Capítulo Diez

Gemma esperaba que Callum la tumbara en el suelo del salón y la poseyera allí mismo. Al fin y al cabo, acababa de decirle que lo deseaba y no hacía falta leer entre líneas para imaginar lo que quería decir. La mayoría de los hombres actuarían inmediatamente para no darle la oportunidad de arrepentirse.

Pero Callum depositó la copa lenta y deliberadamente. La miró fijamente a los ojos y la tomó por la cintura al tiempo que sus cuerpos entraban en contacto.

–Te daré lo que tú quieras, Gemma.

Ella advirtió una pasión intensa en la profundidad de sus ojos antes de que se inclinara para besarla. En el momento en que la lengua de él invadió su boca supo que le iba a hacer perder el sentido.

No la decepcionó.

El último beso que se habían dado la había introducido en un mundo de sensaciones nuevas para ella. Unas sensaciones que la recorrían de los pies a la cabeza inundando el centro de su feminidad de pasiones turbulentas y su corazón de emociones des-conocidas.

Aquel beso estaba siendo aún más poderoso que el anterior. Su cabeza comenzó a dar vueltas, sintió que se ahogaba. La sangre le bombeaba rápida, furiosamente con cada caricia de su lengua.

Sintió que la presión de sus brazos en la cintura se intensificaba y cuando él cambió de posición notó algo más: su miembro endurecido tras la cremallera de los pantalones. Cuando ella movió la cadera y sintió los duros músculos masculinos alineados con sus curvas y el tejido de los vaqueros frotando sus piernas desnudas, soltó un profundo gemido.

Callum soltó la boca de Gemma y respiró hondo aspirando su esencia. Olía al gel de fresa que había usado en el baño y a perfume. Repartió besos por su frente, sus cejas, sus pómulos, sus sienes mientras le daba la oportunidad de respirar. Su boca era suave y receptiva y tenía un sabor delicioso. Cuanto más profundo el beso más accesible se volvía su boca.

Sus manos se deslizaron por la espalda de Gemma y acunaron sus nalgas. Pudo sentir cada centímetro de sus suaves curvas a través del tejido de su falda e instintivamente la apretó contra su cuerpo.

–¿Quieres más? –le susurró en la boca, saborean-do las comisuras de sus labios, maravillado de lo bien que sabían

–Sí, quiero más –gimió ella.

–¿Cuánto más?

Necesitaba saber. El pensamiento racional empezaba a abandonarle y poco a poco iba perdiendo el control. No tardaría mucho tiempo en desnudarla.

Durante el tiempo que había pasado en Denver había observado que ella no salía con chicos muy a menudo. Y aunque no podía estar seguro de lo que había hecho cuando estaba en la universidad, tenía la sensación de que Gemma todavía era virgen. Sintió un orgullo inmenso al pensar que ella le estaba haciendo el honor de ser el primero.

–Quiero todo lo que puedas darme, Callum –respondió con la voz pastosa.

Él inspiró rápidamente. Se preguntó si era consciente de lo que le estaba pidiendo. Podía darle muchísimo. Si de él dependiera, la tendría tumbada durante días, se quedaría dentro de ella hasta dejarla embarazada más veces de las que son humanamente posibles. Al imaginarse su semilla recorriendo el canal femenino su miembro erecto presionó la cremallera, suplicando ser liberado y penetrar su cálida humedad.

–¿Tomas anticonceptivos?

Sabía que la respuesta sería afirmativa. Una vez la había oído por casualidad hablando del tema con Bailey y sabía que tomaba la píldora para regular su ciclo mensual.

–Sí, tomo la píldora –reconoció–. Pero no porque me acueste con chicos o nada de eso. De hecho soy…

Se quedó mirándolo a través de sus largas pestañas sin atreverse a terminar la frase. Tenía los ojos muy abiertos, como si acabara de darse cuenta de lo que estaba a punto de confesar.

–¿Eres qué?

Él vio cómo se mordía nerviosamente el labio inferior y estuvo a punto de hacerlo por ella. Continuó depositando besos en su rostro, saboreándola lentamente. Y al ver que no respondía a su pregunta, se echó hacia atrás y la miró.

–Puedes decírmelo todo, Gemma. Cualquier cosa.

–No sé –dijo ella con voz temblorosa–. Es que a lo mejor te hace parar.

«Lo dudo mucho», pensó él.

–Nada que tú me digas va a hacer que deje de darte lo que tú quieres. Nada –dijo con fervor.

Ella lo miró a los ojos y supo que podía creerlo.

Se inclinó y susurró:

–Soy virgen.

–Oh, Gemma –dijo él, lleno del amor que cualquier hombre sentiría por una mujer en un momento así. Lo había sospechado, pero hasta que ella no confesó la verdad no estuvo seguro. Ahora lo estaba, y saber que él iba a ser el hombre que le hiciera traspasar el umbral de su feminidad le produjo una sensación inexplicable. Tomó la barbilla entre sus dedos y le sostuvo la mirada.

–¿Me vas a confiar un regalo tan preciado?

–Sí –respondió ella sin vacilar un momento.

Invadido por un placer y un orgullo inmensos, inclinó la cabeza y la besó con dulzura mientras la levantaba del suelo estrechándola entre sus brazos.

Cuando Callum la depositó sobre la cama Gemma supo que iba a darle lo que había pedido. Justo lo que había pedido.

Tumbada sobre una almohada ella lo miró de los pies a la cabeza mientras él se quitaba los zapatos. Se sintió lo suficientemente atrevida como para decirle:

–Quiero ver cómo te quitas la ropa.

Si él se sorprendió por su petición, no lo demostró.

–¿Es eso lo que quieres?

–Sí.

Él sonrió e hizo un gesto de asentimiento.

–Ningún problema.

Gemma se puso cómoda y esbozó una sonrisa.

–Ten cuidado o creeré que eres un chico fácil.

Él se encogió de hombros y comenzó a desabrocharse la camisa.

–Entonces tendré que demostrarte que no es el caso.

Gemma rió entre dientes.

–Eso estaría genial.

Miró su pecho desnudo. Tenía un cuerpo espectacular, pensó.

Él se quitó la camisa y al llevarse la mano a la cremallera de los pantalones, Gemma sintió que la piel le ardía. Cuando comenzó a bajar la cremallera, ella contuvo el aliento. Dejó la cremallera medio abierta y la miró.

–Tengo que confesarte algo antes de seguir.

–¿Qué?

–Anoche soñé contigo.

Gemma sonrió, complacida por su confesión.

–Yo también tengo algo que confesarte.

Él enarcó las cejas.

–Yo también soñé contigo. No es sorprendente, después de lo que pasó anoche.

Él continuó bajándose la cremallera.

–Podrías haber venido a mi cuarto, no me hubiera importado.

–No estaba preparada.

Él se quedó inmóvil.

–¿Y ahora sí lo estás?

–Ahora estoy impaciente.

Él rió mientras se bajaba los pantalones. Gemma lo miró fascinada al ver unos calzoncillos ajustados de color negro. Tenía unos muslos musculosos y unas piernas velludas y atractivas. El modo en que los calzoncillos se ajustaban a su cuerpo la sonrojaron y estremecieron al mismo tiempo.

El corazón empezó a latirle como una locomotora y sintió un hormigueo por todo el cuerpo. No le daba vergüenza mirarlo. Lo único que podía pensar en aquel momento era que su chico australiano era increíblemente sexy.

¿Su chico australiano?

No. Ni ella era de él ni él de ella. Al menos, no en ese sentido. Pero aquella noche, y cuando hicieran el amor, se pertenecerían el uno al otro aunque sólo fuera por un momento.

–¿Quieres que siga?

Ella se lamió los labios, excitada.

–Te dolerá si no lo haces.

Deslizó las manos por la cinta elástica de los calzoncillos y comenzó a bajárselos muy lentamente.

–Caramba…

Gemma se quedó sin palabras. Le dolieron los pechos al ver esa parte de su anatomía que parecía hacerse más grande por momentos. Se mordió el labio. Aquél era sin duda el hombre más bello que había visto en su vida. Allí estaba, poderosamente ex-citado, con las piernas separadas, las manos en las caderas y el pelo revuelto, expuesto completamente ante ella. Era un hombre que hacía babear a las mujeres. Un hombre que hacía girar cabezas cuando entraba en cualquier sitio, independientemente de lo que llevara puesto. Un hombre que sólo con su voz podía convertir a una chica virtuosa en una libertina.

Ella siguió mirándolo, incapaz de hacer otra cosa, mientras él se acercaba a la cama. Se incorporó hasta quedar sentada para que sus ojos no quedaran a la altura de su miembro erecto

Gemma no sabía qué haría a continuación. ¿Esperaría que ella le devolviera el favor y se desnudara para él? Cuando él llegó al borde de la cama, Gemma preguntó:

–¿Me toca a mí?

Él sonrió.

–Sí, pero quiero hacerlo de otra manera.

Ella alzó una ceja, confusa.

–¿De otra manera?

–Sí, quiero desnudarte yo.

Ella tragó saliva. No estaba segura de haber comprendido.

–¿Quieres quitarme la ropa?

Él asintió sonriendo seductoramente.

–No, quiero arrebatártela.

Y, sin más, le arrancó la blusa.

Ella lo miró completamente boquiabierta. Callum arrojó la blusa al otro lado de la habitación. Te-nía la mirada fija en el sujetador de satén azul que realzaba sus senos. Soltó el broche y deslizó los tirantes por sus hombros, dejando al descubierto lo que él consideró dos montículos perfectamente si-métricos coronados por unos pezones oscuros que le hicieron la boca agua.

Su mano tembló al tocarlos. Los amasó con dedos ansiosos mientras la mirada de Gemma se oscurecía y su respiración se tornaba un ronco gemido.

Se inclinó para quitarle las sandalias, acariciándole de camino las piernas y los tobillos enfebrecidos.

–¿Por qué las mujeres os torturáis con estas cosas? –su voz era profunda y ronca. Dejó los zapatos al lado de la cama.

–Porque sabemos que a los hombres os gusta que los llevemos.

Él continuó acariciándole los pies mientras sonreía.

–Me gusta que los lleves. Pero también me gusta quitártelos.

Su mano se deslizó pierna arriba, acariciándole la rodilla y luego los muslos. De un tirón arrancó los botones de la falda, que salieron volando. Ella alzó las caderas para que él pudiera deslizarle la prenda.

Cuando la vio allí, delante de él, con nada más que unas braguitas de color azul, sintió que la sangre se agolpaba en sus cabezas. En ambas. Pero la que en aquel momento decidió doblar su tamaño fue la que tomó el control. Sin decir una palabra, comenzó a bajarle las braguitas mientras su esencia femenina le trastocaba los sentidos.

Arrojó las braguitas a un lado y volvió a deslizar la mano entre sus piernas, admirando lo que había tocado la noche anterior mientras las pupilas de ella se dilataban de placer. Él se inclinó hacia su pecho y capturando uno de sus pezones con la boca comenzó a lamerlo.

–¡Callum!

–¿Hummm?

Soltó el pezón para concentrarse en el otro, lamiendo primero la zona oscura antes de atrapar la punta entre los labios y chupando como había hecho con el otro. Le gustaba su sabor y le encantaban los sonidos que ella emitía.

Momentos después comenzó a descender por su cuerpo hasta llegar a su estómago.

–Callum.

–Estoy aquí. ¿De verdad quieres que siga?

Sus dedos viajaron hasta sus pliegues íntimos mientras seguía lamiéndole el estómago.

–Ay, sí.

–¿Hay límites? –preguntó.

–No.

–¿Estás segura?

–Segurísima.

Él le tomó la palabra y continuó el descenso.

Los ojos de Gemma se entornaron cuando él alzó sus caderas, se rodeó el cuello con sus piernas y posó la boca abierta en el centro de su feminidad.

Ella tuvo que morderse los labios para no gritar.

La lengua de Callum dentro de ella la estaba volviendo loca, la estaba llevando hacia el abismo. Su cuerpo saltó en miles de fragmentos. Se agarró con fuerza a la colcha mientras sus piernas se separaban cada vez más y la lengua de Callum la penetraba más profundamente. Siguió gimiendo de placer y pensó que nunca podría dejar de gemir. Y de pronto, al igual que la noche anterior, su cuerpo estalló en un orgasmo que arrancó un grito de su garganta. Se alegró de que la casa de Callum estuviera aislada y les ofreciera privacidad.

–Gemma.

La voz profunda de Callum reverberó en su cabeza mientras su cuerpo se agitaba incontrolablemente. Había tardado veinticuatro años en compartir ese grado de intimidad con un hombre y la espera había merecido la pena.

–Abre los ojos. Quiero que me mires en el momento en que te haga mía.

Ella levantó los pesados párpados y vio que se había colocado encima de ella. Pensó que lo de hacerla suya era una forma de hablar, cosas que se dicen en el calor del momento. Lo que sentían era lujuria, no amor. Ambos lo sabían.

Entonces lo sintió. Su miembro erecto presionando el centro de su feminidad. Se miraron el uno al otro mientras él trataba de introducirse en su interior. No era tarea fácil. Él trataba de ensanchar la abertura, sin conseguirlo. El sudor cubrió su frente y ella se lo enjugó con el dorso de la mano.

Gemma hizo una mueca de dolor y se quedó quieto.

–¿Quieres que pare?

Ella negó con la cabeza.

–No, quiero que lo hagas, y me dijiste que me darías lo que yo quisiera.

–Eres una niña mimada.

Ella se rió y él aprovechó para embestirla. Cuando ella gritó él atrapó sus labios.

«Ahora me perteneces de verdad. Te amo», quiso decir Callum, pero sabía que no debía. A medida que el cuerpo de Gemma se adaptaba al suyo, comenzó a moverse dentro de ella. Cada embestida era una prueba de su amor, lo supiera ella o no. Llegaría el día en que ella estaría preparada para aceptarlo y entonces se lo contaría todo. Necesitaba besarla, unir sus bocas de la misma manera en que habían unido sus cuerpos. Fue un beso ansioso y desesperado, fruto de la pasión que invadía cada célula de su cuerpo.

De pronto sintió cómo el cuerpo de Gemma explotaba, lo cual provocó su propio estallido. Mientras entraba y salía de ella, apartó la boca y echó la cabeza hacia atrás para gritar su nombre. El nombre de Gemma, no el de cualquier otra mujer.

Llevaba tanto tiempo deseándola… Mientras el clímax continuaba desgarrándolos por dentro supo que, pasara lo que pasara, Gemma Westmoreland era la mujer de su vida y que nunca renunciaría a ella.