Capítulo Nueve
–Bueno, aquí estamos. Quiero que me digas qué puedes hacer por este lugar.
Gemma oyó las palabras de Callum, pero su mirada se perdió en el interior de la descomunal mansión. Estaba absolutamente maravillada. Había pocas casas que la dejaran boquiabierta, pero aquélla lo había hecho antes incluso de traspasar el umbral. Desde el momento en que entraron con el coche en el caminito de entrada se había quedado impresionada con la arquitectura. Había visto los planos y sabía que se trataba de una casa preciosa. Pero apreciarla en todo su grandioso esplendor era algo verdaderamente especial.
–Cuéntame su historia –le pidió mientras admiraba la elegante escalera, los elevados techos, las exquisitas molduras y el bellísimo suelo de madera. Por alguna razón dio por hecho que Callum la conocía.
Tras observarlo durante la reunión de aquella mañana había llegado a la conclusión de que era un hombre de negocios muy astuto que prefería vestirse con ropa deportiva y lidiar con ovejas a llevar elegantes trajes y pronunciar declaraciones de objetivos.
Durante el almuerzo, Gemma le preguntó cómo se las había arreglado para mantenerse al día con los asuntos de Le’Claire mientras trabajaba para Ramsey.
Él le contó que había vuelto a casa en varias ocasiones en las que su presencia había sido necesaria. Por otro lado, la casita en la que vivía en Denver tenía conexión a Internet, fax y todo lo necesario para mantenerse en contacto con su equipo en Australia. Debido a la diferencia horaria, cuando eran las seis de la tarde en Denver, eran las diez de la mañana del día siguiente en Sidney. Solía terminar su jornada de trabajo cerca de las cinco, tras lo cual se marchaba a casa, se duchaba y participaba en varias reuniones importantes mediante teleconferencia hasta las siete.
–Se trata de una zona histórica llamada Bellevue Hills. Esta mansión perteneció en su momento a uno de los hombres más ricos de Australia. Shaun me habló de ella; me aconsejó que le echara un vistazo y le hiciera una oferta al vendedor. Y así lo hice.
–¿Así, sin más? –preguntó ella chasqueando los dedos.
–Así, sin más –fue su respuesta, acompañada de otro chasquido.
Gemma no pudo evitar reírse.
–Me gusta tu manera de pensar, Callum. Este lugar es una preciosidad.
–¿Crees que es el tipo de sitio donde le gustaría vivir a una mujer normal y corriente?
–Callum, cualquier mujer normal y corriente se moriría por vivir en una casa como ésta. Es prácticamente una mansión, digna de una reina. Te lo digo porque yo me considero una mujer normal y corriente y me encantaría vivir aquí.
–¿Ah, sí?
–Por supuesto. Me muero por echar un vistazo y hacer algunas sugerencias de decoración.
–¿Tan detalladas como las que has hecho acerca de la sala de reuniones de Le’Claire durante el almuerzo?
–Probablemente –respondió con una sonrisa–.
Pero no lo sabré hasta que no tome las medidas.
Sacó una cinta métrica del bolso.
–Vamos allá.
Él le tocó el brazo y en el momento en que lo hizo volvió a sentir ese hormigueo que siempre la invadía cuando él la rozaba, sólo que esta vez la sensación fue más fuerte.
–¿Te encuentras bien, Gemma? Estás temblando.
Ella respiró hondo mientras avanzaban por el vestíbulo hacia el resto de la casa.
–Sí, estoy bien –respondió sin atreverse a mirarlo.
Callum se apoyó en la encimera de la cocina y observó a Gemma mientras ésta tomaba las medidas de una ventana subida a una escalera. Se había quitado la chaqueta y los zapatos. Le miró los pies y pensó que tenía unos dedos bonitos.
Llevaban ya dos horas en la casa y todavía que-daban medidas por tomar. A él no le importaba seguir mirándola subida a la escalera. De vez en cuando, cuando ella se movía, lograba vislumbrar sus espectaculares pantorrillas y sus deliciosos muslos.
–Estás muy callado.
Su observación interrumpió sus pensamientos.
–Te estoy mirando.
–¿Te diviertes?
–Ni te imaginas.
–Yo también. Me lo voy a pasar genial decorando esta casa. Desgraciadamente, tengo malas noticias.
Él alzó una ceja.
–¿Qué malas noticias?
–Lo que quiero hacer aquí te va a arruinar. Y me va a llevar más de las seis semanas que habíamos previsto.
Él asintió. Por supuesto, no podía decirle que contaba con ello.
–No hay ningún problema por mi parte. ¿Qué me dices de tu agenda de trabajo en Denver? ¿Te viene mal quedarte un poco más?
–No. He terminado todos los proyectos que tenía en curso y tenía pensado tomarme unas vacaciones antes de solicitar más. Así que por mi parte tampoco hay problema, siempre que no te importe tenerme de invitada más tiempo.
–En absoluto.
–Quizá deberías pensártelo antes.
–No, puede que seas tú la que se lo tenga que pensar.
Ella lo miró desde las escaleras y se quedó inmóvil. Callum supo en ese momento que ella había adivinado sus pensamientos. Aunque disfrutaban de su mutua compañía, llevaban todo el día andando con pies de plomo. Después de almorzar, él le había dado una vuelta por el centro de la ciudad para enseñarle el edificio de la Ópera, los Reales Jardines Botánicos y la Catedral de San Andrés. Y le habían dado de comer a las gaviotas en Hyde Park antes de ir a la casa.
Pasear juntos les había resultado natural e incluso habían caminado de la mano en un momento dado.
Cada vez que la tocaba ella se ponía a temblar.
¿Pensaría ella que no se daba cuenta de lo que significaba ese temblor? ¿Acaso no sabía lo que sen-95
tía al estar tan cerca de ella? ¿No veía el amor brillando en sus ojos cada vez que la miraba?
Callum consultó su reloj.
–¿Piensas medir todas las ventanas hoy mismo?
–No, ésta es la última. ¿Me volverás a traer mañana?
–No tienes más que preguntar. Haré lo que tú quieras.
–En ese caso, me gustaría volver y terminar esta parte. Luego tendremos que decidir qué telas quieres –dijo bajando de la escalera–. Cuanto antes lo ha-gamos, mejor.
Callum sujetó la escalera mientras ella descendía.
–Gracias –dijo cuando sus pies tocaron el suelo.
Se quedaron uno frente al otro.
–No hay de qué. ¿Estás lista?
–Sí.
En lugar de tomarla de la mano, caminó a su lado en silencio. Sintió que ella lo miraba pero no le devolvió la mirada. Le había prometido que no la besaría a menos que ella lo pidiera, cosa que no había hecho. Eso significaba que cuando llegara a casa tendría que utilizar una estrategia más atrevida.
–¿Estás bien, Callum?
–Perfectamente. Es casi la hora de la cena, ¿adónde te gustaría ir?
–Me da igual, me apetece cualquier cosa.
A él se le ocurrió una idea que le hizo sonreír.
–¿Qué te parece si cocino esta noche?
Ella enarcó una ceja.
–¿Sabes cocinar?
–Creo que te sorprendería.
–En ese caso, sorpréndeme –rió ella.
«Haré lo que tú quieras».
Gemma salió del jacuzzi y se secó mientras pensaba que Callum había dicho esa frase varias veces en los últimos días. Se preguntó qué pensaría de ella si le dijera que lo que más quería en el mundo era otra dosis de placer como la que le había proporcionado la noche anterior.
Después de estar casi todo el día junto a él tenía los nervios a flor de piel. Cada vez que la rozaba o que le sorprendía mirándola sentía la irresistible necesidad de explorar la intensa atracción que existía entre ellos. Su boca y sus dedos habían plantado en ella una necesidad tan profunda, tan increíblemente física que ciertas partes de su cuerpo lo deseaban desesperadamente.
Conocía el caso de personas que se sentían tan atraídas físicamente que la lujuria consumía sus pensamientos. A ella nunca le había ocurrido algo parecido. Hasta entonces. ¿Y por qué le estaba pasando? ¿Qué tenía Callum, aparte de lo obvio, que la aturdía de esa manera? Le hacía desear cosas que nunca había deseado antes. Con él se sentía tentada de ir más allá de lo que nunca había ido con otros hombres. En cierto modo lo había hecho la noche anterior. Ningún otro hombre le había introducido jamás el dedo. Pero Callum lo había hecho mientras le hacía perder el sentido con sus besos, despertando en ella una pasión sin precedentes.
Sacudió la cabeza y trató de recuperar la calma, sin éxito. No podía apartar de su mente el recuerdo del orgasmo. Ahora sabía lo que era el verdadero placer. Pero por otro lado sospechaba que sólo había dado con la punta del iceberg y su cuerpo ansiaba ir más allá. La idea de que la aguardaba algo aún más poderoso y explosivo estremecía deliciosamente todo su ser.
Se le ocurrían varias razones por las que no debía considerar la idea de tener una aventura con Callum.
Pero también había varias razones para hacerlo. Te-nía veinticuatro años y era virgen. Regalarle a Callum su virginidad tenía sentido pues, además de sentirse atraída por él, Callum sabía lo que se hacía. Había oído historias horribles de hombres inexpertos.
Además, si tenían una aventura, ¿quién iba a enterarse? Callum no era el tipo de hombre que iba alardeando de sus hazañas. Y no parecía preocupar-le el hecho de que su hermano fuera su mejor amigo. Por otro lado, él volvería a Australia a vivir, por lo que ella no tendría que encontrárselo a todas horas y recordar lo que habían hecho.
Entonces, ¿qué se lo impedía?
Conocía la respuesta a esta pregunta. Era la misma razón por la que todavía era virgen. Temía que el hombre que le robara su virginidad se apropiara también de su corazón. Y era una idea que no podía soportar. ¿Y si le hacía daño y le rompía el corazón como habían hecho sus hermanos con todas esas chicas?
Se mordió el labio inferior mientras se ponía el vestido para la cena. Tendría que encontrar la manera de experimentar placer sin sufrir por amor. De hacer el amor con un hombre sin encariñarse con él. Los hombres lo hacían todo el tiempo. Se embarcaría en una aventura amorosa con los ojos bien abiertos, sin esperar más de lo que iba a recibir. Y cuando todo acabara, su corazón seguiría intacto.
No sería como todas esas muchachas que se enamoraban de un Westmoreland para acabar con el corazón roto. Sería fácil. Al fin y al cabo, Callum le había dicho que estaba esperando a su alma gemela. No habría malentendidos por ninguna de las dos partes. Ella no estaba enamorada de él ni él de ella. Ambos conseguirían lo que andaban buscando. Más de lo que habían hecho la noche anterior.
Sonrió al imaginárselo. No tenía mucha experiencia en las artes de seducción, pero Callum estaba a punto de descubrir lo deseosa que estaba de aprender cosas nuevas.
Callum oyó a Gemma andando de un lado a otro en el piso de arriba. La había animado para que se diera un relajante baño de burbujas en el enorme jacuzzi mientras él preparaba la cena.
Como habían almorzado en abundancia en uno de los restaurantes cercanos al puerto de Sidney, decidió preparar una cena sencilla, consistente en una ensalada y un pastel de carne australiano.
Sonrió al recordar la expresión de su rostro cuando vio la casa por primera vez, y su excitación por decorarla a su manera.
El teléfono móvil sonó y él lo sacó del cinturón para contestar.
–Dígame.
–¿Qué tal estás, Callum?
Sonrió al oír la voz de su madre.
–Estoy bien, mamá. ¿Y tú?
–Estupendamente. No he hablado contigo desde que estuviste ayer en casa con Gemma y sólo quería comentarte que me pareció encantadora.
–Gracias, mamá. A mí también me lo parece. Estoy deseando que se dé cuenta de que es mi alma gemela.
–Ten paciencia, Callum.
Él rió entre dientes.
–Lo intentaré.
–Sé que Gemma va a estar muy ocupada con la decoración de la casa, pero Shaun y yo nos preguntábamos si estará libre para ir de compras con nosotras el próximo viernes. Anette y Mira vendrán también.
La idea de perder de vista a Gemma no le hacía mucha gracia. Conocía las expediciones de su madre, su hermana y sus cuñadas: podían durar horas.
Se sintió como un amante posesivo y sonrió. Todavía no era su amante, pero aspiraba a serlo. Mientras tanto, se esforzaba diligentemente en convertirse en una parte permanente de su vida o, por decirlo de otra forma, en su marido.
–Callum.
–Sí, mamá. Estoy seguro de que le apetecerá. Está arriba cambiándose para la cena. Le diré que te llame.
Habló con su madre un ratito más antes de colgar. Se sirvió una copa de vino y admiró la vista del Pacífico. Se alegraba de haber conservado esa casa; le encantaban la vista y la privacidad que ofrecía.
La propiedad que Gemma estaba decorando estaba en las afueras de la ciudad, en una parcela de tres hectáreas, espacio suficiente para la gran familia que deseaba tener con ella. Bebió vino mientras imaginaba a Gemma embarazada de su hijo.
Dio un hondo suspiro pensando que si alguien le hubiera dicho cinco años atrás que estaría en esa situación se habría quedado atónito. Su madre le sugería que tuviera paciencia. Había demostrado tenerla durante los últimos tres años y había llegado el momento de actuar.
–Callum.
Se giró al oír su voz. Tragó saliva mientras luchaba por quedarse donde estaba en lugar de cruzar la habitación, estrecharla entre sus brazos y darle el recibimiento que tenía en mente. Estaba bellísima, como siempre, pero aquella noche parecía diferente. Por primera vez, su rostro estaba iluminado por un brillo sereno. ¿Sería el efecto de haber pasado dos días en Australia?
–Estás muy guapa, Gemma.
–Gracias, tú también.
Se miró a sí mismo. Se había quitado el traje y ahora llevaba vaqueros y un polo. Ella se había puesto un conjunto tentador consistente en una falda que le llegaba hasta la rodilla con top a juego y unas sandalias. Al mirarla pensó inmediatamente en una palabra: sexy. Mejor, en dos palabras: súper sexy. No conocía a ninguna otra mujer tan sensual como ella.
Admiró la perfección de sus piernas, sus rodillas, sus pantorrillas. Tenía que tener paciencia, como había sugerido su madre, y contener su creciente deseo. Pero eso no era fácil, cuando no tenía más que respirar para embriagarse con su aroma.
–¿Qué bebes?
Sus palabras interrumpieron sus pensamientos.
–Perdona, ¿qué has dicho?
Ella sonrió.
–Te he preguntado qué bebes.
Él alzó su copa y la miró.
–Vino. ¿Quieres?
–Sí.
–Estupendo. Te serviré una copa.
–No hace falta –dijo ella caminando lentamente hacia él.
Callum sintió que se le aceleraba el pulso y que su respiración se entrecortaba a medida que ella se acercaba.
–Compartiré la tuya –replicó deteniéndose frente a él.
Alargó el brazo, tomó la copa y dio un sorbo después de pasar la punta de la lengua por el borde.
Callum la miró mientras bebía conteniendo la respiración.
–Buenísimo, Callum. Lo mejor de Australia, me imagino.
Él tragó saliva tratando de mantener el control.
–Sí, un amigo de mi padre posee una bodega.
Tengo muchas botellas, ¿quieres que te sirva un poco?
Su sonrisa se ensanchó.
–No, gracias. Pero hay algo que sí que quiero –dijo acercándose hacia él.
–¿Ah, sí? –apenas le salían las palabras–. Dime qué es. Como te dije ayer y te vuelvo a decir hoy, te daré lo que tú quieras.
Ella se inclinó hacia él y susurró.
–Te tomo la palabra, Callum Austell, porque he decidido que te quiero a ti.