de lo excitada que estaba. Podía leer en sus ojos la intensidad de su deseo. Pero había también algo más en su mirada, algo que no conseguía identificar, tal vez una desesperación que pugnaba por asomar a la superficie.
Y sin embargo, no podía imaginar qué era lo que podía volver tan desesperado, a un hombre como Paine. En aquel momento, se inclinó sobre ella para apoderarse de su boca en un largo y apasionado beso… Así hasta que, de manera automática, el cuerpo de Julia le dio satisfacción.
No debería haberlo hecho, pensó Paine, arrepentido. Estaba tendido de espaldas, con una mano sobre los ojos para protegerse del sol, al lado de Julia, que seguía dormida. Intentó decirse que ella había colaborado de buena gana, en lo que había ocurrido sobre aquella manta. Pero el argumento era débil, apenas una justificación estrictamente técnica. Julia era una joven inocente y virginal. Él, por el contrario, estaba adiestrado en el arte del placer y la excitación. Desde el principio, había sabido que acabaría seduciéndola. Se había servido del propio cuerpo de Julia contra su voluntad. En realidad, apenas había tenido la más mínima oportunidad.
No era que la unión que acababan de compartir no le hubiera gustado, el problema era que había respondido a razones equivocadas. La había deseado, desde el instante en que la vio en el comedor del desayuno, y la había tomado sin que le preocuparan en absoluto las incertidumbres de su situación.
Había satisfecho, desde luego, sus requerimientos de un principio, la había deshonrado a conciencia. Pero no habían llegado a hablar, de continuar con su relación sexual, más allá de los términos de su acuerdo. Eran muchas las cosas que deberían haber hablado y tratado. Su asociación se estaba complicando rápidamente.
Ciertamente, comportarse como su auto designado paladín, no había formado parte del acuerdo, y ni siquiera lo habían discutido. Y sin embargo, ese papel había quedado implícitamente reforzado. Eso precisamente estaba en el corazón de lo que le preocupaba. La había llevado allí, a Dursley Park, por su propia seguridad. Porque era lo justo y lo adecuado.
No quería que Julia pensara que estaba en deuda con él, que tenía que pagarle de algún modo sus favores y que su protección se compraba con sexo. Su orgullo no podía soportar semejante posibilidad. Y, lo que era más importante: su honor tampoco lo toleraba. Para un hombre, que tenía tan poca fe en el tradicional concepto del honor, era un pensamiento inquietante.
Y, sin embargo, había perpetrado el acto con absoluta despreocupación, en nombre de la necesidad más egoísta. Ciertamente había llegado demasiado lejos en su «instrucción». Julia había detectado el peligro que ello entrañaba, al igual que él había comprendido, inmediatamente, sus razones para negarse a que continuara «instruyéndola». Porque no estaba, ni mental ni emocionalmente, preparada para interpretar su relación en términos de una sencilla y mutua gratificación física.
En parte, la culpa era suya; no le había facilitado los recursos necesarios para que ajustara su manera de pensar, para que reinterpretara de otra forma su relación. En lugar de ello, le había soltado una cháchara sobre el sexo en el hinduismo y, ahora, estaba soportando las consecuencias. Julia lo deseaba como algo más que como su tutor en las artes del sexo. Peor aún: él no podía, no debía permitir que ella albergara esa esperanza.
Y sin embargo la deseaba con una desesperación que lo empujaba a desentenderse de cualquier otra cosa, orgullo y honor incluidos. Ansiaba solamente acariciar su cuerpo, volver a entrar en ella, sentir su caliente semilla derramándose en su interior, sabiendo que ese estremecedor clímax le traería la exquisita paz que, de manera misteriosa, había encontrado en ella.
Por muy corta vida que tuviera aquella paz, sabía que la volvería a necesitar.
En aquel mismo momento, por ejemplo, la paz ya lo estaba abandonando. Lo había esperado. Los maestros que había conocido en la India, ya le habían advertido de que la verdadera paz, la permanente, procedía únicamente del interior de cada persona. Y que la llave para encontrarla, empezaba por el perdón de uno mismo. Paine dudaba seriamente de que fuera capaz de eso. De alguna manera, la inocencia de Julia era como un violento recordatorio, de lo muy bajo que había caído él.
Pensó en la historia que se había inventado, para explicar su asociación de Julia: que su amor lo había reformado. Era una curiosa quimera, empezando por el fantasioso detalle de que ella se hubiera enamorado de él. La noche en que se conocieron, Julia le había dejado muy claro el motivo de su visita y la opinión que había tenido de su persona. Si había ido a visitarlo había sido, precisamente, porque no había sabido de otro hombre más inmoral que él, y no había dudado, por tanto, que satisfaría de buen grado su petición. Y todo porque se regía por un código de comportamiento distinto, que, en aquel entonces, ella no había entendido.
Y sin embargo, Julia había confiado en él. Lo había seguido hasta allí e incluso había combatido a su lado. Nunca había dudado de su capacidad para protegerla, y cuando lo miraba con aquellos preciosos ojos verdes suyos, Paine ya no veía cálculo o desconfianza alguna en ellos. Lo que demostraba que ya no lo veía como un simple semental, más o menos útil. Ese pensamiento le infundía alguna esperanza y, en su experiencia, la esperanza era algo muy peligroso, sobre todo para un hombre desesperado.
A su lado, Julia se removió. Estaba preciosa, con el pelo todo suelto y despeinado, y Paine sintió que su cuerpo se despertaba también, deseoso de poseerla de nuevo y de perderse en ella. Pero ahora era un hombre de honor, se recordó, y no podría justificar por dos veces un acto tan egoísta.
- ¿Cuánto he dormido? -le preguntó ella, incorporándose sobre un brazo.
- No demasiado. Una media hora -respondió Paine, despreocupado, y estiró una mano hacia la cesta-. ¿Tienes hambre?
Esperó a que hubieran terminado de comer, para sacar el tema que lo inquietaba. Sonrió al verla limpiarse las manos con la servilleta. Incluso en medio del bosque, descalza y desinhibida, seguía conservando sus buenas maneras. Desde que la vio, había sabido que era una dama. Una dama de verdad.
- Julia, tenemos que hablar de nuestro futuro -empezó.
Julia alzó la mirada, de la servilleta que estaba doblando, con el ceño levemente fruncido.
- Creía que habíamos acordado, que no hablaríamos de Oswalt hoy.
- No me refería a Oswalt, sino a nosotros. A ti y a mí -y se apresuró a continuar antes de que ella pudiera interrumpirlo o malinterpretarlo-. Debo disculparme, por lo que acaba de suceder aquí,… Debimos haber hablado de esto, antes de hacer nada. Nuestro acuerdo ya está satisfecho y no quiero que te sientas obligada a tener sexo conmigo.
Se sentía incómodo, diciéndole todas aquellas cosas. En el pasado, había hablado tranquilamente de sexo, con numerosas mujeres. En sus pasadas relaciones, tales negociaciones habían sido un lugar común.
Julia, por su parte, se ruborizó ante su franqueza. Pero luego lo sorprendió, poniéndole una mano sobre la suya, que descansaba sobre su regazo.
- Tú me has hecho un enorme servicio al traerme aquí. Sin conocerme realmente, te has convertido en mi protector. Jamás se me pasó por la cabeza, que esperaras de ello un intercambio de favores.
- Pues quizá deberías haberlo pensado -repuso Paine, irónico-. Ya sabes lo que soy, cómo vivo. Soy un libertino. Me acuesto con decenas de mujeres y me muevo en los bajos fondos de la capital. A los ojos de la buena sociedad, soy un pervertido sin remedio.
Julia se echó a reír.
- Eso es lo que se dice de ti, pero yo no me lo creo. Ellos no te entienden -bajó la mirada, mordiéndose el labio-. Paine, soy yo quien te debe una disculpa. Acudí a ti, movida por sórdidas razones y, pese a ello, tú me has tratado con mucho más respeto del que yo te tuve, al menos en un principio. Te veía como te veía el resto de la sociedad, y por eso me equivoqué tanto contigo.
- ¿Y ahora, Julia? ¿Cómo me ves ahora? -estaba loco de deseo. Suspiró profundamente, luchando contra el efecto que ella le producía.
- Veo a un hombre bueno que esconde, a los demás, su verdadera personalidad -alzó una mano para acariciarle una mejilla.
Ya estaba. ¿Era posible que, con una sola frase, hubiera visto aquello, que había pasado desapercibido para todo el mundo? Julia le había hecho creer lo imposible: que podía redimirse, salvarse del abismo. Que quizá podía ofrecer al mundo, más cosas de lo que él mismo imaginaba.
Enredó un dedo en uno de sus rizos.
- ¿Y por qué crees que pasa eso?
- No lo sé -se encogió de hombros-. Simplemente estoy segura, de que ese hombre tiene sus razones.
- No me has entendido bien -susurró Paine-. ¿Cómo es que tú ves a un buen hombre, donde todos los demás ven a un libertino?
Julia ladeó la cabeza y se lo quedó mirando pensativa.
- Yo no soy la única que lo ve. Tu familia también -lo acercó hacia sí-. Y ahora hazme el amor, porque sé que te mueres de ganas. Y basta de hablar de acuerdos, Paine.
