Capítulo 15

Nadie podía saber qué era lo que había hecho, pero Johnny no podía evitar caminar pendiente de lo que ocurría a su alrededor. Apenas vagaban almas por la calle, y a los pocos que transitaban por allí no les importaba ni lo más mínimo su presencia. O al menos eso parecía. Vislumbró a lo lejos a un par de mendigos sentados cerca de una diminuta hoguera en el interior de una papelera. El hecho de encontrarse en pleno verano no parecía marcar la diferencia para esas personas. Debía de ser muy duro vivir en la calle, pensó el muchacho. Al otro lado una pareja parecía haberse dejado la intimidad en algún lugar alejado de allí: disfrutaban de su sexualidad en plena vía pública. Sentado y apoyado a pocos metros, un hombre demasiado demacrado como para calcular su edad se inyectaba alguna clase de sustancia con una jeringuilla. Johnny aceleró el paso.

Ese sucio barrio pintoresco parecía no terminar jamás. Lo conocía, pero, ahora que necesitaba abandonar sus calles de inmediato, apenas lograba recordar dónde se encontraban sus límites. No sabía si tenía que torcer a la izquierda o tomar la derecha, seguir de frente o regresar sobre sus pasos para llegar a una salida más rápida. Se dijo que sus nervios podrían estar jugándole una mala pasada. Hacía un rato había decidido meter las manos en los bolsillos para que nadie pudiese notar que aún le temblaban, ni siquiera él mismo. Apenas se había hecho a la idea de que había asesinado a su colega. Uno no se veía obligado a emprender acciones como esa todos los días. Uno no tenía la oportunidad de ser aceptado en una organización criminal todos los días.

Incrementó la velocidad de su marcha una vez más.

En cuanto llegara a su casa, se metería en la cama y no saldría jamás. Al menos hasta que le apeteciera. O hasta que le llamaran.

Estaba intranquilo. No sabía por qué razón, pues la soledad de las calles no parecía entrañar peligro alguno. Pero, como había aprendido aquel día, no podía fiarse de lo que encontraba a simple vista. Y las tinieblas de la noche suponían el camuflaje perfecto para el mismísimo diablo.

De repente escuchó algo. Siseos intermitentes, los mismos que alguien emplea cuando quiere llamar la atención de otra persona. No había nadie a su alrededor y tampoco quería establecer ningún tipo de relación llegado el caso, así que fingió no darse cuenta. También supuso que estaba siendo demasiado egocéntrico al dar por hecho que eran ruidos dirigidos a él.

Y, sin embargo, los siseos no cesaban. Se percibían cada vez más cerca.

Miró a los lados. Nadie.

Tenían que estar llamándole a él, ¿a quién si no? Pero cada vez que se detenía para comprobar la posible fuente, desaparecían.

Se encaró a la oscuridad y se reprendió duramente por dejarse sugestionar por sus pensamientos. Él, con su metro noventa y tres de altura y su cuerpo labrado en el gimnasio, se sintió ridículo. Se encogió de hombros. Y los siseos regresaron. Miró a la derecha, le pareció que esos chasquidos procedían de esa dirección. De un callejón sin salida.

Perfecto. Estupendo.

Se había convertido, de pronto y sin él quererlo, en el protagonista de una película cutre donde el asesino psicópata juega con sus víctimas antes de arrancarles la vida. Pero no era protagonista de nada, y aquello estaba muy lejos de ser una película. No era la víctima de nadie. Así que se armó de valor y se adentró en el lóbrego callejón. Si había sido capaz de acabar con su compañero, lo haría también con ese estúpido juego.

Bum bum bum bum bum bum bum bum.

Escuchaba el palpitar de su corazón en sus sienes. Su cuerpo se había transformado en una fábrica de adrenalina. Cerró los puños, preparándose para cualquier cosa. Con suerte, tan solo sería una panda de chavales, como los que había visto esa misma tarde, riéndose de él. Aquellos segundos en silencio le hicieron albergar la esperanza de que no volvería a escuchar los ruidos, pero pronto retumbaron contra las paredes del callejón. El eco complicaba adivinar el origen, la oscuridad ocultaba la identidad del que parecía un fantasma. Johnny entrecerró los ojos, escudriñando los metros que se abrían por delante de él. Trataba de descifrar las enigmáticas sombras bajo la presión de su respiración entrecortada.

Un dolor agudo extendió sus garfios por encima de su rodilla izquierda. Ni siquiera sabía lo que estaba sucediendo. Algo le desgarraba el músculo. Gritó, se tambaleó. Retrocedió esperando encontrarse con la pared a sus espaldas, necesitaba apoyarse en una superficie firme. Pero algo a sus pies hizo que trastabillara y cayese al suelo, tirándolo todo. El estrépito que se formó a su alrededor disfrazó el nuevo grito, quebrantando el tétrico silencio del callejón. En apenas tres segundos se vio rodeado de basura de todo tipo. Uno de los cubos le cayó encima, golpeándole el pecho y un lateral de la cabeza. Pero fue esa mala caída la que le salvó la vida, pues instantes antes de tocar el suelo con el cuerpo, pudo oír cómo una bala rebotaba en la pared, terriblemente cerca. Las chispas resultantes del impacto iluminaron su rostro durante milésimas de segundo, y se lo cubrió con las manos. El cacharreo metálico no habría sido suficiente para ocultar la detonación, así que era muy posible que el autor hubiese utilizado silenciador.

Johnny estaba taquicárdico, al borde de la ansiedad. Se le había secado la garganta y apenas era capaz de tragar. Estaba asustado. Rauda como un rayo, su mente desazonada le sugería venganza por parte de alguien que hubiese presenciado el asesinato de Samuel. ¡Pero allí no había visto a nadie, maldita sea!

Un nuevo estruendo estalló a su lado. Otra bala había impactado en uno de los cubos de basura que tenía encima. Dejó escapar un gruñido, impotente. No podía quedarse ahí a la espera de una muerte segura, no podía dejarse asesinar como un pobre animal acorralado. Se le ocurrió coger una de las tapas malolientes y colocarla delante de él, protegiéndose. Si le disparaban, seguramente el proyectil atravesaría el metal, pero ese escudo improvisado era mejor que nada. El temblor de sus manos se había acentuado hasta límites casi preocupantes.

Recordó su Glock. Maldijo no haber reparado antes en ella. Se palpó el pantalón en busca de su salvación, pero halló un hueco vacío. La pistola descansaba bajo centímetros de barro en el lugar en el que reposaba el cadáver de Sam. La rabia le hizo gritar. Notaba el derramamiento de sangre caliente en su pierna izquierda, le dolía como diez mil demonios. Se odió por no poder empuñar su pistola, se dijo que tampoco habría pasado nada si hubiera decidido conservarla. Por supuesto que habría pasado algo: ahora podría defenderse.

Iba a morir, lo sabía. El espectro oculto acabaría acertando e incrustaría una bala en su cabeza. Simplemente dejaría de existir. ¿Qué usaría para evitarlo, la tapa de un triste cubo de basura? Era una idea tan absurda que le habría hecho reír de no encontrarse tan aterrado. Agazapado entre desperdicios, se concentró en localizar cualquier sonido. Su vida dependía de su capacidad de hallar el emplazamiento de aquel loco. Pero apenas podía oír nada más allá de la presión sanguínea en sus oídos, nada más allá de su respiración fuera de control. Le costaba asimilar el oxígeno, no era capaz de hacerse con el control pleno de sí mismo. La pierna izquierda le dolía tanto que dudaba de que pudiera salir corriendo de allí llegado el caso. La zona superior a la rodilla se estaba hinchando bajo el extraño objeto clavado en la carne.

Cerró fuertemente los ojos. No soportaba aquella incertidumbre. Si iban a matarle, que lo hicieran ya. Fue este último pensamiento el que le hizo sentir como un cobarde. No quería morir como un cobarde, no se consideraba tal. Un tipo sin agallas no habría cumplido una orden como la que él había ejecutado esa misma tarde. Su vida no tenía por qué terminar. Y si estaba escrito que así debía acabar, presentaría batalla primero.

Reunió toda la valentía que fue capaz en tal tesitura y empuñó con firmeza lo que desgarraba su pierna. A tientas, lo encontró plano, fino y con filos puntiagudos y cortantes. Su propia sangre lo hacía resbaladizo. ¿Qué diablos significaba aquello? No era ningún arma blanca que él hubiese sostenido alguna vez entre las manos. Lo arrancó con un tirón seco. El grito se escapó entre sus dientes apretados. Sudaba profusamente. Borbotones de sangre abandonaron el corte profundo. Acercó el objeto a su campo de visión, aunque poca luz le llegaba desde la calle principal. La información procedente de sus distintas fuentes sensoriales le reveló que se trataba de un shuriken o estrella ninja. Las puntas aceradas se orientaban hacia el mismo lado. Un fugaz instante sirvió para que pudiera atisbar la inscripción en el metal: el número trece. El mismo maldito número al que la cultura popular atribuía la mala suerte. Como la suya.

Johnny dio un respingo ante el sonido de unas pisadas lentas. Él aún continuaba entre la basura. Se incorporó unos centímetros procurando no hacer ruido, labor complicada si sujetaba una tapa metálica con temblor en el pulso. Un paso más. Otro. Y otro. Todos fundiéndose con las reverberaciones de sus réplicas. Se desesperaba. Saberse en una ratonera desbordó su tensión. Cedió a su impulso y se abalanzó hacia delante cubriéndose con el escudo fiel en la mano derecha. Sujetaba la estrella arrojadiza con la izquierda. Sin pensarlo dos veces, la lanzó hacia la posición donde intuía que se encontraba el atacante espectral.

Escuchó un fuerte jadeo: había acertado.

Ningún tono de voz ayudó a saber a quién se enfrentaba, pero al menos ahora sabía que su enemigo no era inmune. ¿Por qué habría de serlo? Una ráfaga de autodeterminación le hizo creer que no todo estaba perdido. Un nuevo proyectil reventó una de las bolsas de basura y los desperdicios volaron por los aires. Buena parte cayó sobre el chico tatuado, pero era el menor de sus problemas. Las pisadas se reanudaron, en esta ocasión más contundentes y directas hacia él. El agresor fantasma se convirtió entonces en una oscura silueta, pero Johnny apenas lo vio. Se había agachado en cuclillas al reventarse la bolsa, pero no aguardaría a que viniese a por él. Le buscaría primero.

Atacó.

No calculó bien la distancia que le separaba de su perseguidor, pero no le importó. Con suerte, el asesino le daría una muerte rápida de la que no sería consciente. A pesar de la pierna herida, consiguió impulsarse y cargar. La tapa metálica chocó contra alguien, pero esos metros de oscuridad ganada hizo imposible la identificación. El golpe fue potente, pero no consiguió desestabilizar al asesino potencial. Algo cayó al suelo. Johnny quiso pensar que se trataba del arma de fuego, pero no tenía manera de comprobarlo sin arriesgar demasiado. Recibió un súbito puñetazo en las costillas en aquel lado que la tapa no protegía. No le hizo mucho daño, pero sí el suficiente como para doblarse unos centímetros.

El corazón continuaba tronando en sus oídos.

Debía estar más atento. Si el atacante había comprobado que mantenía desprotegido el lado izquierdo, volvería a intentarlo por ahí. Su intuición no erró y Johnny pudo detener la nueva ofensiva a tiempo con la zurda. Cerró la mano al notar el impacto, tenaz, con vistas a enganchar a su enemigo, pero tan solo consiguió clavarle las uñas y arrastrarlas por su brazo. Hizo retroceder al fantasma. Aquella era su oportunidad, no habría otra. Apoyándose en la tapa, le dio un fuerte empujón. Consiguió tirarle al suelo, y la pieza metálica cayó con él. Sin embargo, Johnny no comprobó que era el único que se mantenía en pie. Había echado a correr.

No miró atrás.

Aunque el dolor de la pierna, que amenazaba con agarrotarse, era terrible, corrió como en su vida había corrido antes. La sangre y los restos de basura le daban un aspecto deplorable, pero el raciocinio del muchacho no podía centrarse más allá de la frenética huida. Había llegado a creer que sus días finalizarían en aquel negro y solitario callejón. No conseguía deshacerse del acecho de la muerte y atravesó un par de manzanas en apenas dos minutos. Continuó corriendo.

El aliento del pánico aún se cernía sobre su nuca como la niebla en las frías noches de invierno.

Su condición física previa, así como el aluvión de adrenalina, favorecían la carrera enajenada. Cruzó una cancha de baloncesto en malas condiciones, plagada de charcos y desperfectos, y estuvo a punto de resbalar y caer de boca. Consiguió dominar su equilibrio. Mantuvo aquella velocidad trastornada hasta que al fin dio con una calle más amplia, con un mayor número de farolas y cuya luz no invitaba a delinquir. Sus piernas, en especial la izquierda, estaban al borde del colapso.

Entró como una exhalación en el primer local que encontró abierto a esas horas. Resultó ser un bar. Cualquier otra persona en otras circunstancias habría optado por evitar un lugar de mala muerte como aquel, pero para Johnny fue como un bálsamo. La penumbra difuminaba su mal aspecto ante los pocos clientes, pero no consiguió eludir las miradas. Gente de ojos cansados, vacíos y alcoholizados, acostumbrados a no preguntar porque ya han visto demasiado. Pronto cada uno regresó a sus cosas. Lo mismo Johnny, que acudió directo al cuarto de baño del antro, libre en aquel momento. Una vez dentro, corrió el cerrojo de la puerta con la diestra trémula. Se dejó caer en frente de la taza. La arcada precedió al vómito. No tenía mucho que echar, hacía bastantes horas que había probado bocado por última vez, pero todos los nervios que había sufrido aquel día caían dentro de ese retrete como pesadas piedras. Comenzando con los que le habían asaltado en el asesinato de Sam.

Estaba mareado. Rodeaba la taza con ambos brazos y metía la cabeza todo lo que podía. El olor que le llegaba de las cañerías apestaba más que su propio vómito. No importaba, estaba vivo. Todo su cuerpo era presa de violentas sacudidas. La sangre de su pierna izquierda goteaba sobre las mugrientas baldosas del suelo, colándose entre sus juntas y creando diminutos y simétricos ríos carmesí. Se incorporó cuando notó que le faltaba el aire. Echó la cabeza hacia atrás y la apoyó contra los amarillentos azulejos de la pared. Cerró los ojos, tiritando. Su rostro había perdido el color. Las náuseas se aferraron de nuevo a su garganta, pero supo controlarlas esta vez. Inspiró hondo y soltó el aire despacio. Se limpió las comisuras de los labios con el dorso de la mano. De pronto, la ansiedad le hizo prisionero y su pecho comenzó a subir y bajar a gran velocidad. Empezó a sollozar en silencio, tal era su estado de nervios, luchando contra el llanto que quería abrirse paso pisoteando todas las demás emociones.

Necesitaba calmarse, su estado no hacía más que empeorar la situación. Pero era muy difícil.

Los cinco minutos siguientes, percibidos como horas, le resultaron demasiado duros. La respiración tan acelerada había provocado la hiperventilación y el mareo se acentuó. Todavía sentado y sin ser capaz de moverse, creía que había perdido el control de su propio cuerpo.

Sin más compañía que la de aquella taza cochambrosa, necesitó otros diez minutos para que sus pulmones regresaran a la normalidad. Fue cuando empezó a ser consciente del horrible dolor que le castigaba por encima de la rodilla. Debía levantarse, salir de allí. Hacer algo. Entonces, alguien comenzó a aporrear la puerta. Se sintió muy intimidado durante los primeros segundos, imaginando que el psicópata sin rostro le había seguido hasta allí. El temor se difuminó al escuchar una tosca voz masculina al otro lado: «me estoy cagando». Johnny, sin molestarse en responder, se levantó tratando no apoyar la pierna izquierda. Accionó la cisterna para que el retrete succionara el vómito y cojeó hasta la pila del lavabo. Quiso mojarse las manos y la cara con la esperanza de que el agua fría le ayudase a terminar de recobrar la calma. Su reflejo le devolvió la mirada ojerosa desde el espejo resquebrajado, y comprobó que estaba sucio y pálido. Cuando fue a abrir el grifo advirtió que todavía no había abierto los puños desde que saliese corriendo. Lo hizo lentamente, pues los dedos no respondían bien. Y vio algo relucir entre la porquería de su mano izquierda. Lo cogió despacio con la derecha, manchada de sangre casi reseca, y lo estiró.

Una fina cadena de plata.

Debía de pertenecer a su atacante, era imposible que se hubiera hecho con ella de otra forma. Nuevos estacazos en la puerta le arrancaron de su ensimismamiento y guardó la cadena en uno de los bolsillos de los vaqueros. Ya la examinaría más adelante. Lo único que quería hacer ahora era marcharse de allí. Abrió el grifo, se restregó el agua por las manos y se empapó la cara. Los chorros cristalinos cayeron a la pila tintados de un extraño color a suciedad. Se oyeron nuevos golpazos.

Johnny caminó con cierta dificultad hasta la salida del cuarto de baño. Cuando abrió la puerta, se encontró con la cara furibunda y enrojecida de un viejo orondo. Este suavizó su expresión al ver a ese muchacho musculoso manchado de sangre. El gordo impaciente entró en el cuartucho sin apenas haber dado tiempo a que Johnny saliese primero, llegando incluso a bajarse los pantalones sin que la puerta estuviera completamente cerrada.

No podía ni quería quedarse allí eternamente, pero temía salir a la calle. No sabía por qué alguien le había hecho pasar por eso, pero, si se había tomado tantas molestias, tal vez habría salido en su busca para terminar lo que había empezado. ¿Qué podía hacer? Buscó su teléfono móvil en alguno de sus bolsillos. La satisfacción al encontrarlo fue inmensa. Llamaría al Lobo, él sabría qué hacer. Pero cuando vio la pantalla, casi se echa a llorar: estaba rota. Cuando intentó encenderlo, el smartphone no respondió. A punto estuvo de estamparlo contra el suelo. ¿Por qué él?

—¡Joder!

El grito desesperado de Johnny apenas llamó la atención de toda aquella panda de borrachos. Volvió a guardar el aparato mientras pensaba cómo diablos resolver el problema. Continuó escarbando por sus bolsillos. El tacto de un papel nunca resultó tan placentero como entonces. Extrajo un billete de veinte dólares entre sus dedos. Miró a su alrededor y localizó una cabina. No sabía que a esas alturas todavía continuaran existiendo, pero fue el salvoconducto perfecto. Se sintió orgulloso de sí mismo por haber memorizado en su día el teléfono del Lobo por si surgía alguna urgencia. Aquello era una urgencia.

—Necesito cambio —le pidió secamente al camarero apostado detrás de la barra. Su aspecto era tan mugriento como el del local. Plantó de un golpe el billete en la superficie pegajosa.

—Y yo necesito un yate, chaval —respondió el arisco trabajador. Sus maneras fueron burdas y su voz se escuchó áspera. No dejó de hurgarse la nariz mientras le miraba.

—Ponme un whisky —dijo entonces el chico tatuado. Procuraba no perder la poca paciencia ni los escasos nervios que le quedaban.

A regañadientes, y como si su trabajo se asemejara al de picar piedra, el camarero cogió un vaso y le sirvió lo que había pedido. Johnny arrastró el billete por la barra grasienta para dejarlo al alcance del hombre y que le cobrara. El tipo se lo tomó con calma para desesperación del muchacho. Cuando por fin tuvo las monedas del cambio en su poder, Johnny fue directo a la cabina. Introdujo unas cuantas monedas por la ranura sin contar la cantidad y marcó el número de su jefe.

—Hola, soy Johnny —saludó en voz baja cuando el Lobo descolgó al otro lado. Dejó un agónico intervalo de silencio para escuchar—. Ya, ya. Lo he hecho, no te molestaría por eso. Yo… Joder, tío, yo… Lobo, me han atacado. Yo… Alguien me ha acorralado y… Yo… —Su jefe le interrumpió para disparar preguntas y sugerir que se calmara de un modo un tanto brusco—. En un callejón, fuera… dentro. Dentro del callejón. En un barrio cercano a la salida cincuenta y tres. Me ha tirado algo y me ha jodido la pierna. Me disparaba. No me ha dado, pero… Joder, tío, casi me mata. —Johnny procuraba que sus palabras no llegaran a nadie más allá de su interlocutor, aunque le resultaba muy complicado apaciguar los nervios—. ¡Casi me mata! No, no lo he visto, estaba muy oscuro. —Escuchó de nuevo—. En Tim’s Hollow. Pero ¿sabes dónde está? No quiero estar aquí más tiempo. Vale. Vale, tío.

«Ten cuidado hasta que llegue, no quiero tener que recoger un cadáver. Y tranquilízate, has tenido suerte». Estas últimas palabras del Lobo le habían puesto los pelos de punta. Se suponía que, irónicamente, estaba a salvo en ese bar de mala muerte. Al menos de momento. Pero ¿a qué se había referido con un cadáver? ¿Sabía algo que el desconocía? Un escalofrío ascendió por su espalda y le erizó la nuca.

Cuando colgó el auricular, la máquina telefónica se tragó el cambio, pero Johnny ni se dio cuenta. Regresó cojeando a la barra y apuró el whisky de una vez. Era suyo, lo había pagado. Y lo necesitaba. Se acomodó en uno de los taburetes altos de almohadillas remordidas. La certeza de que el Lobo acudiría en su ayuda le tranquilizaba bastante. Cuando estiró la pierna izquierda para asegurar su postura, tuvo que reprimir un quejido. Lágrimas de dolor acudieron a sus ojos verde pálido. Las restregó con el dorso de la mano antes de que alguien las viera.

El tiempo de espera se asemejó a la eternidad para Johnny. El chico tatuado no consumió nada más en ese bar y el camarero estuvo dedicándole miradas funestas de reproche. El herido evitaba mirarle, no quería ninguna discusión. No necesitaba que sus niveles de estrés se dispararan aún más. Cada vez que se abría la puerta del Tim’s Hollow, Johnny miraba hacia ella con ansiedad y esperando que apareciera el Lobo con su imagen característica. Así que, cuando lo hizo, el joven suspiró de alivio. Se levantó inmediatamente del taburete y se acercó cojeando a él. El escozor y el dolor de la pierna lastimada eran demasiado intensos, necesitaba una cura. La carrera desde el callejón había agrandado la herida.

Rafael evaluaba los movimientos del chico, muy serio. Cuando llegó a su altura, hizo que le pasara el brazo por encima de los hombros y se apoyara en él. Sin intercambiar ni una sola palabra, abandonaron aquel tugurio. El coche estaba estacionado en la misma puerta del Tim’s Hollow, lo que fue como gloria bendita para Johnny, pues cada paso suponía un castigo. El Lobo abrió la puerta del copiloto y le ayudó a colocarse. Luego rodeó el vehículo para ocupar el puesto del conductor. Tras abrocharse el cinturón de seguridad, Johnny se arrellanó en el asiento del Ford Mustang.

—¿Qué es lo que ese tipo te tiró? —inquirió el Lobo al cabo de unos minutos de extraño silencio. Ya volaban por la ciudad. Necesitaba escuchar la respuesta de la boca del superviviente sin que él le hubiese condicionado primero. Necesitaba veracidad.

—No sabría decirlo bien. Te parecerá imposible, pero juraría que era una estrella ninja, de esas que usan los japoneses. Algo así —contó Johnny. Sus esfuerzos por mantener la voz firme eran patentes. Recordaba a la perfección el tacto del objeto entre sus manos, bañado por su propia sangre—. Oye, hice lo que me pediste. Intenté no dejar huellas, procuré no cagarla esta vez.

—Ahora mismo eso no tiene importancia.

Era demasiado fácil dejar que el silencio se interpusiera entre ellos. No había música en la radio y lo único que flotaba en el ambiente era el sonido del motor.

Rafael estaba confundido. ¿Cómo era posible que O’Quinn supiera que ese chico trabajaba para él si nunca le había involucrado en actos tan cercanos como para llamar su atención? Por lo que sabía, Johnny no había visto a Scorpio en persona hasta ese mismo día. ¿Cómo podía haber sido tan endiabladamente rápido? ¿Y qué ganaba acabando con el muchacho? No pertenecía al círculo superior. Todas aquellas respuestas escapaban a su inteligencia. Lo único que le quedó claro fue que no solo la policía los observaba. Era desalentador pensar que nunca podían anticiparse a un nuevo ataque, incluso cuando hasta el momento habían creído que estos cesarían al haber desenmascarado al culpable.

—Eres afortunado por haber sobrevivido a este asesino.

—¿Lo conoces? —se interesó el de mirada verde. Abandonó el suave letargo en el que se había sumido gracias a la comodidad del coche. El descenso de las cotas de adrenalina comenzaba a hacer más pesado su cuerpo.

—Le conocía. Acabamos con el hombre que pensábamos que era el autor —contestó el Lobo—, pero hubo nuevos ataques. Hay alguien más detrás, claro. —Se abstuvo de nombrar al viejo, incluso cuando sospechaba que el chico no sabría ni quién era.

—¿No soy el único al que han intentado matar así? —se asombró Johnny.

—No. Tendría que hacer cuentas para saber qué puesto ocupas en la lista.

—¿Una lista? ¿Por qué lo hace? —Lejos de tranquilizarle, la nueva información le descolocaba. Frotaba las manos despacio, inquieto.

—No lo sabemos —admitió Rafael. Lo ocurrido en el muelle aseguraba sus sospechas de la autoría de O’Quinn. Si había querido asesinar a Scorpio allí mismo, la deducción era que había querido mermar sus filas hasta ese momento para que les resultara más fácil vencerlo. O esa era la explicación más plausible, dado que no lo habían escuchado de los labios del viejo cobarde—. Es gente con la que ya tenemos una historia. Te cuento esto porque debes saberlo después de lo que has pasado. Cuento con tu discreción, ya sabes que para mí eso es algo fundamental.

—Sí, sí. No te preocupes —asintió Johnny. Jamás se le ocurriría traicionar la confianza de ese hombre, y no solo porque hubiese comprobado de primera mano lo letal que podía ser su determinación. Le enorgullecía ser depositario de ese privilegio.

—Ese cabrón se dedica a mandar asesinar a hombres que trabajan para Scorpio. Al trabajar para mí, ha debido de pensar que tú mantienes contacto directo con él. Si no, no se me ocurre otra cosa por el momento. —El Lobo se encogió de hombros.

—Hoy ha sido la primera vez en mi vida que le he visto. —El del pelo rapado recordó el frío respeto que le había inspirado ese hombre solo por encontrarse a menos de un metro de él. Las consecuencias que había sufrido Sam por una mala gestión de las palabras contribuían a tal intimidación. Nunca habría adivinado que la primera vez que estuviera tan cerca de la cumbre sería en tales circunstancias.

—Ya lo sé. Por eso tú no encajas en el esquema habitual. —Rafael entonces se percató de que el único lugar donde se podría haber visto a Johnny con Scorpio había sido fuera de la propiedad de este último. Dudaba de que alguien hubiese notado la cercanía en el interior de la tartana roja. Eso podría significar que la vigilancia era continua y minuciosa, pero poco acertada por otra parte—. No sé, habrá que tratar esto con más detenimiento.

—Los demás a los que atacó… —Johnny casi tenía miedo de continuar—. ¿Consiguió matarlos?

—Sí. Solo conozco a dos hombres que hayan sobrevivido, y están sentados ahora mismo en este coche.

Un estremecimiento sacudió al joven con violencia. El último mensaje se desvanecía en el aire. Miró al Lobo, quien se mantenía encarando la luna delantera. A pesar de la alta velocidad a la que conducía, lo hacía de forma suave y sin movimientos bruscos. Johnny no podía asimilar que también hubiesen atentado contra el hombre que le daba las órdenes. Tragó saliva. Toda esa historia parecía sacada de alguna intensa novela de thriller, pero los sucesos escondidos en el interior de las páginas de un libro se esfuman al cerrarlo. Y aquello era muy real.

Johnny se preguntó por qué el asesino mataba a los hombres de Scorpio pudiendo acabar con él directamente. A lo mejor, se dijo, no habían podido atravesar su seguridad y combatían la frustración con su alrededor. No sería por falta de motivos. El éxito y el poder despiertan muchas envidias, y no todo el mundo es capaz de trabajar para cosechar los suyos. Gastan sus esfuerzos y energías en tratar de destronar al poseedor del triunfo en lugar de luchar para construir su propio reino. Si eso sucedía a niveles cotidianos, pensó, ¿qué no ocurriría dentro del crimen organizado? Pero ¿quién era tan valiente como para, en este caso, intentarlo?

Centró los ojos claros a través del cristal de su derecha.

—No hace falta que me lleves hasta la puerta de mi casa —dijo Johnny, algo azorado. No quería poner a su jefe en un compromiso.

—No te voy a llevar a tu casa. Vamos a ver a Annibal.

El chico herido sintió cómo el estómago le daba un pequeño vuelco. Había esperado llegar a su apartamento, curarse la pierna como pudiera y meterse en la cama hasta pasados dos o tres días. Solo iría al hospital si fuese estrictamente necesario. Pero, en lugar de eso, se encontraría de nuevo con el hombre que mantenía un imperio de droga y cuyos cimientos estaban siendo atacados. Johnny se irguió en el asiento y se concentró en no dejar entrever ni un ápice de su nueva intranquilidad. El jefe del Lobo. El suyo. ¿Se enfadaría con él por haberse dejado atacar? Nadie en su sano juicio se dejaba atacar, no era su culpa. Le había pillado desprevenido en la calle, ¿cómo iba a saber que había suelto por ahí un tipo que se dedicaba a asesinar a hombres de la banda? No tenía sentido. Pero la fama de Scorpio le precedía.

Las calles de la ciudad le resultaban familiares. Comprendió que eran las mismas que había recorrido minutos después de encender el coche rojo de forma ilegal para ir a… cumplir la misión que el Lobo le había encomendado. Con todo lo que había sucedido y con la nueva información que se había visto obligado a procesar, el transcurso del tiempo sufrió una pequeña distorsión para el más joven de los dos ocupantes del vehículo. Cuando se quiso dar cuenta, el Lobo ya había aparcado en el interior del garaje de aquella gran casa. Solo en su interior reconoció que le habría gustado tardar algunos, bastantes minutos más. No sabía si estaba preparado para abordar la situación con el jefe. Se sentía horriblemente cansado.

El Lobo volvió a ayudar a Johnny a caminar. El herido, más alto, comenzó a verse presionado solo por el hecho de encontrarse allí. De repente, se planteó si había manchado la tapicería del coche con su sangre o con restos de desperdicios, y la mera idea le revolvió el estómago. Dejaron atrás la puerta que comunicaba con el garaje y se internaron en el pasillo que desembocaba en el resto de la vivienda.

—Annibal, ya estoy aquí —anunció el Lobo. Escuchó cómo el aludido indicaba desde el salón que le había oído.

Terminaron de completar el recorrido a paso lento. El dueño de la propiedad no se había movido de allí en todo el tiempo en que Rafael había estado fuera. La televisión emitía un canal que bombardeaba al espectador con anuncios de teletienda. Era muy poco posible que Scorpio estuviera interesado en comprar alguna de aquellas estupideces, por lo que era fácil adivinar que no estaba prestando atención al contenido de la pantalla.

Annibal había estado dándole vueltas a diferentes ideas. Podría haberse acostado después de comer algo y no salir hasta que hubiese aborrecido las sábanas, pero algo le decía que ese día, ya noche, aún no había dicho la última palabra. Estaba agotado, le dolían las piernas y el hombro derecho. Le dolía todo, en general. Ni siquiera tenía la cabeza despejada, así que sus cavilaciones no habían servido de mucho. La decisión más sensata era esperar al día siguiente para poder pensar con claridad.

Miró el panorama que ahora se presentaba ante él. No le sorprendió ver a una tercera persona, en concreto a uno de los chicos que había conocido esa misma tarde y con el que su amigo había hablado por teléfono antes de marcharse. El aspecto que presentaba el chaval, sucio y ensangrentado, no era una buena presentación, pero la mejor para un superviviente. Andaba con dificultad a pesar de la ayuda de Rafael. Les indicó que tomaran asiento, la suciedad era algo nimio ante tales circunstancias. El hombre de la coleta acercó un par de sillas y las situó frente al sofá. Ambos las ocuparon y quedaron de cara a Annibal, quien esperaba una explicación, expectante. La coraza sombría que caracterizaba al narcotraficante se instaló en su rostro con gran fuerza, protegiéndole de lo que pudiera escuchar.

—Es John Gray, trabaja para mí. Le has visto esta tarde, venía en el coche.

—Sí, me acuerdo.

—Lo han intentado matar.

—Ya veo.

—Ha sido en un callejón, según me ha contado, y…

—Lobo, prefiero que hable él, si no te importa —le interrumpió Annibal. No quería menospreciar a su mejor hombre, pero necesitaba ir al grano sin intermediarios. Se tocó la frente.

Rafael se quedó en silencio.

—Eh… —comenzó Johnny. No era el mejor comienzo, lo sabía. Sus nervios estaban tomando la costumbre de traicionarle ese día. Los dos pares de ojos ardían en su piel como ascuas candentes. No quería quedar en ridículo. Se trataba de contar lo que había ocurrido, no era tan difícil—. Volvía de… hacer un trabajo. Ya estaba oscuro. Escuché que alguien me llamaba, o eso creí. Pensé que se refería a mí porque no había nadie más, al menos cerca. Los ruidos procedían de un callejón, y allí dentro no se veía nada. Y me tiró algo que se me clavó en la pierna. —Señaló su rodilla maltrecha con el dedo. Había adquirido algo más de seguridad en sí mismo—. Era… parecía una estrella ninja.

—Joder —se quejó inevitablemente Scorpio al corroborar que, en efecto, el autor había sido el mismo que en las ocasiones anteriores. Y ya no pensaba en Nelson Austen.

—Luego me empezó a disparar, pero no acertó, por suerte. Me arranqué el cacharro ese de la pierna y lo tiré en la dirección en la que pensé que podría estar el tío. Creo que le di. Se acercó más para seguir disparando. Me levanté y le empujé. Al final pude salir corriendo, hasta que llegué al Tim‘s Hollow. Allí fue donde me recogió él. —Fue prácticamente el mismo relato que le había narrado al Lobo, tampoco tenía mucho más que contar. De todos modos, no recordaba muy bien las secuencias, las imágenes se agolpaban y entremezclaban en su cabeza.

—¿Le empujaste? ¿Le tocaste? ¿Sabes si era alto, bajo? ¿Le viste? —le hostigó el jefe. Era la primera vez en mucho tiempo que creía tener algo más allá de meras suposiciones para poder seguir investigando y terminar de confirmar sus sospechas. Concretamente desde el ataque al Lobo, el único superviviente hasta esa misma noche. Un nuevo testimonio casi suponía un soplo de aire fresco.

—No, no sé nada. Lo siento. No pude verlo, estaba muy oscuro. Y sí le toqué, pero no me acuerdo muy bien. Solo le toqué el brazo para parar los golpes. Tal vez no tuviera mucha envergadura, pero a estas alturas no creo que eso signifique algo —se lamentó Johnny. Se sentía impotente, en su mano estaba poder conocer algo más acerca de aquel enemigo en común.

Los nervios regresaron al muchacho ante la atenta mirada de sus superiores. Scorpio no le haría nada, lo sabía, tan solo le formulaba unas preguntas cuyas respuestas podrían ayudarlos a solucionar un problema que, por sus expresiones, era grave. Al mirarlo, Johnny volvió a fijarse en la marca que caracterizaba su rostro. No sabría calcular su edad exacta, pero, ahora que podía fijarse mejor, pensó que rondaría los treinta. Estaba impresionado, se trataba de un hombre muy joven para el puesto que ocupaba. Uno no llegaba a ese escalafón por casualidad, y además solían necesitarse años para gozar de tal privilegio. Sin embargo, era capaz de percibir algo en su aspecto que, una vez más, no sabía concretar. Algo peligroso, afilado. La esencia de un depredador.

Scorpio, por su parte, había estado alternando la mirada entre el rostro del chico y la lesión que la sangre revelaba en su pierna a pesar de los pantalones oscuros. Su máscara conseguía ocultar la indignación y la debilidad física que amenazaba con adueñarse de su cuerpo. Se esforzaba por ocultar sus pensamientos.

—Es una pena que no hayas podido conservar la estrella —intervino el Lobo. De haber sido así, podrían haberla contrastado con la que conservaban. Aunque tampoco era muy necesario…

—Al menos sirvió para que te salvaras. Espero que consiguieras darle a ese hijo de puta —añadió Annibal. Sentía cierta simpatía por ese chico que, a pesar de su musculatura, parecía tan desamparado.

Entonces, un destello cruzó la mente de Johnny. ¿Cómo había podido pasar por alto aquel detalle? Moviéndose sobre la silla lo justo para que su mano entrara en el bolsillo del pantalón, se dispuso a sacar lo que había hallado dentro de su puño en el asqueroso lavabo de aquel antro. Seguramente no significara nada, pero, si podía, haría todo lo posible para ayudar. A pesar de todo, y por una buena razón, ahora también le concernía a él. Le resultó complicado acceder al pequeño compartimento de tela, dada la postura. Volvía a ser el centro de atención. Rozó el pequeño objeto con la punta de los dedos. Al conseguir engancharlo, tirar de él para sacarlo ya no fue tan difícil.

—Cuando llegué al bar, me di cuenta de que tenía algo en la mano. —El chico optó por no contar nada acerca de su angustiosa crisis de ansiedad en el lavabo—. Creo que se lo arranqué al tío que me atacó antes de conseguir empujarle. No me di cuenta hasta ese momento de que lo tenía, y con los nervios se me había olvidado que lo había guardado.

Johnny habló mirando a Scorpio. Se inclinó hacia delante con algo de esfuerzo y dejó el brazo estirado. El tesoro recuperado descansaba protegido entre la palma de la mano y sus dedos. Luego aflojó estos para dejarlo caer en poder de Annibal, que también había alargado el brazo izquierdo para recibirlo.

El contacto metálico y delicado guardaba el calor del bolsillo del joven. El Lobo mostraba gran interés, también desconocedor de la novedad hasta el momento. Despacio, Annibal bajó la mirada. Sostenía una delgada cadena construida en plata y rota por un extremo. El jefe juntó ambas cejas en un rictus circunspecto. Trasladó el objeto a la mano derecha y lo sostuvo entre los dedos. La cadenita quedó colgando, casi centelleante bajo la luz del salón. Para su pesar, apenas le decía nada: cientos de personas podrían tener una pulsera como aquella. Tan alta probabilidad hacía que pensara que, si la guardaba en un cajón y no volvía a examinarla, no habría gran diferencia. O quizá debía tirarla a la basura, donde parecía que volvían a caer sus esperanzas renovadas.

Annibal se removió en el sitio, impotente. Tenía entre sus manos algo que había colgado del brazo del cabrón que había sustituido a Nelson Austen y se quedaba como estaba. Aquel adorno, simple y estúpido, no era más que eso. Sintió decepción. Era lo más cercano que tenía para corroborar la participación de O’Quinn, o al menos algo tangible que le llevara hasta él. No es que no supusiera ya una certeza para él, pero, si lo confirmaba, nada podría detenerlo en su determinación de atacarlo con todo lo que tenía.

Sin embargo, antes de sucumbir a la tentación de desviar su atención a otro lado, sus pupilas creyeron encontrar algo. En uno de los extremos de la delgada cadena podía verse una inscripción a pesar de la suciedad que la cubría. La acercó más a él para poder observarla mejor. Los elegantes eslabones argénteos quedaron a la altura de sus ojos. Los primeros trazos delineaban la letra que inauguraba el abecedario. El siguiente y último grafema constituía una «K».

El planeta, abrupto, detuvo su rotación. Cada partícula del universo abandonó sus propiedades para quedarse suspendida en el aire, inmóvil. Una sombra opaca y alargada borró el resto del mundo, todo cuanto existía más allá de sus propios dedos, de la estilizada hilera plateada. Y esa misma sombra atrapó su alma en una prisión de conmoción, rígida como el hueso. No supo dominar aquello que germinó en la boca de su estómago e incineraba cada temerosa célula que encontraba a su paso. La toxicidad ascendió dispuesta a envenenar sus vías respiratorias. El corazón, vigilante ante esa dolorosa y traicionera emboscada, apresuró su marcha. Pero no podía sentir dolor, puesto que uno más grande y desolador estaba subyugando su voluntad.

Aquel brillo, la impronta de una cruel centella para él, era lo único que podía ver. Destellos fantasmagóricos que le guiaban a través del farragoso pantano de tinieblas en el que se hundía.

Apretó los labios, tensionó la mandíbula, marcó el ceño. Con una lentitud atemporal, dejó caer los párpados. Sin apenas ser consciente de su propio cuerpo, crispó los dedos por encima de la grácil esclava plateada. Quedó prisionera en el interior del puño. Y, sin cambiar la posición, inclinó la cabeza hacia delante unos centímetros. La mano sellada quedó apoyada en la frente, lisa salvo por las arrugas que cortaban todo cuanto había creído hasta entonces. No pudo luchar contra sí mismo durante más tiempo, su estabilidad comenzó a astillarse. Los temblores eran visibles.

El Lobo sabía que algo iba mal, muy mal. Conocía a Annibal, advirtió que esa reacción estaba muy lejos de ser normal en él. Miró de reojo a Johnny y percibió la misma inquietud que de pronto había empezado a sentir. Una alarma se iluminó dentro de su intelecto y, en silencio, sonó con idéntica intensidad con la que lo haría una sirena de guerra. Vio cómo Scorpio se estremecía y ni siquiera sabía qué estaba pasando. Por primera vez en mucho tiempo, no supo qué hacer. Tal vez la paciencia no fuese la mejor aliada para afrontar la situación, pero optó por recurrir a ella. La gran confianza y los años de amistad que le unían con Annibal no fueron suficientes para salvarle de la intimidación que le golpeó cuando este abrió los ojos.

Era una mirada rociada de penumbra.

La penumbra se cubrió de sombras.

Las sombras sucumbieron a la oscuridad total.

Pero no era a ellos a quienes veía.

Johnny parecía haber perdido la capacidad de respirar. Su palidez era mayor que la que había mostrado al internarse en aquel cochambroso local, ahora tan lejano, de mala muerte. No podía despegar sus ojos del pecho del hombre a quien había entregado su hallazgo, que subía y bajaba a velocidad creciente. Comprendió, al igual que su superior directo, que en ese salón se estaba forjando un huracán a punto de desatarse.

Entonces, el jefe se levantó del sofá como si el cuero blanco de pronto estuviese al rojo vivo. Arrojó la cadena al suelo, que gimió con un triste tintineo metálico. Y un grito desgarrador anegó el salón. Johnny, atemorizado, se encogió en la silla; el desconcierto paralizó al Lobo. La palabra que acompañó al sangrante rugido fue ininteligible. El hombre de la cicatriz comenzó a arrasar con todo cuanto entorpecía su camino, sendero que él trazaba en su afán por la destrucción. Los objetos se precipitaban desde los muebles y sus pedazos pronto alfombraron el suelo. Scorpio barría, con los brazos, cualquier superficie susceptible de ser aniquilada. La súbita locura, alimentada de impulsos desquiciados, manejaba al hombre. Su voluntad obedecía a los hilos invisibles tejidos por la furia, manifestación de algo más profundo. Los añicos crujían bajo sus pies y disfrazaban el sonido de aquello que se había roto en su interior. El intenso dolor que había nacido en el centro de su pecho carbonizaba cada centímetro de su ser, exterminaba cada rastro de raciocinio. La fulminante e imprevista enajenación había capturado las fuerzas de encontrarse a sí mismo.

Volvió a gritar.

El filo del cristal de una de las vitrinas destrozadas abrió una dolorosa herida en la palma de la mano izquierda del agresor. La sangre empezó a marcar el camino de la demolición, roja, al igual que su rostro congestionado y marcado por el sudor. Apenas sentía los avisos de su hombro derecho.

Una fotografía enmarcada se precipitó contra el suelo y su cristal estalló. Fue el detonante que hizo que el Lobo reaccionara. Testigo de la devastación, la imagen recogía a una sonriente Heather junto a su hijo. Junto a Annibal.

—Vete —le ordenó Rafael a Johnny en voz baja. La tensión crispaba su rostro, generalmente sereno.

—Pero… —empezó a objetar el chico. El miedo que le infundía esa situación era equiparable al experimentado en el callejón, pero el exterior de la casa todavía le resultaba peor. La sensación de haber mirado a la muerte a los ojos, una muerte sin rostro, hacía que temblaran los cimientos de su valentía.

—Toma esto. —Con un movimiento rápido y casi torpe, el Lobo tomó cincuenta dólares de su cartera y se los extendió al joven—. Pide un taxi y márchate. Ya.

—Pero mi teléfono…

—Ya.

Rafael no quería que Johnny continuara presenciado aquello ni un minuto más. Pensó que, si Scorpio estuviera en sus cabales, jamás habría permitido que nadie le viese en tal estado. Gray decidió no tentar más a la suerte y obedecer. Con el dolor perforando su pierna izquierda, se alejó cojeando. Casi rezaba por pasar desapercibido. Ya encontraría la forma de avisar a un taxi.

La conversación no había llegado a oídos de Annibal, ni tampoco lo hizo el ruido de la puerta de la entrada. Había olvidado que no se encontraba solo. Los apósitos se despegaron a causa del sudor del esfuerzo y se desplazaron bajo la camiseta blanca. La sangre de las heridas recién abiertas no tardó en traspasar el algodón. Y aquella que había rasgado su interior no le permitía hilar ideas con sentido, pensar con claridad. No había razón, tan solo instinto animal. Un animal herido.

Un soporte de libros metálico causó un nuevo estruendo al caer.

Scorpio, fuera de control, volvió a rugir.

Rafael no soportaba más aquel espectáculo demencial. Se acercó a su amigo y, después de respirar hondo, lo agarró por los brazos en un intento de detener la locura. Tuvo que emplear toda su fuerza. Scorpio gritó que se apartara, forcejeó con una brusquedad inusual para zafarse de él. No fue capaz de conseguirlo, la sujeción del Lobo era tenaz. Este logró arrastrar al hombre enloquecido unos metros lejos del mueble, que para entonces ya estaba destrozando a puñetazos.

—¡Déjame en paz de una puta vez, hostia! —aulló Annibal. Era un tono desconocido para dirigirse a Rafael, uno que dejó entrever que el caos no solo reinaba en aquella resentida estancia.

—¡Estate quieto ya, joder! —gritó Rafael. Vio que las manchas rojas de aquella camiseta blanca que tan cerca tenía ahora eran un poco más grandes.

Scorpio consiguió liberarse y cargó de nuevo contra el mueble. Impregnaba de sangre todo cuanto tocaba, ya no solo por el corte en la palma de la mano izquierda, sino por los nudillos magullados. El Lobo volvió a sujetar sus brazos desde atrás, lo que hizo que Annibal se diera la vuelta para encararle. El silencio de la batalla que mantenían con la mirada era roto por los jadeos del hombre herido. Rafael, sin decir nada, le advertía que frenaría aquella enajenación las veces que hiciera falta. El jefe levantó el índice de la mano derecha y le señaló, ignorando el dolor una vez más, y también sin palabras. Las palabras no tenían cabida allí.

Lo único que podía hacer Scorpio era resollar. Miraba a su reciente contrincante con los ojos muy abiertos y las comisuras de los labios curvadas hacia abajo. Desprendía inestabilidad, peligro, y, sin embargo, no consiguió amedrentar al Lobo. Pero este no sabía qué era lo que debía hacer a continuación, nunca antes había tenido que enfrentarse a una situación semejante con él. Lo único que tenía claro era que, si no conseguía frenar a Annibal, su amigo no sería capaz de hacerlo por sí solo, al menos hasta que el cansancio se lo llevara por delante. Ese chico llevaba ya mucho tiempo sucumbiendo ante su fuerte temperamento.

De pronto, el jefe pareció cambiar la estrategia. Todavía prisionero de la histeria, se encaminó hacia el pasillo. Los pasos resonaban entre las paredes. Su mejor hombre intuyó las intenciones y fue tras él, adelantándose para colocarse delante y obstruirle el paso.

—¡No te metas, Lobo! ¡Apártate de ahí! —bramó Annibal. Los terribles gritos anteriores habían mermado su voz, ahora más ronca.

—No pienses que vas a salir a la calle en ese estado —se plantó el otro, firme. Haría todo lo que estuviese en su mano para protegerle de sí mismo.

—¿Quién coño te crees que eres para ordenarme a mí nada?

—Alguien con más cabeza que tú.

—¡Vete a la mierda!

Annibal no podía razonar, tal privilegio quedaba fuera de su alcance. Tras las últimas palabras, y a años luz de recobrar el sentido común, reanudó su marcha. Decidió que, si tenía que hacerlo, arrasaría con el hombre que le obstaculizaba. Pero Rafael le frenó nuevamente, ayudándose de las manos. Scorpio se defendió. Su capacidad física era mayor que la de su amigo, y la enajenación le otorgaba potencia extra, por lo que el Lobo comenzó a retroceder. Y no podía permitirse retroceder. Así, el Lobo hizo acopio de todas sus fuerzas una vez más hasta conseguir que su oponente se tambaleara. Después, harto de la situación, le propinó un puñetazo en la cara.

Scorpio retrocedió.

Atónito por el golpe, que recayó sobre la contusión que Rickman le había causado el día anterior, el narcotraficante se quedó paralizado durante unos segundos. Miró con expresión grave a su extraño rival mientras mantenía la mano izquierda en el aire, a medio camino entre la posición defensiva y su propio rostro. Los ojos del Lobo le censuraban.

Annibal se lanzó contra él. Con un movimiento rápido, empleando la diestra, le arrebató el revólver. Sabía dónde lo ocultaba siempre, la confusión solo había jugado a su favor. Ambos respiraban con dificultad. El hombre ahora armado le ordenó a su mano derecha que se apartara de su camino. Rafael, por supuesto, no cedió, y una ráfaga de impotencia recorrió su espalda por no haber previsto esta nueva táctica.

El aire era denso, espeso, pegajoso.

La orden volvió a imponerse. Idéntico resultado. Scorpio, sin titubear, alzó la mano y le apuntó con el Colt Python. El Lobo permaneció de pie, inmóvil, sin dejar de mirarle. Vio cómo la piel de Scorpio brillaba a causa del sudor por el esfuerzo físico. El que empuñaba el arma dio un paso al frente y dejó el cañón muy cerca de Rafael. Este, totalmente tenso, se mantuvo férreo. Annibal separó los labios mientras apretaba los dientes, demasiado cerca de perder los estribos otra vez. Accionó, con el pulgar, el sistema que rotaría el tambor del revólver. Un chasquido siniestro en tales circunstancias.

Los músculos de Rafael, rígidos hasta límites dolorosos, le hicieron dar el paso que faltaba para que su cuerpo contactara con el arma. La boca del cañón se hundió unos milímetros en su pecho. Su amigo era muy capaz de emprender acciones de muy dudosa moral, lo había visto, pero no le creía capaz de dispararle. Más bien lo esperaba, pues su actual estado mental era demasiado voluble. Confiaba en que encontrara la chispa de luz que le guiara en la oscuridad que manejaba sus actos.

Solo se escuchaba la respiración entrecortada del hombre armado.

—¡Dispara! ¡Dispara ya! —El Lobo no se molestó en ocultar sus nervios, de este modo no le traicionarían—. ¿A qué estás esperando? ¡Aprieta el puto gatillo!

Y la mano de Scorpio, aquella que sostenía el Colt, comenzó a temblar. Si el revólver permanecía recto tan solo era porque había encontrado un punto de apoyo sobre el pecho de Rafael. Las pupilas de Annibal titubearon y de repente no fue capaz de sostenerlas durante más tiempo en las que le miraban con dureza. Relajó su cuerpo. Contrajo el brazo derecho, todavía empuñando el arma, y apoyó el dorso de la mano en la frente. Una fugaz mueca de dolor torció sus labios, que apenas separó.

La actuación del Lobo fue rápida. Prácticamente le arrancó el arma.

Annibal no ofreció ninguna resistencia. Comenzó a notar cómo las piernas amenazaban con ceder ante el agotamiento. Le invadieron sudores fríos. Con la derrota sobre sus hombros, se dio la vuelta y regresó sobre sus pasos, despacio, adentrándose en el salón destrozado. Caminaba como un autómata, como un zombi. Los pedazos de todo aquello que antes ocupaba los muebles chirriaban de nuevo bajo los pasos de sus deportivas negras. Se dejó caer en el sofá.

Respetando ese reciente silencio sepulcral, Rafael entró después sin decir nada. Le observaba. Resultaba evidente que tendría que hablar con él, pero aquel no era el mejor momento. Todavía desconocía qué clase de detonante había incendiado la mecha de aquella agresividad enajenada, aquella explosión nuclear a pequeña escala, pero no podía dejarle solo. No así.

Se acercó al sofá cuidando de no aplastar nada que pudiese romperse más. Cuando miró a su amigo, el Lobo quedó sobrecogido. Hasta ese mismo instante, Scorpio había permanecido sentado sin más señales de vida que una respiración aún alterada, pero se inclinó hacia delante. Apoyó los codos sobre las rodillas, agachó la cabeza y la cubrió con ambas manos. Volvía a temblar. El Lobo se preguntó qué era lo que Annibal podría necesitar, cómo le podría ayudar si no sabía a qué se estaba enfrentando. Y decidió que le brindaría lo que cualquier persona necesita, por muchas espinas que tenga su coraza: apoyo, contacto humano. Y, como siempre, su amistad.

Annibal continuaba en la posición en la que inconscientemente había tratado de refugiarse en el interior de sí mismo. La horrible presión bajo sus costillas extendía sus tentáculos corrosivos hacia la garganta, la cabeza y hacia cada una de sus extremidades. Tenía ante él aquella parte de sí mismo que tantas y tantas veces se había esforzado en esconder. Notaba que se ahogaba, la tráquea se angostaba al recibir aire. Toda esa rabia se estaba transformando, mediante metamorfosis, en algo más destructivo que le rompía por dentro. Cerró las manos fuertemente alrededor de su pelo, aferrándose a él. Entonces, el labio inferior comenzó a sufrir pequeños estremecimientos, tan incontrolables como su respiración.

El nudo de la garganta pareció alcanzar dimensiones colosales.

La realidad le estaba haciendo un daño que no era capaz de procesar y su mente se bloqueó. Le escocían los ojos. Las lágrimas se acumularon sobre la superficie brillante y, anegándolos completamente, empezaron a resbalar por su rostro, descontroladas. El temblor de sus manos se hizo más visible. No contuvo los sollozos.

Se sentía vencido.

No podía detener el llanto, el dolor anulaba su voluntad. Le arrancaba sentimientos de soledad, de debilidad. De indefensión.

La conmoción había golpeado a Rafael, quien todavía permanecía quieto a su lado sin tomar asiento. No encontraba ningún calificativo que describiera cuán graves eran las circunstancias. No veía llorar a Annibal desde la muerte de su hermana Sylvia, diez años atrás. Le había acompañado en el funeral y en el entierro, y en cualquier momento en el que le había necesitado. A partir de ahí, aquel chico de dieciocho años había sufrido la gran conversión que le había conducido al lugar que ocupaba en la actualidad. Pero ahora, nuevamente, no sabía cómo reaccionar, qué debía hacer. Dudó. Al final, con el estómago colmado de incertidumbre, se sentó junto a él. En silencio, vaciló. Sabedor de que Scorpio podría no haberse dado cuenta de su presencia, posó la mano sobre su hombro. Percibió las convulsiones de su espalda bajo los dedos.

Annibal no reaccionó.

—No, no, no, no, no…

Aquel monosílabo era lo único que el chico podía pronunciar con su voz quebrada. Tan solo eran susurros, pero muy difíciles de articular. Los repetía para sí mismo, como si así pudiese cambiar lo que había descubierto. Como si así pudiese lograr la inmunidad frente a sus propios sentimientos. Como si, de ese modo, pudiera despertar de un momento a otro.

Pero era un dolor demasiado real.

La voz que escapaba por su garganta no se parecía a la que mostraba al resto del mundo. Era la voz de alguien que había escuchado cómo, poco a poco, su alma se fracturaba. Rota. Hasta que, al final, los trozos caían al suelo depositándose junto a una fina cadena de plata.