Capítulo 3

Se perdía entre su piel con la suavidad de un susurro. La punta de sus dedos femeninos le rozaban el hombro. Al principio fue algo casi inconsciente, pero después lo mantenía a voluntad.

Podía verlo a través de la oscuridad parcial. Annibal yacía tumbado boca abajo con el brazo izquierdo hacia arriba y la mano también apoyada en la almohada. El codo mantenía el ángulo a la altura de su rostro dormido. Las facciones denotaban un reposo casi absoluto. La respiración era profunda y acompasada. Las sábanas de color rojo oscuro le cubrían un poco más abajo de la cintura. Todo cuanto se veía de él era piel desnuda.

Angela no podía dormir y se entretenía contemplando cómo él lo hacía. Su intención no había sido buscar el contacto furtivamente, pero al final… El hombre no se había despertado, lo que le había permitido más libertad con su piel. Una libertad tímida, puesto que aún le costaba asimilar que se encontraba entre sus sábanas. Así era desde que la llevase a su cama tras aquel afortunado encuentro en el Hot Fire, donde ella trabajaba de forma esporádica sobre el escenario. Y así era, de hecho, desde que le conoció en aquella fiesta en esa misma casa y a la que había acudido con la pizpireta Deborah. Pero, lejos de querer marcharse, notaba una extraña fuerza atrayéndola a aquel lugar. A él.

Las yemas de sus dedos se adentraban por el brazo izquierdo masculino, el que le quedaba más cerca. Se detenía en cada montículo de musculatura que hallaba a su paso. De pronto maldijo ese cuerpo, todo lo que significaba. Maldijo la adicción de la que era víctima. Inevitable. Ineludible. Desde que había hecho coincidir sus ojos en el espacio y el tiempo, estaba atrapada entre la ética y el deseo. Jamás lo había planeado, pero, por algún motivo que escapaba a su entendimiento, no se arrepentía. Era real, muy real. Y ese no era su estilo, lo sabía, ella no actuaba así. Una carcajada inaudible brotó de sus labios. ¿Cuántas mujeres suspiraban por ocupar aquel lugar privilegiado? No le hacía falta contarlas. Pero, maldita sea, él se había fijado en ella.

¿Por qué?

¿Y por qué no?

Annibal había admitido, aunque no directamente, a qué se dedicaba. Rememoró el día en el que llegó a su casa manchado de sangre. Para ser sinceros, cualquiera en su sano juicio habría salido corriendo al verle. No ella. Y se sorprendió al darse cuenta de que no fue eso lo que más le había importado aquel día. Dejando a un lado su innegable atractivo físico, Angela veía inteligencia en él. Percibía incluso una capa más allá de la que el hombre solía mostrar. ¿Tal vez era eso lo que la ataba a aquella extraña locura?

Avanzó por su ancha espalda y notó los relieves. Se desplazó al cuello. Arremolinó los dedos en torno al pelo oscuro de su nuca. Él encogió el hombro izquierdo. La poca luz que se colaba desde la calle le permitió fijarse en la pequeña arruga que se le formó en la base superior de la espalda. Una sonrisa tenue perfiló los labios de Angela. La borró en cuanto supo de su existencia.

Jugó durante unos minutos con su cabello. Trató de no despertarle. Era más fácil únicamente contemplarle que darle vueltas a la cabeza. La rubia arrugó la frente. Se preguntó si, despierto, se habría dejado acariciar así. Tal vez ella no se habría atrevido.

Condujo los dedos a su rostro. Notó el tacto de la incipiente barba. Pronto alcanzó su boca. Se detuvo. La cálida respiración relajada se posaba sobre la piel de la chica. Presionó sus labios con mucho cuidado. Qué endemoniadamente fácil era perderse en ellos, su textura y sabor los convertían en un juego peligroso. Luego ascendió a la mejilla. Siguió la cicatriz con las yemas de los dedos sin apenas tocarla. Imaginó que debió de ser una herida profunda en su momento, tal era la marca que había quedado. Annibal le había comentado que se la hicieron en una pelea cuando era más joven, pero no habían ahondado más. Ahora Angela se preguntaba en qué circunstancias mientras continuaba el camino hacia arriba una vez pasado el ojo. Parecía que en su día había estado cerca de perderlo. La marca no le tocaba el párpado y sin embargo partía la ceja oscura en dos. Terminaba hacia la mitad de la frente.

Era una línea limpia.

Una vez más, ¿le habría permitido recrearse en aquella particular cicatriz? Ya la había tocado antes en momentos de frenesí, pero el matiz ahora era distinto. Bien distinto.

Volvió a encontrarse con el pelo. Allí, en la parte superior de la cabeza, lo llevaba unos milímetros más largo para poder peinarse creando las habituales pequeñas puntas, ahora desaparecidas. Enredó sus dedos en la oscuridad de su cabello corto. La joven temió despertarle cuando le vio cambiar de posición, pero no ocurrió. Pensó que tal vez le gustaran aquellas caricias. Sin duda, le quedaban muchísimas cosas de ese hombre por descubrir.

Suspiró, incómoda. Sabía por qué no podía conciliar el sueño.

Faltaban pocos minutos para alcanzar las cinco y media de la mañana del sábado siete de julio. Todavía quedaban unas horas para que el reino de la luz se hiciera con el control del día. Con vistas a combatir el insomnio, Angela recordó las últimas horas. Las había pasado con él.

Annibal había insistido en llevarla a cenar fuera. El nuevo restaurante había demostrado otra vez que en aquella gran ciudad uno podía disfrutar del lujo si sabía buscarlo. Angela a veces pensaba que probablemente ni imaginaba la cantidad de dinero que manejaba Scorpio. Tampoco estaba segura de si la gente conocería sus ocupaciones reales. ¿Lo sabrían todas aquellas que anhelaban su atención? ¿Lo sabría Deborah? Nunca había hecho mención al respecto, pero algo le decía que estaba al tanto. Pero ¿se arriesgaría Annibal a que se fuesen de la lengua? No hacía falta ser una experta, tan solo bastaba el sentido común. El mismo que se había activado cuando el hombre le había pedido silencio para no verse obligado a… Hubiera lo que hubiese entre ellos, sabía que aquella advertencia no guardaba ningún tipo de broma detrás, por eso le había dado su palabra. Al fin y al cabo, había decidido quedarse con él por propia voluntad.

Se había desviado de su línea de pensamiento.

El restaurante.


Después de haber estado unos cuantos días sin verle, hacerlo de nuevo había traído un revoloteo a su estómago. Annibal había ido a recogerla tal y como hiciera en la anterior ocasión. Y, con él, el mismo coche. La misma sensación de exclusividad. Tonterías comparado con el vuelco que sintió al ver cómo había sonreído. Había tenido la sensación de regresar a la piel de una adolescente. Recordaba el perfume masculino en el interior del Lamborghini Murciélago, ese que mermaba su resistencia.

Una vez dentro del restaurante en cuestión, habían llamado la atención. Angela no llevaba demasiado bien ser el centro de atención fuera de sus espectáculos en el escenario del Hot Fire. Se acordaba perfectamente de cómo había notado los pares de ojos en su nuca y espalda, y la habían hecho sentir como si ambos fuesen parte de una pareja de celebridades que…

¿Pareja?

Se estremeció. No quería pensar en ello. No quería que el vértigo aprisionara su garganta. Así que continuó dando rienda suelta a la sucesión de imágenes dentro de su mente.

Rememoró la conversación acontecida no tantas horas atrás.

—Sería muy sencillo acostumbrarme a esto —había comentado Angela entonces. Pinchaba con su tenedor en su plato de ravioli con salsa de setas. El intenso sabor estaba deleitando su paladar. Aquel movimiento con la diestra hizo que la pulsera plateada de su muñeca tintineara con gracia. La elegante cadenita mostraba la inicial de su nombre, una refinada «A» grabada sobre uno de los eslabones argénteos.

—Es fácil acostumbrarse a algunas cosas —le había respondido él mientras hacía lo propio con su crema de marisco—. Mañana por la noche actúas, ¿no?

—Sí, ¿por qué? —se extrañó la rubia ante el repentino cambio de tema. Bebió de su copa de vino tinto. Esa botella probablemente costase más de lo que recibía en el Hot Fire y en aquella clínica como recepcionista.

—Por nada. —Pero rectificó—: Me estaba acordando de cuando te vi en el escenario. —La miró de un modo penetrante, se trataba de un recuerdo poderoso para él—. Lo último que esperaba esa noche era encontrarte allí, y mucho menos en esas circunstancias.

—Espero que te gustara lo que viste. —Ella sonrió, pícara. Conocía la respuesta. Aún se encendía al pensar en cómo se había apoyado en Annibal cuando se unió al grupo de hombres en el interior del local. Pero quería escuchárselo a él. Mordió su labio inferior.

—¿En serio me lo preguntas? —Scorpio levantó las cejas—. Era difícil pensar en otra cosa. Y muy fácil imaginar lo que al final vino después. —Bebió vino blanco. La noche a la que ambos se referían había sido la primera vez que se acostaron.

Angela entonces no había podido controlar el color rosado que pigmentaba sus mejillas. Era un gran cumplido. Demasiado directo, demasiadas sensaciones que regresaron sin invitación. Y, al igual que ocurriera sobre el escenario del Hot Fire cuando le hubo localizado entre el público, su pulso se aceleró. Centró la mirada marrón en el plato. Había perdido la batalla al romper el hilo visual.

—Gracias.

Estúpida, estúpida…

¿Gracias? ¿Era eso todo lo que tenía que decir? De repente se supo ridícula. Ridícula hasta el punto de sentirse cohibida. Pero ¿por qué? Estaba empezando a dejar de entenderse a sí misma, si es que lo había hecho en algún momento desde la fiesta en aquella gran casa.

Los labios de Annibal se curvaron en una pequeña sonrisa al darse cuenta de cómo Angela era presa del rubor. Entonces, sintió el impulso de estrecharla entre sus brazos. Pero en cuanto se percató de que tal necesidad no era sexual, se turbó. Empezó a buscar una nueva porción de crema de marisco con la que llenar su cuchara plateada. Así, el ambiente quedó enrarecido.

—El miércoles quiero invitarte otra vez —decidió Annibal. Ignoró el incipiente retraimiento—. El martes por la noche voy a cerrar un negocio bastante importante. Tendremos algo que celebrar.

—Me parece bien —aceptó ella, más relajada.

—Así te compensaré por no poder ir a verte mañana. —El chico buscó una nueva cucharada que llevarse a la boca—. Me gustaría hacerlo, pero no va a poder ser. —Debía definir detalles con sus hombres de cara al encuentro del martes en los muelles.

—No te preocupes —le restó importancia Angela, mostrando sus dientes blancos en una nueva sonrisa. Le había dado un pequeño vuelco el corazón al imaginarle observándola de nuevo sobre el escenario. Supo camuflar bien la ligera decepción—. Aunque es una pena. No voy a ver a quien de verdad me interesa entre todos los que estén allí.

—No me lo recuerdes.

—¿El qué?

—El otro día escuché lo que esos animales te decían. No me hace ninguna gracia —admitió Scorpio tras dudar unos instantes. A pesar de sus reservas, fue fácil decirlo. Escupirlo, más bien. Algo le había impulsado a querer que ella lo supiera. Dejó la cuchara sobre el plato vacío.

—¿Estás celoso?

Error.

Al momento, la rubia se arrepintió.

Él tragó saliva. Entornó los ojos sin apartarlos de ella. Torció el gesto. Era demasiado lógico en realidad: si uno se abre a alguien, corre el riesgo de que escuche y opine. Y comprobó de primera mano que, aunque él pudiera tenerlo más o menos aceptado, no era lo mismo que escucharlo de la boca de otra persona. Mucho menos de la implicada. No sabía qué contestar y no estaba acostumbrado a quedarse sin palabras. Pero era la segunda vez que le pasaba con ella.

¿Estaba celoso?

Había tardado en aceptarlo en el pub aquella noche, pero había acabado rindiéndose a la evidencia. ¿Por qué le costaba reconocerlo ahora? Ella estaba delante. ¿Era eso? Quizá le asustaba que la chica supiera algo más acerca de cómo se sentía. No. No quería dar ese paso. La quería a ella, no que supiera cosas de las que él mismo no estaba del todo seguro.

Quería.

No, no. No se refería a eso. El sentido de ese verbo tenía que ver con la posesión, no con… Mierda. ¿Cómo una simple pregunta le había desencadenado tal maraña de pensamientos? Estaba incómodo.

Angela lo atribuyó a su atrevimiento. Estaba tensa, quería mirarle y estudiar su expresión. No lo hizo. Encontró más interesante la forma en que el camarero servía los platos humeantes a dos mesas de distancia.

—Debería servirme otra —anunció Angela, y señaló la botella de vino tinto. No tenía sed.

—Aún nos queda el segundo plato. —Annibal se encogió de hombros. De algún modo, la intervención de su acompañante destensó la absurda cuerda invisible que le rodeaba el cuello. Decidió que tenía que hacerse con el control de la situación, como solía hacer—. Llámalo como quieras. —No haría referencia al término que ella había empleado—. No me gusta que la gente se meta en mi territorio.

—Tu territorio —repitió Angela. Estrujó la servilleta de tela blanca con las manos bajo el mantel.

—Sí. Mira, para serte sincero, nunca he tenido que preocuparme por algo así. —La corbata empezó a agobiarle, pero no se movió—. No sé hasta qué punto puedo decir esto, pero… —Pausó, creando un abismo. Prefería cien veces armar una pistola desde cero y a oscuras—. Joder… —Resopló—. No voy a andarme con rodeos. No me gusta que ningún hombre se acerque a una mujer que está conmigo.

Se detuvo. El calor de julio ascendía bajo el cuello de su camisa pese al aire acondicionado. Necesitaba que llegasen los siguientes platos. Tal vez el filete de ternera en su punto con un pequeño salteado de verduras para ella y el pastel de carne con salsa picante para él le distrajeran.

—¿Por qué yo?

Directa como un disparo. La pregunta parecía haber cobrado vida propia. La culpabilidad golpeó su raciocinio durante milésimas de segundo. No había sido fácil para él, lo sabía. Su pulso se aceleró.

Scorpio despegó los labios para responder, pero no llegó a hacerlo. Se quedó en silencio. La conversación era un pozo de arenas movedizas.

—Pueden decir lo que les dé la gana, no me importa ninguno de ellos —dijo Angela. Con las manos sobre su regazo, seria, seguía jugueteando con la servilleta entre sus dedos—. Yo hago mi trabajo, nada más. Sé lo que quiero. —Bebió y apuró media copa de vino tinto. La dejó de golpe sobre el mantel—. Joder, Annibal.

—¿Qué?

—No hace falta que me vuelvas a traer a un restaurante. —Dejó la servilleta encima de la mesa y se cruzó de brazos.

—¿No te gusta? —se extrañó Scorpio. Casi estaba a la defensiva.

—No es eso, pero cada vez que vamos a uno acabo diciéndote que me gustas. Sería más fácil y barato si me lo preguntas.

La tensión se volatilizó al instante.

Aquel recuerdo dio un salto al siguiente en la oscuridad de la habitación, la misma que les había acogido al llegar del restaurante. Las sábanas rojas que ahora los arropaban habían sido testigos del fuego. Se estremeció al rememorar las imágenes, las sensaciones. Tuvo que suprimir las ganas de besar la piel de Annibal, que dormía ajeno a lo que sucedía en el interior de su mente. Nunca había sentido nada semejante, tan intenso, tan auténtico. Tan insólito.

Un ruido súbito devolvió a la chica a la realidad. Apartó bruscamente los dedos de la espalda de Scorpio, sobresaltada. El sonido procedía de la mesita de noche más cercana a él, eran vibraciones. En concreto, el smartphone de Annibal. ¿A quién demonios se le ocurría llamar a esas horas? Ni siquiera había amanecido. Él parecía no enterarse y Angela se debatía entre avisarle y no perturbar su sueño. Pensó que podría ser importante…

Le dejó dormir. Debía mantenerse ajena a todo aquello que no era de su incumbencia.

Scorpio entonces reaccionó, pero, en lugar de alcanzar el móvil y responder, colgar, o incluso apagarlo, cogió el aparato con la mano derecha sin apenas moverse y lo arrojó mientras murmuraba algo incomprensible. Cuando el teléfono cayó al suelo, se escuchó cómo se desprendía la tapa trasera. Tal vez se hubiese roto con el golpe. No se levantaría a comprobarlo. Le miró, todavía inquieta. Parecía que Annibal había actuado sin despertarse. La joven creyó que, si se trataba de algo importante, él se acabaría enterando.

Angela se recostó de lado y de cara a la ventana. Le daba la espalda. Bostezó. Cerró los ojos, confiando en que sus neuronas redujesen la actividad para permitirle descansar. Por su propio bien, tenía que intentar dormirse.