Capítulo 6

La consciencia iba abriéndose paso entre las turbulentas tinieblas. Aún quedaba negrura, pero sus oídos ya habían hecho el primer contacto con la realidad. No era fácil orientarse dentro del confuso desconcierto. Los últimos recuerdos parecían encontrarse fuera de su alcance, encerrados dentro de una jaula cuya llave permanecía en algún lugar de su memoria.

Annibal sentía algo blando y confortable bajo la espalda. Intuyó que era una cama. Percibía algunos murmullos de fondo, en algún lugar; no supo dilucidar si eran reales o tan solo eran producto de su imaginación. Volvió a poner a prueba su memoria, sin éxito. Entonces, hizo un esfuerzo por abrir los ojos, pero se encontró con unos párpados que no obedecían. Se rindió pronto. Probó a mover los dedos, consiguiendo un resultado similar. De repente, notó un dolor muy intenso en el extremo derecho del pecho que se adentraba en el hombro. A continuación, escozor. Al primer pinchazo le siguió un segundo. Cerró los puños como respuesta automática a las furiosas protestas de la herida.

La herida.

Despegó los párpados. Emitió un pequeño gemido de dolor. Necesitó unos segundos para enfocar y reconocer el entorno. La luz sutil de la pequeña lámpara de la mesita de noche le deslumbró al principio. Aquella era su propia habitación. ¿Cómo había llegado hasta ahí? Le inquietaba no poder acordarse de nada.

Sentado en una silla muy cerca de la cama, inclinado hacia delante, había un hombre. Parecía un médico. Era un médico. Su médico. Este se dio cuenta, por el quejido, de que el paciente había despertado. Los ojos grises de Edward Carson se desviaron de su objetivo durante un breve instante para mirarlo a la cara. Luego recuperó su concentración. Annibal se interesó por lo que estaba haciendo el doctor, pero apenas vio gran cosa al estar tumbado. Sin embargo, sí se percató de cómo el hombre de treinta y cinco años alzaba la aguja quirúrgica, tensaba el hilo negro, y volvía a introducirla en su carne bajo la clavícula. Al parecer, Carson no había creído necesario insensibilizar la zona. Dejó caer la cabeza otra vez sobre la almohada. Se obligó a soportar el dolor, no podía ser peor que el que había sentido en el muelle.

El muelle.

Tímidos, los recuerdos empezaron a asomarse. Y, con ellos, la penetrante molestia en la espalda. Rememoró cómo la bala había atravesado su cuerpo, cómo había perdido toda aquella sangre. Se sentía débil.

Miró hacia la derecha, buscando la ventana. Aún era de noche.

—No te muevas —le aconsejó Carson. Continuó cosiendo.

Scorpio obedeció sin más. Con la mandíbula en tensión, decidió echarle un vistazo a la habitación para distraer su atención. Estaba vacía a excepción de ellos dos. Olía a hospital. El herido supuso que se debía a los productos que el médico había traído consigo. La puerta permanecía entreabierta y le llegaban voces desde el otro lado, lejos. Confirmó así que no las había imaginado hacía unos minutos. ¿Estarían fuera sus hombres? Se acordó del Lobo y de cómo había ido a buscarle antes de que todo se volviera negro. Pero ¿y los demás? ¿Habrían sobrevivido? Notó seca la garganta.

—A ver, intenta incorporarte. Voy a vendarte —le informó Carson cuando hubo finalizado el séptimo punto de sutura. Después le ayudó a completar la acción.

El contacto de los guantes del doctor era frío sobre la piel desnuda de su torso, pero Annibal apenas lo sentía a causa del dolor. Una vez estuvo sentado, Edward le colocaba la venda de tal forma que le cubriera la entrada y la salida de la bala. Y, aunque sobre los puntos de cada una de las heridas tenía colocado un apósito esterilizado, el mero roce le provocaba escalofríos de dolor. Se mordía la lengua para no emitir ningún sonido. Al terminar, el médico le ayudó a tumbarse. El contacto de la cama con su espalda le provocó un nuevo aguijonazo. Scorpio cerró los ojos y sostuvo el aire durante unos segundos. El otro regresó a la silla y se quitó los guantes de látex.

—Has tenido mucha suerte, Annibal. Con la velocidad a la que me han contado que iba el proyectil, la entrada y la salida son muy limpias, apenas sin desgarro muscular excepto el inevitable. No te ha tocado ningún órgano, pero dos centímetros más a la izquierda habrían supuesto atravesarte el pulmón. En cuanto a lesiones óseas, tampoco hay que preocuparse. Tras la salida se ha producido una ligera fragmentación en el borde inferior de la escápula, así que he retirado las astillas y la herida se cerrará bien. Ambas lo harán. No tendría por qué haber complicaciones. La trayectoria interior también está limpia y desinfectada. —El médico hizo una breve pausa antes de proseguir—. Has perdido bastante sangre, así que debes alimentarte correctamente. No he creído conveniente hacerte una transfusión, puedes aguantar con la regeneración de la tuya. Y vas a tener que guardar un par de días o tres de reposo absoluto. Después de ese tiempo, te convendría seguir descansando un poco más hasta que te veas más recuperado, período en el que no deberás forzar el brazo derecho bajo ninguna circunstancia. —Le dedicó una mirada significativa que Scorpio supo interpretar correctamente—. Por lo menos hasta que vayas cicatrizando como es debido. De todos modos, te haré un seguimiento. Quiero asegurarme de que todo va bien. Deberás hacerte curas y cambios de vendaje. Y te he recetado algunos medicamentos, sobre todo analgésicos y anti-inflamatorios, con las dosis a tomar y cada cuánto has de hacerlo.

Carson alcanzó un maletín de tamaño considerable y extrajo un pequeño recetario. Arrancó la hoja previamente escrita y la colocó sobre la mesita. La enrevesada caligrafía quedó iluminada por la pequeña lámpara.

—Gracias, Edward. Supongo que Rafael estará fuera. Él se encargará de pagarte.

Aunque Annibal hubiese querido, no habría podido decir mucho más. No habría encontrado las fuerzas suficientes. La voz abandonó afónica su garganta. Agradecía profundamente una explicación tan amplia y la presencia fundamental del doctor sin necesidad de haber acudido a un hospital.

El galeno se levantó y se dirigió a la puerta, portando su maletín. Antes de salir le recordó al convaleciente que volvería al cabo de unos días. Recibió, como única respuesta, un leve asentimiento con la cabeza.

Edward Carson había trabajado para Scorpio durante los últimos tres años. Era consciente de cuál era la dedicación de su colega. Había sido precisamente Christopher Davis, el superior y mentor de Annibal en el pasado, quien los presentó. De cara a cualquier posible eventualidad, era un paciente más, no se le podía reprochar nada. Y no le importaba acercarse a esa gran casa cuando el chico lo necesitaba. Lo que le pagaba por cada intervención bien valía las molestias. Pero Carson también poseía una excelente plaza en el hospital Lenox River. Aunque todavía le quedaban cinco años para cumplir los cuarenta, se había labrado un buen nombre dentro de la medicina. Cirugía, en concreto. Los sobresalientes y las matrículas de honor ya le habían avalado desde el inicio de su carrera universitaria.

Cuando el doctor salió de la habitación, bajó las escaleras hasta la planta baja y se acercó al gran salón. Allí aguardaban todos los presentes. Le resultó fácil localizar a Rafael, quien se levantó del sofá de cuero blanco para reunirse con él. Le pagó cinco mil dólares exactos por sus inestimables servicios. Procedían de una de las cajas fuertes que Scorpio guardaba en aquella casa, y Rafael era el único de sus hombres que conocía los códigos y autorizado para disponer del dinero. De hecho, el Lobo había asumido el mando desde que Annibal había perdido el conocimiento en el muelle cuarenta y siete. Eran casi las dos de la mañana y el hombre apenas había tenido un minuto de descanso.

Carson guardó el dinero dentro del maletín sin contarlo, no le hacía falta. Acto seguido, comunicó a Rafael que Scorpio estaba fuera de peligro, que le había tratado las heridas y que debía guardar reposo y llevar a cabo las curas para evitar infecciones. Dependía del herido dar cualquier otro tipo de explicación. Luego, tras despedirse, el médico abandonó la casa: su turno en el hospital comenzaba a las ocho de la mañana.

Antes de subir a la habitación del jefe, el Lobo dio la orden de que nadie abandonase el salón. Todos estaban tan cansados que no hubo objeciones. Una vez llegó a la primera planta, el líder improvisado giró a la izquierda. Encontró la puerta del dormitorio entreabierta. No avisó antes de entrar y el ocupante miró hacia él de inmediato. Rafael se acercó a la cama y se sentó en la misma silla que había utilizado Carson con anterioridad.

—¿Cómo estás? —se interesó, aunque la respuesta era obvia. La palidez de su amigo aún no había desaparecido, y presentaba ojeras algo más oscuras. Observó el vendaje reciente: cubría el hombro dañado, se extendía por la mitad del pecho y espalda, y le sujetaba la parte superior del brazo derecho.

—Hecho mierda —admitió Annibal con voz ronca. Era una realidad que abarcaba algo más que lo puramente físico. Estiró la mano izquierda para alcanzar la sábana y taparse un poco.

—Joder. Cuando te dispararon pensé que ya no ibas a levantarte —dijo el Lobo, circunspecto.

—Estuvieron a punto de matarme. Por muy poco no me han reventado nada.

—Tenemos el arma con la que te atacaron. ¿Ha dejado Carson la bala aquí después de sacártela?

—No. Debe de estar todavía en el muelle, si es que la policía no la ha encontrado ya. La bala me atravesó, no me ha destrozado el omóplato de milagro —explicó el jefe. La fortuna, sin duda, había estado de su lado. Bien podría haber acabado en un depósito de cadáveres. Tragó saliva.

—Maldito hijo de puta… Con un francotirador no pretendía solo herirte. El cabrón de O‘Quinn quería matarte.

Pero eso no era nada nuevo. La ira golpeó a Scorpio con fuerza e intensificó el dolor bajo el vendaje. Cerró los ojos y vio pasar las imágenes del tiroteo frente a él. Visualizó a O’Quinn. Sintió el sabor amargo de la impotencia. El atentado no había conseguido su objetivo, pero le había dejado malherido. Tendría que haber sido al revés. Tendría que haber asesinado a esa estúpida rata y, sin embargo, había visto cómo escapaba.

—¿Quiénes han muerto? —se aventuró Annibal tras el breve silencio.

—Encontramos a Benjamin con un disparo en la cabeza. A John le han acribillado. Kenneth, Bruce y Steve también han muerto —enumeró Rafael—. No es un gran consuelo, pero al menos no acabaron con todos. Con los que eran, y contando con el francotirador, lo lógico habría sido que ninguno de nosotros hubiera sobrevivido. Siéntete afortunado: eras el primer objetivo.

—Hijo de la grandísima puta —blasfemó el herido. Llevó la zurda a sus párpados cerrados y los presionó. Respiró hondo—. ¿Cómo están los demás? —Se fijó en que su amigo tenía un arañazo grande pero poco profundo en el antebrazo izquierdo.

—Están bien. Coleman cojea un poco, creo que se torció la rodilla o algo así. La mayoría no tiene más que pequeñas lesiones…

—¿La mayoría? —le interrumpió Scorpio.

—Sandro está en el hospital. Le dispararon por la espalda. Le han destrozado un riñón y no sé si el alcance es mayor, tienen que seguir informándome. Según los médicos, su pronóstico es grave.

El jefe miró hacia otro lado con los labios convertidos en una fina línea. Un puñetazo en el estómago no le habría dolido más. Las acciones de Sandro bien habían valido la confianza que había depositado en él, convirtiéndose en uno de sus mejores hombres. No podía perderle.

—¿Qué pasó?

El estado de ánimo de Annibal caía en picado. El cansancio se abría paso a marchas forzadas. El hombro y la espalda cada vez le dolían más. Necesitaba un analgésico, o quizá una botella de whisky. Pero no dijo nada.

Había sido él quien había elegido la posición de Biaggi, así que la culpa agujereaba su pecho como goterones de ácido. El italoamericano había dirigido a Dan Livingston y al fallecido Steve Connor. Su misión había sido peinar la zona y buscar, entre todo cuanto pudieran abarcar, las posibles vías de escape y puntos estratégicos desde donde aparecer en un momento dado. También debían informar de cualquier cosa inusual. Pero, con el panorama que se había presentado, probablemente no tuvieron ni ocasión de hacerlo.

—Dan nos ha contado lo que pasó, está abajo con los demás. Además de las calles y recovecos, Sandro también decidió examinar los edificios. A sus acompañantes les pareció bien. En realidad, tendría que haber sido sencillo. Cuando llegaron al edificio situado justo detrás de la gente de O’Quinn, pudieron ver a un hombre en la azotea desde su ángulo. Subieron por la escalera de incendios y, una vez arriba, se dieron cuenta de que era un francotirador. Entonces, se empezaron a escuchar voces desde abajo, imagino que se refería a la conversación que tuvisteis cuando llegó el tipo ese de las cajas. El francotirador se colocó en posición con su arma.

»Sandro se abalanzó hacia él por la espalda sin pensárselo y sin decir nada a ninguno de sus dos compañeros. Consiguió agarrar al tipo por detrás en el momento justo en el que disparó. Fue la bala que te alcanzó. Hizo que el fusil se desviara unos centímetros. Así que, ya ves, Biaggi hizo que ese cabrón no te matara. Luego se pusieron a forcejear y casi se cae por la azotea, pero en el último momento se cambiaron las tornas y el francotirador se precipitó al vacío. Fue a quien nosotros vimos caer. Al parecer, aplastó a uno o dos hombres de O’Quinn. Justo después le dispararon por detrás. Habían llamado la atención de uno de los otros, que también había subido al edificio. Mató a Steve. Dan consiguió abatir al tipo antes de que volviera a disparar a Sandro. Fue cuando Dan cogió el fusil del francotirador y empezó a disparar contra O‘Quinn y los suyos hasta que provocó la huida. Luego cogió a Biaggi, ya inconsciente, y le bajó por la misma escalera de incendios. Momentos después de que tú cayeras al suelo, apareció Dan pidiendo ayuda. Harrison le ayudó a meterlo en el coche y le llevó al hospital. Ya sabes que no lo hacemos así, pero Sandro se iba, Annibal. La última noticia que tengo es que sigue en el quirófano. Lleva ahí dentro dos horas y media.

»En cuanto a ti, Coleman y Henry me ayudaron a llevarte al Mustang. Luego se distribuyeron entre los otros tres coches y se los llevaron, aunque su dueño hubiese muerto. Yo conducía el tuyo y tú ibas tumbado atrás. Llamé a Edward durante el trayecto. Te imaginas cómo habrá quedado la tapicería de tu coche… Una vez aquí, abrí la puerta para que pasaran todos los demás, y Henry me ayudó a subirte a la cama. Íbamos a haberte dejado abajo, en el sofá, pero a la larga tendrías que venir a la habitación y pensamos que era mejor así. Edward llegó aquí sobre las doce y media y ha estado contigo hasta que le has visto marcharse. Y nosotros hemos estado abajo desde entonces. Estaba muy preocupado, la verdad, porque no he sabido nada de ti hasta ahora.

Annibal permanecía con la mirada perdida y fija en algún punto de sus sábanas. Aquella había sido una noche nefasta. A pesar de tener el cuerpo perforado por un proyectil de francotirador, solo podía pensar en las bajas que su grupo había sufrido. Y en Biaggi. La culpa se había incrementado al conocer que, si ahora mismo seguía viviendo, era precisamente por Sandro. Sin contar que pasaría días, quizás semanas, con el brazo derecho inutilizado. Y él era diestro. Se preguntó si podría defenderse en el caso de que sufriera un nuevo ataque. Se preguntó si podría hacer alguna puñetera cosa más allá de estar postrado en una maldita cama. Agachó la cabeza.

—¿Habéis hecho algo con los muertos?

—No daba tiempo, teníamos que largarnos de allí. Había otras prioridades. A estas alturas, la policía ya debe de estar rondando por el muelle. No podemos volver.

La policía, por supuesto.

Era muy improbable que, con el escándalo del tiroteo, nadie hubiese dado la alarma. Incluso una simple patrulla rutinaria podría haber escuchado el ruido y avisado de la necesidad de refuerzos. Por suerte, nadie había aparecido estando ellos allí. Habría sido la excusa perfecta para la detención, aun herido. Le habrían llevado al hospital, donde habría estado custodiado hasta el alta, y después le habrían sometido a interrogatorios infinitos para después encarcelarle.

La policía estaba deseando cazarle y él lo sabía.

Reconocerían a sus hombres muertos sin ninguna duda, así que era cuestión de tiempo que también le situaran allí. Había dejado un gran reguero de sangre para deleite de la policía científica, y cotejarían su ADN, que guardaban desde aquella lejana temporada en la cárcel. Tenía que agradecérselo a aquella temporada en la cárcel. Sin contar con todas las pruebas materiales que hubiesen podido dejar en aquel escenario. Pero no hacía falta ser tan minucioso: solo hacía falta verle a simple vista.

Necesitaba un plan extremadamente bueno: visto lo visto, estaba de fango hasta el cuello.

No debía ponerse nervioso. Llegado el caso tenía a Jay Settle, su abogado, un hombre de altas capacidades en su trabajo. Jamás le había fallado. Le confiaría hasta su alma, pero esperaba no tener que hacerlo. Y confiaba en que el sargento Wolfgang Sawyer y su panda de imbéciles no volvieran a visitarle. Pero eso era confiar demasiado.

El dolor no remitía.

—Espero que Harrison sepa lo que tiene que hacer en el hospital. Las heridas de balas en los hospitales suelen traer revuelo policial —comentó Scorpio. Aquel era otro de los frentes abiertos. Habían fallado estrepitosamente en el plan de no dejar ningún rastro—. Que se las arregle para que no den el aviso. Si necesita sobornar a los médicos, que lo haga. Si la policía quiere colgarse medallas, que trabajen, no se lo pongamos tan fácil. Con todo lo que habrán encontrado en el muelle, buscarán en los hospitales.

—Fred me va contactando cada poco tiempo. En un rato le llamaré para ver si hay novedades. Es complicado por teléfono, todos los móviles de prepago los tengo en casa. De todos modos, no te preocupes, sabe cómo proceder —explicó Rafael. Esperaba que su colega hubiese sabido manejar con destreza el posible interrogatorio de los médicos y evitado que estos llamaran a las autoridades—. En fin, voy a ver si saco algo en claro. —Se levantó, no sin antes reparar en las recetas que Carson había dejado en la mesilla de noche. Las cogió—. Enviaré a Henry a comprar todo esto. Intenta descansar algo, yo me ocupo de todo.

—Tienes cosas más importantes que hacer que estar aquí de niñera. —Annibal dibujó una sonrisa cansada.

No engañó al Lobo, quien sabía qué había debajo de esa fachada. Ya eran casi veinte años de amistad los que habían enseñado al hombre de pelo largo cuándo Annibal no era tan fuerte como quería hacer ver. Y también había aprendido que su amigo solía preferir reventar antes que exteriorizar lo que sentía. De vez en cuando le recordaba que ese silencio terminaría trayéndole problemas, pero no servía de mucho. Ni se molestó en insistir en esta ocasión, tan solo apagó la lámpara de la mesa de noche y salió del dormitorio. Luego cerró la puerta.

Solo cuando estuvo solo en la oscuridad de la habitación, Annibal se permitió que el malestar interno creciera. El daño que le hacía era equiparable al que la bala le había causado al atravesarle. Uñas invisibles se aferraron a su garganta. A continuación, furia. Cerró los puños. Las lesiones protestaron. Después, impotencia. Culpabilidad de nuevo. Tendría que haber sido más previsor, se dijo. Subestimar a O’Quinn había provocado la pérdida de cinco hombres, casi seis.

O’Quinn.

El maldito O’Quinn.

Había abierto un gran boquete entre sus filas, y sentía que el respeto que se había ganado a lo largo de los años se tambaleaba. Después de lo ocurrido esa noche, disipó todas las dudas que pudiera haber tenido acerca de la autoría de los asesinatos. Nelson Austen había sido un simple títere a las órdenes de un viejo insensato y codicioso. Scorpio empezó a generar fugaces punzadas de odio contra sí mismo por no haber matado a ese cabrón en su visita a Filadelfia. Su sangre parecía estar regenerándose en lava ante el simple recuerdo de aquella estúpida cara. Quería escuchar sus huesos partirse bajo sus nudillos, música para sus oídos. Pero las sábanas constituían su prisión y el vendaje sus grilletes.

Los puntos de sutura se sentían como alfileres sobre sus músculos rígidos. Cerró los ojos. Debía calmarse, no quería volver a sangrar. Respiró hondo, invitando a los latidos a recuperar un ritmo normal. Fue entonces cuando se dio cuenta de la magnitud de su agotamiento: era como si jamás hubiese dormido en sus veintiocho años de vida. Y probó a dejar la mente en blanco, permitiendo al cansancio penetrar en cada célula, incluso en aquellas desgarradas por el proyectil del francotirador. Dolía, pero era un dolor que se fue mitigando con cada paso que le alejaba de la realidad. Una realidad sucia aquella noche.