Capítulo Doce

Al entrar en la casa de la playa, Gemma se sonrojó imaginándose lo que vendría a continuación.

La cena había sido fantástica, pero le gustaba estar a solas con él.

–¿Estás cansada, Gemma?

¿Era una broma?

–¿Qué te hace pensar que lo estoy?

–Has estado muy callada durante la cena.

–Pero si no he parado de hablar…

–Yo tampoco, la verdad.

Ella sacudió la cabeza.

–No, simplemente me estabas contando qué tal te había ido el día, y yo he hecho lo mismo.

Se preguntó si, ahora que estaban solos, tendría que decirle lo que quería o si él ya lo había adivinado.

–¿Te ha ido bien con Kathleen?

–Sí –respondió ella quitándose los zapatos–. Es muy agradable y eficiente. Ha encontrado todo el material que necesito y el precio del transporte no está mal. No esperaba que me montaras una oficina de esas características. Y gracias de nuevo por las rosas; son preciosas.

–Ya me habías dado las gracias. Me alegro de que te gusten. Pensaba llevarte al cine este fin de semana pero ¿qué te parece si esta noche vemos un DVD?

Ella contempló su figura mientras entraba en el salón. ¿De verdad era eso lo que le apetecía hacer?

–Me parece buena idea.

–¿Tienes alguna preferencia?

–Si la tuviera, ¿cómo puedes estar seguro de tener el DVD en casa?

–Siempre puedo pedirla por cable. Como ya te he dicho, puedo hacer realidad todos tus deseos.

En ese caso… Se puso de pie y, descalza, se acercó hacia donde estaba él sentado.

–Hazme el amor, Callum.

Callum no vaciló en sentarla sobre su regazo. Había estado pensando en hacerle el amor durante todo el día. El beso que se habían dado en la oficina había despertado su apetito, que estaba a punto de ser satisfecho. Pero primero tenía que decirle algo.

–Ha llamado mi madre. Va a salir el viernes a comer y a hacer compras con mi hermana y mis cuñadas y le gustaría que las acompañaras.

Gemma se sorprendió.

–¿De verdad? No soy más que tu decoradora,

¿por qué quieren pasar tiempo conmigo?

–¿Y por qué no? –preguntó él riendo–. Es la primera vez que estás en Australia y me imagino que pensaron que te gustaría ir de compras como a cualquier otra mujer.

–Igual que a todos los hombres les gusta ver deporte. Me imagino que el deporte es tan popular aquí como en Estados Unidos.

–Sí, yo antes jugaba mucho al fútbol con reglas australianas. No sé si mi cuerpo lo aguantaría ahora. También jugaba al cricket. Algún día te enseñaré cómo se juega.

–Pues tendrás que hacerlo mientras esté aquí, porque una vez que regrese a casa, volveré al tenis.

Callum sabía que Gemma jugaba al tenis y que se le daba bien. Pero le llamó la atención que hablara de volver a casa. No tenía intención de que eso ocurriera, por lo menos no permanentemente.

–¿Cómo puedes pensar en regresar a Denver cuando te queda tanto por hacer aquí?

Ella rió.

–No me regañes, que éste ha sido mi primer día completo de trabajo. Además, cuento con Kathleen, que ha hecho todos los pedidos. Y yo he contratado a la empresa que se encargará de colgar las cortinas y los cuadros. Todo marcha sobre ruedas. No tardaré mucho en tenerlo todo listo y marcharme de aquí.

Él se quedó en silencio unos instantes. No le estaba sonando nada bien.

–Nos estamos desviando del tema.

–¿Ah, sí?

–Sí. Querías que hiciéramos el amor.

Ella inclinó la cabeza.

–¿De veras?

–Sí.

Gemma sacudió la cabeza tratando de reprimir una sonrisa.

–Lo siento, pero se te ha acabado el tiempo.

Él se puso en pie con ella en los brazos.

–No me lo creo.

Callum la llevó hasta el sofá.

–Aquí tendremos más espacio. Dime otra vez qué es lo que quieres.

–No me acuerdo –repuso ella, divertida.

–Parece que necesitas otro recordatorio –dijo él poniéndose de nuevo en pie.

Ella le rodeó el cuello con los brazos.

–¿Y ahora adónde me llevas?

–A la cocina. Te voy a comer de postre.

–¿Cómo? Estás de broma, ¿no?

–No. Ya verás.

Y así lo hizo. Desde la encimera de la cocina, donde él la había depositado, Gemma vio cómo se inclinaba para hurgar en la nevera. Desde ese ángulo podía admirar una vista admirable de su trasero.

–No te muevas. Tendré todo lo que necesito en un segundo –le pidió él.

–No te preocupes, no me iré a ningún sitio. Estoy disfrutando de la vista.

–Es preciosa a esta hora de la noche, ¿verdad?

Ella sonrió mientras contemplaba el tejido de sus pantalones estirándose alrededor de las nalgas. Él creía que estaba hablando de la vista del océano.

–Creo que esta vista en concreto es igual de bonita de día que de noche.

–Tienes razón.

–Claro que la tengo –repuso Gemma tratando de que no se le escapara la risa.

Unos instantes después Callum se giró y cerró la puerta de la nevera con las manos llenas de botes.

Miró a Gemma, que sonreía, y alzó una ceja.

–¿De qué te ríes?

–Nada. ¿Qué tienes ahí?

–Mira –dijo colocando todas las cosas en la encimera junto a ella.

Ella tomó uno de los botes.

–Cerezas.

Los ojos de él resplandecieron de placer.

–Mi fruta favorita.

–¿Nata montada?

–Para la capa de adorno.

Gemma meneó la cabeza mientras volvía a colocar la nata en la encimera y elegía otro producto.

–¿Frutos secos?

–Combinan muy bien con las cerezas –rió.

–¿Y el sirope de chocolate?

–Un ingrediente que no puede faltar –contestó enrollándose las mangas de la camisa.

–¿Y qué vas a hacer con todo eso?

Él sonrió.

–Ahora lo verás. Te dije que te iba a comer de postre.

Ella parpadeó al adivinar sus pensamientos. Lo había dicho en serio.

–Es mi fantasía –explicó poniéndole las manos en las rodillas y separándole las piernas. Comenzó a desabotonarle la camisa y, tras quitársela, la colocó cuidadosamente en el respaldo de una silla.

Le desabrochó el sujetador de color melocotón que le había visto ponerse por la mañana.

–Bonito color.

–Me alegro de que te guste.

Momentos después Gemma no se podía creer que estuviera sentada en la encimera de la cocina de Callum con unas braguitas por toda vestimenta. Entonces él la tomó en sus brazos.

–¿Y ahora adónde vamos?

–Al patio.

–¿Porque allí tendremos más espacio?

–Exacto. Y además, hace una noche estupenda.

Atravesó las puertas de estilo francés y la depositó en una chaise longue.

–Ahora mismo vuelvo.

La excitación por lo que estaba a punto de suceder hizo que el corazón empezara a palpitarle con fuerza. Nunca se había considerado una mujer sexual, pero Callum le había enseñado lo apasionada que podía llegar a ser. Al menos, con él. Sospechaba lo que él tenía en mente y cada célula de su cuerpo ardió de deseo. Pensar que las parejas ha-cían ese tipo de cosas en la intimidad, que se divertían juntos echándole imaginación al sexo le hizo preguntarse qué se había estado perdiendo todos esos años. Pero sabía que no se había perdido nada porque los hombres con los que había salido en el pasado no eran Callum. Éste, además de ser increíblemente atractivo, tenía mano con las mujeres. O, al menos, con ella. Había hecho que su primera vez fuera memorable, no sólo por el placer que le había proporcionado sino por cómo la había tratado después.

Le había enviado flores. Y durante la cena habían mantenido una agradable conversación sobre cómo le había ido el día y sobre su país. El fin de semana la llevaría a navegar en el yate de su padre, algo que a Gemma le apetecía mucho.

Callum regresó y colocó todos los botes en una mesita baja junto a ella. El patio estaba apenas iluminado por el foco de la cocina y la luz de la luna.

Aquella mañana habían desayunado allí y sabía que no había ningún edificio alrededor, sólo el océano.

Callum acercó un taburete.

–¿Cuándo serás tú mi postre? –preguntó tratando de sonar serena, lo que le resultó difícil dada su agitación.

–Cuando quieras. No tienes más que pedírmelo, y te daré lo que tú quieras.

Él le había dicho eso tantas veces que Gemma empezaba a creérselo.

–El sonido del mar es tan relajante… Espero no quedarme dormida.

–Si lo haces, te despertaré.

Ella le había dicho la noche anterior que no había límites. Seguía sin haberlos. Había tardado veinticuatro años en llegar a ese punto, y pensaba disfrutarlo al máximo. Callum le estaba proporcionando una experiencia maravillosa y ella le agradecía que fuera tan fascinante y creativo.

Empezó por quitarle las braguitas.

–Muy bonitas –opinó mientras deslizaba el sedo-so tejido por sus piernas.

–Me alegro de que te gusten.

–Me gustan más quitadas –repuso haciendo con ellas una bola y metiéndosela en el bolsillo de los vaqueros–. Ahora, el postre.

–Disfrútalo.

–Eso haré, querida.

Ese término cariñoso la hizo estremecer. Observó cómo Callum se quitaba la camisa y la dejaba a un lado antes de inclinarse hacia ella. Se sintió tentada de estirar el brazo y acariciarle el pecho desnudo con la punta de los dedos, pero decidió no hacerlo.

Aquélla era su fantasía y él había hecho realidad la suya la noche anterior.

–Primero algo dulce, como tú.

Gemma dio un respingo al sentir que embadurnaba su pecho con una sustancia densa y cálida trazando con sus dedos formas eróticas y sensuales. Sus músculos se tensaron al sentir las manos a la altura del estómago, donde él siguió masajeándola como si estuviera escribiendo algo sobre su piel.

–¿Qué escribes?

–Mi nombre –contestó con voz ronca.

A la luz de la luna contempló sus rasgos en tensión, su oscura mirada, la sensual línea de su boca. Le estaba escribiendo su nombre en el estómago, como si al marcarla, la hiciera de su propiedad. Apartó el pensamiento de su mente, suponiendo que para Callum aquello no tenía un significado especial.

–¿Qué sientes? –preguntó mientras seguía extendiendo el sirope de chocolate por todo su cuerpo.

–El chocolate es pegajoso, pero me gustan tus caricias –respondió ella con sinceridad.

Siguió deslizando las manos por sus muslos en silencio.

–¿Y ésta es tu fantasía? –preguntó ella.

Sus labios se curvaron en una lenta sonrisa.

–Sí, ahora verás por qué.

Cuando Callum quedó satisfecho con la cantidad de sirope de chocolate que había extendido por su cuerpo, tomó el bote de nata montada y le echó unos chorritos en los pezones, trazó un círculo alrededor de su ombligo y cubrió por completo el monte de Venus.

–Ahora, las cerezas y los frutos secos.

A continuación, esparció cerezas y frutos secos por encima de la nata montada, concentrándose en el centro de su feminidad.

–Estás preciosa –dijo dando un paso atrás para admirarla.

–Si tú lo dices, me lo creo –repuso ella, sintiéndose como una copa de helado–. Espero que no haya hormigas por aquí.

Él rió.

–No las hay. Ahora te lo voy a quitar.

Aunque sabía lo que pensaba hacer, no estaba preparada para las sensaciones que la embargaron cuando él empezó a lamerle lentamente todo el cuerpo. De vez en cuando la besaba en la boca, para que ella pudiera saborear la mezcla. En cierto momento capturó una cereza con los dientes y se la llevó a la boca para saborearla juntos.

–Callum…

Le encantaba oír cómo pronunciaba su nombre.

Deslizó los labios por su pecho, sintiendo la morbidez de sus senos bajo la boca. Sus pezones se le antojaron deliciosas piedrecitas que se enredaban en su lengua.

Cada vez que se llevaba uno a la boca ella se estremecía. Repartió besos por su estómago y cuando llegó a la zona de la entrepierna la miró y susurró:

–Ahora voy a devorarte.

–Oh, Callum…

Se puso de rodillas frente a ella y la saboreó íntimamente. Ella gritó su nombre en el momento en que sintió su lengua y le sujetó la cabeza para mantenerla en su sitio, algo del todo innecesario pues él no pensaba moverse de allí hasta quedar satisfecho.

Cada vez que su lengua le lamía el clítoris su cuerpo vibraba bajo su boca.

Gemma empezó a mascullar palabras sin sentido y Callum supo que se sentía torturada de placer, como él. Era la única mujer que deseaba, la única que amaba.

Momentos después ella se agitó bruscamente al sentir una explosión gigantesca en su interior. Él mantuvo la lengua dentro, decidido a darle todo el placer que deseaba, todo el placer que se merecía.

Cuando los espasmos del orgasmo se calmaron él empezó a quitarse los vaqueros. Se tumbó encima de ella, le abrió las piernas y la penetró en una suave embestida.

Sintió que había vuelto a casa. Empezó a moverse, acariciándole con su masculinidad zonas internas a las que no llegaba con la lengua. Le hizo el amor al tiempo que aspiraba su delicioso aroma, pues todavía llevaba en la boca su sabor.

Lo que estaban compartiendo era tan grande que sintió que su propio cuerpo estaba a punto de explotar. Se vació en ella al tiempo que gritaba su nombre. Aquello no era lujuria, era amor en sus dos vertientes, la física y la emocional. Esperaba que ella se diera cuenta. Cada día que ella estuviera allí, le mostraría las dos caras del amor. Compartiría su cuerpo, pero también su alma. Y no dejaría de hacerlo hasta que ella fuera suya.

–¿Qué te parecen, Gemma? –preguntó Mira Austell mostrándole a Gemma los pendientes de diamantes que resplandecían en sus orejas.

–Son preciosos –respondió Gemma con sinceridad.

Las mujeres Austell habían pasado a recogerla a eso de las diez. Eran casi las cuatro de la tarde y se-guían de compras. Gemma prefería no contar las tiendas en las que habían entrado ni el número de bolsas que llevaban entre las cinco.

Gemma no había podido resistirse a un par de sandalias y un vestido de fiesta, pues Callum, al enterarse de que le gustaba bailar, le había prometido llevarla a una discoteca de la playa.

Ahora se encontraban en una elegante joyería, su última parada antes de dar por finalizada la jornada.

Era Le’Claire la que lo había sugerido pues estaba buscando unos pendientes de perlas.

–Gemma, Mira, venid a ver estos anillos. Son preciosos –dijo Le’Shaunda. En cuestión de segundos, todas se arracimaron en torno a la vitrina.

–Me encanta aquél –dijo Anette señalando un solitario.

–Humm, y ése de ahí –opinó Le’Claire, sonriendo–. Dentro de poco es mi cumpleaños, así que empezaré a soltar indirectas.

Gemma pensaba que la madre de Callum era preciosa y entendía que su padre se hubiera enamorado de ella tan rápido. Con razón Todd le daba todo lo que quería. Callum también le daba a ella todo lo que deseaba. De tal palo, tal astilla. Todd tenía a sus hijos bien enseñados.

–Gemma, ¿cuál de éstos te gusta más? –preguntó Le’Claire.

Gemma miró detenidamente los contenidos de la vitrina. Todos los anillos eran preciosos y, sin duda, caros. Pero si tuviera que elegir uno…

–Aquél –dijo señalando una espléndida sortija de oro blanco de cuatro quilates coronada por una esmeralda–. Es simplemente maravilloso.

Las otras se mostraron de acuerdo y eligieron sus favoritos. El dependiente les dejó probárselos para que vieran cómo lucían en sus manos. A Gemma le hizo gracia que planearan mencionarles a sus maridos lo que habían visto a medida que se fueran acercando sus cumpleaños.

–Ya es casi hora de cenar. Podríamos ir a algún sitio –propuso Le’Shaunda–. Conozco un restaurante muy bueno por aquí.

–Qué idea tan estupenda –opinó Le’Claire, radiante.

A Gemma también le pareció buena idea, pero echaba de menos a Callum. Todos los días almorzaba con ella en su oficina; le llevaba sándwiches y vino.

Por las noches salían a cenar a algún restaurante del centro. Aquella noche planeaban ver una película y hacer el amor. O quizá era mejor al revés, así podían volver a hacer el amor después de la película.

–¿Te ha hablado Callum de la cacería que tendrá lugar dentro de dos semanas? –le preguntó Anette.

Gemma le sonrió.

–Sí, me lo ha contado. Tengo entendido que se van todos los hombres durante seis días.

–Sí –dijo Mira, que parecía deseosa de que Colin se marchara. Y, dirigiéndose a Gemma, explicó–: Echaré de menos a mi marido, por supuesto, pero ésta es una oportunidad magnífica para que las chicas volvamos a salir de compras.

Todas estallaron en carcajadas, y Gemma no pudo evitar unirse al jolgorio.