Capítulo 9

Deborah sonreía con suficiencia. Disfrutaba de ese pequeño triunfo como si se encontrara en una competición. Para ella lo era. Sin dejar que Angela le dirigiese otra palabra más, empezó a alejarse. Las gotas de lluvia tamborileaban sobre la tela impermeable del paraguas rojo. Contonear las caderas a cada paso era un arte que se le daba especialmente bien. Pero, conforme iba acercándose a la alta valla negra que delimitaba la propiedad, toda esa superioridad se fue desinflando. Pensó que el hombre por el que bebía los vientos sin duda se alegraría de ver a esa rubia, mucho más que con su presencia. Sabía que Angela había llegado más lejos de lo que ella podría jamás, y la odiaba por ello. Había cortado toda clase de relación con esa chica, lo que incluía el gimnasio donde se conocieron. Presentar a esos dos había sido, con diferencia, lo peor que había hecho nunca. Le quedaba la esperanza de pensar que, en cuanto Angela supiera dónde se había metido, saldría huyendo; cuando ese día llegase, le demostraría a Annibal que ella era la única que estaba a la altura, a su lado sin importar sus oscuras actividades. Y sería el triunfo más grande de toda su vida.

Ignorante de lo que ya sabía Angela, la morena alcanzó la verja de hierro sin haber mirado atrás ni una sola vez. La cruzó con porte digno y mirando al frente. Lo primero que vio al otro lado fue cómo un coche aparcaba a unos cuantos metros del suyo. Todavía dolida, se fijó en el rostro de la conductora, adornado por un cabello oscuro y capeado. Creyó que se trataba de una vecina del barrio.

Mientras tanto, Angela permanecía quieta bajo el porche, resguardada de las finas gotas etéreas de aquel día nublado. No podía pasar por alto la vestimenta de Deborah. Había advertido que la falda era demasiado corta como para que la imaginación hiciera su trabajo, y lo mismo ocurría con el pronunciado escote de la camiseta verde y ceñida. Los interminables tacones también eran muy propios de ella.

Su estómago bullía.

Frunció el ceño. Darse cuenta de que lo que sentía eran celos la enfureció. Era la primera vez que los experimentaba desde que le conocía. La realidad golpeó su raciocinio. ¿Acaso tenía algún derecho a enfadarse? No. Ninguno. Pero así era.

La última vez que estuvieron juntos, el viernes anterior, él le había propuesto el miércoles para celebrar algo importante. Ese mismo miércoles. En vistas a que no había dado señales de vida, había decidido visitarle. Pero se había encontrado a Deborah saliendo de esa casa. La misma Deborah que se acostaba con Annibal, él mismo se lo había reconocido sin tapujos.

Una llama se extendió por su pecho de punta a punta.

¡Pero qué diablos! Estaba a menos de dos metros de aquella maldita puerta. Lo más inteligente era entrar y hablar con él, escuchar lo que tenía que decirle. No era propio de ella sentir algo así y debía aplacarlo. Así que pulsó el timbre con decisión. Pero quien abrió al otro lado no era el rostro que esperaba. Se encontró de frente con el Lobo.

—Hola. Eh… ¿Puedo pasar? —Angela se sintió cohibida.

—¿Por qué no? —cedió él. Aquella visita le pareció tan extraña como la anterior. No sabía si Deborah la había avisado o no, pero tampoco le importaba. Si había dejado entrar a la otra, no le iba a negar la entrada a esta. Cansado, esperaba que no acudiese más gente, porque ya no se molestaría en abrir. Aquello no era ningún espectáculo.

—Le esperaré aquí, en la entrada.

—Será mejor que subas tú arriba —le sugirió el Lobo. Era evidente que no sabía lo que había ocurrido, por lo que la morena no podría haber dicho nada. Con todo, la diferencia entre los modales de ambas mujeres resultaba significativa.

Angela ensombreció el gesto, preguntándose por qué razón no se encontraría con ella abajo. Plantarla de ese modo no demostraba muy buena educación, y, si iba a estar ocupado con toda aquella gente, la mejor opción habría sido avisarla. Rafael se encogió de hombros y desapareció por la puerta del salón. Ella le miró hasta que le perdió de vista, pensando en lo inusual de la situación. Percibió lo enrarecido del ambiente.

Tras vacilar unos segundos, decidió subir las escaleras. Conocía el camino. Solo cuando llegó a la planta de arriba se dio cuenta de que la presencia del Lobo en aquella casa evitaba que el dueño y la casquivana de Deborah hubiesen estado solos. A no ser que el de la coleta hubiese llegado más tarde y esa hubiese sido la razón por la que ella se había marchado después.

Basta.

Aun sin indicaciones específicas, Angela caminó hacia el dormitorio principal. Una vez en frente, se detuvo. Se sentía inquieta, dudosa. Finalmente golpeó la madera con los nudillos.

—No necesito nada —se escuchó desde el interior. Inconfundible.

—Annibal, soy yo.

Transcurrieron los segundos sin recibir respuesta. Sin saber muy bien por qué, se sintió atrapada dentro de una telaraña de nervios.

—Entra.

Despacio, ella obedeció. Conforme abría la puerta, vio que la única iluminación allí dentro procedía de los suaves rayos de la lámpara de una de las mesitas de noche. Sus ojos oscuros buscaron al hombre, hallándolo sobre la cama. Estaba sentado con la espalda apoyada sobre varias almohadas que le permitían permanecer recto. Angela, una vez dentro, cerró la puerta sin quitarle los ojos de encima. La venda blanca fue lo primero que llamó su atención mientras él mantenía la mirada perdida. La joven perdió el control de la velocidad de su pulso. Olvidó por qué se había presentado allí.

—Lo siento, Angela —se disculpó él. Escucharla al otro lado de la habitación le había despertado del leve letargo en el que se había sumido—. Tendría que haberte avisado, pero…

—Calla.

Annibal no siguió. Ni siquiera se había acordado de cargar el teléfono. Había pensado en ella, pero no se le había ocurrido contactar. Y la chica se había anticipado. Aquellas no eran las mejores circunstancias para el encuentro que tenía que haberse producido y que había caído en el olvido. La miró. Allí parada en medio de la habitación, su expresión era neutra, no trasmitía nada. O eso parecía bajo la pobre iluminación. Aquel familiar cabello rubio le impulsó a apoyar la mano izquierda sobre el colchón y hacer fuerza para incorporarse más. El dolor se reflejó en su rostro. Fue entonces cuando Angela dio un par de pasos más antes de volver a detenerse en seco. Tan solo podía mirar la venda.

—¿Qué…? —Angela interrumpió su pregunta. No se creía merecedora de las respuestas que necesitaba saber. ¿Qué derechos se atribuía? Se arrepintió incluso de aquella única palabra.

—Estoy herido.

Muy listo, pensó él de inmediato. Como si aquello no saltara a la vista. El volumen de la voz, bajo, le había traicionado. Al momento comparó ese instante con el que había vivido con la otra mujer, casi idéntico. Salvo porque Deborah le había despertado bruscamente y bombardeándole a preguntas, engullida por sus propios nervios. Y, sin embargo, Angela…

—¿Qué te ha pasado? —probó ella de nuevo al no verse rechazada. Algo intenso la mantenía en vilo ante la conexión de sus iris sombríos.

—Me han disparado.

Mismas palabras, distintas reacciones.

Annibal contempló cómo se formaba una pequeña arruga entre las cejas de Angela. Por lo demás, parecía una imagen de mármol. No se lanzó a la cama para ir en su busca ni rompió a llorar. Tampoco salió corriendo de la habitación ni retrocedió. Lo único que la diferenciaba de una escultura de la diosa griega Atenea era el brillo de sus ojos, fijos en él. Y Scorpio veía las sombras reflejándose sobre ella.

Tras lo que pareció una eternidad, la mujer rubia se aproximó despacio a la cama. Luego se sentó con un cuidado premeditado. Apoyó las manos en el colchón cerca de él, pero sin llegar a rozarse. Las sábanas solo cubrían las piernas del hombre.

—¿Te duele? —La voz de Angela sonó más grave de lo habitual, casi había sido un susurro. Tuvo que morderse la lengua para no preguntar acerca del autor.

—Sí.

La respuesta que, sin embargo, le había ofrecido a Deborah ante la misma pregunta resonaba en la cabeza de Scorpio: «¿Tú qué crees?»

—¿Cuándo ha sido? —Podía adivinarse una emoción contenida pero difícil de identificar en las palabras de la chica.

—Anoche.

Annibal no quería dar más detalles. Cuanto más lejos estuviese ese mundo de ella, mejor. Pero el rostro de Angela le confundía. No expresaba lástima, compasión, tristeza o miedo. Entonces, la rubia bajó la mirada a la cama. Segundos después, tras verla vacilar, notó la mano femenina sobre la suya. Ella contrajo lentamente los dedos sobre su piel.

—¿Es grave?

—No.

—Podrían haberte matado.

Un velo de silencio cayó sobre ellos. Sus pupilas volvieron a encontrarse a tan corta distancia, y Scorpio halló ventiscas bajo las pestañas de Angela. Aquellos dos centímetros que Edward Carson había puesto de manifiesto le revolvieron el estómago.

Ella no podía expresar todas las palabras que se agolpaban en la punta de su lengua luchando por salir, así que se acercó más. Fue como si el calor de su brazo izquierdo traspasara la camiseta blanca de tirantes que la joven vestía.

—¿Te encuentras mejor?

—Ahora sí.

Angela sintió como si un seísmo sacudiera su voluntad. Se recostó contra ese mismo brazo sano tratando de no hacerle daño. Pero no pudo refrenar las manos y con ellas le buscó. Extendió el brazo derecho hacia él y su fiel pulsera plateada resbaló por la muñeca emitiendo un grácil tintineo. Encontró el costado masculino con sus dedos, tan cálido como la atracción que la maltrataba por dentro. Serpenteaba por su piel como finas corrientes de agua. Se mordió el labio inferior cuando notó cómo la piel de Annibal se erizaba a su paso. El escalofrío que a continuación invadió al hombre hizo que sus músculos se contrajeran, rehuyendo el roce de un modo involuntario. Y el dolor le abrasó y entrecortó su respiración. No le dio tiempo a neutralizar el quejido en voz alta. Apretó los párpados e intentó controlar la horrible sensación que atenazó su lado derecho. Cerró la mano izquierda sobre la cama y las venas se marcaron en el dorso.

—Perdona —se apresuró a decir Angela. No acercarse a las vendas no había bastado, así que intuyó que las lesiones que esta guardaba debajo debían de ser importantes. El gesto de dolor que había visto en ese rostro apresó su garganta.

—Estoy bien —aseguró Scorpio. Pero su voz afectada revelaba que aún se esforzaba por controlar la situación.

—Deberías tumbarte.

—No. Llevo todo el puto día tumbado. —El narcotraficante recordaba las prescripciones del doctor acerca del reposo absoluto. No pensaba desobedecerlas, pero tumbarse otra vez en la cama iba a conseguir desesperarle. Ni siquiera la televisión en la pared del cuarto, ahora apagada, suponía ya un entretenimiento ese día.

—No creo que tengas muchas más opciones —reiteró la rubia, aunque no esperaba convencerle. Se hacía una idea de las peculiaridades de su carácter, aun habiendo recibido un disparo hacía menos de veinticuatro horas.

—Me voy a duchar.

Annibal se quitó las sábanas de encima, se acercó como pudo al borde libre de la cama y se impulsó con la zurda para levantarse. Procuró no mover la parte derecha de cintura para arriba. Era la primera vez que salía de la cama en horas, se encontraba débil.

Sabía que ella tenía razón.

¿Qué podía hacer tal y como se encontraba, además de nada? Le agobiaba verse preso entre esas cuatro paredes. Necesitaba moverse, aunque fuese solo un rato. Además, todavía vestía la misma ropa del día anterior a excepción de la camisa. Manchada de sangre, por supuesto. Se sentía sucio.

Dio un par de pasos. No quería ni imaginar lo doloroso que sería el proceso que debía seguir antes de entrar en la ducha. Se dijo que alguna vez tendría que hacerlo. Desabrochó el botón y la cremallera del pantalón con la única mano útil, lo que le dio un par de problemas al principio. Después lo dejó caer ayudándose de las piernas. No sentía ninguna clase de vergüenza, no iba a ponerse exquisito delante de esa chica ahora. Luego tuvo que volver a sentarse para deshacerse de los calcetines. De pie otra vez, se quitó los boxers negros.

No terminaba de habituarse a la falta de su brazo derecho ni a los ramalazos de dolor ante cualquier movimiento.

A un lado de la cama, lo único que le cubría era la venda sobre el hombro dañado y las zonas colindantes. Llegó a la conclusión de que no podía ducharse con eso por encima, pues seguramente haría que los apósitos sobre las heridas terminaran despegándose por la humedad. Eso sin contar lo engorroso que sería volver a vestirse con el vendaje mojado. Suspiró y comenzó a deshacerlo. A intentarlo más bien, pues al cruzar el brazo izquierdo en dirección contraria tuvo que bajarlo dos o tres veces. No podía continuar, se estaba haciendo mucho daño. Y aborrecía la idea de no poder valerse completamente por sí mismo. Se supo ridículo. Miró de reojo a su acompañante.

—¿Puedes… eh… ayudarme? —Se rindió ante la evidencia. Las sombras del dormitorio ocultaron el leve rubor de su rostro.      No le resultaba nada fácil solicitar asistencia.

Angela se levantó del borde de la cama y se colocó en frente. No le había mirado desde que había comenzado a desvestirse, y no lo hizo hasta que le pidió ayuda. Extendió las manos hacia su cuerpo, en concreto en dirección al vendaje. No quería que él se diera cuenta de que temblaban ligeramente. Buscó, mediante el tacto, algún extremo que le permitiera empezar a deshacer las blancas ataduras. Tardó largos segundos en encontrarlo.

Angela temía que la fuerza renovada de las palpitaciones se escuchara por toda la habitación.

Fue desenrollando la larga cinta elástica con un cuidado infinito. Este paso fue mucho más sencillo que el anterior. O lo habría sido si no hubiese advertido que Annibal no era insensible a su cercanía. Al terminar, la chica dejó la venda sobre la cama. Se quedó mirando el apósito grande, cuadrado y blanco que cubría la zona superior derecha de su pecho y que se adentraba hacia el hombro. No sabía muy bien si también debía retirarlo, pero él la animó. Así que, con una meticulosidad extrema, comenzó a despegar los bordes. A pesar de que procuraba no tocarle demasiado, el delicado estado de la piel aledaña hizo que Scorpio sufriera durante el proceso. A continuación, Angela dejó la gasa boca arriba y sin arrugar encima de una de las mesas de noche, por si más adelante volvía a ser útil.

Al principio no podía apartar los ojos de la herida suturada mediante siete puntos. Presentaba un aspecto enrojecido. El pinchazo que la rubia notó en el centro del pecho no fue provocado por la impresión, sino por la identidad del dueño de aquella carne dañada. Frunció los labios, reprimida.

—Quítame también el de la espalda —le pidió Annibal.

—¿En la espalda?

Angela le rodeó rápidamente. Localizó el otro apósito casi a la misma altura. La pareció evidente por qué tenía un segundo algodón: se trataba de una herida de salida. La bala le había atravesado. Volvió a morderse el labio inferior mientras repetía el proceso. Las yemas de sus dedos recogían cómo el cuerpo del hombre se tensaba luchando contra el dolor que le provocaba sin querer. Descubierta, la nueva lesión presentaba un aspecto similar a la anterior, con un punto menos.

—Gracias.

Scorpio pensó en cómo demonios iba a ducharse sin morirse ante la tortura del agua cayendo sobre sus heridas. Por lo menos ese plato de ducha era lo suficientemente grande como para poder retirarse al otro extremo, tal vez consiguiera que el chorro no le rozase los puntos. Se dirigió al cuarto de baño de la habitación sin pensarlo durante más tiempo. Cuanto antes pasara por ello, antes terminaba.

Abrió la mampara y entró. Había dejado una toalla negra a mano. Abrió el grifo.

Angela, en la cama, solo podía pensar en todo lo transcurrido desde que se había adentrado en aquella habitación. O incluso desde antes, remontándose al momento en el que había visto a la estúpida de Deborah en la misma entrada de la casa. Todas y cada una de las conclusiones a las que llegaba le daban vértigo. Y miedo.

Con el corazón cabalgando a toda velocidad se dijo que tenía que encontrar algo que distrajera su atención. Escuchaba el agua caer en el cuarto contiguo, perteneciente al dormitorio. El mismo baño revestido de blanco impoluto que contrastaba con la negrura sombría de esa habitación. Entonces, se levantó y caminó hasta la puerta abierta del mismo. Apoyó las manos sobre la hoja de madera sin saber si sus intenciones eran las adecuadas. Las dudas se disiparon cuando le escuchó quejarse.

—¿Quieres que te ayude? —se ofreció. Le escuchó resoplar un par de veces más. Le costaba saber cómo actuar.

Annibal no respondió. Cerró el grifo a los pocos segundos y abrió los cristales empañados de la mampara lo justo como para poder estirar la zurda y coger la toalla. Colocarla alrededor del cuerpo para secarse ya requería más esfuerzo. La falta de práctica con el brazo izquierdo limitaba mucho sus movimientos. La joven era capaz de adivinar tales dificultades a través de los paneles translúcidos. Ya no titubeó. Abrió la mampara y le arrebató la toalla. Empezó a deslizar el tejido suave y absorbente por su cuerpo mojado.

La toalla negra primero le cubrió el abdomen. Scorpio apoyó la mano izquierda en la parte fija y rígida de la mampara, quieto. Luego la mujer procedió a secarle la espalda, temerosa de volver a hacerle daño. Cuando los toques sutiles se acercaron peligrosamente a los puntos de sutura, los toques fueron aún más livianos. Él se dejaba hacer. No se atrevía a mover el lado derecho, ni tan siquiera el resto del cuerpo.

No importaba que apenas quedaran ya gotas sobre la piel de Annibal, Angela continuó cubriendo aquella piel como si de esa forma pudiera sanarlo. No había prisa. Él notaba la suavidad con la que le trataba y, con los ojos cerrados, se descubrió deseando que ese momento no terminara. Pero no era aquel deseo el único que gobernaba su cuerpo. La reacción física inevitable se abrió paso a través del palpitante dolor que le estrujaba por dentro. La miró, pero ella sostenía la vista sobre sus propias manos.

Un instante ralentizado, fotogramas reproducidos a la velocidad de un tiempo carente de significado.

Scorpio empezaba a ser prisionero de un calor intenso. El cabello húmedo desprendía gotas que resbalaban por su cuello y se aventuraban en un recorrido descendente. Inclinó la cabeza hacia atrás. Notó un escozor repentino en ambas heridas y en el conducto que las conectaba. Contuvo la respiración. Volvió a buscar a Angela con la mirada. Entonces, una incomodidad molesta que nada tenía que ver con lo somático se instaló en alguna parte de su cuerpo dañado.

El narcotraficante colocó la mano izquierda sobre la toalla, deteniéndola. Ella le miró sin comprender. Annibal le pidió la toalla y salió del plato de ducha. Caminó hasta la habitación mientras se frotaba el corto cabello oscuro.

—¿Qué pasa? —se extrañó Angela. Volvía a estar cortada y sin comprender qué había ocurrido de un minuto al siguiente. Le siguió.

—Deberíamos parar… esto. —Le daba la espalda. No hablar de frente era algo poco habitual en él. No sabía cómo manejar la situación. Enrolló como pudo la toalla alrededor de su cintura y se sentó en un lateral de la cama.

—¿Parar el qué?

—Esto.

—¿Qué significa «esto»? —Un súbito y plomizo nudo en el estómago se sintió como un cargamento de piedras. Había entendido perfectamente, pero quería oírlo. Se mantuvo firme.

—Joder, Angela.

Annibal giró la cabeza hacia ella. La encontró de pie a mitad de camino entre el baño y la cama. Le costaba encontrar las palabras adecuadas. Hablar se hizo más complicado de lo que recordaba. Jamás había experimentado una sensación parecida. Estaba a punto de herirse a sí mismo.

—¿Acaso es esto lo que quieres? —prosiguió de malos modos—. Deberías mantenerte al margen, no tienes ni puta idea de dónde te has metido, de lo que significa. —La voz áspera no suavizaba el mensaje.

No lo había planeado. No había pensado en ello hasta el momento, pero el hilo quirúrgico que tiraba de su piel lacerada se había convertido en un recordatorio constante. No había instrucciones, no sabía lidiar con nada de aquello. Estaba confuso. Su egoísmo habitual con las mujeres se quebraba bajo sus pies, no era una línea viable esta vez. No era capaz de mirarla a la cara sabiendo que podría salir mal parada solo por encontrarse cerca. Descubrió que era superior a él.

—Sé muy bien lo que hago.

Angela habló con la misma sequedad que aún ondulaba el ambiente. Pensó que, si en algún momento había creído que agacharía las orejas y se marcharía sin más, era que no la conocía. No la conocía para nada. Se sentó a su lado. Se le estaba yendo de las manos. Ignorando el nuevo rumbo de la conversación, comenzó a colocarle de nuevo los apósitos. El primero fue a la espalda.

—Repito, no tienes ni puta idea.

—Repito, sé lo que hago.

—No pongas las cosas más difíciles.

—Deja de comportarte como un paranoico.

—¿Te parece que esto es ser un paranoico? —bufó Scorpio. Señaló su hombro herido. No estaba acostumbrado a recibir cierto tipo de contestaciones, pero, más que molestarle, se sorprendió—. ¿Tan segura estás de que nadie va a atacarte a ti? —El tiroteo ya no importaba, eran los demás asesinatos los que le preocupaban. Su alrededor parecía teñirse de muerte.

—Aquí el narco eres tú. Mejor encárgate de ti mismo, que yo ya me ocupo de mí.

Touché.

Cualquier cosa que Scorpio dijera en ese momento sería insuficiente para ganar la batalla dialéctica. Lo único que se le ocurría responder sin ser grosero era que tener una relación con un «narco», como ella le había llamado, acarreaba consecuencias.

Define relación.

La condenada cuestión que quería evitar.

Aquel puñetero carácter le estaba atrayendo de forma bestial, aun cuando intentaba hablar de algo muy serio. Y no ayudaba que ella se arrimara más a él. Quizá tuviera que plantearse que no disimulaba tan bien como creía.

—Bien. Habiendo dejado las cosas claras, te sugiero que te tumbes en la cama —le susurró Angela al oído.

—Ya hemos tenido esta conversación. —Annibal la miró de reojo.

—No lo creo.

La rubia empujó su hombro izquierdo. Dada la situación, no lo hizo muy fuerte, pero sí lo suficiente como para que él cediera bajo sus manos. Scorpio no estaba en condiciones de oponerse y tampoco tenía ganas. Al tumbarse notó la presión de la cama en la herida de la espalda, cubierta de nuevo. Cerró los ojos, hastiado. Odiaba saberse tan vulnerable. Pero aquellos pensamientos de rechazo se volatilizaron en el mismo instante en el que Angela se inclinó sobre él.

Besó suavemente el cuello del hombre. Lenta, delicada. El calor de su piel se fundió con los labios de la chica. Entonces, comenzó a dejar un fino rastro húmedo con la punta de la lengua por cada milímetro que cubría. Se trataba de un juego iniciado sin permiso ni resistencia. Condujo una mano por el pecho masculino, deleitándose con cada surco, con cada elevación. Sabía por dónde no tenía que tocar, pero era implacable con el resto. Bajó hacia el estómago.

Annibal nunca se había sentido inmovilizado de un modo tan provocador.

Ella subió los dedos hasta el rostro del chico y lo giró con cuidado. Él abrió los ojos lo justo como para verla acercarse y besarle en la boca; luego condujo el brazo sano hacia su cintura. Pronto necesitó más, y buscó la piel escondida bajo la fina camiseta blanca de tirantes. Ambos eran conscientes de que no podrían dar rienda suelta a sus instintos, pues el dolor se volvería insoportable y se interpondría entre ellos. Tendrían que resignarse a algo más tranquilo.

Los dedos de Angela, pícaros, volvieron a descender, a perderse entre puro fuego. Lo mismo que le sucedía a su mente cuando estaba con él. La noción del tiempo se reducía a cenizas, rescoldos de lo que alguna vez fue cordura.

Continuó fluyendo hacia abajo.

Annibal quiso decir algo, pero ella le silenció con un beso. Le rindió una vez más.

Angela encontró el destino candente y se hizo con el poder. Él no tenía manera de zafarse de ella, aunque tampoco quería. Deseaba esas caricias, ese cuerpo. La deseaba, maldita sea, la deseaba. Por eso no la quería a su lado, pero no contaba con la valentía de perderla. Como su razón cuando ese ángel incrementaba la velocidad de los movimientos. Con los labios todavía en contacto, Annibal sonrió.