Capítulo 16
Desde la cocina, Annibal escuchó los golpes en la entrada principal. Tras permitir el paso por la gran verja exterior negra, solo era cuestión de tiempo que el timbre sonara en la puerta blanca de acceso a la casa. Pero no fue el timbre lo que se oyó, sino esos mismos golpes que reverberaron en el amplio pasillo.
Sostenía en la mano el vaso ancho que contenía whisky y se lo volvió a llevar a los labios. Se tomó su tiempo para apurar el contenido. Luego miró el vaso vacío desde el taburete alto sobre el que estaba sentado. Beber no había sido su intención en un principio, pero luego había descubierto que se trataba de una necesidad secreta conforme se acercaba la hora, así que no se privó del capricho de disfrutar del licor en soledad. Tal vez bebiera más a lo largo de la tarde. Noche. Lo que fuese.
Toc, toc, toc, toc.
La llamada se intensificó. A estas alturas, pensó, no tenía sentido precipitarse. Se levantó y dejó el vaso sobre la encimera de la cocina. Salió en dirección a la puerta. El sabor amaderado del licor todavía excitaba sus papilas gustativas, flotando hacia el paladar. Le habría gustado disfrutarlo durante más tiempo, pero había precipitado el último trago.
El timbre.
Siguió la llamada de la impaciencia, ya estaba llegando. Agarró el picaporte con firmeza y, después de unos brevísimos segundos de duda, lo giró. Experimentaba una extraña calma.
—Ya iba a entrar por la ventana.
Las palabras espontáneas de Angela sonaron con una musicalidad familiar. Un inevitable vuelco en el estómago apresó al hombre durante unos incómodos instantes. Estaba preciosa. Sonrió.
—No ha hecho falta.
Pero Scorpio no dejó entrever ninguna clase de emoción en su voz. Incluso tal vez sonara más impersonal de lo que había pretendido. Era una frialdad que contrastaba con las altas temperaturas estivales, pero que encajaba con su estado de ánimo como si de una pieza de rompecabezas se tratase.
Cuando la chica atravesó el umbral, él cerró la puerta. Corrió el cerrojo. Ancló la cadena. Angela se percató de que agradecía el aire acondicionado más de lo que esa tarde habría cabido esperar.
—¿Te apetece tomar algo? —se ofreció el narcotraficante. No esperó a obtener una respuesta, sino que se encaminó hacia una determinada dirección primero.
—Sí, estaría bien antes de salir a cenar —aceptó la rubia. Seguía sus pasos. De pronto se dio cuenta de cuál era el lugar al que la estaba guiando. Dejó escapar una sonrisa discreta. La estancia de luz azulada se abrió ante ellos, aquella que incluía barra y un atractivo surtido de bebidas. Le recorrió un potente escalofrío al recordar la complicidad que los unió la noche en la que se conocieron. Aquella fiesta, hacía poco menos de dos meses, ahora parecía pertenecer al siglo pasado—. Por supuesto, sabías que lo aceptaría. Lo has preparado todo.
—No lo dudes. Al fin y al cabo, creo que eres algo previsible.
Annibal dibujó una sonrisa de medio lado. Cogió las dos copas que había situado previamente encima de la barra y preparó ambas con la misma bebida ambarina que él ya había tomado. Lo hizo sin preguntar, pero tampoco recibió queja alguna.
—Ah, ¿sí? ¿Crees que soy previsible? —rio Angela, sugerente.
Scorpio asintió despacio con la cabeza mientras la miraba a sus ojos color noche. La tenue luz añil matizaba la blancura de la piel femenina. Ella sonrió, pícara, y vio cómo él también lo hacía. Después necesitó unos segundos para controlar sus impulsos de lanzarse sobre ese hombre, durante los cuales se hizo con su consumición. Fue la primera en beber, y acabó casi con la mitad del contenido de una vez. Annibal la imitó, pero con más calma.
Necesitaba calma.
Scorpio se dirigió hacia uno de los sofás del fondo, aquel que habían compartido la primera ocasión en la que se saborearon. Llevó el vaso consigo. Se sentó.
—Podrías haberme venido a buscar a casa con el coche y salir directamente desde allí. Me gusta que me vean contigo. Creo que medio edificio me tiene envidia. El otro medio te la tiene a ti, matarían por un coche como el tuyo. Por cualquiera de ellos. —La joven mujer le siguió una vez más.
—Me gustaba más la idea de empezar aquí la fiesta. Tenemos mucho espacio, no nos molesta nadie. Y pedir unas pizzas de vez en cuando no nos quita clase, al contrario —bromeó él.
—Pues vaya desperdicio. ¿Dónde voy a lucir ahora mi modelito nuevo? —Angela no era la clase de chica cuya vida giraba en torno a la moda y sus diferentes expresiones, pero continuaba siguiendo el juego. Fingió estar ofendida y se le dio bastante bien. Sin embargo, no engañó a su acompañante.
—Delante de mí, ¿te parece poco?
Angela arrojó el bolso a la esquina contraria del sofá. Annibal entornó sus ojos castaños mientras los sostenía fijos en ella. Se tomó la libertad de repasar la totalidad de su cuerpo. La camiseta negra de tirantes se ceñía a la chica rubia como un guante, y el escote pronunciado causaba un fuerte efecto de atracción sobre él. Nada nuevo. La aleación de luces y sombras realzaba su piel. Unos pantalones vaqueros estrechos se adaptaban al dibujo de sus piernas. Los zapatos negros estilizaban su altura mediante un tacón fino casi vertiginoso. Con ese físico privilegiado, se dijo él, bien podría ganarse la vida en el mundo de la pasarela. Podría dedicarse a lo que quisiera, a la vista quedaban sus diferentes talentos.
Se permitió disfrutar de aquel rostro que tan cerca había tenido tantas veces. El largo cabello rubio acariciaba sus hombros, su espalda, liso. Sombras oscuras cubrían sus párpados cuidadosamente maquillados, y las voluminosas pestañas enmarcaban los ojos de oscuridad perpetua. Un rojo apagado ensalzaba sus labios como besada por sangre. Sangre que le invitaba a cerrar los ojos, olvidarlo todo y unirse a ella.
Pero no lo hizo.
No era el momento de caer en las provocaciones. Scorpio necesitaba tiempo. Tiempo y alcohol. Tomó un trago largo de su copa. Pronto, la incipiente y conocida distorsión de parte de sus pensamientos se unió a la agradable sensación propiciada por la bebida. Cerró los ojos, respiró hondo. El calor se acumulaba en sus mejillas. Se dejaría llevar, siempre manteniendo el control.
Angela se adelantó un paso y luego los necesarios hasta quedarse de pie frente a él. Su sonrisa, sus ojos, sus gestos, su cuerpo… Todos ellos gritaban en silencio sus intenciones. La sutil sonrisa de Annibal alzó las comisuras de sus propios labios coloreados.
—¿Delante de ti? —repitió ella. Derrochaba sensualidad—. No sabría decirte si serías capaz de apreciarlo. Tengo entendido que prefieres que lleve puesto lo menos posible.
—Y entiendes bien.
Entonces, Angela se agachó hasta que sus ojos quedaron al mismo nivel. La intensidad de los suyos profundizó en los masculinos. Scorpio se sintió incómodo al notar cómo su corazón se aceleraba. Debía pararlo, ser él el dueño de aquello. Pero las pretensiones de dominar la situación amenazaban con reducirse a cenizas con sus labios a escasos centímetros, como de pronto estaban.
De pronto, le asaltaron pensamientos de atracción hacia ella, pero alejados de lo puramente carnal. Compartían núcleo con aquellos que le golpearon hacía exactamente tres días, cuando tuvo la maldita idea de salir a comer fuera, con todo lo que conllevó después. Pensamientos y sentimientos de tal índole le hacían sentir débil.
Y la debilidad le enfurecía.
Scorpio permaneció inmóvil mientras notaba la respiración de Angela muy cerca de su cuello. La presión crecía. El autocontrol del que tuvo que valerse alcanzó la dureza del diamante.
—¿Qué te ha pasado en la cara?
La repentina pregunta de la muchacha agrietó el ambiente que ella misma había creado. Se sentó a su lado en el sofá, inclinándose unos centímetros hacia él. Levantó la mano derecha y la apoyó con suavidad en la mejilla izquierda de Annibal, donde el color morado se extendía por la piel a causa del puñetazo de Roger y posterior golpe del Lobo. Con el dedo pulgar acarició la zona contusionada.
—Tuve una pelea. —Scorpio no pensaba ser menos escueto. El contacto que la chica había iniciado le cortó la respiración durante un par de segundos, lo que echó por tierra su propósito de mantenerse impasible.
—¿Cuándo ocurrió? ¿Estás bien? —Una fina arruga de preocupación surcó la frente de Angela.
—Sí, estoy bien. —El hombre contuvo una risotada—. Fue ayer. —La segunda mentira en la misma frase. Era jueves por la noche—. No es nada.
Pero todos los progresos que habían conseguido sus lesiones se habían estancado. Incluso retrocedido. A todo lo acontecido desde que fue detenido había que sumarle la crisis de locura transitoria sufrida el martes por la noche. Todos aquellos esfuerzos físicos habían provocado la reapertura de las heridas, desgarrando parte de la piel circundante, especialmente en la espalda. No lo había advertido mientras había estado fuera de sí, pero el regreso a la normalidad había traído consigo el familiar e intenso dolor punzante que le había paralizado el brazo.
Annibal cerró los ojos otra vez, luchando contra el recuerdo, contra lo que significaba. Dolía. Sin embargo, se mantuvo sereno. Si dejaba escapar tan solo un mal gesto, ella sabría que algo no iba bien. No era lo que necesitaba en ese momento. Fue recuperando poco a poco la seguridad en sí mismo. Para ello tuvo que ignorar el suave contacto de la mano de Angela, que aún permanecía sobre su mejilla.
—Me alegro. No me gusta verte así —prosiguió Angela. Retiró los dedos.
—¿Así cómo?
—Herido.
Angela bajó la mirada.
Él decidió centrar la atención en algún lugar entre la hilera visible de botellas situada detrás de la barra, sobre una balda de cristal. La luz azul, al incidir sobre ellas, creaba extraños e hipnóticos destellos. Annibal sintió cómo una pequeña sonrisa se fue abriendo paso a través de la nebulosa algodonada propiciada por el whisky. Después, una carcajada apenas audible que no pudo reprimir.
—No sé de qué te extrañas. Supongo que te imaginabas que alguien que se dedica a lo que yo me dedico puede sufrir daños colaterales. No es nada nuevo —comentó Scorpio. Clavó los ojos en ella una vez más.
—Ya lo sé. Pero que lo asuma no significa que me guste cuando te ocurra.
—Te acostumbrarás.
—No si estás muerto.
La voz de Angela era seria y grave, un registro diferente al que utilizaba para tratar asuntos de menos seriedad. Fueron palabras sombrías que de inmediato le provocaron un escalofrío desagradable. Algo la golpeó por dentro al pronunciarlas, pero supo disimular.
—Eso no pasará. No es normal que me disparen, ¿sabes? La gente no suele atreverse a hacerlo —afirmó Scorpio. La mirada penetrante desentonaba con la fingida despreocupación de su habla.
—Entonces, quien lo haya hecho debe de ser muy valiente. —Angela, ajena a sus propios actos, había comenzado a acariciar la piel del brazo derecho de Annibal. Él lo mantenía quieto para evitar el dolor. Sin embargo, no podía hacer nada ante las sensaciones que le provocaba.
—O muy estúpido —rebatió el hombre. Entornó los ojos. Pensó que no era necesario explicar las duras consecuencias a las que tendría que enfrentarse el culpable. No había que ser muy listo para llegar a tal conclusión, y ella siempre había demostrado su inteligencia.
A pesar de que —casi— nunca le había mostrado una cara peligrosa, Angela no dudaba ni por un segundo de que la tenía. Algo desconocido entre ambos. Entendía muy bien por qué los hombres que tenía a su cargo, y fuera de este, le respetaban tanto, incluso cuando él jamás le había explicado nada de su trabajo.
—Si te digo la verdad, con la reputación que dicen que tienes…
—¿Es que has oído hablar de mí por ahí? —interrumpió Scorpio. Trazó una media sonrisa mientras enarcaba la ceja izquierda, rota por la cicatriz.
—¿Además de lo que me avisaron en el club?
—¿Avisarte?
—Sí, avisarme. Además de eso, no mucho. Pero no me hace falta. Acabas de reconocer que hay que ser estúpido para atreverse contigo, y tengo ojos y oídos. —respondió Angela, satisfecha de que él hubiese parecido aceptar la aclaración—. Como te decía, con esa reputación —recalcó—, el motivo del ataque tuvo que ser importante.
—No sabía que de repente tuvieras tanto interés por el tema. No hablaremos de esto hoy. Te he llamado para distraerme, no para que me recuerdes a los cabrones que quieren verme muerto. Para eso me basto yo solo.
—De acuerdo, jefe —ironizó ella sin llegar a adoptar un tono hostil.
—Cuando te di cierta información sabías que no habría detalles, y no los pienso dar ahora. No es noche de negocios —zanjó Scorpio.
—Vale. Tranquilo, Annibal, lo entiendo. —Angela estaba confundida por esa inusual seriedad. Posó la mano sobre su hombro derecho sin hacer presión, consciente de la gran sensibilidad de aquella zona delicada. Él no sintió dolor, y tampoco se retiró, a pesar de que había sido su primer impulso—. Cambiaré de tema. ¿Has cogido frío o algo? Te llevo notando algo afónico desde que he llegado.
El narcotraficante tensó los labios sin apartar la vista. Los recuerdos de hacía un par de noches lo embistieron nuevamente. Los violentos gritos de entonces le habían dañado la garganta, haciendo incluso que notara ciertas molestias al tragar. Todavía le afectaba, pero el alcohol las suavizaba. Como en ese momento, que había precisado beber otra vez.
—¿Quieres otra? —preguntó Scorpio mientras señalaba el alargado cristal vacío.
La rubia asintió con la cabeza. No se le había escapado el modo en que la había eludido, supo que no iba a recibir respuesta. Se preguntó qué era lo que había dicho esta vez, tan solo había sido una pregunta inocente. O eso creía. Si le preguntaba qué le ocurría, por qué se estaba comportando de un modo tan extraño esa tarde, seguramente le contestaría que no era asunto suyo.
Scorpio se levantó del sofá. La pequeña mueca de dolor hizo saber a su acompañante que no se encontraba tan bien como había afirmado hacía un rato. Ella le siguió con la mirada, sin poder evitar centrarla en una parte concreta de su anatomía. Vio cómo servía otras dos copas de la misma botella de whisky que había dejado encima de la barra. Se fijó en cómo, además, abría un pequeño cajón situado al final de esta. Había sido necesaria una llave para acceder a él. También guardó algo en su pantalón. Cogió las bebidas con ambas manos y regresó al sofá. Una vez en frente, de pie, le pidió que acercara la pequeña mesa de cristal. Ella obedeció, y solo entonces Annibal se sentó. Cuando Angela se hizo con el vaso que él le ofrecía, bebió dos o tres sorbos y lo apoyó en la mesa recién colocada. Scorpio le dio un buen trago y la dejó al lado. A continuación, recuperó lo que había traído consigo en el bolsillo.
—¿Qué es? —se interesó ella. Estaba algo cohibida a causa de sus dos intentos fallidos de establecer un tema de conversación satisfactorio.
—Una caja de madera —aclaró Annibal. Se fijó en cómo ponía los ojos en blanco al escuchar una respuesta tan obvia. Rio en voz muy baja—. No seas impaciente, disfruta del momento.
—No es mala idea.
Y Angela se acercó a él sin previo aviso hasta que tan solo unos molestos milímetros la separaban de su boca. Notaba su respiración y el suave aroma a whisky unido a las gotas de colonia masculina adheridas a la piel del cuello. Había pocas cosas ante las que la joven difícilmente podía resistirse, y ese hombre era una de ellas. Conseguía, a su pesar, remover con fuerza su interior. Hiciera lo que ella hiciese, no era suficiente para escapar de su influencia. Esa cara y ese cuerpo, la forma en que la trataba, suponían la manzana prohibida que la expulsaba del paraíso. Tal atracción ascendía a su máximo exponente cuando exploraba cada centímetro en relieve, y estaba deseando hacerlo.
Finalmente se lanzó, cubriendo la absurda distancia que los separaba. Saboreó la perdición en sus labios.
No encontró reciprocidad durante los primeros segundos, pues él apenas reaccionaba a los movimientos. Pero todo cambió sin previo aviso. Annibal comenzó a besarla con una pasión feroz. Con la mano izquierda sobre la nuca rubia, enredó los dedos en el cabello y la aproximó más a él. La textura suave de las largas hebras doradas desentonaba con la furia que se acumulaba bajo su camisa blanca. Empleaba una fuerza inusitada, pero ella no sabía cómo replicar, perdida ante la influencia de aquellos besos. El dolor que le causaban los tirones de pelo se camuflaba con destreza con el color de la pasión acalorada. Angela, entre jadeos, le mordisqueaba suavemente los labios.
Scorpio perdió el control sobre sí mismo durante apenas un segundo y dejó escapar un suspiro fugaz, ahogado cuando la húmeda boca femenina se desplazó hacia su cuello. Se encogió de hombros, hizo más presión sobre la nunca de Angela. La separó con brusquedad, pero ella volvió a la carga sobre su boca. Al principio, Annibal correspondió con hambrienta intensidad, pero la apartó otra vez.
Angela le miró con la respiración acelerada. Descubrió un ceño fruncido y unos labios entreabiertos. Se excitó aún más cuando comprobó que la parte superior de las mejillas del hombre se veían salpicadas de rubor. El atrevimiento que le regalaba el licor la impulsaba a lanzarse de nuevo, a no permitirle recuperar el aliento. Ansiaba el calor de su cuerpo. Pero, cuando se inclinó hacia él en la nueva búsqueda, Scorpio apoyó la mano izquierda en el centro de su pecho y la detuvo.
—No sigas —soltó Scorpio. Su voz sonó extraña, afectada por el esfuerzo de tener que luchar contra el dolor y la excitación. Contra no romper su camiseta y cualquier prenda que encontrase sobre ella.
—Ah, ¿no? —Le provocó la chica, y encontró desafío en su expresión. Le echó un vistazo general—. Otras partes de tu cuerpo no opinan lo mismo.
Obstinada, introdujo una de sus manos bajo la camisa blanca de Annibal. Halló que la piel de su abdomen parecía haber estallado en llamas, lo que corroboraba su versión. Cuidando de que cada una de sus uñas le rozara en el recorrido ascendente, llegó al pecho. El cuerpo masculino se contrajo ante la detonación de sensaciones y su piel se erizó. Un par de suaves carcajadas inundaron los oídos de Scorpio, quien por un momento se planteó dejarse llevar por el placer. Pero regresó a la realidad. A la desgarradora realidad.
Antes de que el contacto alcanzara un erotismo aún mayor, la sujetó por la muñeca y la alejó de nuevo. Solo la soltó cuando ya no podía tocarle.
—¿Qué es lo que te pasa? —protestó Angela. Le sorprendía demasiado que la rehuyera, la tensión sexual entre ambos era demasiado notoria como para simplemente ignorarla. Siempre les ocurría, siempre la apaciguaban. Incluso le ofendía.
—No, ¿qué coño te pasa a ti? Te había dicho que te estuvieras quieta —contraatacó Scorpio. Su mente se había convertido en un cóctel de excitación, libido y fuego, potenciado sin duda alguna por la bebida, pero incompatible con las demás emociones que lo apresaban y torturaban.
—¿Y para qué me has llamado? ¡Has sido tú quien ha sugerido que nos viésemos hoy! Si vas a estar de esta mala hostia me marcho. Seguramente encuentre cosas mejores que hacer —le espetó Angela dentro de la misma línea antipática. No le importaba la reputación de la que antes hablaban, le daba igual su condición de jefe de lo que fuera. Respondería del mismo modo en que la tratara, y su trato dejaba bastante que desear.
—¡Hay que joderse! ¿Ahora resulta que si te llamo es solo para follar? No serías muy diferente de Deborah. —Se arrepintió al instante, lo cual le hizo sentirse peor—. Tal vez no lo hayas notado, pero he tenido días mejores, así que deja de calentarme la puta cabeza. Joder.
Fue chocante para Scorpio. Había dejado al descubierto, sin quererlo, una mínima parte de su interior cuando su intención era cerrarla a cal y canto. Volvió a vestir su armadura al instante.
El mutismo que atrapó la estancia de luz azul fue el más incómodo desde que se conocían.
Angela clavó la vista en el cristal de la mesa, seria, extremadamente seria. Aquello que sentía era culpabilidad, y la consumía. Se cruzó de brazos. Él no fue más específico, había infinidad de detalles que no le contaba, pero la joven podía hacerse una idea de lo que le cruzaba la mente. Debía ser paciente, no entrar en su juego. No podía echarlo todo a perder. La pregunta era: ¿quería hacerlo? Ya no estaba segura de nada. Además, se dijo, haber sido víctima de un tiroteo hacía irascible a cualquiera. Como mínimo.
Tal vez estuviera siendo injusta. Muy injusta.
—Lo siento.
Si había algo que Annibal no esperaba era una disculpa. La observaba con una expresión que no invitaba a la confianza, incluso cuando ella alzó la cabeza para volver a encontrarse con él. Angela halló un rostro tan impersonal que comenzó a ser víctima de una fría inseguridad. Entonces, el hombre asintió con la cabeza despacio. Luego rompió el hilo visual para buscar la cajita de madera que había dejado previamente sobre la mesa. La abrió, dispuesto a llevar a cabo lo único que se podía hacer con el contenido de la misma.
Sacó una bolsa pequeña cuyo interior blanco reflejaba la iluminación añil. Separó los bordes superiores, unidos mediante un fino cierre horizontal de plástico, y volcó cierta cantidad sobre el cristal de la mesa. Angela le miraba sorprendida, fijándose después en cómo formaba una línea de cocaína con la ayuda de una tarjeta. A continuación, Annibal se hizo con un tubo estrecho y corto. Con el polvo blanco cuidadosamente dispuesto frente a él, volvió a mirar a la chica. Le ofreció probar primero. Ella se negó, así que el hombre aspiró por la nariz a través del utensilio y a una velocidad constante. La sustancia desapareció.
Scorpio se echó hacia atrás en el sofá, recostándose, y cerró los ojos. Se dejó llevar por la sensación vibrante que se abría paso por su cuerpo como una trepidante montaña rusa blanca. No consumía drogas, y mucho menos aquella que constituía el pilar central de su fortuna. Y no solo porque se tratase de una lección aprendida de la película El precio del poder, sino porque era de sentido común. Los estupefacientes en general machacan el cerebro, lo que uno es, y alguien de su categoría no podía permitirse un error tan garrafal. Sin embargo, los últimos acontecimientos le empujaban a la evasión.
Estaba construyendo un muro.
Cuando despegó los párpados, enfocó nuevamente la escena. En concreto, a Angela. Inclinada hacia delante como estaba, su escote le llamaba con renovadas fuerzas. Annibal tuvo que reprimir el impulso de ser él quien iniciara el desenfreno en esta ocasión. No quería volver a caer. Aquellos labios femeninos, encarnados y sugerentes, constituían una invitación al pecado. Quería, claro que quería. Esa mujer conseguía atravesar todos sus escudos.
La besó.
Ella, confusa, se dejó arrastrar por aquella corriente suave y rítmica. Un torbellino demasiado corto cuando él se detuvo a los pocos segundos.
Scorpio abandonó el sofá. Experimentó una presión que tiró de las lesiones de su hombro, sensación muy distinta a la que afectó a zonas más bajas de su cuerpo. La euforia de la cocaína distorsionaba la realidad y le facilitaba unas acciones que quizá no hubiese podido realizar de otro modo. Se acercó a la barra por segunda vez, se situó detrás de esta y se hizo con dos vasos limpios. Eran movimientos mecánicos, automáticos. Apenas quedaba whisky.
Angela acudió a su encuentro.
—Camarero, por favor —bromeó, fingiendo seriedad y formalidad—. ¿Puede servirme otra copa?
—Las que quieras.
El gánster, utilizando el brazo izquierdo, le ofreció la que acababa de preparar. Luego rodeó la barra para volver junto a ella. Imitándola, se sentó en una de las modernas banquetas de piel sintética cercanas al curioso mostrador. Antes de comenzar a beber, Annibal alzó el vaso a modo de brindis. Dio un trago pequeño, era consciente de la mezcla explosiva a la que se enfrentaban sus neuronas. La vio tomar del suyo.
Se sentía bien, demasiado bien.
No podía dejar de mirarla. Los hielos de su vaso no hacían justicia a la frialdad reconstruida que le congelaba la sangre a pasos agigantados. Se dejó conquistar por tan baja temperatura. La insólita apatía derrotaba la viveza del estimulante y abatía el declive del depresor, como si el glaciar trazase su propio camino entre montañas. Su pulso descansaba tranquilo.
—Esta me la has puesto más fuerte —se estremeció Angela. Hizo un mohín gracioso con la nariz a causa de la intensidad del sabor.
—Sí. Va a ser la última, habrá que aprovecharla —convino Annibal. Le dedicó una sonrisa provocadora a la que sucedió un guiño. Los ojos no acompañaron.
—Brindemos, entonces. —La rubia levantó el vaso y esperó a que él hiciera lo mismo.
El sonido de los cristales selló el acuerdo y ambos volvieron a acercarse el whisky a los labios. Acto seguido, Angela se apoyó en él, buscándole. Le presionó los labios con los suyos, suave, temerosa de un nuevo rechazo. El narcotraficante no se movió, permaneció quieto incluso cuando sintió cómo la lengua ligera de su acompañante intentaba adentrarse en su boca. Se limitaba a seguir el compás que ella marcaba. La chica apoyó la mano sobre su pierna, cerca de la ingle. Scorpio tampoco reaccionó. Se separó de él. Vio que tenía cara de nada.
—¿Seguro que no quieres? —Angela le ofreció una sonrisa tímida que pretendió ser sensual.
Él asintió en silencio. No se dejaría atrapar por su influencia otra vez. La vio humedecerse los labios tras sonreír. El ambiente de repente tomó un cariz extraño.
La joven mujer no entendía muy bien lo que estaba ocurriendo. Cuando se lanzaba, él respondía, pero luego la rehusaba. Perdía la iniciativa, esa chispa penetrante que le caracterizaba cuando estaba con ella, que le hacía sentirse deseada.
Algo ocurría, no era estúpida.
Debía llevarle a su territorio, hacerle hablar. Acercó la mano derecha hacia el rostro masculino para volver a tocar la magulladura violácea. Sintió la piel caliente bajo sus dedos. Le rozó los labios.
—¿Qué es eso? —preguntó Scorpio de pronto, en voz baja.
—¿El qué? —dijo ella, desconcertada. Casi pudo escuchar la atmósfera que buscaba hacerse añicos por enésima vez.
—Lo que tienes en el antebrazo. Ahí, cerca de la muñeca.
—¡Ah! ¿Esto? —Angela se miró el brazo derecho. Lucía un arañazo rosado desde la muñeca hasta la mitad del antebrazo. El aspecto que presentaba informaba de que era relativamente reciente—. Fue mi gato. Muchas veces se comporta como un bruto cuando juego con él —explicó con una sonrisa.
—No sabía que tenías un gato.
—Bueno, ahora ya lo sabes. —Se encogió de hombros—. Se llama Leo. Ya te enseñaré alguna foto.
—También podrías enseñármelo en persona. Me gustan los gatos.
—No estaría mal, aunque a lo mejor no sería una buena idea. No le gustan los extraños.
—¿Soy un extraño? —preguntó él, enarcando las cejas. La conversación le estaba pareciendo, como mínimo, curiosa.
—Teniendo en cuenta que nunca has venido a mi casa, sí, sí serías un extraño para él —se defendió Angela un tanto sarcástica. Entonces, se llevó la mano a la boca e intentó reprimir un bostezo, algo que consiguió a medias.
—Nunca me has invitado —cargó Annibal. Hacía uso de su paciencia, no le quitaba ojo de encima. Vio cómo bostezaba una segunda vez—. Apenas acaba de empezar la noche, ¿ya estás cansada? ¿O es que te aburres?
—No me aburro, pero la verdad es que sí me encuentro cansada. No lo entiendo, hasta hace unos minutos estaba bien. —Angela frunció el ceño. Intentaba encontrar una explicación convincente a ese repentino agotamiento.
—¿Te acostaste muy tarde anoche?
—Sí, puede que sea eso. Pero, no sé, estoy acostumbrada a acostarme tarde —comentó. Y allí se vio nuevamente con un tema de conversación muy distinto al que se empeñaba en propiciar. No creía que sus horas de sueño fuese lo más interesante sobre lo que hablar.
—Entiendo.
—Esto parece un interrogatorio —rio la muchacha. Parpadeó un par de veces con la intención de ocultar otro bostezo. Le parecía de mal gusto.
—Es un interrogatorio. —Scorpio enfatizó el verbo. Fue en ese mismo momento en el que notó cómo un chorro de adrenalina invadía sus venas. Sus pupilas se dilataban. Y esa fue la única variación que recogió su rostro granítico. Por dentro, el corazón parecía cabalgar al viento.
—Vaya… ¿Es ahora cuando se supone que debería tener miedo? —La sonrisa de Angela se ensanchó, pícara. La bebida, a esas alturas, era su gran aliada para la desinhibición.
—Sería lo más inteligente por tu parte.
Scorpio dejó un espacio de tiempo para que sus palabras consiguieran el efecto deseado. Ya no veía el sentido de aguardar más. Era inevitable, ineludible. Necesario.
—He estado echando en falta algo desde que has llegado —prosiguió. Desplazó la mano izquierda hasta toparse con el bolsillo del pantalón vaquero.
—Eres tú el que no ha querido —le reprochó ella. No resultó nada convincente, su lucha radicaba en ser capaz de pronunciar palabra. La cabeza embotada y la gran pesadez de sus párpados eran enemigos casi infranqueables.
—No hablo de eso, Angela.
—No te entiendo. —La debilidad violentaba su cuerpo como insoportables losas de piedra que tiraban de ella hacia abajo.
—No me entiendes…
La sombra creció hasta límites dolorosos y pareció eclipsar la luz azul de la sala. Se cernió sobre Angela y se aferró a cada una de sus células con uñas punzantes. Lo único que podía hacer era mirar a los ojos también oscuros de Scorpio, perderse en ellos. No dejó de hacerlo ni cuando este sacó algo de su bolsillo. Annibal, con suavidad, lo agarró con los dedos. Sintió el característico tacto fino, metálico, y levantó la mano lo suficiente como para que el objeto largo y brillante quedase a la vista de la mujer.
Todo comenzó a girar en torno a los delicados eslabones argénteos.
El corazón de Angela se precipitó al vacío en caída libre. Por primera vez desde que le conocía, el hombre le infundió un miedo penetrante. Las rocas invisibles que la apresaban ganaban peso a cada segundo que transcurría. Despegó los labios e intentó que sus cuerdas vocales emitieran algo de voz, incluso articuló alguna palabra, pero no hubo sonido. Su voz no era más fuerte que el temor.
Scorpio permanecía inmóvil. La cadena de plata oscilaba lentamente en el aire, como un péndulo, tan solo sujeta por un extremo. Su compañera trató de apoyarse en la barra y ponerse en pie, pero resbaló nada más colocar la mano sobre la superficie lisa. Perdió el equilibrio. Todavía sentada, sus brazos comenzaron a temblar y la pérdida de control se propagó al resto del cuerpo como el fuego sobre gasolina. Tragó saliva, contenía la respiración. La parálisis infernal se intensificaba con la hostilidad extrema que desprendía el rostro del narcotraficante. Aquellas gélidas llamaradas parecían taladrar las células de la chica, cuya voluntad ya apenas respondía. Su campo visual se reducía. El azul mudaba a negro.
Necesitaba alejarse de ese hombre.
El miedo casi irracional se transformó en un impulso desesperado. Logró bajar de la estilizada banqueta y apoyar los pies en el suelo. Descubrió que no podía sostenerse. Las rodillas la traicionaron y se flexionaron, robándole el equilibrio. Cayó hacia delante. En un intento de no precipitarse contra el suelo, se apoyó en Annibal. Pero él no le prestó ayuda. La empujó nada más tenerla encima, como si el mero contacto le provocara graves quemaduras.
Angela ni siquiera tuvo tiempo de pensar en lo que se le venía encima. Su mente desconectó de la realidad y abandonó la consciencia. Cayó sobre la tarima del amplio cuarto, golpeándose la cabeza. Quedó tumbada de lado.
El silencio fue absoluto.
La respiración de Scorpio era tranquila. No así sus pulsaciones, que viajaban a velocidades siderales. Su expresión neutra recogía las emociones dormidas. Los sentimientos anestesiados le protegían.
Durante los diez minutos siguientes tan solo contempló el cuerpo inerte de la mujer que había irrumpido en su vida, revolucionándola en todos los aspectos posibles. Su mente, en blanco, se percibía cristalina como el agua. Una misteriosa paz le mantenía tranquilo. Pero llegó un punto en el que sus ojos ya no la veían. Apenas retenía los pensamientos que bombardeaban su cabeza como misiles. Dejaba a las imágenes viajar libres. Parecía que alguien había drenado toda la sangre de su cuerpo, robándole hasta la última gota y blindando el motor que la propulsaba.
De repente, un fiero huracán se adueñó de lo que quedaba de su aplomo. Un impulso violento le obligó a empuñar el vaso donde hacía un rato Angela, su Angela, había dejado los labios impresos. Un grito desgarrador encubrió el sonido del cristal estallando contra la pared en mil pedazos.