Capítulo 12

Rafael consultó el reloj: las seis y veinte de la tarde. Habían transcurrido cinco minutos desde la hora acordada. Consideraba la impuntualidad una falta de respeto, y él mismo la evitaba. Aun así, en cualquier otro momento podría haber sido más comprensivo, pero no ese día. Esperaba sinceramente que esos dos tuviesen una buena excusa más allá de la labor que les había encomendado, pues esperaba de ambos que dieran la talla. Y lo peor no era que llegaran tarde, sino que le harían llegar tarde a él. Molesto, miró al sentido de la carretera por donde tendría que verlos aparecer.

Un coche.

Otro más.

Resopló, impaciente. Volvió a mirar la hora. Era inaceptable. Cogería el smartphone del bolsillo de los vaqueros y les diría un par de cosas a esos irresponsables. Pero no llegó a marcar. Un vehículo negro se detuvo a su lado tras un brusco frenazo. Los neumáticos dejaron un breve rastro en el asfalto. El Lobo levantó la vista del teléfono y comprobó que eran sus hombres. Su estado de ánimo no mejoró. El conductor le señaló el asiento del copiloto.

—¿Sabéis lo que significa ser puntual?

—Perdón —fue lo único que atinó a decir el chico del volante.

—¿Perdón? La próxima vez que tengáis una orden y no la cumpláis a tiempo, vamos a tener más que palabras —advirtió el Lobo. La pronunciación fue suave, sin levantar la voz, pero cargada de una frialdad propia del invierno.

Ninguno de sus dos nuevos acompañantes se atrevió a responder.

Ambos respetaban mucho a su jefe directo. Los dos hombres jóvenes trabajaban para él desde hacía unos dos años. Al principio se dedicaban a cumplir tareas de poca relevancia y de un modo esporádico, pero ahora recibían encargos con más asiduidad. Por supuesto, eran conscientes de la gran relevancia del Lobo en la organización de la que formaban parte, aunque nunca les había permitido relacionarse con la élite. Así, conocían el gran nombre del hombre que dirigía desde la cúspide, pero nunca le habían visto en persona. Sabían de él lo que se escuchaba por ahí, y el Lobo nunca había resuelto sus dudas. Eran círculos a los que simplemente no podían acceder.

Pero no les iba mal. De hecho, todo lo contrario. Recibían cuantiosas remuneraciones y el Lobo los trataba bien. Era un buen jefe. Tenían la esperanza de que llegara el día en el que este les mostrara más confianza y les abriera las puertas al núcleo de la banda organizada. Complicado, pero no imposible.

—Espero que hayáis cumplido con lo que os pedí —continuó Rafael. No era un hombre de muchas palabras y, sin embargo, los otros hablaban aún menos. La presencia de su jefe los intimidaba. No era algo que le halagara especialmente—. Cuando se os manda algo, se espera de vosotros que lo hagáis de inmediato. Creo que os he dado tiempo suficiente como para que no llegarais tarde. Un cuerpo no puede quedarse horas en un maletero, sin contar la peste que se queda durante un tiempo. Joder, si tenéis pensado seguir utilizando este coche ya podéis darle una buena mano de limpieza. Y cuando vengáis a recogerme otra vez, por dios, que no sea con este maldito olor. —Parecía estar dirigiéndose a dos principiantes. Arrugó la nariz—. ¿Dónde lo enterrasteis? Espero que al menos no os viera nadie.

Una vez más, sin respuesta.

Samuel Moore, el conductor, era un hombre de veintiséis años de pelo oscuro y cejas pobladas. En su rostro se podía observar la oscura sombra de la barba incipiente. Era el más bajo de los tres ocupantes del vehículo. Concentrado, miraba a la carretera con sus ojos marrones. Mantenía los labios tensos, al igual que el resto de su cuerpo.

Johnny Gray, sentado detrás de su compañero, no lucía más tranquilo. Miraba por la ventana juntando las cejas. Era cuatro años más joven que Sam. Tenía rapado el pelo castaño y en su expresión destacaban sus avispados ojos verdes claro. Era más corpulento, la camiseta negra sin mangas evidenciaba la cantidad de tiempo que pasaba en el gimnasio. Sus brazos estaban cubiertos de tatuajes casi por completo. Se trataban de diseños a color y otros en escala de grises, pero todos creados con una precisión asombrosa.

El Lobo se giró hacia el hombre al volante.

—¿Dónde lo habéis enterrado? —insistió más despacio, casi arrastrando las palabras. Lo único que escuchaban de fondo eran los ruidos propios del motor y de la actividad de la ciudad.

—Jefe, nosotros… —comenzó diciendo Johnny. Creía que permanecer callados solo retrasaba lo inevitable.

—No lo habéis hecho. —Rafael se anticipó a las explicaciones. Fue como supo que el hedor penetrante del interior del vehículo no se debía a haber tenido un cadáver en el maletero, sino a que este todavía yacía allí dentro. Cerró los ojos procurando mantener la calma.

—Lobo, se nos echaba el tiempo encima y decidimos que la prioridad era no llegar tarde a buscarte. Íbamos a enterrarlo esta noche —se excusó Sam. No miró a su derecha porque no quería desviar la atención de la carretera, y tampoco se atrevía a encarar al hombre de pelo largo.

—¿Ves? Te lo dije. Si no hubieras perdido el tiempo en tu casa obsesionado con el Call of Duty, habríamos tenido tiempo para las dos cosas —le echó en cara Johnny desde detrás. Se inclinó hacia delante y apoyó las manos en el asiento del piloto.

—No me jodas, que no he sido el único que ha estado jugando —protestó Sam.

—Llevaba media hora metiéndote prisa, tío.

—¡Cerrad la puñetera boca! Las órdenes se cumplen en el acto. ¿Y vosotros queréis tener futuro? Empezad primero por respetar lo que se os dice y obedecer cuando se os dice —interrumpió el Lobo. El tono hostil era impropio de él, pero le costaba creer el desorden de las prioridades de esos dos muchachos—. Esto no es un juego, es muy serio. Los tipos que nos crean problemas terminan como el del maletero: muertos. Y los que hacen mal su trabajo nos crean problemas.

Rafael no necesitaba gritar para imponer miedo. Bajó la ventanilla y apoyó el codo en la base, respirando aire libre de ese hedor constante. Llevó la mano derecha a su nuca. Contempló el lugar por el que circulaban. No había dado todavía una dirección específica, solo que condujesen en dirección este. Pero ahora se veía obligado a hacer un alto en el camino. Las cosas no se dejaban a medias. No podían acudir a la cita con un cadáver en el maletero.

—Gira a la derecha.

Sam obedeció. Se saltó un semáforo en rojo. Avanzaron unos cuatrocientos metros y entraron en un barrio que fácilmente podía tacharse de conflictivo. La dejadez general y las pintadas en las fachadas daban la primera pista, y la vestimenta y la actitud de los transeúntes hacía el resto. Se trataba del típico lugar desaconsejado para los turistas inocentes que visitaban la ciudad.

El Lobo estaba familiarizado con la zona y le indicó al conductor que redujera la velocidad. Escudriñaba el exterior en busca de una solución. Canchas de baloncesto cuyas vallas dejaban mucho que desear, contenedores rebosantes de basura, algún que otro drogadicto apoyado en el suelo custodiando extrañas sustancias como si de oro se tratasen, mendigos rebuscando entre recuerdos olvidados, chavales que confundían arte con vandalismo y ensuciaban las paredes con grafitis insulsos, jóvenes de aspecto sospechoso que avanzaban en manada… En fin, lo que cada gobierno finge haber erradicado de sus calles.

Rafael reaccionó. Habían sobrepasado una escena que le había llamado la atención y le indicó a Sam que retrocediese. Se colocaron delante de un grupo de chavales. Sin pensarlo dos veces, el líder abandonó su asiento. Cerró la puerta del coche con más fuerza de la necesaria. Se fue acercando a paso ligero a la maraña de adolescentes, que no parecían rebasar los dieciocho años. Tal vez diecisiete. Se comportaban como si ya lo supieran todo, como si la calle les perteneciera por derecho. Varios de ellos repararon en él, mientras otros dictaminaron que no era tan importante como para merecer su interés. Sin embargo, cuando Rafael fue llegando a su altura, algunos acercaron las manos a los bolsillos.

—¿Qué hacéis? —preguntó el Lobo. No fingía la enorme tranquilidad que mostraba. No percibía peligro alguno contra sí mismo.

—¿Y a ti que te importa? Vete de aquí o te rajamos la cara —soltó uno de ellos mientras le mostraba la navaja que sostenía entre las manos. Tal vez fuese el cabecilla. No era el más grande, pero parecía uno de los más espabilados.

El Lobo se quedó mirando con gesto inexpresivo al chico rubio que se había dirigido a él con tal descaro. Se imaginó al chaval dentro de unos años siendo un delincuente de tres al cuarto capaz de vender a su propia madre por unos gramos de cocaína. Mucho tendría que cambiar su actitud para librarse de tan oscuro futuro.

Menuda juventud.

El adolescente se mantenía firme mientras le retaba con la mirada, pero no pudo evitar perder algo de su seguridad cuando vio que no había amedrentado al intruso. El Lobo dio varios pasos al frente. Ahora todos aquellos macarras se mostraban muy interesados en él, y no sabían si atacarle por su atrevimiento o esperar al desarrollo de la situación. Ese hombre de coleta baja no les inspiraba confianza alguna, pero por algún motivo tampoco se decidían a cargar contra él. Entonces, un chico negro bastante robusto alcanzó un bate de béisbol, objeto hasta el momento situado en la pared de ladrillo anaranjado. Rafael se mantuvo impasible y continuó avanzando.

—¿Intentando robar un coche? —preguntó. De pronto se encontró rodeado por todos aquellos jóvenes problemáticos. Eran siete.

—¿Intentando suicidarte? —respondió el chaval afroamericano de muy malas formas. Evaluaba la dificultad que encontraría si intentaba tumbar al recién llegado.

—No puedo creer que siendo tantos no seáis capaces de forzar un puto coche.

—¿Qué pasa, eres poli o algo? —se metió un chico delgaducho con la cara plagada de acné.

—¿Tengo cara de policía? —escupió el Lobo. Una vez más, no alzó la voz—. Si sois tan torpes, llamaréis la atención y entonces sí vendrá la policía. Quitaos de en medio.

Echó a andar otra vez. Los chavales vacilaron. La ausencia de dudas en Rafael hizo que ninguno le bloqueara el paso, ni tan siquiera el chico que golpeaba el bate incesantemente entre sus manos. Algunos incluso se apartaron. Continuaban manteniendo la idea de acuchillar a ese hombre si se sentían amenazados, pero tenían curiosidad. Aquel barrio les prometía inmunidad. ¡Y qué diablos! El tipo se disponía a enseñarles a cometer un delito sin habérselo pedido.

El Lobo se colocó en frente del coche tras haber reclamado el alambre que los críos habían estado utilizando sin éxito. Luego consiguió que la cerradura del vehículo terminara cediendo al segundo intento. Pan comido. Casi podría haberlo hecho con los ojos cerrados, el resultado no habría sido muy diferente. La fuerza adecuada y el ángulo concreto, no había hecho falta más. Puso la mano sobre la manilla de la puerta y la abrió con suavidad. Los pequeños delincuentes rompieron en elogios.

—¡Increíble, tío! —exclamó el cabecilla.

—¿Cómo lo has hecho?

—¡Enséñanos!

—¡Qué pasada!

—¡Gracias, colega! —El chico negro le mostró una gran sonrisa blanca. Dejó el bate en el mismo lugar de donde lo había cogido. Luego estiró el brazo para agarrar la manilla de la puerta. El Lobo le asió por la muñeca, deteniéndolo en seco. El chaval borró la sonrisa, al igual que sus amigos.

—Este coche es mío. Me lo quedo.

—¡Venga ya! —protestó uno de los silenciosos hasta el momento. Era pelirrojo y con la cara tan cubierta de pecas que le oscurecían la piel. Mostró su dentadura torcida.

—Tranquilos, podéis coger aquel de allí.

Como accionados por un resorte, los adolescentes se giraron al unísono hacia el coche donde todavía Sam y Johnny permanecían sentados. No podían saberlo, pero también se trataba de un vehículo robado. Era un BMW negro algo antiguo, una delicia para los ojos de aquellos chavales teniendo en cuenta que se trataba de un modelo mucho mejor que el que habían pretendido forzar.

—Hay gente dentro —comentó el delgaducho con la cara llena de granos.

—Eso tiene fácil solución.

El Lobo caminó hasta el coche negro desde donde sus hombres le miraban con expresión interrogativa. Estuvo pendiente de que el puñado de jóvenes no entrase en el que acababa de abrir, pero estos estaban muy ocupados satisfaciendo la curiosidad que les seguía produciendo el hombre de la coleta. Además, tenían ganas de echarle el guante al BMW. Una vez hubo llegado, Rafael les ordeno a Sam y a Johnny que se bajaran. Al principio ambos se mostraron algo reticentes, temerosos de que quisiera darles un escarmiento por haber fallado en su cometido. Sin embargo, el rostro de su jefe no mostraba severidad, tan solo impaciencia. El Lobo enarcó las cejas. El primero en obedecer fue Johnny.

—Tío, muévete —apremió el joven tatuado ya desde el pavimento.

Sam no tuvo más remedio que bajarse del asiento del conductor. Su colega había tenido la iniciativa porque sabía que estaban tentando a la suerte: ya habían cumplido el cupo de meteduras de pata ese día. Los dos se situaron al lado del Lobo, y este continuaba con la atención centrada en los chavales.

—¿En serio nos quieres cambiar tu cochazo por esa mierda? —se extrañó el chico negro. No habría podido adivinar que el intento de robo de ese viejo vehículo iba a desembocar en un botín aún mejor.

—Tomadlo como un golpe de suerte. Me conformo con poco y prefiero colores más llamativos —se inventó Rafael. Miró el rojo brillante del nuevo modelo que iba a adquirir—. Además, todos hemos empezado en esto alguna vez. Una ayuda de vez en cuando nunca viene mal.

—¡Gracias! —exclamó el pelirrojo, admirado.

A pesar de sus pretensiones criminales, la inocencia de los siete muchachos reveló lo que eran en realidad: unos críos.

El Lobo se acercó al coche rojo. No fue necesario ordenar a sus dos hombres que le siguieran. Sentado al volante de su nueva conquista, les indicó que tomaran asiento detrás. Mientras tanto, el conductor consiguió hacer un puente en la batería. En menos de un minuto ya lo tenía en marcha. En menos de otro, ya circulaban por las calles.

Los pequeños rebeldes no tardarían en hallar la sorpresa que aguardaba en el interior del maletero del BMW.

—Que sea la última vez que tengo que resolver vuestras cagadas, ¿de acuerdo? Aquí no hay segundas oportunidades. No me gustaría que ocuparais algún otro maletero, ¿entendido? —les advirtió Rafael después de rebasar un semáforo que había cambiado a verde.

No tenía intención alguna de cumplir su amenaza, pero pensó que les vendría bien un toque de atención. Al fin y al cabo, como les había dicho a los chavales de aquel barrio conflictivo, todos habían empezado en el negocio alguna vez.

Johnny y Sam estaban perplejos. Su jefe había conseguido resolver el problema de forma rápida y consiguiendo a su vez otro automóvil. Se había cuidado también de limpiar cualquier huella del otro vehículo, aunque había procurado no tocarlo con las manos desnudas. La suerte había sido determinante, pues habían encontrado una situación de la que sacar ventaja. El verdadero talento, sin embargo, radicaba en la capacidad de haber sabido ver una oportunidad donde otro solo habría atisbado marginalidad. Les resultaba muy sencillo recordar el porqué de su admiración hacia ese hombre.

Rafael conducía en silencio, compartido por los dos ocupantes traseros. Casi lo prefería así. Después del tiempo perdido, no quería escuchar excusas ridículas ni disculpas.

A pesar de los rayos de sol veraniego que incidían desde atrás sobre los espejos retrovisores, no redujo la velocidad. Le echó un vistazo al reloj de su muñeca izquierda: las siete y cinco. Ya iban tarde. Era notoria la diferencia en los pedales de su flamante Mercedes y aquel cacharro, pero no podía quejarse. Así habían salido las cosas esa tarde. Aunque tampoco era la mejor idea conducir hasta su destino en un coche robado. Bueno, nadie tenía porqué saberlo.