Capítulo 11
El silencio propio de los cementerios desgarró una enorme grieta entre ellos, mancillado por el resonar de las gotas contra la ciudad.
—Tiene derecho a guardar silencio, cualquier cosa que diga puede ser utilizada en su contra en un tribunal…
—¡Hijo de puta, no puedes detenerme por eso! —le interrumpió Annibal. Retrocedió un paso y quedó a escasos centímetros de la puerta cerrada. Su voz grave se fundió con los truenos de la tormenta implacable. Tragó saliva.
La gente contemplaba la escena a través de los grandes ventanales de Il Colosseo, aunque el ángulo solo era visible para unos pocos morbosos afortunados. Los pocos que se encontraban en la calle satisfacían su curiosidad desde los porches de algunas tiendas.
—Claro que puedo. Rickman, espósele.
El detective se aproximó a Scorpio y le puso de cara a la puerta a la fuerza, arrebatándole la Desert Eagle. El detenido se revolvió. Jones tuvo que intervenir para ayudar a su compañero, evitando así que el traficante le golpeara. A pesar de su fuerza, entre los dos consiguieron reducirle. Sawyer se acercó a recoger el arma incautada. Después Rickman agarró la mano izquierda de Annibal y encerró su muñeca en uno de los extremos de los grilletes. Cuando le cogió la derecha y la acercó a la otra, Annibal gruñó. Sintió un daño atroz carcomiendo sus heridas. Se encogió a causa del dolor, y se quedó fuera de combate durante unos segundos. Llegó incluso a pensar que se le habían saltado algunos puntos. Llevaba casi dos semanas con ellos y el doctor estaba a punto de quitárselos…
No tenía tiempo de compadecerse de sí mismo.
Fue de este modo como los otros tres policías comprobaron la teoría del sargento. Roger se dejó embriagar por el placer secreto de haberle hecho daño. Terminó de esposarle. Se escuchó el clic metálico. Con la cara apoyada sobre el cristal de la puerta cerrada, Annibal respiraba deprisa. Luchaba más contra el dolor que contra la propia detención.
David Lambert no se había movido y observaba la situación bastante impresionado. Tan solo había colocado la mano sobre su arma de forma involuntaria cuando Roger se había lanzado contra Scorpio.
—Tiene derecho a contactar con un abogado y, si no puede pagarlo, se le proporcionará uno antes de cualquier interrogatorio. —Sawyer no consideraba necesaria esta última parte, pero decidió incluirla en el discurso. Solo había proseguido tras cerciorarse de que Scorpio quedaba inmovilizado.
El siguiente movimiento del sargento fue colocarse en el lado izquierdo del detenido. Le sujetó por ese mismo brazo. El detective Rickman hizo lo propio con el derecho. Le dieron la vuelta. Empezaron a caminar, arrastrándolo con ellos. Que Scorpio estuviese herido suponía una ventaja. De no haber sido así, Wolfgang estaba seguro de que la resistencia se habría triplicado.
—Jones, ¿dónde han aparcado?
Ella señaló el otro lado de la calle. Debían cruzar y bajar unos treinta metros. Sawyer localizó el vehículo a lo lejos. Abandonaron el cobijo del porche del restaurante y se aventuraron a la lluvia, que no les ofrecía ninguna tregua. Antes de que terminaran de cruzar la carretera, ya estaban calados.
Durante toda la trayectoria, fueron muchos los indiscretos que contemplaron la escena como si de una película se tratase. La gente conseguía desvincularse del suceso real para observarlo por mero entretenimiento. Incluso los vehículos que circulaban por allí ralentizaban su marcha. Annibal caminaba con la cabeza agachada y el cuerpo ligeramente encogido, pues el dolor no le dejaba erguirse por completo. Con las manos esposadas a la espalda, la posición le atormentaba. Notaba ambos apósitos adherirse a su cuerpo bajo la camiseta negra cada vez más mojada.
Llegaron al lugar de estacionamiento del coche patrulla. Los cinco estaban empapados. Jones desactivó el cierre centralizado y le indicó a Lambert que abriera la puerta trasera. Sawyer puso la mano sobre la cabeza de Scorpio y le obligó a bajarla. Lo empujó a los asientos. Luego cerraron la puerta. Annibal intentó acomodarse en aquel lugar incómodo. Trató de no tocar la gran lámina de plástico casi irrompible que separaba los asientos delanteros de los traseros. Sus lesiones le estaban provocando un dolor tan intenso que se estaba mareando. Cerró los ojos, respiró hondo y se centró en combatir las estocadas internas. Apenas podía pensar. Las ideas se agolpaban en su mente entre punzadas lacerantes. Atinó a ver cómo el policía más joven ocupó el lugar del copiloto. Roger conduciría. Le provocaba repulsión compartir el mismo aire con él. No se molestó en intentar averiguar qué hacían los otros dos.
Le ardía el pecho. Le ardía la espalda. Le ardía el hombro.
El detective puso el coche en marcha y abandonaron el lugar.
—¿Vas cómodo ahí detrás?
El regodeo de Roger resultaba evidente. Le gustaba, le encantaba el giro de los acontecimientos. Saboreaba la forma en que habían cambiado las tornas después de que Scorpio le hubiese ridiculizado en el restaurante. Ahora, para su deleite, tenía a ese hombre en los asientos traseros del coche patrulla, detenido y esposado. Sin duda, comentaría aquella jugada maestra con el sargento.
La tormenta castigaba, inclemente, los cristales del coche.
Annibal no respondió. Sabía que aquella forma agresiva que el policía empleaba al conducir no era algo fortuito. Los frenazos y la brusquedad de las curvas eran premeditados. Era en esos momentos donde él perdía el equilibrio y acababa golpeándose contra el panel de plástico o contra la puerta lateral. Ningún cinturón de seguridad le protegía.
Maldito hijo de puta.
—¿Cómo te hiciste eso? ¿Te caíste haciendo escalada? —El conductor continuaba con sus provocaciones sin esperar realmente una respuesta. Disfrutaba.
Silencio.
Roger mantenía la vista al frente con una sonrisa triunfal. Lambert miró al detective y después bajó la visera situada sobre él en el techo. Se asomó al pequeño espejo que esta contenía. A decir verdad, no se atrevía a mirar hacia atrás directamente. Pudo ver parte de la cara del hombre apresado tras el grueso plástico. El ocupante trasero mostraba el ceño fruncido. Las finas arrugas entre sus cejas nublaban su expresión. David se percató de que, de vez en cuando, una mueca de dolor cruzaba su semblante impasible. También se detuvo en su ojo izquierdo, aquel cruzado por una cicatriz que comenzaba en la frente y descendía hasta la mejilla. Eso debió de doler, pensó Lambert arrugando la nariz. Scorpio entonces alzó los ojos y se encontró con los azules del joven a través del espejo. David apartó la mirada de inmediato. Colocó la visera en su sitio.
—¿Ahora no abres la puta boca? —insistió Roger. Recordaba el momento en el que le había mandado callar en el restaurante.
Lambert volvió a mirar de reojo a su compañero. No estaba cómodo con ese tipo de comentarios. Su experiencia no era tan amplia como la del detective, pero le había quedado muy claro que el de atrás era un tipo peligroso, así como el mundo en el que se movía. No comprendía muy bien qué era lo que conducía a Roger a querer buscarle continuamente las cosquillas a Scorpio. ¿Era una conducta propia del triunfo o se estaba dejando llevar por algo más personal? No creía, bajo su humilde opinión, que aquello beneficiara en nada. Podría terminar repercutiéndole a él. Pero no dijo nada. Tenía ganas de llegar de una vez a la comisaría. No faltaba mucho.
Annibal centraba la vista más allá del cristal para aliviar su malestar físico y mental. Habría sido inútil tratar de librarse de las esposas, así que ni lo había intentado. Y, en el improbable caso de que lo hubiera conseguido, le reducirían otra vez. No había escapatoria. Tenía la esperanza de que liberaran sus manos en comisaría, o, al menos, de que le esposaran con los brazos hacia delante. La zona herida le estaba haciendo pasar un viaje insoportable y, pese al bochorno exterior, tenía frío a causa de la ropa mojada.
Reflexionó acerca del motivo de la detención. No importaba cómo se lo plantease, le resultaba ridículo, imposible de sostenerse. El cabrón de Sawyer podría haberle detenido en cualquier otro momento y en cualquier otro lugar si sabía que iba armado. ¿Por qué ahora? ¿Porque no habían podido sacar nada en claro en el restaurante? Una absoluta sandez. Había conseguido sortear a la justicia en otras ocasiones y acusado de asuntos más graves, aquello era ridículo. Y no parecía muy propio de Sawyer realizar una detención con un fundamento tan pobre. Pero allí estaba, al fin y al cabo, maniatado en manos de la policía.
La comisaría pronto se materializó delante de ellos envuelta en la neblina blanca formada por la lluvia tan intensa. Annibal podía hacerse una idea de cómo serían las horas que le quedaban por delante. Se obligó a mantenerse tranquilo. Si Sawyer tiraba de los hilos, él recurriría a los suyos.
—Fuera —ordenó Roger una vez hubo aparcado y abierto la puerta trasera más cercana al detenido. No tenía intención alguna de ayudarle a salir, pero sí se encargó de sujetarle del brazo derecho cuando estuvo de pie. Indicó a Lambert que procediera a hacer lo mismo con el otro.
A pesar de las circunstancias, Annibal habría sonreído si el dolor se lo hubiese permitido. La forma en que Roger le trataba significaba, a su juicio, que algo debía de estar haciendo bien. Grabaría muy bien en su mente todo lo que ese tipo le hiciera.
Scorpio era más alto que los dos policías, pero estos le conducían sin problemas. El hombre esposado se preguntó si la situación hubiese sido distinta si la herida de bala no le estuviese limitando. No parecía que les preocupara mucho el trato que le daban. Era una falta de respeto. No diría nada, no se quejaría. Ni siquiera cuando la posición con las manos detrás contraía su espalda y le producía dolorosas descargas. No les daría ese gusto.
Durante la trayectoria desde el coche patrulla hasta el edificio, los tres hombres volvieron a mojarse bajo los hostiles nubarrones grises de tormenta. Y dentro de la comisaría fueron muchos los pares de ojos que cayeron sobre Scorpio, atónitos algunos de ellos. Era un criminal con renombre dentro del cuerpo de policía. Al célebre recién llegado no le hizo falta mirar a Rickman para saber que se henchía de orgullo como si fuese un estúpido pavo. Mantenía la vista al frente, encontrándose con una extraña selva de uniformes anónimos.
Le guiaron a la fuerza por una red de pasillos laberínticos hasta terminar en una sala apartada situada al final de un largo corredor. La iluminación artificial blanquecina le daba la bienvenida a Annibal como la morgue recibe a un cadáver: fría, silenciosa, obligada. Era la primera vez que pisaba aquella comisaría. Aquella habitación era la antesala de lo que el hombre creía que sería la sala de interrogatorios. Se equivocaba. Un agente custodiaba el interior. Roger le comunicó que a partir de ahí se encargaban ellos dos, instándole a marcharse. El policía no tardó en obedecer. Cruzaron la siguiente puerta, que los condujo a un cuarto algo más amplio. Relucientes barrotes convertían parte de la estancia en una zona de encarcelamiento. Se trataba del calabozo. Tenía que haberlo imaginado.
—Quítale las esposas —le instó Rickman a Lambert. Se había colocado frente a Scorpio.
El joven rubio tomó la pequeña llave que las abriría y la introdujo en las diminutas cerraduras. Liberó así las manos del cautivo.
—Si se te ocurre hacer alguna gilipollez, te parto la cara.
Annibal le miró fijamente y sin responder una vez más. Movió los brazos despacio hasta devolverlos a su posición natural. Fue un proceso doloroso después de tantos minutos con los músculos contraídos. El esfuerzo amenazaba con afectar a su respiración y necesitó controlarla. Sus muñecas también se habían resentido, enrojecidas.
—Atento, Lambert.
Rickman alzó los brazos de Annibal sin miramientos hasta que casi quedaron en cruz. El detenido cerró los ojos en un acto reflejo. Sin más alternativas, se propuso soportar la situación con toda la dignidad que pudiera conservar. El detective empezó a registrarle, iniciando su recorrido precisamente por los brazos. Presionó con brusquedad la zona que sabía que tenía dañada y se regocijó en las señales de dolor que encontró en sus ojos, hasta el momento inexpresivos sobre él. Roger después descendió por los costados y por las piernas sobre las prendas mojadas por la lluvia. Le sustrajo todo lo que encontró en los bolsillos de los vaqueros: el teléfono móvil, la cartera, el paquete de tabaco, el mechero, las llaves. Estaba desarmado desde la escena en la puerta del restaurante, no halló ninguna otra pistola. Roger sonrió al comprobar que las únicas armas de las que podría valerse contra él eran sus propias manos, y no estaba en condiciones de hacer uso de ellas.
—Adentro. —El detective le señaló la celda con desprecio.
Scorpio cedió de nuevo. La puerta metálica chirrió al cerrarse. Los barrotes, que nacían en el techo y se hundían en el suelo, le impedían abandonar ese habitáculo rectangular que únicamente recogía un camastro y un retrete en la otra esquina. Entonces, ambos policías se marcharon y le dejaron solo, no sin que Roger le dedicara un último gesto triunfal. Así, Annibal se quedó de pie en mitad de la pequeña prisión. Las heridas de la parte superior derecha de su cuerpo se negaban a darle descanso. Sudaba.
Se preguntó en qué maldito momento las cosas se habían torcido tanto.
El motivo de la detención era una estupidez absoluta comparado con lo que él solía hacer, todavía era reacio a creer que aquello de verdad estuviera sucediendo. ¿Se podía detener a alguien por el motivo que Sawyer había alegado? Tal argumentación apenas se sostenía con pinzas, no podrían hacer nada contra él. Pero ahora que se encontraba bajo arresto, la policía movería cielo y tierra para buscar algo real de lo que acusarle. Una de las últimas veces que lo habían detenido había tenido lugar hacía muchos años, y había acabado en la cárcel. En las siguientes, después de que saliera a los veintidós años, se había librado gracias a los contactos que había hecho en prisión. Entre ellos, su actual abogado, Jay Settle. Poco a poco, fue reforzando este escudo mediante la compra de distintos miembros de la justicia y cuerpos de policía. Pocas comisarías había pisado desde aquellos tiempos. Hasta ese día.
Miró a su alrededor. La cama era estrecha y las sábanas estaban tan gastadas que habían adquirido un color amarillento. El colchón parecía tan machacado como los muelles que se dejaban adivinar a través del tejido. El retrete parecía limpio, pero el ligero olor a cañerías le hacía plantearse seriamente si hacer uso de él en algún momento.
Joder.
Se sentó al borde del catre mugriento. El colchón era más firme de lo que se apreciaba a simple vista. Se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas. Volvió a hacerse daño, pero, después de las últimas horas, apenas era significativo. Al menos ahora podía tolerarlo. Trató de dejar la mente en blanco. Haber caído en manos de los policías cuando solamente había pretendido comer en un maldito restaurante no se lo ponía especialmente fácil. No tendría problemas para pagar cualquier tipo de fianza que le impusieran, eso no le preocupaba. Y Jay era un abogado tan bueno que tampoco le inquietaba su defensa. Pero desconocía lo que Sawyer y sus esbirros tenían en mente.
Se tumbó. Tal vez esa gente tardara en regresar y quería descansar. La espalda comenzó a protestar y era difícil encontrar una postura que calmara las molestias. Con todo el maltrato que la zona herida había sufrido ese día, el escozor agotador no sería indulgente con él. Permanecía boca arriba con el brazo derecho estirado y el izquierdo apoyado en la frente por el dorso de la mano. Le incomodaba la ropa humedecida, especialmente la camiseta. Cerró los ojos.
Roger caminaba hacia el despacho de Sawyer saboreando la victoria, incluso cuando no se podía atribuir el mérito de la misma. David caminaba en silencio a su lado. El detective sentía muchas cosas en lo que a Scorpio se refería, y remordimiento no era ninguna de ellas. Sin embargo, parecía que no ocurría lo mismo con su joven compañero. Ya se acostumbraría, pensó. Estaba seguro de que le terminaría cogiendo el gusto a dar lecciones a cabrones como Scorpio, al igual que él.
Un policía se acercó a ellos para preguntarles lo que media comisaría estaba deseando, pero Rickman decidió que no era el momento.
Cuando llegaron a la puerta de la dependencia, la golpeó con los nudillos. Recibió una invitación a entrar.
—Ya me ha comentado Farrell que han llevado a nuestro invitado a sus aposentos —dijo Sawyer cuando los dos hombres tomaron asiento junto a Jones, en frente de él. No era un comentario propio del sargento, pero tampoco era usual lo que había ocurrido esa tarde—. ¿Se ha resistido mucho?
—Más bien nada. Sabe que está jodido.
—No se fíe. Scorpio tiene mucha sangre fría, no va a aceptar esto sin más. Mejor estar prevenidos —apuntó Sawyer. La Desert Eagle requisada reflejaba la luz de los halógenos situados en el techo. La había colocado encima de la mesa, en el centro.
—No ha dicho nada en el coche durante todo el camino. Ni siquiera cuando le hemos encerrado —dijo Lambert.
—Le he registrado, no tenía más armas. Tampoco ha opuesto resistencia. Lo que sea que tenga en el brazo lo ha amansado. Va a estar un rato sin moverse.
—¿Le habrás quitado los grilletes? —preguntó Catherine.
Conociendo a su compañero, Jones veía perfectamente posible que se le hubiese «olvidado» ese detalle. Fuera quien fuese el que se encontraba al otro lado de las rejas, había una serie de protocolos que debían respetarse. Ella solo se interesaba porque estos se cumplieran. Pero, por alguna razón que no supo especificar, recordó la visita a la casa de Scorpio, aquella en la que acudió sola para advertirle de la amenaza bajo la que se encontraba el Lobo. Tal evocación la perturbó. No estaba orgullosa de haber desobedecido a su superior, pero seguía considerando que había hecho lo que su moral le había pedido. Entonces, ¿por qué se molestaba?
—Si te digo la verdad, me habría gustado dejárselos puestos, pero no me van ese tipo de rollos. ¿Y a ti, Cathy? —rio Rickman. Estaba de muy buen humor.
—Eres idiota, Roger —soltó ella. Notó, sobre la piel de las mejillas, cómo el rubor la traicionaba. No comprendía qué era lo que le había impulsado a decir aquello y, de pronto, empezó a encontrarse muy incómoda. Por un momento tuvo la tentación de abandonar el despacho, pero se mantuvo en la silla. Fulminó al detective con la mirada.
—¿Qué? Cómo te pones, ¿no? Era una broma —protestó Roger. Se encogió de hombros.
—Pues no tiene gracia. —Catherine se cruzó de brazos.
—Si sabemos aprovechar lo que hemos hecho hoy, podríamos avanzar en la investigación. Pero será bastante difícil si ustedes se comportan como si estuviesen en la guardería —les increpó el sargento.
—¿Cómo sabía que llevaba una pistola? —se interesó David. Intentaba centrar la atención en lo que les concernía, aunque tenía que reconocer que se moría de curiosidad por conocer la versión de Sawyer acerca de lo sucedido.
—No lo sabía, pero me apostaría el cuello a que Scorpio nunca sale de su casa sin llevar un arma. Arriesgué y salió bien. —Wolfgang no consideró necesario mencionar lo nervioso que había estado en aquel momento—. Pensé que nos podíamos valer de eso para detenerlo.
—Pues no le salió bien, le salió perfecto. Estoy seguro de que ha ido mejor que si se hubiese planeado con tiempo —opinó Roger, ahora centrado en la conversación.
—Tampoco sabía que la tenía en la espalda. Lo supuse, no había muchos más lugares donde la podría haber llevado. No es un arma pequeña precisamente, e incluso la habríamos visto si nos hubiéramos fijado. Por suerte, no me equivoqué. Habría hecho un ridículo espantoso.
—¿Y cómo se le ocurrió? —preguntó el detective. Su compañera Jones era la única que conocía más detalles, pues había viajado en el mismo coche que el sargento.
—¿Quiere que le diga la verdad? No tengo ni idea. Lo pensé en el acto, tal vez al ver cómo se nos iba a volver a escapar la oportunidad. Me ayudó saber que estaba herido. Y sí, podría haber sufrido un accidente cualquiera, pero ya saben lo que se suele decir: «piensa mal y acertarás». Creí que aquello podría situarle en la escena del crimen, incluso considerando la posibilidad de que él no hubiera intervenido. Esto hay que corroborarlo, claro. Él no diría nada por propia voluntad, pero tal vez aquí consigamos algo más. Rickman, el otro día propuso traerlo a comisaría y lo cierto es que sopesé la idea. No es lo más ortodoxo, pero tenemos que jugar nuestras cartas. Lo de la pistola no es un motivo lo suficientemente sólido como para retener a alguien como él, pero nos dará algo de tiempo.
—Vaya, gracias —se sorprendió Roger.
—Pero sabía que tiene licencia, podría haberla llevado encima —apuntó Jones.
—Arriesgué.
—De todos modos, no imagino a un tipo como él molestándose en llevar el permiso encima —comentó David—. Y estamos en Estados Unidos, ¿quién hace eso?
—Scorpio tampoco hablará aquí, y lo sabe. No abrirá la boca ni aunque le presionemos. Lo que se merece esta clase de gente es que se les aplique ciertos métodos de tortura. No les vendría nada mal.
—¡Roger! —exclamó Jones. A veces se preguntaba cómo era posible que se le permitiera tener placa y pistola a alguien tan radical, aunque fuese su compañero.
—¿De qué te escandalizas? Son escoria.
—Con esa actitud, ¿qué te diferencia de ellos? —Catherine puso los ojos en blanco.
—A esto me refiero cuando digo que no podemos perder el tiempo —intervino Sawyer, molesto—. Aunque estiremos al máximo el plazo de detención legal, si no trabajamos desde ya, nos estancaremos una vez más.
—¿Y qué es lo que pretende conseguir realmente deteniéndole por llevar armas de forma ilegal? No se le puede encerrar solo con eso. Ya sabe cómo es esto. Se comprueba la licencia, se requisa la pistola si no coincide y bla bla bla —dijo Roger—. Pagará la fianza y fuera.
—La pistola era una excusa barata para la detención, pero así ya la tenemos en nuestro poder.
—Como si no tuviera más…
—Vamos a ver —suspiró Wolfgang—. Si piensa un poco recordará que tenemos diferentes tipos de proyectiles y casquillos que se recogieron aquella noche. Hablo tanto de lo encontrado por el suelo como de lo extraído del interior de los cadáveres. Cuando recibamos el informe de balística sabremos más acerca de la información interior y terminal, entre otras. —En el primer caso, Sawyer se refería al movimiento de la bala dentro del tubo del cañón del arma desde que fuera impulsada hasta que lo abandonó; en el segundo caso, a los efectos causados por el choque del proyectil—. Será interesante comparar las características de las balas encontradas. Si una sola llega a coincidir con las disparadas por el arma de Scorpio, será nuestro. En especial, si procede de algún cadáver.
—¡Es cierto! La pistola podría convertirse en una prueba fundamental. —Jones miró la Desert Eagle como si se tratase del Santo Grial—. Pero debemos tener algo antes de los tres próximos días. Después de todo este tiempo tras el tiroteo, aún no nos han proporcionado ese informe y hay que hacer las pruebas con esta pistola también. Si no lo conseguimos, tendremos que soltar a Scorpio.
—Entiendo la carga de trabajo, pero ya nos tendrían que haber dado ese informe. Pediré que se trabaje en ello específicamente. No, Scorpio no puede salir impune si podemos evitarlo —determinó Wolfgang.
—Tampoco estaría de más saber cómo fue herido para poder seguir atando cabos —sugirió Lambert.
—La única manera viable sería un reconocimiento forzoso en el hospital. O que se acercara un médico aquí, pero estoy segura de que se va a negar en rotundo a que le toque —dijo Jones. Todavía permanecía cruzada de brazos en la silla.
—¿Y quién te asegura que en el hospital sí se dejaría? —objetó Roger.
—Llevarle al hospital sería entorpecer la investigación. A pesar de los escoltas, podría intentar algo. Y no digamos ya la gente que trabaja para él. Podrían presentarse allí y liarse a tiros. No creo que se hayan enterado todavía, es muy pronto, pero ya sabemos cómo funcionan estas cosas —argumentó el sargento.
—Pues que se acerque el forense a la celda para examinarlo. Cualquier excusa valdrá. Que le haga lo que tenga que hacerle y que nos diga después qué le pasa exactamente. —David se encogió de hombros.
—No podemos obligarle a que acepte un reconocimiento médico, a pesar de que está dentro de sus derechos. Sería muy interesante confirmar que, efectivamente, fue un arma de fuego lo que le causó la lesión. Pero no va a ser tan fácil. Sea como sea, primero hay que interrogarlo —dijo Sawyer—. Lo demás, con suerte, vendrá solo. O así debería ser. Bueno, basta de malgastar tiempo aquí sentados—. Sawyer se puso en pie y los demás le imitaron—. Lambert, esta vez vendrá conmigo, encargaremos ese informe. Jones y Rickman, vayan a buscar a Scorpio. Llévenlo a la sala de interrogatorios. Si para cuando lleguen no estamos, espérennos.
Así pues, se dividieron en pares.
Catherine y Roger apenas intercambiaron palabras de camino al calabozo. Ella todavía estaba molesta por el comentario poco afortunado de su compañero. Cuando llegaron a su destino, saludaron al encargado de vigilar la estancia desde fuera. Al entrar, la detective comprobó que habían encerrado al detenido en la celda individual en lugar de en la común, esta última situada en otra dependencia. No le sorprendió.
Cuando escuchó la puerta, Annibal no se molestó en levantarse para comprobar de quién se trataba. Ni siquiera abrió los ojos. Aunque el catre no podía catalogarse como algo cómodo, había conseguido encontrar una postura que le permitía descansar sin que las lesiones le machacaran. La tensión se había mitigado poco a poco, estaba más tranquilo.
—Levántate —ordenó Roger sin preámbulos. Le importaba muy poco si dormía, se dijo que aquello no era un hotel. No recibió respuesta ni movimiento por parte del encarcelado. No estaba dispuesto a malgastar ni una gota de su paciencia con ese hombre—. Tal vez tenga que pasar ahí dentro y darte una hostia para que espabiles. ¡Levántate!
Uno, dos, tres, cuatro, cinco…
Scorpio necesitó reprimir sus impulsos. Debía guardar la compostura, su posición en desventaja era clara. No era fácil, nada fácil, su temperamento ardía ante la menor provocación y ese policía tenía la mala costumbre de poner a prueba su autocontrol. Pero debía actuar con inteligencia. Había cosas que sencillamente no podía hacer en un lugar plagado de policías.
Despacio, tranquilo, sosegado y tomándose su tiempo, se incorporó en el camastro. No tenía ninguna prisa. Fueron movimientos más costosos de lo que le habría gustado, pero consiguió disimularlo. Solo cuando quedó sentado sobre el pobre colchón volvió a escuchar la voz del policía.
—Ponte de pie sin tonterías, Scorpio. Las manos donde pueda verlas. Voy a entrar. Si intentas algo, te parto la cara.
Cuando Roger se aseguró de que el prisionero acataba su orden, se acercó a la celda, introdujo la llave y abrió. A pesar de su autoridad, no podía evitar que le inquietara la posibilidad de que el narcotraficante obrase de forma imprevisible. Llegado el caso, no tendría inconveniente alguno en cumplir su amenaza.
Annibal no se movió cuando la puerta se abrió. Lo único que hizo fue mirar al detective. Después, dirigió la vista hacia la mujer. Era algo decepcionante que Sawyer no se presentara allí en persona, tenía curiosidad por saber si realmente el sargento pensaba que se había hecho con la victoria.
Roger le agarró del brazo derecho con la intención de volver a colocarle los grilletes. Scorpio no esperaba menos y soportó las nuevas molestias. No intentó zafarse. Al menos en esta ocasión había decidido esposarle con las manos por delante. La presión en las muñecas resultaba asfixiante, pero tampoco se quejó. Después, el policía se situó detrás de él y le empujó con la mano sobre su espalda. Annibal respiró hondo y recurrió al temple para continuar manteniendo una imagen de indiferencia. Una vez fuera de la celda, Rickman se situó a un lateral del detenido y su compañera al otro, le sujetaron por los brazos y comenzaron a caminar.
La sala de interrogatorios, situada cerca de allí, no tenía pérdida. Una vez más, Scorpio notó cómo se convertía en el centro de las miradas de quienes poseían placa y pistola. Estas empezaron a sentirse como rocas pesadas. Las ignoró. Miraba al frente con la cabeza erguida, como si esos pasillos no le condujesen a un nuevo examen policial.
Jones abrió la puerta con una llave pequeña una vez llegaron a su destino. El llavero tintineó cuando lo dejó caer de nuevo al interior del bolsillo. Fue la primera en entrar, seguida del invitado y a continuación de Roger. Estaba vacía, lista para su uso. Era una sala tan grande como para albergar a varias personas sin que unas tuvieran que invadir el espacio vital de otras, pero tan pequeña como para impedir la comodidad a lo largo de varias horas. Rickman ordenó al detenido que tomara asiento en la única silla situada al otro lado de la mesa.
Scorpio obedeció.
El hombre vio que la pared que quedaba de frente a él contenía un gran espejo. Sabía muy bien que este dejaba detrás otro cuarto donde el espejo no era más que un cristal para contemplar lo que allí dentro ocurría. Lo más probable era que estuvieran observándole en ese mismo momento. No fue impedimento para que mirase su propio reflejo. El color negro de la camiseta no daba señales de que esta continuaba húmeda. La tromba de agua también le había empapado el pelo, ahora más seco debido al paso del tiempo en el interior de las dependencias policiales. Despeinado, en cualquier caso. Y estaba tan acostumbrado a su cicatriz que ni siquiera reparó en ella. Sin embargo, ahí estaba, recordándole quién era.
Jones cortó aquella visión al situarse delante y al otro lado de la mesa blanca. Se sentó en una de las dos sillas vacías. Rickman se acercó a él y cogió con decisión la cadena que unía las manos de Scorpio, subiéndolas encima de la mesa con brusquedad. Enganchó los eslabones al saliente de una placa metálica previamente preparada. De este modo, el chico quedó encadenado a la superficie de la mesa. No había huida posible. Luego, el detective se colocó de pie al lado de su compañera.
Tras largos segundos de rígido silencio con olor a antiséptico, se abrió la puerta. Sawyer atravesó el umbral acompañado del joven policía que había conocido aquel día. El de mayor rango, una vez dentro, cerró la puerta cuidando de no hacer ruido. Después, se sentó en la silla libre situada a la derecha de Catherine. Lambert se situó a un costado de Roger.
Wolfgang extendió los brazos sobre la mesa y entrelazó los dedos. Miró fijamente al esposado, quien permanecía ligeramente inclinado hacia delante. Otra postura resultaba más complicada con las manos sujetas a la mesa. Scorpio sostenía esa mirada eléctrica. Parecía que la temperatura había descendido un par de grados en el interior de aquella sala.
—Le recuerdo que tiene derecho a guardar silencio y a no hablar sin la presencia de un abogado. No obstante, si yo fuese usted, hablaría. —Fue el de mayor edad el que abrió una grieta en el glaciar que los separaba.
—Pero yo no soy tú, Sawyer. Por suerte —respondió Annibal. Era la primera palabra que emitía desde que abandonaran el porche del Il Colosseo. Su máscara camuflaba nuevamente la inquietud—. No se te da bien amenazar, no te pega. Confío en no tener que molestar a mi abogado por una estupidez como esta, tiene mejores cosas que hacer que perder el tiempo contigo. Aunque es posible que tengáis noticias de él después de que salga de aquí.
—Le veo muy seguro de que saldrá de aquí —comentó Sawyer. Algún día, se dijo, desmontaría esa coraza de arrogancia que tanto le enervaba. Mantuvo la calma.
—Saldré de aquí. ¿De verdad crees que el motivo de la detención es suficiente como para mandarme a la cárcel? —Scorpio abandonó la prudente y falsa formalidad para adoptar una actitud insolente—. Lo único que vas a conseguir con esto es buscarte un problema importante conmigo. Y hacer el ridículo, aunque supongo que ya estáis acostumbrados a eso. Para verme en prisión hace falta mucho más que tus ganas.
—Sabe que esta conversación está siendo grabada, ¿no?
—Sí. No estoy diciendo nada que no volvería a repetir.
—Usted mismo. —Sawyer se mordió la lengua—. ¿Dónde estaba el martes diez de julio por la noche?
—Ya entiendo. —Annibal perfiló una media sonrisa—. Demasiado previsible. Qué extraño es un interrogatorio por «tenencia ilícita de armas», ¿verdad? Si me deteníais con esa excusa, yo no tendría más remedio que escucharos aquí. A la fuerza. —Sacudió las manos para hacer ruido con la cadena—. No os basta con darme por culo un día sí y otro también.
—Eso es lo que harán contigo cuando te metamos en la cárcel —se entrometió Roger. Entornó los ojos.
Scorpio regresó a la seriedad de golpe. No respondió. Sus ojos abandonaron a Sawyer para centrarlos en Rickman, quien le sonreía altivo. Un recuerdo lejano irrumpió en la mente del detenido y casi pudo escuchar el sonido del agua caer contra la fría baldosa. Evocó el olor a humedad de las tuberías. Un escalofrío desagradable erizó la piel de sus brazos. La sala de interrogatorios desapareció durante milésimas de segundo.
—¿Qué esperaba, que iba a salir impune después de todo lo que hace, de la vida que lleva? —prosiguió Wolfgang. No tenía intención de reprender a Roger.
—¿Y qué vida llevo? —Annibal volvió a centrar la atención en su inquisidor.
—Dígamelo usted. Aquí todos lo sabemos.
—Los jueces no opinan lo mismo —se defendió el hombre, seco—. Hazles caso, tienen más poder que tú.
—No se preocupe por eso, cambiarán de opinión.
—¿Preocupado? Estoy muy tranquilo. ¿Y tú, Sawyer? ¿Estás tranquilo?
—No es usted quien hace las preguntas aquí. Limítese a responder —le cortó el sargento. Notó cierta rabia ascender desde el estómago hasta la garganta. No le amedrentaba tal impertinencia. No le pasaría por encima. No esta vez—. ¿Dónde estaba el martes diez de julio por la noche?
—En mi casa.
—¿Qué estaba haciendo en su casa?
—Ver la televisión.
—Espero que tenga en cuenta que mentir a la autoridad es un delito —le advirtió Sawyer. No creía ni una palabra, pero de momento no tenía nada con lo que argumentar que mentía.
—Soy muy consciente.
—¿Cuándo se enteró de que había tenido lugar un tiroteo donde varios de los hombres que trabajaban para usted habían muerto?
—¿Acaso importa?
—Responda.
—Es curioso lo peligroso que puede ser el negocio de alquiler y venta de coches —comentó Annibal mientras alzaba las cejas. Unas esposas no le harían hablar.
—¿Se cree usted gracioso? —La voz de Wolfgang sonó más dura. Sabía que el narcotraficante también estaba al mando de una serie de negocios legales que le cubrían las espaldas.
—No soy yo el payaso. —Scorpio se había vuelto a escudar tras un gesto impenetrable. Entrecerró los párpados.
—¿Cuándo se enteró de las muertes acontecidas en el tiroteo del martes diez de julio por la noche?
—No tengo nada más que decir.
Lo primero que había determinado Annibal cuando le hubieron conducido allí había sido no hablar, pero había encontrado irresistible contestar a Sawyer. Ya se había divertido bastante, si es que aquello se incluía en la definición de diversión. Inclinó la cabeza hacia atrás unos centímetros. Pensaba que la sucia estrategia de los policías era patética, y se habría reído si no fuese porque habían conseguido detenerlo igualmente.
—¿Lo que le ocurre en el brazo tiene algo que ver con el tiroteo? ¿Le hirieron allí?
No hubo respuesta. Scorpio sabía que no podía dar más pistas, debía controlar incluso el lenguaje no verbal.
—¿Sabe cuál podría ser una prueba convincente? Si echamos un vistazo a su lesión podríamos llegar a unas cuantas conclusiones. Como, por ejemplo, que no es tan intocable como piensa.
Annibal no se movió ni un ápice. El maldito Sawyer había conseguido pulsar la tecla que disparó sus nervios. Si le inspeccionaban verían que esa herida tenía un orificio de entrada y otro de salida, y no cabría duda de que iban a situarle en el tiroteo. Y, aunque podría haberle ocurrido en un contexto distinto, tendrían lo que buscaban. Evidentemente no podían encarcelarle solo por estar herido, pero sería regalarles un nuevo tanto. No permitiría que le tocaran. Si querían algo, deberían hacerlo a la fuerza, lo que significaría una violación de sus derechos. Sinceramente, no creía que Sawyer, tan recto, optara por esa vía.
Dentro de la sala de interrogatorios parecía estar teniendo lugar una batalla psicológica donde perdería el primero en permitir una concesión. Los cuatro pares de ojos se clavaban en él como si de colmillos se tratasen. Intentaban hacerle sangrar.
—¿Qué tal está Rafael? No encontramos su cuerpo, así que estamos seguros de que sobrevivió al tiroteo. Porque si usted estaba allí, sin duda él también.
Sawyer había optado por hablar dando por hecho la presencia de Scorpio en el muelle cuarenta y siete. Pensó que podría avanzar si utilizaba al hombre de mayor confianza del narcotraficante. Se estaba empezando a impacientar frente a su oponente, quien había adoptado la actitud de una estatua de piedra.
—Déjelo, sargento. Este hijo de puta no va a hablar —se resignó Roger. Se lamentó de que no fuera legal emplear el dolor en estos casos. Lo que más deseaba en ese mismo momento era quedarse en ese cuarto solo con el detenido, sin cámaras.
Con los labios fruncidos, Sawyer sabía que el detective tenía razón. Era ridículo tratar de alargar un interrogatorio que a todas luces era infructuoso. No suponía una sorpresa, pero no podía evitar sentir la impotencia de volver a fracasar en conseguir información. No importaba el contexto, siempre obtenían el mismo resultado. El sargento no veía el momento de recibir el informe de balística, y deseaba con todas sus fuerzas que hubiese concordancias con el arma recién requisada. Estas situarían a Scorpio en la escena del crimen y le señalarían como culpable de al menos una muerte. Pero debía coincidir.
—Muy bien. Vuelvan a encerrarlo.
Catherine se levantó para separar los grilletes del enganche metálico sobre la mesa. Las manos inertes del prisionero no reaccionaron ante aquella libertad parcial. Le hicieron ponerse de pie. Se vio sujeto de nuevo después de que Rickman se volviera a situar al otro lado sin ningún cuidado. Le obligaron a andar. Sawyer miraba la escena sin moverse del sitio, al igual que Lambert, que se había echado a un lado para facilitarles la tarea a sus compañeros.
Mientras Jones sujetaba las rejas de la puerta de la celda, Roger se encaró a Scorpio. Introdujo la llave en las esposas para despojarle de las ataduras metálicas por segunda vez ese día. Y, aunque no habían obtenido nada más allá de unas malas contestaciones, el policía continuaba de buen humor.
—Das pena. Eres una pérdida de tiempo, ni siquiera tendríamos que haberte sacado de ahí —Rickman señaló la pequeña prisión con un movimiento de cabeza y trazó una sonrisa burlona—. Nos habríamos ahorrado un paseo. Pero no te preocupes, no volverá a ocurrir. Está visto que no abres la boca sin tu pistola. Pierdes mucho, sin ella no eres nadie. Y, da igual lo que creas, no vas a salir de aquí, Annibal Scorpio. —Roger se cuidó de pronunciar ese nombre rezumando desdén—. Te vamos a llenar de mierda hasta el cuello. ¿Qué vas a hacer cuando tengamos pruebas de que estuviste allí? Si las marcas de las balas que tenemos en nuestro poder coinciden con las que hace tu pistola, que lo harán, ¿cuál será tu excusa? ¿Que estuviste viendo la televisión? —La sonrisa se ensanchó hasta el punto de enseñarle los dientes al detenido.
Jones miraba a su compañero con el entrecejo arrugado, impaciente. Nunca había sido muy amiga de tentar a la suerte innecesariamente.
Una luz se encendió de pronto en la mente de Annibal. La aversión que ese estúpido policía sentía hacia él había traicionado su profesionalidad. Estaba seguro de que ni siquiera se había dado cuenta. La rabia que Rickman no había sabido gestionar había hecho que se fuera de la lengua. Era evidente que todo aquello no era más que una farsa, no había sido muy difícil llegar a aquella conclusión, pero hasta el momento solo había pensado que le habían capturado únicamente para interrogarlo. Ahora sabía que esa gente había ido más allá.
Su arma.
La Desert Eagle que había disparado aquella noche ahora estaba en manos de esos cabrones.
Acababa de escuchar que iban a utilizarla para realizar una comparación con el material encontrado en el muelle. Joder, ¿cómo no se le había ocurrido antes? Era cuestión de tiempo que lo señalaran como culpable. Había matado aquella noche. Volverían a encerrarlo en la cárcel.
Annibal se quedó en blanco.
Esa pistola debía desaparecer de la comisaría de inmediato y no tenía medios para ello. El estudio ya habría empezado.
Joder. Joder, joder, joder.
No quería volver a la cárcel, no podía permitírselo. La prisión había sido un lugar determinante para convertirse en lo que era hoy en día, pero no guardaba recuerdos especialmente buenos. Claro que por aquel entonces su nombre no era conocido dentro del mundo del crimen.
El rostro de Annibal delató sus pensamientos.
—Esta vez no te salvará ni tu puta madre —carcajeó Roger, que había percibido el sutil cambio. Retiró las esposas de las muñecas del hombre.
El policía había rebasado una línea sagrada. Scorpio no se lo pensó dos veces. Con un veloz movimiento, le propinó un cabezazo en la cara. Golpeó la nariz de Roger con la frente. Fue un impacto seco. El policía gritó. Annibal fue a llevarse las manos a la cara para cubrir la zona del golpe, pero Rickman fue más rápido. Levantó el puño derecho y lo descargó contra el rostro del detenido, que no esperaba un contraataque. Scorpio perdió el equilibrio y retrocedió un par de pasos. Su espalda topó con la pared, recibiendo una fuerte descarga de dolor. El puñetazo de Roger había abarcado desde el lateral izquierdo de la boca hasta el pómulo. Sintió el sabor de la sangre. Presionó el rasguño del interior del labio con la punta de la lengua.
Los ojos de ambos hombres se enzarzaron en medio de un intenso odio.
Roger se cubría la cara con ambas manos y la sangre se escurría entre sus dedos. Annibal permanecía quieto, víctima de una respiración dificultosa a causa del golpe en la espalda. No pretendía escapar en ese mismo momento. Necesitaba un plan que le sacara del atolladero en el que se hallaba inmerso. Lo que menos le preocupaba era el dolor. Tenía que salir de esa comisaría y hacer desaparecer la prueba que señalaría en su dirección.
Jones soltó inmediatamente la puerta de la celda y se colocó entremedias de ambos. Puso las manos sobre los hombros de Rickman con vistas a tranquilizarle. Fue trabajoso, pues la fuerza física del detective era superior a la suya.
—¡Hijo de puta! ¡Hijo de la grandísima puta! ¡Te acordarás de esto! ¡No saldrás en tu puta vida de la cárcel! ¡Cabrón! ¡Me encargaré de que te maten allí dentro! —vociferó Rickman. La sangre continuaba goteando abundantemente desde su nariz, oculta por los dedos. Se estaba empezando a hinchar. La piel bajo los ojos adquiría un tono violáceo poco a poco. Lagrimeaba de dolor. Respiraba por la boca.
Scorpio guardó silencio. No sabía cómo iba a terminar todo eso, pero tal vez no hubiese sido la mejor idea atacar a ese desdichado. En cualquier caso, nadie iba a la cárcel por golpear a un policía.
—¡Ven! ¡Ven si tienes huevos, cabrón! ¡Jones, quita que me lo cargo! ¡Me lo cargo!
Los berridos del detective alertaron al agente que custodiaba la entrada desde fuera, algunos metros más allá. Entró en la estancia con gran rapidez y, nada más evaluar la escena en un par de segundos, agarró a Scorpio de la muñeca derecha. Le redujo colocándosela en la mitad de la espalda. El detenido gruñó, pero no se resistió. No habría servido de nada. Se encogió de dolor. El agente recién llegado le metió en la celda a empujones y luego se colocó a la altura de Rickman. Jones le encargó que fuese en busca del médico. El agente obedeció.
Roger se lanzó contra los barrotes. Agarró uno con la mano izquierda y empuñó su reglamentaria con la derecha. Apuntó al pecho de Scorpio, resollando. Estaba casi desquiciado.
—¡Te voy a reventar la cabeza! —gritó—. ¡Hijo de puta, te acordarás de esto!
—Basta, Roger. —Catherine procuró utilizar un tono sosegado, pero los nervios eran más fuertes—. Hay cámaras.
—¡Me importan una mierda las cámaras! ¿Tú has visto lo que me ha hecho este cabrón? —bramó su compañero. No podía apartar la vista de su objetivo. Su dedo índice temblaba sobre el gatillo.
—A mí sí me importan. Estás poniendo en juego tu puesto de trabajo. Te ha pegado y se lo has devuelto, no merece la pena. Vamos, hay que mirarte eso —sentenció la mujer.
El tono conciliador surtió efecto en Roger. Se separó de las rejas y guardó la pistola. Murmuró algo para sí mismo y se marchó hacia la puerta sin esperar a Catherine. Dio un portazo.
La detective suspiró aliviada. Había llegado a estar segura de que presenciaría un asesinato. El carácter demasiado impulsivo de Roger le había impedido inhibir la respuesta al recibir el golpe. Cualquier otro habría hecho lo mismo, a decir verdad. No quería pensar en lo que habría ocurrido si ella no hubiera intervenido. Ni mucho menos pretendía disculpar a Scorpio, pero si su compañero hubiese cedido al impulso, probablemente no habría sido el trabajo lo único que habría perdido. Se lamentó de que Roger no supiera controlar la boca. No solo le había costado una rotura de nariz, sino que también había revelado parte de las intenciones de la policía. Eso sin hablar de las posibles consecuencias que podría acarrear meterse en problemas con ese tipo de gente. Se dijo que Rickman todavía debía de pensar que la placa le hacía inmune ante cualquier situación. Eran criminales familiarizados con ejecuciones, algunas llevadas a cabo de tal forma que nunca se asocian a los verdaderos autores.
Un estremecimiento afilado surcó la espalda de Jones.
La mujer le dirigió una última mueca hostil antes de darse la vuelta para abandonar el calabozo. Vio a Scorpio sentado en el borde de la cama e inclinado hacia delante. Catherine se preguntó por qué no había contraatacado después de recibir el derechazo de Roger. Mejor así, sin duda alguna. Se encaminó hacia la salida.
—Eh, Jones —la llamó Annibal cuando esta fue a abrir la puerta. Sintió molestias en la mandíbula al hablar, pero ya no le sangraba el labio.
—¿Qué quieres? —respondió ella bruscamente. No se giró, le miró por encima del hombro.
—Ven un momento.
—¿Después de lo que has hecho?
—Has visto muy bien lo que ha pasado —comentó el chico sin alterarse.
—No te excusa, Annibal.
—No me estoy disculpando, Jones. Acércate.
—Te escucho desde aquí. —Se cruzó de brazos mientras se planteaba si aquella era alguna treta de la que tenía que cuidarse. Estaba a la defensiva.
—No voy a comerte —aseguró él. Sonrió al recordar la tarde en la que esa mujer se acercó a su casa a advertirle acerca de la amenaza que se cernía sobre el Lobo. La magulladura tiró de la piel de su mejilla izquierda.
—¿Qué quieres? —insistió la policía. Se acercó unos pasos, dubitativa. A pesar de que habría preferido mantenerse firme en su decisión, pensó que era mejor demostrarle que no le acobardaba.
—Hacer una llamada.
—No estás en posición de pedir.
—Gilipolleces. Sabes que tengo derecho a una llamada, y yo también.
—Llamarás cuando se te permita, si es que se te permite. —Catherine estaba cansada de que Scorpio quisiera tener siempre la última palabra, siempre algo que responder.
—Estás violando mis derechos, otra vez. —Annibal se levantó, obligado a disimular las pequeñas dificultades. Se dirigió hacia los barrotes y cerró las manos en torno a dos de ellos. Ella no reculó ni borró el desafío de su expresión. El hombre desvió la mirada a una de las esquinas del cuarto para luego regresar a la mujer—. Hay cámaras.
—Las mismas que te han grabado agrediendo a un policía.
—Las mismas que han grabado a un policía agrediendo a un detenido. Y que grabarán cómo me niegas la llamada.
—No registran el sonido —se defendió Jones. Maldijo para sus adentros. ¿Había atacado Scorpio a su compañero porque había previsto su reacción, consiguiendo así un argumento? Su rostro se endureció.
—Mi abogado conseguiría fácilmente personas muy competentes en el arte de leer los labios. Si hubiera que recurrir a la grabación, no saldrías muy bien parada. —Miró de nuevo a la cámara y le dedicó una media sonrisa, que no borró al centrarse otra vez en Catherine. No se sentía tan seguro como demostraba—. Si quieres, puedo hacerlo más fácil todavía.
Scorpio levantó el brazo izquierdo y señaló el teléfono sujeto a la pared situado cerca de la celda. A continuación, apuntó a la detective con el dedo, después a sí mismo y finalmente hizo un gesto de negación. Despacio, sin aspavientos. No pedía la llamada por impulso, sino que había estado sopesando sus posibilidades en cuestión de segundos desde que supo el motivo real de su presencia allí. Debía aprovechar el tiempo que había ganado tras golpear al imbécil de Roger, incluso cuando la intención primera no había sido aquella. No podía demorarse más, la investigación podría haberse iniciado ya. Necesitaba que Jones activara el teléfono.
Catherine le miró fijamente durante unos segundos. Empezaba a entender a Roger. Le sacaba de quicio que el hombre tuviera razón. ¿Qué debía hacer? Tenía derecho a esa llamada. Era demasiado tentador marcharse sin concedérsela. Pero no lo hizo, su sentido del deber se lo prohibió. Molesta, se acercó al teléfono y lo habilitó. Descolgó el auricular y se lo facilitó al detenido de mala gana.
—Tienes dos minutos. Si no has acabado para entonces, cortaré la línea.
La policía no pensaba abandonar el calabozo hasta que hubiese cumplido su amenaza. Se apartó más de metro y medio del teléfono, apoyó la espalda en la pared y se cruzó de brazos.
A Scorpio no le preocupaban esos dos minutos, tendría más que suficiente. Debía ser conciso, no habría una segunda oportunidad. Como pudo, alargó el brazo izquierdo fuera de los barrotes y marcó el único número al que podía recurrir si quería resultados. Los dígitos permanecían grabados en su memoria. En circunstancias normales habría sido más sencillo emplear la diestra, pero lo había descartado. Cogió el auricular y se lo colocó en la oreja. Mientras sonaban los tonos de llamada, su mente trabajaba a una velocidad vertiginosa.
Vamos, vamos, vamos.
Si no le respondía, todo se complicaría enormemente. Y la situación ya era demasiado complicada. Estaba impaciente. No creía que la severa mujer le concediera un segundo intento. Se hizo daño al morderse el labio inferior de modo inconsciente.
—¿Diga?
—Lobo…
—¡Annibal! ¿Qué número es este? A buenas horas respondes. Son las nueve y llevo llamándote al móvil desde hace dos horas y media. Necesito que…
—Escúchame, no tengo tiempo. Me han detenido.
—¿Qué? —Rafael no pudo esconder la alarma en su voz. Tardó un par de segundos en proseguir—: ¿Qué ha pasado?
—Ya hablaremos, ahora da igual. —Scorpio miró de reojo a la detective, quien le vigilaba en todo momento—. Me han quitado la pistola y todo lo demás. —No enfatizó el arma para no levantar sospechas, pero deseó con todas sus fuerzas que su amigo supiera leer entre líneas y captara la gravedad que eso suponía—. Habla con Jay, ya sabes… —Pero no continuó la frase con «lo que tienes que hacer», no era necesario y sí peligroso para sus planes. Evitaría dar pistas a la policía en la medida que pudiera. No tenía otro modo de indicarle al Lobo lo que tenía en mente, pero confiaba en su capacidad intelectual. Aquellos mensajes eran más cifrados que de costumbre. Cerró los ojos—. Espero noticias.