Cuatro
Paine se despertó, con el calor de otro cuerpo acunado contra el suyo, un brazo apoyado en la curva de un seno de mujer.
Imágenes de aquella noche, asaltaron su mente con sorprendente claridad: Julia Prentiss, con su delicioso vestido de aguamarina, suplicándole que la deshonrara; sus ojos verdes mirándolo, mientras él satisfacía su petición; Julia desnuda en su cama, gimiendo como reacción a sus caricias, conforme la iniciaba en los placeres del amor; Julia gritando, en el momento final en que su unión los elevó a alturas inexploradas, alzando las caderas y echando la cabeza hacia atrás, mientras se entregaba al éxtasis…
En aquel momento, toda pretensión de estar cumpliendo con un deber, de frustrar su destino con aquel disparatado plan, había volado del pensamiento de Julia; Paine estaba seguro de ello. Había sido completamente suya, sin artificio alguno.
Todo, en aquel supremo instante de la unión, había sido verdad. Y no sólo para ella, sino también para él. Había gritado en la cumbre del placer, concentrado absolutamente en su propio clímax, desaparecida su contención habitual. Había tenido por costumbre dar placer, no tanto recibir. Y mucho menos, entregarse a nada que no fuera el nivel puramente físico del acto.
La noche anterior, había sido diferente, lo cual no podía alarmarlo más. Se había descubierto incapaz de refrenar, la marea emocional que le habían provocado los gemidos de Julia. Había cedido a la tentación, una tentación que rara vez sentía, y se había sumado a ella, en aquel arrebato supremo.
El hecho mismo de haberlo hecho, resultaba inquietante, como un indicio de vulnerabilidad que había creído, durante largo tiempo, suprimido. Quizá no le habían cambiado tanto, como había imaginado, los años pasados en el extranjero, sus estudios sobre la condición humana, sus aventuras en tierras lejanas. Lo cual entrañaba un cierto peligro. Se había exiliado una vez antes, por culpa del interés y la preocupación que había demostrado por una mujer. Y, desde entonces, se había prometido a sí mismo, no volver a cometer una locura semejante.
Julia se removió a su lado, dormida, apretando provocativamente las nalgas contra su erección. Paine sintió que su cuerpo reaccionaba de inmediato, ante aquella inconsciente invitación, pero se reprimió. Ya la había tomado dos veces, desde su primera unión. De seguro que se levantaría dolorida: bien podría esperar, hasta que ella hubiera disfrutado de un buen baño caliente. Pero lo que no podría hacer, era esperar a su lado mientras tanto. Mejor sería que se mantuviera ocupado y distraído, hasta entonces.
Se levantó rápidamente, para no arriesgarse a caer en la tentación. Saldría a buscar el desayuno. Su propiedad podía ser ideal, para una discreta misión como la que acababa de cumplir, pero carecía de provisiones y de servicio. De hecho, sólo hacía dos días que había recibido las llaves.
Después de ponerse el pantalón y la camisa, lanzó una última mirada a Julia, que seguía durmiendo plácidamente, ajena a la excitación que él estaba reprimiendo por su culpa. Procuró darse prisa, por miedo a que se despertara.
El sol ya había salido y las calles estaban extrañamente silenciosas, algo que Paine advirtió inmediatamente, por lo mucho que contrastaba con el bullicio habitual. También le impresionó lo vacías que estaban; aunque las calles de Londres nunca podían quedarse del todo desiertas. Incluso en aquel momento, vendedores y trabajadores circulaban rumbo al trabajo.
Descubrió una vendedora de leche doblando una esquina, de camino sin duda a alguna mansión vecina. La siguió. La leche podría ser un buen comienzo para un buen desayuno. Si las lecheras acababan de empezar su jornada, entonces debían de ser más de las seis… ¡Las seis! ¡Sí que era temprano! El descubrimiento se presentó, acompañado de una sensación de incredulidad. Habían pasado siglos, desde la última vez que había paseado por la ciudad, a una hora tan temprana.
Pero por muy temprano que fuera, pese a lo poco que había dormido, se sentía fresco y relajado para empezar la jornada. Como si fuera un hombre nuevo.
Tres cuartos de hora después, Paine entraba de nuevo en su estancia cargado con una bandeja, con los alimentos que había conseguido recolectar. Sonrió al ver que Julia empezaba a despertarse. Dejó la bandeja sobre una mesa baja, cerca de la cama, y se sentó a su lado.
Le acercó una naranja a la nariz.
- Mmmmm… -suspiró ella, abriendo los ojos al reconocer el aroma.
- Buenos días, cariño -le retiró delicadamente el cabello de la cara.
Julia se desperezó y el movimiento hizo resbalar la sábana, revelando la tentadora vista de un seno. La erección que había conseguido reprimir hasta entonces, se despertó de golpe, desafiante.
- ¿Qué hora es? -le preguntó, soñolienta.
- Algo más de las siete -respondió Paine, sorprendido por su pregunta. No era lo que había esperado. La mayor parte de las mujeres no le preguntaban por la hora nada más despertarse.
Pero la noche anterior, Julia le había demostrado que no era como la mayoría de las mujeres, y haría bien en recordarlo. La mayoría de las mujeres, no le habían despertado la intensidad emocional que había acompañado a su clímax. Había sido instruido en las artes amatorias, en los brazos de las más exóticas concubinas de la India. Y ninguna, había sido capaz de excitarlo tanto como ella.
- ¡Las siete! -se sentó en la cama. En su agitación, la sábana resbaló hasta su cintura.
- Ya sé que es temprano, pero… -repuso Paine, tentado de abrazarla y dejar el desayuno para después.
Pero ella no lo dejó terminar.
- ¿Temprano? ¿Cómo puedes decir eso? Es tarde. ¡Yo no pretendía quedarme tanto tiempo! ¿Cómo has podido dejarme dormir toda la noche? Creía que lo habías entendido…
¿Lo estaba reprendiendo? ¿No había tenido intención de quedarse toda la noche? ¿Cuál había sido su intención? ¿Escabullirse después de la cópula?
¿No era eso mismo, lo que él solía hacer? Era él, quien debería haberse marchado en medio de la noche. Porque él nunca se quedaba a dormir, cuando se acostaba con una mujer: se marchaba lo antes posible. Se la quedó mirando estupefacto.
- Julia, ¿de qué estás hablando?
- Tengo que marcharme. Tengo que volver con mis tíos. Con un poco de suerte, todavía no habrán entrado en mi habitación -le lanzó una mirada de censura, como si todo aquello hubiera sido culpa suya-. Yo quería estar de vuelta en casa para las dos, mucho antes de que ellos regresaran del baile.
Incluso había albergado esperanzas de volver a casa y, luego, al baile. Las veladas en la mansión Moffat, tenían fama de prolongarse hasta el amanecer.
Su tono acabó por molestar a Paine. Se levantó de la cama, con las manos en las caderas.
- Baile, desfloramiento y vuelta a casa para las dos. Una agenda muy ambiciosa, Julia.
- Era lo que tenía que hacer. Y ahora que ya está hecho, tengo que marcharme. El desfloramiento sirve de poco, a no ser que vuelva para demostrarlo -ruborizada, se levantó de la cama envuelta pudorosamente en la sábana-. Me iré en cuanto me haya vestido, si no te importa.
Su altivo tono no le gustó nada.
- Pues sí que me importa, Julia, y mucho -se acercó a ella-. Estás en mi casa. No permitiré que me despaches, como si fuera un criado -pensó que, con un poco de suerte, retrocedería y se caería de nuevo en la cama. Entonces la tendría donde quería tenerla.
Pero no hubo suerte, porque Julia se quedó firmemente donde estaba, sin dejarse avasallar.
- No puedes retenerme aquí.
Paine desvió la mirada hacia el vestido de seda, que yacía olvidado en una esquina de la estancia. Una traviesa sonrisa asomó a sus labios. Julia adivinó al instante su plan.
- ¡No te atreverías…! -apenas acababa de pronunciar las palabras, cuando dio comienzo la carrera, para ver quién se apoderaba antes del vestido.
No fue una carrera fácil. Sobre todo porque Julia no jugó limpio. Soltando un grito, le puso una silla en el camino para hacerlo tropezar. Paine la empujó a un lado, riendo, antes de abalanzarse sobre ella.
- Maldita…
Pero no consiguió más que agarrar la sábana: Julia quedó entonces desnuda, al otro lado de la mesa, detrás de la cual se había refugiado.
Estaba completamente desnuda, jadeante, con su larga melena derramada sobre sus senos. Paine, por su parte, estaba gloriosamente excitado.
- ¡La tentación en persona! ¡Lady Godiva!
- ¡Llámame lo que quieras! ¡He ganado!
Paine tardó en registrar el motivo de su alegría. El vestido había caído del lado de su mesa: Julia sólo tenía que estirar una mano y sería suyo.
Hizo un amago de ataque a la izquierda, y otro a la derecha, distrayéndola mientras tomaba una decisión. Sabía que si optaba por rodear la mesa, ella recogería antes el vestido. Tendría que lanzarse por encima.
Así lo hizo: trepó a la mesa, agarró a Julia y ambos rodaron por el suelo.
- ¡No es justo! -protestó ella, forcejeando.
- Te has apresurado a cantar victoria -se burló Paine, disfrutando de la fricción de sus movimientos contra la tela de su pantalón-. He ganado yo. Tengo tu vestido y te tengo a ti justo donde quiero… debajo de mí -apretó elocuentemente sus caderas contra su pelvis, para hacerle sentir la intensidad de su excitación.
Julia ladeó la cabeza, para descubrir su vestido en la mano de Paine. Estiró una mano para quitárselo y él se lo impidió.
- ¿Esperas que te devuelva tan pronto tu vestido?
- Por favor, dámelo -su anterior tono juguetón, había sido sustituido por otro de súplica. Aquello lo alertó.
- De acuerdo -se levantó. Sabía que necesitaría llevar cuidado con ella. Semejantes juegos amorosos, siempre podían degenerar en algo más siniestro. No quería asustarla. Esa nunca había sido su intención.
- Tendrás que pagar entonces, una prenda -le dijo, con tono ligero.
- ¿Qué?
Todo era desconfianza en la voz de Julia. Se notaba que quería seguirle el juego, que quería confiar en él, pero no se fiaba. Paine maldijo a su tío y a Mortimer Oswalt, por haberle inculcado aquel cinismo. Se sublevaba sólo de pensar en lo que simplemente un mes de matrimonio, para no hablar de toda una vida con Oswalt, podría hacerle. Alzó una mano para acariciarle una mejilla.
- Muy sencillo. Desayuna conmigo -le señaló la bandeja, que seguía esperando sobre la mesa baja-. Me ha costado bastante hacer acopio de todo eso. He tenido que salir a buscarlo, aquí no tengo nada.
- ¿Sólo desayunar?
- Sólo desayunar.
- ¿Me podré ir después?
- Sí, si ése es tu deseo -respondió Paine, solemne.
Hablaba en serio. Mantendría su palabra, aunque esperaba que no fuera necesario. Sería un desayuno que, Julia Prentiss, no olvidaría fácilmente.
Julia se sentó a la turca, en una montaña de cojines dispuestos en el centro de la estancia, vestida con la bata de satén que le había facilitado Paine. Él se estiró a su lado, apoyado sobre un codo, luciendo únicamente unos pantalones indios de seda. Peló la mitad de una naranja y se la ofreció con gesto solemne, como si fuera un criado sirviendo a una reina. Que un hombre tan atractivo la mirara con aquella expresión de adoración, dispuesto a atender todas sus necesidades, le suscitó una sensación embriagadora.
Embriagadora, pero también altamente peligrosa. Viendo cómo la estaba tratando, casi se creía realmente una reina. Y casi se creía también muchas otras cosas: que lo de la noche anterior había sido, algo más que el cumplimiento de un deber, de un contrato entre ellos; que, al final, él había sentido lo mismo que ella; que le había robado el vestido y obligado a pagar aquella prenda, porque no quería que se marchara. Y, lo más peligroso de todo, que existía algo verdadero entre ellos, que aquella noche que habían pasado juntos, no tenía por qué terminar. Esa era la mayor locura de todas.
- Me encantan las naranjas -le confesó ella, enjugándose con la punta de un dedo, el rastro de zumo que había resbalado por su barbilla.
- Y saben todavía mejor, cuando alguien te las da a comer en la boca -suavemente, la obligó a tumbarse y le hizo apoyar la cabeza sobre su regazo.
La miraba con una expresión de ternura, que la dejó conmovida. Cuando la miraba de esa forma, era como si nada más en el mundo tuviera importancia: como si fuera un sacerdote venerando a su diosa. Aquel hombre era mucho más peligroso y seductor, de lo que sugería cualquier rumor o habladuría. Era un consumado maestro en el amor.
Acercándole el gajo de naranja a los labios, lo apretó levemente para dejar caer unas gotas de zumo sobre sus labios. Julia sintió que se le endurecían los pezones a modo de respuesta, sobre todo cuando pensó en la forma en que se los había acariciado…
Riendo, le metió el gajo en la boca.
- Dime una cosa… ¿cómo es que estás tan familiarizado, con estos placeres tan carnales? -le preguntó ella entre bocado y bocado.
- No debería decírtelo. Un maestro nunca comparte sus secretos. Pero no te vayas a pensar que cualquiera en Londres puede hacerte esto… -volvió a derramar unas gotas de zumo sobre sus labios. Julia sacó la punta de la lengua para recogerlas y lo oyó gemir: un gemido que nada tenía que ver con el dolor y todo con el placer. Experimentó una deliciosa sensación de poder, al pensar que un movimiento tan nimio, podía afectar tanto a un hombre de su experiencia.
A continuación, Paine le ofreció un gajo de naranja rebozado en azúcar de caña, se lo metió en la boca y dejó que absorbiera el zumo. Julia cerró los ojos y la chupó con fuerza, ignorante del efecto que le estaba causando. La mano que tenía sobre su pelo, se tensó de pronto.
Julia abrió los ojos y reconoció la intensidad de su propio deseo, reflejado en su mirada, como si se tratara de un espejo. La deseaba. Sus ojos se lo decían. Y su cuerpo. Era agudamente consciente de la fina tela de su pantalón, así como de la intimidad de la postura, con la cabeza apoyada en el regazo. Sólo tenía que girarla levemente, para encontrarse con la plena dimensión de su miembro excitado, duro como una roca.
Pensó en el gajo de naranja, con su forma ligeramente fálica, y el zumo que le había extraído… ¿Le gustaría eso a Paine? La mirada de sus ojos así lo sugería. Vacilante, giró la cabeza. Entreabrió los labios y empezó a acariciarle la punta de su miembro con la boca, a través de la tela del pantalón.
Paine perdió de repente el aliento, y ella se retrajo, temerosa de que la idea no fuera a gustarle, después de todo…
- No te detengas, Julia, no te detengas -le suplicó, urgiéndola suavemente con una mano a que volviera a bajar la cabeza.
Julia se sentía mareada de poder. Empezó a acariciárselo con fuerza, hasta que Paine no hizo ya el menor esfuerzo por reprimir sus gruñidos, que se convirtieron en gritos en voz alta.
- Julia, libéramelo… déjame entrar en ti -jadeó.
Julia encontró la oculta bragueta del pantalón y liberó el miembro todo excitado. Cerrando una mano sobre su punta, contempló el efecto de sus caricias. Luego estiró una mano hacia el cofrecillo, que le había visto usar la noche anterior, para sacar una funda.
- Ahora móntame, Julia -la instruyó, mientras se ponía la fina funda con su ayuda-. Méteme dentro y móntame.
Así lo hizo, suspirando maravillada: era tan grande… mucho más de lo que le había parecido la noche anterior. Encajó perfectamente. En seguida empezó a moverse y él se acopló a su ritmo, excitándola insoportablemente cuando localizó el secreto lugar de su sexo, que había descubierto la noche anterior. La atrajo hacia sí mientras se estremecía por su propio orgasmo, ahogando sus gritos en su hombro.
Yacieron juntos, abrazados, jadeando al unísono. A Julia le entraron ganas de quedarse así para siempre, envuelta en sus brazos. Pero la realidad era la realidad.
Si se movía, el desayuno habría terminado. Y ella tendría que irse.
Quería quedarse. Quería volver a sentir, una y otra vez, el placer que Paine le había regalado. Reprimió un estremecimiento, cuando pensó en Oswalt. La horrible posibilidad, de hacer todas aquellas cosas tan íntimas con él, superaba todas sus expectativas…
- ¿Tienes frío? -Paine estiró un brazo para recoger una colcha y abrigarla, malinterpretando el motivo de su estremecimiento.
Julia buscaba una manera de prolongar aquel momento, la oportunidad de seguir juntos.
- Todavía no has respondido a la pregunta que te hice antes.
- Mmmm… -Paine aspiró el aroma de su pelo-. Hay unos antiguos textos indios, los sutras, que instruyen a los hombres y a las mujeres en el arte del amor. Cada persona tiene una tarea diferente, una función distinta en el acto sexual. En China también existen las mismas enseñanzas. ¿Te acuerdas del símbolo de mi armario, el del yin y el yang?
Rodó a un lado, y Julia se acurrucó en su regazo. Curiosa, esperó a que continuara.
- En China, el hombre es el yin y la mujer el yang. La tarea del hombre, en el amor, es hacer que la mujer le entregue su esencia, el yang, sin perder su propio yin en el proceso. ¡Y esa esencia la recibe con el orgasmo de la mujer!
Julia le dio un puñetazo de broma en el hombro.
- Eso suena bastante arrogante y no muy placentero, para el hombre si es que él no puede alcanzar el… ¿cómo lo has llamado? ¿Orgasmo? -era una palabra nueva para ella.
- De eso se trata precisamente -repuso Paine-. Conseguir el yang de una mujer, sin que el hombre tenga un orgasmo, le vuelve más fuerte, aumenta su esperanza de vida. Los amantes más experimentados, son los más capaces de ejercer esa autodisciplina. Se dice que hay hombres que pueden copular hasta con catorce mujeres, antes de tener un orgasmo y entregar por fin su yin.
Julia lo miró extrañada, apoyándose sobre un codo.
- Entonces anoche, y hace un momento, tú… er… ¿me robaste mi yang? -había tenido la sensación de que no se había contenido nada, al igual que ella. Se llevaría una decepción, si descubría que la había engañado de alguna manera.
- No, hechicera mía -sonrió-. Yo te di tanto como recibí de ti.
- Así que, tú me robaste la virginidad y yo a ti la inmortalidad…
Paine se echó a reír.
- Supongo que sí, pero yo ya era mortal de todas formas… Todas estas enseñanzas son muy antiguas. Según algunos, se remontan al siglo tercero antes de Cristo. Desde entonces, los chinos han variado el concepto. Descubrieron que negar a las mujeres el yin, suponía negar a los hombres la posibilidad de descendencia. Y ahora las enseñanzas sexuales, se han orientado hacia un tono mucho más colaborador en el resultado final, más semejante a las de la India.
- ¿Ya no se trata de robarse mutuamente las esencias?
- Robarlas no, compartirlas. En el hinduismo, que es la principal religión de la India, el acto sexual es contemplado, como una metáfora de la relación de los mortales con los dioses. El sexo es algo espiritual y sagrado.
- Creo que prefiero la manera india -las palabras salieron de su boca, antes de que tuviera oportunidad de pensarlas. Y se arrepintió inmediatamente.
Para disimular su turbación, se levantó, dejando que la melena le cayera sobre los ojos. No hizo ningún gesto por apartársela: no quería que le viera la cara. Al fin y al cabo, ya tenía lo que había querido: estaba deshonrada, además de que había aprendido muchas cosas en el proceso. Eran precisamente esas cosas las que dificultaban su decisión de marcharse, sabiendo que no encontraría cauce alguno para ellas en su vida cotidiana.
Era hora de irse y, Paine Ramsden, no parecía el tipo de hombre que reaccionara bien a las quejas o lloriqueos de una mujer. No hacía nada por razones de tradición o protocolo: su comportamiento se regía por reglas, enteramente, diferentes a las tradicionales. Los rumores que corrían sobre él habían estado acertados en ese aspecto, aunque todo lo demás que había escuchado, no parecía casar con lo que ella misma había experimentado. Debería ponerse su vestido y marcharse cuanto antes, con toda la dignidad de que fuera capaz.
