Dos

- ¡Nunca imaginé que llevaríais ases! -Gaylord Beaton, el joven que se hallaba sentado a la mesa de juego, frente a Paine Ramsden, arrojó sus cartas con gesto contrariado-. Esta noche tenéis la suerte del diablo, Ram.

El resto de los jugadores de la mesa, renunciaron a sus manos, bajo la mortecina luz del garito de juego.

- ¿Qué queréis decir con «esta noche»? ¡Ram tiene la suerte del diablo, todas las noches! -exclamó otro.

- ¿Habéis pensado que, quizá tenga algo más que suerte? -Paine Ramsden recogió sus ganancias, con un rápido y preciso movimiento de su brazo.

- ¿Os referís a un quinto as? -la mesa estalló en carcajadas, ante la atrevida broma de Gaylord.

- Talento -replicó Paine con tono seco, clavando una punzante mirada, en cada uno de los jugadores, antes de empezar a repartir cartas. Había detectado una subterránea corriente de furia, bajo la chanza del joven Beaton.

Aquélla era la segunda noche de juego de aquellos jóvenes dandis y la segunda, en que perdían considerables sumas. En su experiencia, un jugador furioso era un jugador peligroso. Tendría que andarse con cuidado con el joven Beaton.

Había esperado que aprendiera la lección de la velada anterior, dando los pasos necesarios para preservar el resto de su pensión trimestral. Pero, al parecer, Beaton pensaba que aquellos pasos entrañaban, precisamente, intentar recuperar sus pérdidas, un error bastante común que, el propio Paine, había cometido durante su alocada juventud.

Los cinco, habían subido mucho las apuestas al commerce, un popular juego de cartas. Paine había ganado ya unas cien libras, a cada uno de los jugadores, por lo cual debería haber estado disfrutando del momento. En lugar de ello, sin embargo, estaba aburrido.

No, estaba más que aburrido. Se había aburrido tres noches atrás. Ahora estaba apático.

Se deshizo de una de sus tres cartas y sacó la reina de corazones. Ya tenía tres: aquellos tipos iban a perder otra vez.

Esperó a sentir la euforia de la victoria. Pero no sentía nada: ni la excitación de la victoria, ni el agradable aturdimiento del brandy, ni la promesa de la noche de placer que se avecinaba.

¿Cómo había sucedido? ¿Cuándo había empezado a cansarse de aquella vida? Recordaba un tiempo, poco después de su regreso del extranjero, en que el simple hecho de encontrarse en un antro como aquél, a unas pocas calles de distancia de los suntuosos salones de St. James, solía provocarle una punzada de entusiasmo. Incluso una corriente de adrenalina, ante la posibilidad de que se viera obligado a sacar el cuchillo, que siempre llevaba escondido en la bota. Tanto le había gustado, que había acabado comprándole el local a su propietario, que por entonces acariciaba ya la perspectiva de jubilarse.

En aquellos días, había sido el rey. Había hecho, de aquella sórdida casa de juego, su reino particular. Jóvenes acaudalados, en busca de diversiones fuertes, acudían a probar suerte contra él, a las cartas. Los jugadores avezados le pedían créditos cuando perdían. Las mujerzuelas, se le ofrecían de buen grado. Se había aficionado a aquel inframundo, y ahora parecía que, el inframundo, se había aficionado a él.

Poco más le quedaba, aparte de alguna rara aparición en los círculos de la buena sociedad, como había hecho varias semanas atrás, cuando acompañó a su tía Lily a un baile del comienzo de la Temporada de Londres. Le gustaba mucho su tía Lily y sus maneras francas y directas. Pero en cuanto a la buena sociedad, Paine prefería la vida que se extendía, más allá de sus restricciones y convencionalismos. Su estancia en la India, le había enseñado esa lección. El hecho de que se hubiera hartado de su actual vida, simplemente, era la prueba de que necesitaba recuperar su antiguo entusiasmo: la ilusión por algo.

Paine arrojó sus cartas, levantando un coro de gruñidos y quejas, y empezó a arremangarse la camisa.

- ¡No estaréis pensando en retiraros, sin darnos antes la oportunidad de recuperar nuestras ganancias! -exclamó uno de los dandis, consternado-. Todavía es medianoche…

- Precisamente -repuso Paine, interrumpiéndose a mitad de frase. Entornando los ojos, desvió la mirada hacia la entrada, a través del humo que flotaba en la sala-. Disculpadme, caballeros. Parece que hay un problema, que requiere mi atención.

Paine se dirigió hacia la puerta, consciente por primera vez en aquella noche, de la punzada de expectación que tanto había echado de menos. Aquello era lo que necesitaba: algo desconocido e imprevisible, capaz de volver a despertar su entusiasmo.

- John, ¿pasa algo? -preguntó al portero.

«Portero» era una palabra demasiado refinada, para la ocupación de John. El corpulento matón de nariz rota, tenía la misión de evitar la salida de los jugadores que no pagaban sus deudas y la entrada, de aquéllos que no pertenecían a aquel sórdido mundo. Era una misión que cumplía con eficacia: rara era la situación que no lograba controlar.

Esa noche, sin embargo, parecía ser la excepción. John pareció aliviado de ver a su amo.

- Una dama. Pregunta por vos -y se hizo a un lado, revelando, por fin, a la persona que había estado ocultando con su corpachón.

Paine se quedó sin aliento. La joven era de una belleza impresionante. Una sola mirada a sus labios, bastó para que la mente se le llenara de imágenes en las que se acostaba con ella, la despojaba de aquel vestido de seda azul turquesa, la besaba… La sangre empezó a arderle, ante la perspectiva. Sí, se sentía vivo de nuevo.

- No pasa nada, John. Ya hablaré yo con ella -Paine le dio una cariñosa palmada en un hombro. ¿Fue alivio lo que vio en el rostro de la joven? Estaba seguro de que no la conocía. Tenía un aspecto demasiado refinado, para que le resultara familiar de los lugares que él solía frecuentar. «O demasiado inocente», se corrigió. Allí no había arañas de luces ni copas de fino cristal, pero la mujer que tenía delante poseía el porte y las ropas, de alguien procedente de aquel ambiente.

Le regaló una de sus escasas sonrisas y le ofreció su brazo, invitándola a entrar. Inmediatamente pudo sentir la tensión de su mano enguantada, que mantuvo apoyada en la manga de su camisa de lino, mientras miraba a su alrededor. Y Paine volvió a ver el garito de juego que regentaba, sólo que esa vez a través de sus ojos, mientras se abrían paso entre las mesas. El olor a humo mezclado con el del alcohol y el sudor. La gastada vestimenta de los clientes. La desvaída tapicería de las sillas y las mesas llenas de marcas.

Demasiado tarde, recordó que se había dejado su chaqueta en la mesa y que no llevaba ornamento alguno, tal y como tenía por costumbre cuando jugaba. Ningún alfiler de diamante, brillaba entre los pliegues de su inexistente corbata, ninguna gema chispeaba en los gemelos de sus mangas. Según los estándares de la alta sociedad, presentaba una imagen descuidada, vestido solamente con su camisa blanca y su calzón color canela.

Paine giró por un estrecho pasillo y abrió la primera puerta a la izquierda. Era una alcoba pequeña, que le servía como oficina cuando tenía que hablar de créditos u otros asuntos privados. La invitó a entrar y le hizo una seña para que se sentara.

- ¿Puedo ofreceros una bebida? Tengo ponche, o jerez.

La joven negó con la cabeza, y Paine se encogió de hombros, antes de servirse un brandy, principalmente para ocuparse en algo. Ya con el vaso en la mano, ocupó su asiento de costumbre detrás de su sencillo escritorio y se la quedó mirando, a la espera de que le explicara el motivo de su visita.

«Bella y nerviosa», concluyó Paine para sus adentros, aunque se veía que se esforzaba, valientemente, por disimularlo. En lugar de juguetear con sus guantes, de un blanco inmaculado, los apretaba con fuerza sobre su regazo. Su postura era rígida. Pese al control que mantenía sobre el resto de su cuerpo, sus ojos la traicionaban completamente. Paine había visto aquel mismo tono de verde, en los mercados de gemas de Calcuta, procedentes de las minas de Cachemira.

Quería algo.

Era incapaz de imaginar, lo que podría esperar de él una dama como ella. Pero, fuera lo que fuese, lo anhelaba con desesperación. El desafío que veía brillar en sus ojos, resultaba lo suficientemente elocuente.

La dama seguía sin decir nada y Paine, se sintió obligado a llenar el prolongado silencio.

- Dado que no nos conocemos, permitidme que me presente. Soy Paine Ramsden. Sin embargo, seguro que ya lo sabéis. Me siento en clara desventaja, porque ignoro completamente quién sois vos.

- Soy Julia Prentiss. Os doy las gracias por haber aceptado recibirme -hablaba con total naturalidad, como si se tratara de una entrevista perfectamente convencional, que hubiera tenido lugar a la luz del día y no a una avanzada hora de la noche.

- Esta es una hora muy poco habitual, para una reunión de negocios. Debo admitir que siento una gran curiosidad, por el motivo de su visita -se retrepó en su sillón, juntando las puntas de los dedos, como si intentara averiguar qué era lo que más lo excitaba de ella: si su voz o la vista de su magnífica figura.

Clavando la mirada en su largo y fino cuello, observó que tragaba saliva, nerviosa. Por primera vez desde que entró en el establecimiento, le pareció que su resolución flaqueaba. Al ver que no hablaba inmediatamente, intentó ayudarla.

- ¿Necesitáis acaso dinero? -quizá tuviera alguna deuda de juego. No era tan extraño, que las damas probaran suerte jugando a las cartas en bailes y fiestas.

Negó con la cabeza, haciendo bailar sus pendientes de aguamarina. Demasiado tarde se dio cuenta Paine, de lo errado de su deducción: solamente aquellos pendientes, discretamente empeñados, habrían bastado para saldar una pequeña deuda. Estaba impresionado: sólo hacía unos minutos que la conocía y ya había conseguido confundirlo… y excitarlo. Su miembro excitado, le apretaba ya el pantalón.

- Necesito que me arruinéis -las palabras le salieron de golpe, con un ligero rubor coloreando sus mejillas de alabastro.

- ¿Que os arruine? -Paine arqueó una ceja-. ¿Qué queréis decir? ¿Que os arruine en la mesa de juego? Si se trata de eso, puedo haceros perder la cantidad que gustéis.

Pero ella le sostuvo la mirada con toda seriedad, como si hubiera recuperado todo su coraje ahora que había vuelto a hablar.

- Yo no deseo perder ningún dinero. Deseo perder la virginidad. Quiero que me arruinéis en la cama. Que me deshonréis.

La mente de Paine le advirtió del peligro, mientras su miembro casi explotaba, ante el anticipado placer que parecía ofrecérsele. Un placer peligroso: su diversión favorita.

- No me opongo desde luego a tal trato, pero me gustaría saber más -dijo con toda tranquilidad.

- Dentro de cinco días habré de desposarme, con un hombre absolutamente inadecuado. Pero él no se casará si yo… -se interrumpió, buscando la expresión más adecuada-… si me ha tocado otro hombre antes.

Paine experimentó una punzada de decepción. Satisfacer aquella petición, podría entrañar un buen número de contratiempos, entre ellos la posibilidad de un duelo. El peligro era una cosa, y los duelos, prohibidos en aquellos días, otra muy diferente. Por otro lado, no tenía precisamente una gran reputación que proteger y, evidentemente, no parecía que se le exigiera un comportamiento honorable, una vez realizado el encargo.

- Se trata de un modo de actuar ciertamente extraño. E irrevocable también, Julia.

La había llamado por su nombre, deleitándose con su sonido y con la sensación de familiaridad que ello implicaba. Se levantó y rodeó el escritorio, decidido a darle una lección sobre la naturaleza masculina. Con los brazos cruzados, se medio sentó en una esquina de la mesa, ofreciéndole una clara perspectiva de la mitad superior de su cuerpo, así como de la intensidad de su excitación, que seguía presionando contra la bragueta de su calzón. Que viera con sus propios ojos, la consecuencia de la petición que acababa de hacerle. De esa manera le ofrecería, al mismo tiempo, la oportunidad de retractarse.

- ¿Habéis pensado bien en todo esto? ¿No hay ninguna posibilidad, de que renunciéis a ese matrimonio? Quizá, al cabo de un año o dos, terminéis llevándoos bien con vuestro prometido. Muchas jóvenes terminan descubriendo, con el tiempo, que el hogar y los hijos es lo único importante.

«Dios mío, si parezco una institutriz sermoneando a una damisela», añadió Paine para sus adentros.

Un fuego ardía en la mirada de la dama cuando replicó:

- Yo no soy una chiquilla, deseosa de rebelarse contra el marido que le han impuesto sus padres, simplemente porque me haya encaprichado de otro hombre. Os aseguro que no tengo ningún deseo de «llevarme bien» con mi prometido. ¡Mortimer Oswalt es un pervertido de la peor especie y yo me niego, a verme rebajada a la condición de su yegua legal! Incluso aunque eso signifique, no poder volver a casarme nunca más.

Al oír aquel nombre, Paine sintió que la sangre se le congelaba en las venas. Conocía muy bien a Oswalt. La animosidad que existía entre ellos era antigua, y bien podría vengarse de él, a través de aquella mujer, impidiendo su boda.

Ya no era ningún mozalbete. Esa vez, Mortimer Oswalt, ya no sería capaz de manipularlo con tanta facilidad. Esa vez, una inocente escaparía a las acechanzas de Oswalt.

Estudió a la joven que tenía delante. Acostarse con ella, no sería ningún acto de caridad. Era una belleza divina, y su cuerpo no podía desearla con mayor intensidad. Pero era algo más que bella: Julia Prentiss tenía espíritu y coraje. Pocas eran las jóvenes en Inglaterra, que tenían la valentía suficiente para rebelarse contra un matrimonio de conveniencia y tomar una decisión propia. Semejante pasión casaba bien, con la que podrían compartir en un dormitorio. Pero primero probaría con los actos, la buena disposición que le había manifestado con palabras.

- Levantaos, para que pueda ver bien a qué me enfrento -la miró a los ojos, advirtiendo que no pestañeaba ante su escrutinio.

La joven se levantó, rozándole las piernas con las faldas. El aroma a limón de su perfume inundó sus sentidos, conjurando imágenes de días soleados en parajes lejanos y exóticos. Dejó vagar la mirada por su cuerpo hasta que la detuvo en sus firmes senos, que parecían desbordar el corpiño de color aguamarina. Y la mantuvo allí el tiempo suficiente, para saber que se estaba ruborizando.

Incorporándose, cerró la distancia que los separaba. Apoyó ambas manos en su cintura. La dama seguía sin moverse. Acto seguido, Paine deslizó una mano todo a lo largo de sus costillas hasta acunarle un seno.

- Muy bonito y muy firme. Me gusta -pronunció con voz ronca.

Sin previo aviso, ella lo abofeteó. Paine retrocedió un paso, soltándola.

- ¿Por qué diablos habéis hecho eso? -se frotó la mejilla dolorida.

- Porque habéis intentado ahuyentarme. Me he dado cuenta de vuestro juego y no pienso dejarme asustar.

La frialdad de sus palabras, era un exacto reflejo de la que Paine podía ver en sus ojos. Había esperado que se quedara consternada, ante un examen tan grosero y vulgar.

- Vos no podréis hacerme nada más humillante, que lo que me espera con Oswalt. Al menos, cuando hayáis terminado conmigo, seré libre. Sin embargo, sí que os pediría, que no me trataseis como si fuera ganado.

Paine lanzó una sardónica carcajada.

- ¿Quién está tratando a quién como si fuera ganado? Vos sois la que ha venido aquí, para pedirme que haga de semental -se sintió recompensado, cuando vio que volvía a sonrojarse.

- Basta. ¿Lo haréis o no?

Estaba bellísima con aquel gesto ceñudo, aquella mirada de fuego. Así estaba mejor: no le gustaban las damas de hielo. Una perversa sonrisa, se dibujó en sus labios. Se le acercó de nuevo, olvidado el dolor de la mejilla. Quedaba una última prueba.

- Querida, ¿habéis oído alguna vez el cuento de la princesa y el guisante? -susurró, tomándole la barbilla con el pulgar y el índice, para hacerle levantar la cabeza.

- ¿Que… qué tiene eso que ver con esto? -le preguntó sobresaltada, mirándolo con los ojos muy abiertos.

Por toda respuesta, Paine inclinó la cabeza para apoderarse de su sensual boca; después, la obligó a entreabrir los labios con una leve presión de los suyos, dejando que su lengua explorara a fondo su dulce interior.

Todavía abrió un poco más la boca y retiró la lengua, para ofrecerle a ella la oportunidad de hacer lo mismo. Y lo hizo, tentativamente. Paine gruñó, cuando sintió que le mordisqueaba el labio inferior. Tomándola de la cintura, la acercó hacia sí, para hacerle sentir la presión de su duro miembro, el efecto que ella era capaz de provocarle.

En un determinado momento, le tomó la mano y se la puso entre sus cuerpos, contra su sexo erecto.

- ¿Sentís lo que me hacéis? -murmuró, obligándose a interrumpir el beso. Aquello sólo había sido una prueba, y, sin embrago, él mismo había perdido el control. Julia, en lugar de sentirse intimidada por la íntima naturaleza de aquella caricia, parecía exultante, ruborizada más de triunfo que de aprehensión. Si en aquel momento estaba tan bella, Paine apenas podía imaginarse su aspecto después de una intensa noche de amor… Había incontables técnicas y posturas, que estaría encantado de enseñarle.

- ¿Significa esto que lo haréis? -insistió. -Sí. Sí que lo haré.

Paine vio que soltaba el aliento, que había estado conteniendo hasta ese instante, de puro alivio, y dejaba de mirarlo para examinar la habitación. Siguió la dirección de su mirada hasta el estrecho catre, con manta, que se hallaba en una esquina.

En ese momento, Julia apretó los labios y señaló la cama con terca determinación.

- Entonces, será mejor que empecemos de una vez.

Paine creyó detectar una nota de tristeza en su voz, quizá de arrepentimiento, y decidió actuar en consecuencia. Aquella mujer podía haberse visto obligada a renunciar a su virginidad, pero eso no tenía por qué ser una experiencia degradante. Su orgullo como amante, se encargaría de ello. Tomó una rápida decisión.

- Creo que encontraréis mis aposentos, mejor equipados para nuestras necesidades -señaló el catre-. He pasado suficientes noches ahí, como para saber que no es cómodo para uno, así que no digamos para una pareja.

Se puso colorada y una vez más, Paine, se quedó impresionado por su inocencia, por su comportamiento franco y directo. Era joven y bella, y al parecer estaba sola. Aquello último lo alertó. Él sabía bien lo que era estar solo y, de repente, se sintió unido a aquella joven de una forma insólita, como no se había sentido unido a nadie en años. Algo, que durante mucho tiempo había permanecido dormido en el fondo de su alma, se estaba despertando.

- Mi carruaje está atrás. Deberíamos marcharnos ahora, antes de que aparezca alguien -sugirió Paine.

Pero ahora que el trato ya había sido concertado, Julia se había quedado callada, fija la mirada en sus manos.

- Ya es hora de partir, a no ser que os estéis replanteando vuestra elección -le tendió la mano-. Una vez que os marchéis de aquí, ya no habrá vuelta atrás -soltó una leve carcajada, sólo destinada a darle ánimos-. Estoy seguro de que os habréis dado perfecta cuenta, de lo mucho que os deseo.

Julia alzó rápidamente la cabeza, al escuchar aquel comentario, con los ojos ardiendo como brasas.

- En primer lugar, ¿cómo podéis desearme? No sabéis nada sobre mí, aparte de mi nombre, e incluso eso podría ser una invención por mi parte. En segundo lugar, no he tenido ninguna elección que «replantearme», desde las once de esta mañana, cuando mi tío selló mi destino con su avaricia. En tercer lugar, para mí no ha habido vuelta atrás, desde que esta noche abandoné la mansión de los Moffat, No necesito vuestra compasión. Sé exactamente lo que estoy haciendo, lo cual no significa que tenga que gustarme.

Paine echó hacia atrás la cabeza y rió: en parte de alivio, porque parecía haber recuperado su altivez, y en parte por el descaro que destilaban sus palabras.

- Tenéis razón. No tiene por qué gustaros, pero si vuestra reacción de hace unos segundos es indicio de algo, estoy seguro de que os gustará -y él se aseguraría personalmente de que así fuera.